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Anatomía de una jugada: la reina y la niña en Gambito de dama

the queens
Imagen promocional de la serie Gambito de dama

Todo en la escena está dispuesto como si se tratara de una liturgia: el tablero, el silencio, las cámaras soviéticas, los rostros contenidos del público. Beth Harmon se sienta en el altar. Lleva un abrigo blanco que parece un uniforme de otra época, de otro país, de otro mundo. El peinado recuerda a una escultura del realismo socialista. Pero no es un acto político. Es una ceremonia íntima. El duelo final. Al otro lado del tablero, el campeón mundial, Vasily Borgov, impasible como un busto de Lenin. Es una estatua de la disciplina. Su rostro parece tallado para no inmutarse. Pero su mirada se desplaza más de lo que su cuerpo permite. La respeta. Y eso ya es mucho. Pero este no es un combate entre dos jugadores. Es una escena de exorcismo. Beth Harmon ha llegado a ese tablero con todos sus fantasmas: la madre suicida, el orfanato, las pastillas verdes, los techos que giran, el hombre que la adoptó y luego desapareció, los hombres que la quisieron como objeto de redención o como sombra del propio fracaso. Todo eso está en el tablero, más que las piezas. Y ahí, en esa partida final en Moscú, hace la jugada que cambiará todo. Un sacrificio de reina. Un movimiento que en ajedrez es más que una jugada: es una declaración de principios, una poesía negra, una rendición que no es tal.

El ajedrez, para Beth, siempre fue una forma de escapar. De la soledad, de la mediocridad, del caos. Pero también una forma de imponer orden. En ese juego todo tiene sentido: las reglas son claras, el objetivo es único, el control es posible. Frente al mundo desbordado, el tablero ofrece un universo de 64 casillas donde cada cosa tiene su lugar. Una cuadrícula donde el dolor no se cuela. Pero el ajedrez también fue una trampa. Un espacio donde lo emocional quedaba excluido. Donde amar era perder concentración. Donde confiar era un error. Desde niña, Beth convirtió su talento en una coraza. Jugaba con una agresividad contenida, como si quisiera vengarse de alguien cada vez que daba jaque mate. En Moscú, sin embargo, algo ha cambiado. Ya no está drogada. Ya no juega para demostrar que es mejor que los hombres que la miraban con desdén. No necesita aplastar, necesita comprender. Ha dejado atrás la furia de la niña y ha entrado en la serenidad de la jugadora madura.

Por eso sacrifica su reina. No como un truco de prestidigitadora, sino como un acto de madurez. La pieza que representa el poder máximo —la más veloz, la más versátil, la más letal— se convierte en ofrenda. Porque el ajedrez, como la vida, no siempre se gana acumulando fuerza, sino sabiendo cuándo renunciar. En términos junguianos, el sacrificio de la reina es un gesto de individuación: la renuncia al yo idealizado para abrazar la totalidad del ser. Beth, hasta ese momento, ha jugado como «la reina» —el arquetipo de la dominación, el brillo, la excepcionalidad—, pero en esa jugada cede ese poder para jugar como persona, no como símbolo. Ya no necesita el aura de prodigio, ni la venganza del talento. Puede ser simplemente Beth.

La escena conecta con la teoría del “falso self” de Donald Winnicott. La identidad que Beth ha construido, brillante y eficiente, ha sido un mecanismo de supervivencia. El sacrificio de la reina es el momento en que esa estructura cede. Ya no juega para sostener la imagen que los demás tienen de ella. El gesto no busca efecto, sino verdad. Y en ese desprendimiento, aparece lo auténtico: no la ajedrecista imbatible, sino la niña que ha aprendido a jugar sin miedo a perder.

El rival también importa. Borgov no es un antagonista clásico. No representa el machismo, la arrogancia o la violencia simbólica. Representa la contención, la experiencia, el respeto. Cuando acepta el sacrificio, lo hace con la gravedad de quien reconoce algo irreversible. Su posterior retirada no tiene la textura del fracaso, sino la del reconocimiento. Ese instante se aproxima a lo que Erik Erikson llamó la “integridad del yo”: la aceptación serena del ciclo vital, del papel jugado, de que el testigo ha sido entregado. Beth no ha vencido a Borgov, ha sido reconocida por él.

En los planos cenitales, las piezas flotan sobre el techo como en sus visiones de infancia. Pero ya no hay pastillas verdes. El tablero mental ha sido integrado. En términos de Mihály Csikszentmihalyi, Beth ha alcanzado el estado de flujo: concentración plena, fusión entre acción y conciencia, pérdida del ego. No hay ansiedad, no hay fatiga. Solo juego puro, preciso, inevitable. Es el momento en que el talento se convierte en arte.

Y como todo arte, hay riesgo. El sacrificio de la reina no solo es una maniobra estratégica, es una apuesta. Como en el póker, hay un momento en que el cálculo se convierte en fe. En que la lógica se disuelve en una certeza íntima. No es casual que el ajedrez haya entrado en el circuito de las apuestas online. Cada vez más torneos son objeto de cuotas, pronósticos, riesgo. Una mirada reciente a la regulación del juego online revela las tensiones entre el control estatal que establecen los reguladores —la UKGC en Reino Unido, ARJEL en Francia o la DGOJ en España— y la libertad de mercado en la UE. El ajedrez, símbolo de racionalidad y previsión, se vuelve también escenario de lo imprevisible. Las jugadas se codifican, se monetizan, se apuestan. Y el gesto de Beth puede leerse como una inversión perfecta: riesgo alto, resultado fulminante. Pero, a diferencia del mercado, ella no especula. Ella comprende.

Después de la victoria, Beth no celebra. No hay épica. No hay fuga triunfal. Camina sola por Moscú, aún extrañamente atada al tablero que ya dejó atrás. Y entonces aparece el parque. El círculo que se cierra. Los viejos que juegan por amor al juego. Sin cámaras, sin medallas, sin ranking ELO. Solo el tiempo, las manos y la madera. Beth se sienta. Juega. La reina que sacrificó es ahora otra cosa. No necesita aplastar. No necesita protegerse. Juega porque quiere. Porque, por fin, puede.

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Un comentario

  1. Bachir Lagsal

    Maravillo artículo. Muchas gracias!!!

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