¿Y cómo es él?
Like a Rolling Stone
Hoy puede ser un gran día
First We Take Manhattan
La primera vez que oí hablar del encuentro de los cuatro magníficos de la canción trascendental tuvo lugar en una lluviosa tarde de octubre en la que el tiempo parecía haberse detenido solo para obligarme a mirar fijamente el canto abollado de mi monitor TFT. Fue en un foro sobre música, allá por los años de myspace. Entre discusiones sobre el umbral del oído absoluto y quién era el mejor guitarrista del siglo XX, alguien dejó caer la historia: “Hubo un día en que Perales, Serrat, Cohen y Dylan se sentaron juntos a hablar de la vida, el amor y otras enfermedades”. Al principio pensé que era una broma, una de esas invenciones melancólicas que se comparten como si fueran recuerdos. Pero cuanto más se desarrollaba la historia, más verosímil me parecía. Al fin y al cabo, ¿quién no ha sentido alguna vez que estos cuatro tipos ya se habían conocido en otra vida? O, al menos, en el mismo vinilo.
Parece ser que la cita tuvo lugar en julio, en una iglesia desacralizada convertida en un oscuro garito y situada en algún punto entre entre Cuenca y Quebec. La trascendental reunión en la que se encontraron José Luis Perales, Leonard Cohen, Joan Manuel Serrat y Bob Dylan fue convocada en secreto por un quinto cantante, cuyo nombre nunca se descubrió. El local olía a fritanga, a café recalentado y a una mezcla de perfumes baratos y existencialismo rancio. Perales entró el primero, con esa dignidad de sacerdote jubilado que lleva su propio sobre de manzanilla. Cohen, de negro hasta el alma, se dejó caer en la silla con un aire de funeral con clase y sacó un vino chileno que había traído en su gabardina, como quien transporta las cenizas de un amor prohibido. Serrat llegó saludando como si fuera el dueño del bar y conociera a todos los parroquianos. Dylan dijo algo. O eso creyeron los demás. Fue un murmullo ambiguo, con la textura de un conjuro o una protesta sindical. El camarero, visiblemente emocionado por la situación y siguiendo las instrucciones del misterioso organizador se dirigió a la gramola y tras insertar un par de monedas comenzó a sonar Soy un truhán, soy un señor. Nadie supo muy bien cómo reaccionar.
Entre croquetas y confesiones discretas, y sin ser conscientes que llevaban décadas cantando las mismas cosas con distinto acento, fueron desnudando sus penas como quien se quita el abrigo en un bar sin calefacción: con resignación, con estilo y sabiendo que al final siempre vuelve el frío. Cohen habló de las mujeres que le rompieron el alma y le enseñaron a rimar con dignidad. Perales asintió, con la resignación del que ya había escrito eso tres veces y le está sacando partido gracias a la SGAE. Serrat recordó cómo la censura le ayudó a mejorar la métrica, como quien agradece un empujón en mitad de una pelea. Dylan, mientras tanto, afinó la armónica con la naturalidad de quien había recibido un Premio Nobel por no vocalizar.
Serrat, con cierta guasa le dijo a Cohen que era el Perales del lado oscuro. Si Perales decía «¿Y cómo es él?» como un marido en bata que había hecho arroz para dos, Cohen contestaba «I’m your man» con la voz de quien estaba dispuesto a cambiar las bombillas y el sistema nervioso central por ti. Ambos habían hecho del desamor una religión, aunque uno rezaba en misa de doce y el otro en un cabaret canadiense. Perales abrazaba con las dos manos; Cohen se desnudaba al quitarse el sombrero. Uno escribía con bolígrafo azul sobre una libreta cuadriculada; el otro con pluma negra y aroma a sándalo, sobre papel que olía a suicidio elegante.
Cohen, con intención de desviar la atención, preguntó a Serrat y a Dylan quién de los dos había inventado el desencanto social. Dylan aseguraba que todo había empezado con él, como si la historia tuviera copyright y él fuese el notario universal del desengaño, el único con licencia para sufrir antes que nadie y cobrar por ello en vinilos de edición limitada. Serrat lo escuchaba con la media sonrisa del que ya había discutido con comunistas, cardenales y técnicos de sonido sin perder los nervios. Ambos cantaban a las injusticias del mundo, aunque Dylan parecía enfadado incluso cuando afinaba bien, y Serrat lanzaba el sermón con acento de tío entrañable en sobremesa de domingo. Uno era revolución críptica; el otro, insurrección con refrán. Serrat escribía como quien había vivido. Dylan, como quien había sobrevivido. A Dylan había que leerlo con diccionario, mapa y paciencia. A Serrat se le entendía con solo recordar a una madre. Y, sin embargo, ambos dejaban la misma sensación: que el mundo estaba mal, pero no tanto si alguien lo cantaba con suficiente melancolía.
Perales miraba a Cohen con una mezcla de admiración y desconcierto: aquel canadiense había logrado que lo consideraran sexy escribiendo sobre la desesperanza. Cohen le devolvía la mirada con respeto: aquel manchego había hecho llorar a generaciones enteras con una guitarra y un jersey de cuello vuelto. Dylan no entendía nada, pero tampoco le importaba. Serrat abría los brazos como si abrazara al mundo y todo se distendía. El camarero, ya resignado a su papel de testigo histórico, ponía más canciones. Ahora era el turno de La vida sigue igual. La conversación subía de tono. No había entre ellos competencia, solo sorpresa. ¿Cómo era posible que los cuatro hubieran escrito las mismas canciones sin pisarse? ¿Cómo se las habían arreglado para ser trágicos sin aburrir, profundos sin necesidad de máster, y poéticos sin ir en chanclas? Nadie lo sabía. Quizá la clave estaba en sus voces: ninguna apta para karaoke, todas capaces de romperte el alma si las escuchabas con resaca. Perales y Cohen compartían el don de decir adiós sin gritar. La diferencia era que uno lo hacía como quien recogía la mesa y el otro como quien encendía una vela y se metía en la bañera. Dylan y Serrat, por su parte, decían lo que nadie quería oír, pero con tanta gracia que acababas cantándolo en la ducha. Uno empujaba al abismo; el otro lo señalaba con una sonrisa de abuelo irónico.
Cuando se despidieron, no se dieron la mano. Se miraron con ese gesto que solo los que habían cantado a la derrota con dignidad podían compartir. Dylan se fue sin pagar. Serrat dejó propina. Cohen dejó un poema. Perales recogió los platos. Y sonó Se que volverás.
Una historia muy bonita.
Yo diría que, el quinto en discordia, el que convocó la reunión era Fabrizio D’André.
El quinto hombre no convocó a Sabina. Huelga decir que nadie le echó de menos.
¡Qué guapo te ha quedado, Laura!
Tampoco convocó a Brassens, el padre de todos ellos, que juega en otra liga, ni mejor, ni peor, pero si más incorrecta.