Política y Economía Economía

La Fed no llora: aranceles, inflación y la elegancia de no hacer nada

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El gobernador de la Reserva Federal de Estados Unidos, Jerome Powell, asiste a una reunión abierta en la Reserva Federal de Estados Unidos en Washington D.C., capital de Estados Unidos, el 22 de octubre de 2014 (Xinhua/Bao Dandan) XINHUA /LANDOV

La Reserva Federal es ese personaje secundario de las novelas de espías: callado, riguroso, con gafas de pasta y aspecto inofensivo, pero que siempre sabe algo que los demás no. Cuando las economías tiemblan, el guion habitual dicta bajar tipos, llenar de billetes los mercados y cruzar los dedos. Sin embargo, en Washington decidieron cambiar de libreto. Aunque la guerra comercial entre Estados Unidos y China amenazaba con incendiar el tablero mundial, en la Fed no mueven una ceja. Tipos altos, gesto serio y silencio administrativo. Ni una lágrima por el sector manufacturero.

El motivo, por más árido que suene, es técnico. No porque les falte corazón, sino porque la inflación no entiende de sentimentalismos. Los aranceles, que suenan a política exterior, pero actúan como impuestos internos, encarecen los productos importados. Es decir, el café, los teléfonos, los coches… Suben los precios y con ellos las cejas de los responsables monetarios. La inflación no llega aquí en traje de gala, sino disfrazada de aduana.

Ahí entra en escena un actor con nombre de aparato quirúrgico: el Ratio de Cobertura de Intereses. Mide si las empresas pueden pagar los intereses de sus deudas con lo que ganan. Con tipos altos, el coste de la deuda se dispara. Las empresas tiemblan, los bancos también. Pero en la Fed no ceden. Porque bajar los tipos para aliviar a las compañías sería como inflar un flotador con una bomba de aire caliente: sube, pero no sabes cuándo explota. Y, sobre todo, manda el mensaje equivocado: que toleramos una inflación más alta. Eso es lo que más les quita el sueño a los tecnócratas.

La Fed tiene un mandato dual: que haya trabajo y que los precios no se desboquen. Lo segundo preocupa más que lo primero cuando los aranceles elevan los precios. Porque si se bajan tipos con la inflación en ascenso, no es que no arregles nada, es que lo estropeas. Jerome Powell ya lo explicó con su tono monocorde en el Congreso: «los aranceles son un shock de oferta negativo». Traducido al lenguaje de la calle: provocan subidas de precios y frenazo económico. Y no hay manera fácil de lidiar con eso.

Los libros de historia económica —que en la Fed leen como otros leen novela negra— advierten contra los errores del pasado. En los 70, con la crisis del petróleo, se intentó estimular la economía con tipos bajos y solo se logró un monstruo de dos cabezas: inflación y recesión. Volcker lo arregló con una medicina brutal: subidas de tipos tan drásticas que hicieron llorar a media América. Pero funcionó. Desde entonces, los presidentes de la Fed han aprendido a preferir el dolor breve a la agonía larga.

Blanchard, que fue el sabio del FMI, advirtió que los aranceles deprimen la economía, sí, pero con inflación de propina. Summers, que siempre escribe como si estuviera gritando en un despacho de Harvard, fue aún más gráfico: «bajar tipos en una guerra comercial es echar gasolina al fuego». Los tipos, en esta visión, no son bálsamo, son fósforo.

La historia, además, no perdona. En 1930, la Ley Hawley-Smoot elevó los aranceles estadounidenses hasta el techo. Otros países respondieron. El comercio se colapsó. La Fed, entonces dirigida por hombres que llevaban sombrero hasta en la ducha, no bajó los tipos. El resultado: una recesión global de proporciones bíblicas. Hoy, con la inflación al acecho, el riesgo no es la deflación, sino que todo se nos vaya de las manos.

Los años de Trump aportaron otro capítulo al manual. Aranceles por doquier, productos más caros y consumidores pagando la fiesta. Los estudios del Peterson Institute y de Brookings confirmaron lo que todos intuían: el bolsillo del ciudadano americano fue el que asumió el golpe. La Fed bajó tipos solo con cuentagotas, y cuando llegó la pandemia y la inflación se disparó, volvió a subirlos. Lección aprendida: no hay que reaccionar con reflejos de boxeador ante cada noticia de prensa. Hay que contar hasta diez.

Janet Yellen, que habla como si todo el mundo estuviera en primero de Economía, dijo una vez que lo importante de la política monetaria no son las decisiones, sino la credibilidad. Porque si los mercados creen que la Fed permitirá una inflación del 4 %, se comportarán como si el 4 % fuera lo nuevo normal. Y entonces sí que no hay quien pare la rueda.

Por eso, cuando todo el mundo espera que la Fed actúe, a veces lo más valiente es no hacer nada. La presión es enorme: los mercados se impacientan, los políticos piden acción, los medios reclaman titulares. Pero la Fed no está para satisfacer ansiedades colectivas, sino para sostener la economía sobre una cuerda tensa. No por capricho, sino porque los aranceles no son una crisis de demanda, sino un empujón inflacionista, un golpe seco al equilibrio de precios, como un portazo en mitad de una ópera. Si uno responde con bajadas de tipos ante ese portazo, lo único que consigue es amplificar la disonancia. Es como tratar una insolación con una manta eléctrica, o apagar un incendio con gasolina premium.

La economía, como el ajedrez, castiga los movimientos precipitados. Y la Fed lo sabe. De ahí su obstinación, su calma de metrólogo japonés. No quiere ser heroica. No necesita fotos. Solo sensata. Como ese personaje secundario que, al final, salva el día sin que nadie lo note. El mayordomo que desactiva la bomba, el contable que encuentra el error, el tipo que no grita pero entiende todo. Porque en el mundo de los bancos centrales, la discreción es una forma de poder y la inacción, cuando está bien medida, puede ser el gesto más inteligente del guion.

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