Sociedad

Tengan cuidado y miedo ahí fuera

Londres, 1969. Fotografía Doug Griffin Getty. miedo
Londres, 1969. Fotografía: Doug Griffin / Getty.

Para quien tiene miedo todo son ruidos.

(Sófocles)

Un poco de terror siempre es necesario.

(Mao Zedong)

En su primera acepción, el terror es definido académicamente por el Diccionario de la lengua española como un «miedo muy intenso». ¿Y qué es el miedo a secas? De nuevo el DRAE: «Perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o daño real o imaginario».

Nos parece mucho más sutil el miedo que el terror. Tiene muchas más circunvoluciones: de la vida real puede desviarse por los vericuetos de la umbría imaginaria. O sea, es como la mente a pleno rendimiento («la mente, poderoso estupefaciente», canta Franco Battiato en «Ábrete Sésamo»). Por eso, bien mirado, el terror nos parece una cosa más burda, menos sugerente. No es lo mismo y no suena igual El miedo del portero ante el penalti, la novela de Peter Handke, que si se hubiera publicado como «El terror del portero ante el penalti».

Esta crónica versará sobre los nuevos influjos culturales que se derivan del miedo. Su estatus, traducido al devenir del siglo XXI, atenaza hoy por hoy a la sociedad actual. El ser humano tardomoderno se angustia porque todo es incertidumbre. El futuro se ha convertido en una inmensa zona de sombra. El ser humano coetáneo tiene aversión al riesgo (de ahí el mantra del «riesgo cero»). Convierte en neurosis su obsesión por la seguridad, donde todo a su alrededor ha de ser seguro, como si hasta el ocio o el día a día de las rutinas fuera una cuestión de agónica supervivencia (disfrutar de un concierto con seguridad, el auge de los «espacios seguros», comer y beber con seguridad, «caminos seguros» para el tránsito de los escolares, disfrutar de las compras con total seguridad, etcétera).

Toda esta deriva procede de una máxima: la persona es entendida como un animal frágil, preso de miedos y terrores. La fragilidad define la existencia y la coexistencia de hoy. Se ha creado como una fábula social del miedo. Pero es la naturaleza individual del miedo, su percepción personal, lo que ha ido creando un sistema colectivo de abrigo y protección contra su amenaza. No importa ya si el miedo lo provoca el terrorismo islámico, si un osito de peluche potencialmente peligroso para el crío, si los alimentos eventualmente nocivos para la salud.

Se tiene miedo a todo o a casi todo y, llegado el caso, se padece terror y fobia a las relaciones, a ese banco de niebla llamado entorno social. ¿Qué me espera hoy ahí fuera? Es casi igual a lo que el sargento Esterhaus advertía a sus compañeros de comisaría antes de que estos salieran a patrullar las calles en la serie Canción triste de Hill Street: «Tengan cuidado ahí fuera».

El miedo, pues, es un angustioso cálculo mental, y el terror es su desvarío. Al siglo XXI le ha tocado lidiar con las mil y una capas con las que se envuelve el miedo, un miedo que es psicosocial. El terror es mejor archivarlo como un guion de serie B, del mundo zombi y alrededores (lo que va de La noche de los muertos vivientes al vídeo de «Thriller», de Michael Jackson, y al canal Dark, de cine terrorífico). Si alguien, azadón en mano, nos dijera abiertamente eso de «no voy a hacerte daño, solo voy a aplastarte los sesos» (de El resplandor, la película de Kubrick), no resultaría aconsejable que nos quedáramos pensativos, deliberando con nosotros mismos si esta probable amenaza nos está provocando miedo sutil o terror del burdo.

Aquí, frente al icónico careto de Jack Nicholson, miedo y terror son lo mismo. No hay distingos. Distinta es la aprensión que, en grado variable, nos suscitan hoy cuestiones que los medios avivan para que el día a día se convierta en un permanente cargo de conciencia. A saber: la amenaza del cambio climático, el problema de la inequidad mundial, la percepción de un colapso inminente (apagón energético) o, entre otras calamidades futuras, el hambre para lo venidero (se estima que, para 2030, el tercer jinete del Apocalipsis traerá a lomos de su negro caballo un total de seiscientos setenta millones de famélicos, el ocho por ciento de la población mundial).

Lo dicho, el futuro se concibe como una pavorosa zona de sombra.

* * *

De origen húngaro, el influyente y heterodoxo sociólogo británico Frank Furedi se ha centrado en los mecanismos individuales y participativos que definen lo que él llama como «miedo tardomoderno» (Cómo funciona el miedo. La cultura del miedo en el siglo XXI). Amazon sigue agrandando su imperio, pero, en muchos aspectos, la globalización se ha desinflado y el mundo como copia y reflujo de hábitos se ha replegado en buena parte hacia las viejas texturas. Dice Furedi que hoy vivimos una auténtica cultura del miedo, apoyada por raptos de terror subjetivo que bordean la paranoia y, llegado el caso, el frikismo alarmista o bien el puro dislate de negacionistas de variada laya (sí, todos estamos pensando en Miguel Bosé).

Cada época vive su pormenor histórico asociado al miedo, incluso al terror. Ciertos periodos han sido más resaltados que otros por los historiadores. La época del Terror de la Revolución francesa, como era previsible, no dejó títere con cabeza gracias a la guillotina (Robespierre dirá que «el terror no es más que la justicia rápida, severa, inflexible»). Bajo el ridículo bigote de Adolf Hitler se escondía una distopía de terror que se volvió real. La Guerra Fría provocó pavor ante un epítome nuclear. En Camboya, los jemeres rojos y, en Ruanda, los hutus dieron lugar a una siniestra epifanía de terror inconcebible.

Más allá de la historia, entendida por capítulos, el miedo es algo ingénito a la humanidad. Para Bauman, el miedo a la muerte es el miedo primario, el prototipo de todos los miedos. Desde el primer claror de los tiempos, la ansiedad que provoca la certeza de la muerte ha constituido el miedo más profundo de la humanidad. De este miedo primario y cerval se desprenden todos los demás. Durante siglos, antes y después de la larga noche del Medievo, se tuvo miedo al castigo de Dios (el temor al Creador era tenido como una actitud virtuosa).

El auge del cientificismo y el laicismo progresivo irán desmontando el miedo religioso. El miedo a Dios dejará de ser un soborno llamado a equívoco (si algo había anunciado Jesús fue la llegada del Reino a partir del amor y la justicia). La hecatombe mental de la Gran Guerra traerá consigo el auge de la psicología, la mente como estudio fenomenológico, lo que propiciará que el miedo y el pavor del individuo moderno sean analizados desde nuevos ángulos.

El siglo XX (ciento ochenta y siete millones de muertos causados por guerras y conflictos) fue lo más parecido al Antiguo Testamento: una trama de horrores, según Simone Weil. La cultura del miedo del siglo XXI de la que habla Frank Furedi reside en una especie de filosofía del catastrofismo. Se prodigan los «empresarios del miedo», como el astrónomo Martin J. Rees (autor de Nuestra hora final), para quien las probabilidades de que la humanidad sobreviva a 2100 son nulas.

Se ha impuesto hoy una suerte de «teleología de la fatalidad» (la teleología es la doctrina de las causas finales). El futuro es visto como amenaza y no como esperanza que afrontar desde el coraje y la prudencia, una de las cuatro virtudes cardinales, lo que ha llevado al desprecio ignorante por los estoicos («Si estás angustiado por cualquier cosa externa, no es la cosa lo que te perturba, sino tu propio juicio al respecto», dirá Marco Aurelio).

La bulimia informativa nos inocula a diario nuestra dosis de aprensión. Hay que estar en guardia, entrenados para lo que pueda venir, aunque no haya garantía cierta, ni más pronto ni más tarde, de qué es o en qué se basa lo que ha de venir. La humanidad vive como en permanente estado de alerta ante un apocalipsis que se intuye. Aunque el siglo XXI es el siglo de la tecnocracia, la biociencia y el dominio fatuo de toda forma de conocimiento, resulta paradójico que lo que predomine como modus vivendi sea el pensamiento especulativo en cuanto al futuro: lo que no sabemos es mucho más significativo y determinante que lo que sabemos.

El mundo desglobalizado está escribiendo su relato de la cultura del miedo. Se basa en dos hechos esenciales y relacionados entre sí: la inseguridad ontológica y la angustia existencial. En la era del terrorismo global (de sesgo islamista o ideológico, al modo de la matanza de la isla de Utoya), la humanidad se creía libre de guerras al estilo analógico que pudieran tener repercusión mundial (véase la guerra de Ucrania). Igual que se creía a salvo de bacilos y epidemias inapropiadas, ajenas a la era de la digitalización, la inteligencia artificial y las virguerías del metaverso como fantasía virtual (el coronavirus, a la que Furedi llama la «epidemia del miedo», ha sido toda una lección de realismo moral).

* * *

La sensación de estar en continuo peligro expositivo es otro signo del miedo con copyright del siglo XXI. Este estar en permanente peligro es hoy como una forma de identidad autoconsciente: es el triunfo de la persona miedosa. Por eso la cultura del miedo ha redefinido lo que significa ser hoy por hoy una persona.

De hecho, la recurrencia a la fragilidad domina la cultura popular. Quiere decirse que se da por cierto que las personas son frágiles de por sí, como condición natural. El temor a herir la sensibilidad de los niños no ha hecho sino aumentar desde la década de los noventa. En algunos ámbitos docentes, en el Reino Unido y en Estados Unidos, se llegó a prohibir que los profesores corrigieran los exámenes de sus alumnos con bolígrafo rojo. El color rojo era susceptible de aprensión y miedo y fuente de fragilidad para niños vulnerables. Los niños vulnerables dieron paso a los estudiantes vulnerables en general, igual que pasó a hablarse de adultos vulnerables y de familias vulnerables. El discurso político se volvió pedagógico y mayormente cursi.

A la sobreabundancia de información (la bulimia de la información, como queda dicho, es nota común en el siglo XXI) se le une la bulimia por la seguridad, asociada a la permanente sensación de miedo y desconfianza que nos rodea en cualquier ámbito o circunstancia vital. Hacer autostop es ahora tan insensato como dar la clave de tu tarjeta bancaria al primer desconocido. El miedo a la radiación solar ha provocado lobbies inquisitoriales, que poco menos que piden penas de cárcel para los padres que no cuidan la piel de sus hijos adecuadamente (lejos quedan el gusto por la helioterapia de los antiguos griegos o aquella Clínica del Sol abierta en 1903 en los Alpes por Auguste Rollier para tratar la tuberculosis).

¿Y la leche en polvo? ¿Cómo no encarcelar a tantas madres desalmadas? El miedo chusco, convertido ya en histeria paródica, se retrata a sí mismo en las campañas anti leche en polvo como protección al bebé. Todo un veneno en comparación con la leche materna y la fontana de la lactancia natural. Grupos de presión como Baby Milk Action o Baby Food Action Network ejercen su cruzada para salvar a los bebés de las madres homicidas que por diversas circunstancias prefieren dar leche en polvo a sus criaturas.

Dijo Nietzsche que, muerto Dios, su lugar lo ocupó la diosa Salud. Y así seguimos, en un balneario de salud continua que dista poco de un frenopático para tronados. En la cultura del miedo del siglo XXI, la aprensión por la vida saludable tiene episodios hiperbólicos. El pestañeo o la forma en que uno se corta las uñas resultan científicamente determinantes para una salud libre de riesgos. Acabamos de inventarnos este dato. Pero no sería descabellado pensar que un día nos dijeran que es cierto y que tal o cual universidad de Ohio o de Estocolmo lo ha demostrado científicamente: hay que pestañear mucho y hay que cortarse las uñas de un modo y no de otro para vivir más y mejor.

Hacer ejercicio, optar por la dieta mediterránea y vivir una espiritualidad sin Dios se han convertido en hábitos saludables que se aceptan como tales sin más. Pero, aun así, en la cultura del miedo del siglo XXI no se pasan por alto los peligros que también podrían traer consigo una continua dieta baja en grasas o una práctica deportiva intensa. La vida saludable también se halla bajo sospecha.

* * * 

El miedo, incluso el terror en forma de avanzadilla críptica, halla en el Apocalipsis de Juan uno de sus más famosos bastiones. El ecologismo ha traducido para sí su propio apocalipsis. La extinción del mundo verde por la mano del ser humano ha creado una psicosis de alarmismo que la ciencia no deja de sancionar con datos que convierten a prudentes y liberales del escepticismo, tendentes a puntualizar o a matizar, en sujetos potencialmente molestos, desagradables o, directamente, homicidas.

Incluso hay personas muy religiosas y aun temerosas de Dios que aceptan sin chistar los dictados de la nueva sagrada escritura: la ciencia. Hace unos años, en una reunión del Nuevo Pacto Bautista, el cruzado ecológico Al Gore apeló no solo a la Biblia, sino también a la ciencia. Lo hizo como advertencia sobre el calentamiento global. Al Gore citó incluso un pasaje del misterioso texto que san Juan Evangelista escribiera posiblemente en la isla de Patmos, en el Dodecaneso. «La evidencia —dijo entonces— está ahí, la señal está en la montaña. La trompeta ha sonado. Los científicos están gritando desde los tejados. El hielo se está derritiendo. La tierra está reseca. Los mares están subiendo. Las tormentas son cada vez más fuertes. ¿Por qué no juzgamos correctamente?».

Escuchando de nuevo esta pastoral (con su verdad y su media verdad), se nos viene a la cabeza el ceño fruncido de Greta Thunberg (¿dónde anda Greta, por cierto?). Quien no sienta miedo, terror, pavor y angustia ante la extinción natural del planeta es que es un inconsciente y un insolidario digno de merecer cárcel. En esta tesitura, el anuncio del astrónomo Martin J. Rees de que la humanidad no sobrevivirá a 2100 nos resulta una predicción fallida. Llegar a 2050 nos parece ya un largo, larguísimo recorrido rebosante de optimismo.

El miedo a la consunción del mundo por efecto de las basuras del hombre es parte álgida en la cultura del miedo del siglo XXI. Hay datos sobrados que evidencian que el cambio climático es algo más que una histeria programada por druidas no exentos de intereses económicos. Pero ¿quién se acuerda hoy de la llamada Primera Edad del Hielo, el interminable periodo de fríos anómalos que abarcó del siglo XVI al XIX?

No es por causar fastidio a la cruzada del ecologismo ni es por ponerle sordina a las trompetas que vuelven a sonar en Jericó. Pero no estaría de más aplicar también una suerte de estoicismo verde, que viera el panorama con ese fondo de campo que proporciona la prudencia (de nuevo Marco Aurelio).

No hay un planeta B, suele argüir el ecologismo pop. Suena bien como lema y tiene su pegada mediática. Pero puede que sí haya alguna que otra forma práctica y no utópica de planeta B. Igual que, ya puestos, puede que haya otra vida después de esta vida, como afirman los creyentes. Pero esto, en fin, nos llevaría de nuevo al inicio del miedo más primario: el miedo a la muerte, al acabose.

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