
Hay un diálogo muy bello poco antes del tercer acto de este Valor sentimental, en el que la estrella de Hollywood Rachel Kemp (Elle Fanning), quien, supuestamente, va a interpretar a un sosias de la hija del director, Nora (Renate Reinsve), en una película con evidentes tintes autobiográficos, le reconoce su incapacidad para hacerse con el personaje, preguntándose por qué no lo interpreta la propia hija, también actriz, que ya lo rechazó como primera opción. «No consigo apoderarme de ella», le dice. Y eso es, precisamente, lo que le pasa a su director, guionista, todocreador, con Valor sentimental: la película le supera y se le desborda como un puñado de arena entre las manos. Premonición. Más bien metalenguaje involuntario, me temo.
Joachim Trier, aclamadísimo cineasta noruego, que ya saboreó las mieles del triunfo con su anterior filme La peor persona del mundo (2021), debió de hacer pirola en la National Film and Television School (la más prestigiosa del mundo) el día que explicaron en la asignatura de montaje aquello de «el cine es síntesis». Y es precisamente en ese potro de tortura que es la edición donde la mayoría de los engendros amorfos, a la espera de su Frankenstein, levantan el vuelo, reverberan con los otros planos, se dan la vida entre ellos y, finalmente, se convierten en obras de arte y son «esculpidas en el tiempo», a decir de Andrei Tarkovski. Pues es precisamente en esa sala oscura, rodeada de fantasmas nórdicos y egotrip autoral desbocado, donde Valor sentimental se desparrama por los cuatro lados de la cama y se pierde en sí misma, tal es su peso narrativo, argumental y temático, que ningún cimiento cinematográfico es capaz de aguantar. No conozco las circunstancias de producción de esta película, pero sospecho que al menos en las primeras galeradas del guion o en su propia biblia audiovisual, la propuesta consistía en producir una serie o una miniserie, y que probablemente se abandonó por motivos presupuestarios. Esta idea me sobrevuela mientras el filme, tramas, subtramas y meandros aparte, trata de elevarse y llegar a su centro. Pero es tan grande la elefantiasis temática —cuatro paquidermos que no caben en el visor de Joachim— que se fagocitan entre ellos y mueren por aplastamiento, llevándose por delante Valor sentimental. A saber: Gustav Borg, un director de cine (imponente y aterrador Stellan Skarsgård), egoísta padre ausente, que aparece en la vida de sus hijas al fallecer la madre para, cómo no, convencerlas de rodar una película autobiográfica; esta hija, la ya mencionada Nora, actriz de teatro, ombliguista y desnortada, que rechaza con cajas destempladas el ofrecimiento del padre; otra actriz, esta vez una poderosa estrella de Hollywood, Rachel Kemp, que en su periplo festivalero por la vieja Europa (ya sabes, Stendhal y champán) se enamora platónicamente del creador y acepta ser el segundo plato; y, por último, pero no menos importante, la casa, esa preciosa morada familiar preñada de historia, donde Gustav Borg quiere localizar su testamento artístico, metáfora del útero materno, húmeda, imperfecta, rota, señorial y altiva, que ve pasar la vida a través de una puesta en escena (planos subjetivos) que recalcan y definen su importancia en el relato como un personaje «vivo».
Tres caracteres bigger than life y un cuarto, el hogar que los mira, merecen cada uno al menos un largo, capítulo, o lo que sea eso ahora. En cambio, al comprimir la(s) historia(s) en unos ciento treinta y cinco minutos que, contrariamente a la lógica, se hacen eternos, provocan densidad inane, exceso de verbosidad, veintiún gramos que parecen toneladas. El personaje de Nora Borg se adueña de la primera parte del relato, notas cómo exhala su aliento, se detiene en ella, la mima, el guion se toma su tiempo para presentarla recreando admirablemente (en la, probablemente, mejor secuencia de todo el filme) el angustioso proceso creativo de una actriz ante el folio en blanco de su público. Pero luego se esfuma, la trama se destensa y el arco dramático se convierte en un gigantesco péndulo, cometiendo el mayor pecado de un libreto. A partir de aquí, todo se desequilibra y se agrieta (al igual que las viejas cicatrices de la casa) y ya no hay centro, no hay foco, no hay corpus, solo capas y capas de pintura para intentar ocultar las cicatrices del tiempo. Y eso tiene un responsable: el guion y la dirección, ambos de un Joachim Trier, que esta vez no ha sido capaz de seguir el dogma wellesiano de «construir es destruir» o, bajándolo a tierra, un «quien mucho abarca poco aprieta», que seguro que tiene su gemelo noruego. No puedes contar el mundo sin la metáfora y aquí todo simbolismo sirve para subrayar, no para sugerir, ejemplificado en el innecesario y gratuito juego de los rostros del padre/director y la hija/actriz fusionándose en un morphing, que remite burdamente al Persona de Bergman.
Y es una pena. Una lástima. Porque la materia prima es excepcional, mandanga de primera clase, interpretaciones incluidas.
Logline en forma de #hashtag, para no ser pesado: comedia melodramática, pero de qualité autoral, heridas familiares que tanto gustan (la relación entre las hermanas, que ya no cabe en el filme), sororidad femenina, problemas del primer mundo, adorable niño rubio. Padre ausente, pero totémico y añorado, ecos de cine sobre cine, que tan bien funciona, reflexión sobre el propio arte, espuma de Hollywood. Y esa casa, precioso continente, distinta, única, que se eleva en su entorno y que parece que va a ser ella quien vertebre la narración, brillante arranque apoyado en su encofrado, realismo mágico, nordics aesthetic, narrativo pero elíptico, y que a la postre acabará aplastada por el resto de las historias y confundida con el entorno, por culpa del lifting del home staging. Triunfa finalmente el melodrama de las relaciones familiares, yendo y viniendo a no se sabe dónde. El padre cineasta empeñado en hacer su última obra magna y así redimirse, dándole el papel principal a Nora, que le repudia; la rabia le nubla, cuando en realidad ella sabe que es igual que él; el tercer vértice, la sincera búsqueda de la actriz de Hollywood que quiere, pero no puede, y finalmente superada por su propio arte, el personaje más luminoso de largo. Todo ello amontonado en una gigantesca coctelera calvinista, que produce un zumo que sabe igual de dulzón que el resto de los zumos industriales.
La guinda, coherente con el tono que elige Trier, en forma de final/epílogo, autocomplaciente y condescendiente, y que debería haber echado las llaves en la secuencia anterior, simétrica al arranque de la película y mucho más críptica, en el que se subrayan en Stabilo fosforescente las respuestas, no vaya a ser que no nos enteremos, anatema en el último cine que nos ha tocado vivir, explicativo y redundante.
Como para compararla con Bergman.











Totalmente en desacuerdo con el artículo. Y ni una mención a la prodigiosa interpretacion de la actriz que hace de hermana de Nora, para mí lo mejor de esta estupenda película
No está analizando las actuaciones, sino la edición y el montaje de la película. Te lo dice en la cuarta oración.