Arte y Letras

La obsolescencia de los ídolos

La obsolescencia de los ídolos
Quentin Tarantino. Foto: Corden Press.

La cultura contemporánea cometió un error de cálculo que seguimos pagando con intereses: confundió a los artistas que encarnaron una ruptura con la ruptura misma, como si algunos cuerpos, algunas firmas, algunas voces estuvieran destinadas a funcionar eternamente como motores de cambio, cuando en realidad solo fueron —y esto no es poco— acelerantes históricos, catalizadores momentáneos de un tiempo que pedía exactamente eso y no otra cosa. El problema no es que esos ídolos envejezcan, ni siquiera que se repitan, sino que el sistema cultural no sabe qué hacer con ellos cuando dejan de ser funcionales.

Porque pasar de moda no es fracasar. Pasar de moda es, de hecho, el destino lógico de cualquier lenguaje que haya sido verdaderamente influyente. Toda innovación, si triunfa, se convierte en gramática; toda ruptura, si es eficaz, acaba siendo plantilla; todo gesto peligroso, si se reproduce lo suficiente, termina domesticado. El drama empieza cuando el artista —o peor aún, su público— se niega a aceptar ese desplazamiento natural del centro y exige que la relevancia funcione igual que una renta vitalicia, como si el pasado otorgara derechos de permanencia en el presente. Aquí es donde el mito de la revolución permanente empieza a pudrirse. Se espera de los ídolos que sigan representando lo nuevo incluso cuando lo nuevo ya no pasa por ellos, y se les castiga tanto si insisten como si se retiran. Si continúan creando se les acusa de irrelevantes, si callan se les acusa de cobardes, si mutan se les acusa de traidores, y si se repiten, de parodias. El sistema necesita que sigan ahí, pero no sabe para qué, y esa indeterminación es el caldo de cultivo perfecto para el resentimiento, la deriva o el ridículo.

No hablemos de cuerpos cansados ni de arrugas, eso no debería importarle a nadie. Hablemos de funciones agotadas, de carismas que ya no activan nada y de cómo algunos artistas aceptan esa pérdida con elegancia, otros la viven como una humillación personal y algunos, directamente, pierden el oremus cuando descubren que el mundo ha seguido girando sin su talento.

Dignidad periférica (o cómo desaparecer del centro sin volverte un imbécil)

Hay artistas que entienden algo esencial que la cultura del trending topic se niega a aceptar: que no todo el mundo está obligado a quedarse. Que hay una diferencia enorme entre seguir creando y seguir ocupando el centro. Y que abandonar la primera línea no es una derrota, en realidad es una forma de lucidez. David Lynch y PJ Harvey pertenecen a esa estirpe cada vez más rara, la de quienes supieron retirarse del foco sin convertir la retirada en espectáculo.

David Lynch fue el ejemplo más hermoso de salida limpia que ha dado la cultura contemporánea. No porque dejara de crear, más bien porque dejó de intervenir. Lynch entendió antes que nadie que el verdadero peligro para un artista no es tanto perder relevancia como intentar administrarla. En lugar de convertirse en un oráculo cascarrabias o en un guardián del canon, eligió el silencio activo, la rareza doméstica, la meditación, el café, el clima interior. No explicó su obra, no la defendió, no la adaptó al presente. Simplemente la dejó ahí, como se deja una casa abierta en el bosque para que quien quiera entre, y quien no, siga su camino. Imbricada en el mundo siniestro de sus pesadillas fílmicas estaba la luz y y el amor de su persona, sí, pero no como consigna new age, sino como posición ética frente a un mundo histérico que exige opinión constante.

PJ Harvey ha hecho algo parecido desde otro lugar, más austero y menos místico, pero igual de firme. Nunca ha intentado competir con sus propias épocas gloriosas ni ha reclamado atención por derecho adquirido. Ha mutado cuando ha querido, ha investigado cuando le ha dado la gana y ha aceptado, sin dramatismo, que ya no es un centro gravitacional de nada. Su música no busca dialogar con la actualidad inmediata ni hacerse entender por generaciones que no le deben nada. Y eso, paradójicamente, la mantiene intacta. No relevante, no viral, no imprescindible. Intacta.

Estos casos desmontan una falacia muy extendida la idea de que pasar de moda es una tragedia. No lo es. La tragedia empieza cuando el artista no acepta que su función histórica ya se ha cumplido y decide forzar la máquina. Lynch y Harvey entendieron que el mayor gesto de soberanía creativa no es insistir, es saber cuándo no hace falta estar. Y en una cultura que castiga el silencio más que el error, eso es casi revolucionario.

Resentimiento y enfado (o cuando pasar de moda se vive como una afrenta personal)

Hay artistas que no saben envejecer simbólicamente porque nunca aceptaron del todo que su lugar en el mundo era contingente, no necesario. No entienden la pérdida de centralidad como un proceso lógico, sino como una injusticia histórica, y reaccionan como reaccionan siempre los antiguos reyes destronados, esto es, dando lecciones, señalando culpables y abrazando una caricatura ideológica de sí mismos que confunden con valentía. Morrissey y Lars von Trier representan dos variantes distintas de esa misma incapacidad para asumir que el foco se ha movido y que nadie tiene la obligación de moverlo de vuelta.

Lo de Morrissey es particularmente sangrante porque en su caso el talento nunca fue el problema. El problema es el rencor. Morrissey no envejeció artísticamente sino que se agrió. Confundió su antigua condición de portavoz de una sensibilidad herida con un derecho permanente a pontificar, y cuando descubrió que el mundo ya no necesitaba que le explicaran el malestar en clave melodramática británica, optó por la salida más pobre y más en boga. En efecto, el victimismo reaccionario. Pasar de icono queer ambiguo a abuelo gruñón que flirtea con discursos xenófobos no es una evolución, es una claudicación moral vestida de provocación. Morrissey no incomoda al sistema, que tira exactamente por sus mismos derroteros, solo incomoda a sus antiguos admiradores porque les recuerda que el resentimiento también puede cantar más o menos afinado.

Lo más triste es que su enfado no va dirigido al poder, ni al mercado, ni a la industria que lo devoró y lo escupió como a todos, va dirigido al público, a las nuevas sensibilidades, a cualquiera que no se pliegue a su nostalgia de sí mismo. Morrissey no soporta haber dejado de ser necesario, y en lugar de asumirlo con dignidad, decidió convertirse en una nota al pie ruidosa, en un polemista de baja intensidad que confunde la provocación con el derecho a no ser cuestionado.

Lars von Trier, por su parte, ofrece una versión más sofisticada, pero no menos problemática, de este mismo fenómeno. Durante años jugó con el escándalo como herramienta crítica, tensando los límites de la corrección política, el dolor y la representación. El problema es que el escándalo, como todo, se desgasta. Cuando la provocación deja de abrir preguntas y se convierte en reflejo automático, lo que queda no es riesgo. Queda repetición. El Von Trier tardío parece atrapado en una performance infinita de sí mismo, incapaz de distinguir entre incomodar al espectador y aburrirlo con la misma boutade reciclada.

En ambos casos, el enfado no nace de la censura ni de la persecución, sino de algo mucho más banal y mucho más insoportable para un ego artístico: la irrelevancia relativa. El mundo ya no gira alrededor de ellos, y en lugar de aceptar ese desplazamiento como parte del juego cultural, lo interpretan como una traición. Así, el artista que no acepta pasar a la periferia acaba convirtiéndose en su propio antagonista.

Perder el oremus (o cuando el ídolo confunde su pasado con autoridad moral presente)

Hay un punto, más allá del enfado, en el que ya no estamos hablando de pasar de moda, sino de perder el norte. No es solo que el artista deje de ser central, es que empieza a interpretar esa pérdida como una conspiración, una persecución o una prueba de que el mundo se ha vuelto estúpido mientras él permanece lúcido. Aquí el problema ya no es estético, es político y mental. Quentin Tarantino y J. K. Rowling son ejemplos casi de manual de cómo la obsolescencia simbólica, mal digerida, puede transformarse en deriva.

Tarantino no está acabado, pero sí desubicado. El cineasta que reventó el relato clásico desde dentro terminó convertido en el sumo sacerdote de su propio canon, un hombre que ya no dialoga con el cine, sino que lo sermonea. Cada intervención pública suya suena a ajuste de cuentas con un presente que no le pide opinión. La polémica con Paul Dano no es un exabrupto aislado, es el síntoma de algo más profundo como la incapacidad de aceptar que ya no es el árbitro del gusto, que su sensibilidad ya no marca el ritmo y que su palabra pesa más por inercia que por necesidad. A esto se le suma una deriva ideológica cada vez más explícita, un sionismo vociferante y desquiciado que no nace de una reflexión compleja sobre el mundo, nace de quién sabe si sus votos matrimoniales o por el cerramiento identitario típico del genio que se siente arrinconado. 

Rowling, en cambio, es un caso claro de radicalización tras pérdida de centralidad. Durante años fue una figura intocable, una autora querida, un símbolo transversal. Cuando ese consenso se resquebraja y su obra deja de ser el centro emocional de una generación, algo se rompe. Y entonces aparece la transfobia, no como opinión aislada, sino como obsesión, como cruzada diaria, como identidad de sustitución. Lo que vemos en Rowling no es combate intelectual porque nada hay de intelectual en la negación de los derechos humanos básicos, es una fijación paranoica, una incapacidad para soltar el foco que la lleva a combatir contra el bien desde la torre de su muy británica mansión, aspirando las esporas del moho negro que crece en las paredes de ese decorado de villano de James Bond e intensifican su locura, convencida de que sigue luchando una batalla moral por las mujeres (?) cuando en realidad está atrapada en un bucle de autodegradación pública.

Lo importante aquí no es señalar a Tarantino o a Rowling como casos patológicos individuales, lo importante es entender el patrón. Cuando el artista ya no es necesario, pero se niega a dejar de serlo, puede acabar utilizando cualquier causa como tabla de salvación, cualquier ideología como trinchera y cualquier polémica como prueba de que sigue importando. En nuestro país tenemos innumerables ejemplos de «intelectuales» de distintas artes que un día fueron algo y hoy son solo un abajofirmante más en el último manifiesto un poquito más fascita que el anterior. No es que el mundo se haya vuelto demasiado sensible o demasiado tonto, es que el ídolo no ha aceptado que su función histórica ya pasó.

El público también envejecemos mal

Sería cómodo cargar toda la culpa sobre los ídolos que no supieron retirarse a tiempo, pero eso sería una coartada. El público, nosotros y nosotras, es corresponsable. Somos quienes exigimos juventud eterna y novedad constante, quienes aplaudimos la ruptura hasta que deja de excitarnos y luego miramos con desprecio a quien ya no nos sirve. Castigamos el silencio y castigamos la insistencia, celebramos la nostalgia mientras denunciamos la repetición, pedimos autenticidad y luego penalizamos cualquier gesto que no encaje con el clima moral del mes. La cultura del presente no sabe acompañar la salida del centro. No ofrece lugares intermedios entre la adoración acrítica y el linchamiento simbólico. Por eso algunos artistas se retiran con dignidad, otros se enquistan en el rencor y algunos, directamente, pierden el oremus: porque el sistema no tiene previsto qué hacer con ellos una vez agotada su función. Solo sabe consumir, archivar o destruir.

Quizá el verdadero problema no sea que los ídolos pasen de moda, sino que nosotros no sepamos qué hacer cuando dejan de sernos útiles. Y eso dice más de nuestra relación con la cultura que de ellos mismos.

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10 Comentarios

  1. Muy buen artículo aunque discrepo de meter a J.K. Rowling en el mismo saco que al resto de mencionados. Creo que la británica aporta sentido común en sus intervenciones. Acusarla de transfobia es injusto y excesivo.

  2. Los artistas tienen derecho a administrar su decadencia y esto ha sido así a lo largo de la ya longeva historia cultural. El problema no está en ellos, sino en los que consumimos de forma acrítica las mitologías variopintas que la industria de la cosa nos oferta. Hay que saber divertirse con la percepción de nuevos estímulos culturales, dejando el mito y la melancolía para los alienados que tienen todo el derecho de sentirse a gusto.

  3. Este artículo parece escrito por chatGPT. La cantidad de giros del tipo «no es X, sino y» es a todas luces excesiva.

  4. Gabriel Duque

    Excelente reportaje. No pude evitar pensar en dos ejemplos que pudieran entrar en estas categorias.
    Por un lado, Fiona Apple siempre me parecio una artista genuina e irrepetible, unica en sus maneras, con una sensibilidad al alcance de pocos, que simplemente se aparto de toda esta locura actual que consume y devora para dejar intacto su legado. Tal cual como lo dices «como se deja una casa abierta en el bosque para que quien quiera entre, y quien no, siga su camino.
    Por el otro lado y muy a mi pesar, Billy Corgan, un musico capaz de parir piezas de la magnitud de Siamese y Mellon Collie, que a dia de hoy insiste en querer revivir una gloria que ya no va a volver, es casi doloroso, su tiempo paso y pareciera querer seguir viviendo de esa renta eternamente…

    • Ambituerto

      Billy Corgan tuvo una entrada a la vejez muy mala, pero creo que el tipo ha acabado aceptando que su obra actual resulta más bien irrelevante. Pero como disfruta con lo que hace, te invita a quedarte con lo que consideres apto. Autum es un pestiño prácticamente integral, pero rascando entre los tres discos, casi puedes juntar un EP decentillo de música pop electrónica. Con un cantante terrible, eso sí. Yo soy mucho de Corgan, me parece un maldito genio (y creo que lo demuestra en muchas entrevistas, y en su obra mucho más allá de Siames y Mellon) y creo que precisamente por eso ya hace tiempo que va a calzón quitado y hace lo que le sale del nabo sin preocuparse demasiado por las consecuencias.

  5. Jose Ceballos

    Hace años que Morrissey da asquito, a diferencia de Johhny Marr. En cuanto a Don Quintín, démosle tiempo. Se ve a la legua que está pasando un mal momento creativo, tal vez fruto de una esnifada de pies particularmente sucios.

  6. Ambituerto

    Lúcido artículo. Aquí cada uno puede sacarse del bolsillo el artísta que case con lo que se menciona en el texto. El problema de Rowling no es su pensamiento «tránsfobo» (yo no pienso demasiado distinto que ella), sino su activismo furibundo. Como Tarantino en el caso del sionismo. Lynch quizá pensaba lo mismo que ambos en sendos temas, pero era un tipo discreto al que costaba escucharlo barruntar sobre nada que no fuera su obra. En definifitiva, que sí, que calladitos están más guapos. Pero eso nos pasa a todos, y mucho más hoy en día, donde todo el mundo se ofende por todo.

  7. Me alegro mucho de que queden lugares donde alguien pueda escribir un artículo así. La autora elabora sobre la conducta de artistas que han tenido éxito en sus carreras y dejan de tenerlo para ajustar cuentas con artistas de éxito que piensan y, sobre todo, dicen, algo con lo que la autora no está de acuerdo por obvio y sensato que esto sea; por ejemplo, que una nación tiene derecho a defenderse de sus agresores o que no existe un derecho humano de hombres y mujeres para ser del sexo que deseen ser al margen de su sexo biológico. Y cuando digo ser, me refiero a ser. Del derecho, este sí existente en nuestros países, de dichos autores a defenderse de las campañas de cancelación que se promueven contra ellos mejor no hablar. En cualquier caso, reitero mi satisfacción por la publicación del artículo.

  8. Analizas bastante mal el caso Rowling; no se trata de una reacción megalómana ante la pérdida de foco mediático. Ella defiende un discurso feminista clásico desde siempre, bastante cabal, y no es ella quien comienza la «guerra»; es el activismo trans quien la convierte en el foco mediático de sus iras tras una serie de declaraciones. Y ella, con ánimo provocador, asume el papel de bruja del norte que se le otorga.

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