Arte y Letras Teatro

Quien ame a Shakespeare, que le pierda el respeto

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Julio César, de Donmar Warehouse, dirigida por Phyllida Lloyd. Foto: Helen Maybanks.

Se abre el telón y aparece un grupo de mujeres en una prisión inglesa conspirando en pentámetros yámbicos para matar al tirano que está en el poder. ¿Cómo se llama la obra?

Julio César, de William Shakespeare.

No es necesario que le busquen la gracia porque no es un chiste, aunque hay gente a quien hoy en día le sigue pareciendo una broma de mal gusto que los textos del autor inglés puedan ser adaptados a otra época o, incluso peor, que sus personajes masculinos sean representados por mujeres.

En 2012, en efecto, la directora Phyllida Lloyd llevó a la escena londinense un Julio César ambientado en una prisión de mujeres. El montaje recibió buenas críticas por la contundencia de su relectura y la fuerza expresiva de sus intérpretes, pero sin duda lo más comentado fue que el reparto fuera enteramente femenino. Ya Sarah Bernhardt interpretó a Hamlet en 1899 y en 1921 la actriz danesa Asta Nielsen protagonizó una versión cinematográfica del mismo texto en la que el príncipe de Dinamarca era una mujer que había sido criada desde niña como un hombre. Nada nuevo bajo el sol, por tanto, pero hubo quien se escandalizó cuando Lloyd reinterpretó exclusivamente con actrices un texto como ese, repleto de temas tan tradicionalmente masculinos como el poder, la política, la ambición, la tiranía, la conspiración, o el magnicidio. Afortunadamente aquello no se quedó en un ejercicio de estilo y el público pudo repetir la experiencia con otros dos montajes similares de Lloyd: Enrique IV, en un espectáculo que fusionaba las dos obras de Shakespeare sobre el rey inglés, y La tempestad. Además de continuar contando solo con actrices sobre la escena, la directora fue más allá en su búsqueda de la diversidad al contar con actrices de diferentes razas y acentos, siempre en el mismo entorno carcelario del primer montaje para resaltar así la opresión a la que se ven sometidos los personajes de esas cuatro obras shakesperianas. Por supuesto, no fue necesario añadir ninguna frase al texto explicando esto porque el público es suficientemente listo como para comprenderlo y, sobre todo, porque las tramas de las obras elegidas así lo permiten.

¿Pero por qué es necesario hacer estas cosas con los clásicos? ¿No sería mejor representarlos como siempre se ha hecho? Pues mire, no. Por su propia naturaleza, un buen texto teatral siempre da pie a diversas relecturas según va pasando el tiempo. De ahí que sean clásicos y no solo obras antiguas testimoniales de cómo se vivía en tiempos pasados. Algún purista habrá que argumente que estas actualizaciones son anacronismos que traicionan lo escrito por Shakespeare, pero la verdad es que sus obras están llenos de ellos: en la ya mencionada Julio César aparece un reloj, en Antonio y Cleopatra a la reina de Egipto le gusta jugar al billar, y El sueño de una noche de verano está ambientada en una Grecia clásica en la que aparecen duques medievales junto a hadas y duendes de la mitología celta.

Aparte, y esta es una de las claves del asunto, el gran hallazgo de Shakespeare fue el saber adoptar una tradición anterior a los gustos de un público contemporáneo. En sus obras, el bardo mezcla las tramas novelescas medievales y renacentistas con el teatro clásico de Grecia y Roma y la commedia dell’arte italiana para crear algo antiguo y nuevo al mismo tiempo que se adapte al gusto de la Inglaterra del siglo XVI. No olvidemos, además, que otro tanto hicieron Lope de Vega en España y Molière en Francia. Estos tres dramaturgos suelan ser la santísima trinidad para quienes predican que el teatro tiene que ser interpretado tal y como marca la tradición, lo cual no deja de ser curioso ya que los tres crearon códigos teatrales específicos en sus respectivos países a partir de una tradición anterior que, a partir de ellos, ya no se entiende como un dogma sino como un punto de partida. Por supuesto, los puristas de entonces también pusieron el grito en el cielo ante esta supuesta algarabía, pero los mismos autores se encargaron de poner las cosas en su sitio. En 1609, por ejemplo, Lope publicó su Arte nuevo de hacer comedias para defenderse de los gendarmes de la tradición dejando clara su postura con dos versos tan irónicos como eficaces:

… y cuando he de escribir una comedia
encierro los preceptos con seis llaves.

De ahí la paradoja de que el mayor respeto que se pude mostrar a estos autores es, precisamente, perderles el respeto y situar sus obras en una discoteca, en Chicago o en el espacio intergaláctico. Lo contrario es querer hacer pasar por beato de doce al iconoclasta llenando los escenarios de golas y miriñaques. Sobre esto ha escrito Alesandro Baricco en su ensayo El alma de Hegel y las vacas de Wisconsin cuando reflexiona sobre el hecho de que Beethoven, que revolucionó no solo la historia de la música sino el concepto mismo de artista, sea hoy esgrimido como argumento por quienes piensan que la música clásica es algo sagrado que no admite cambio alguno:

En obras como esas late una fuerza capaz de «agujerear» el velo de lo real, dando voz a la legítima pretensión de que aquello que es no lo es todo. Pero hacerlas rígidos iconos de una mitología rancia equivale a domarlas y confinarlas en el parque natural de una espiritualidad dominguera.

La idea de música culta agoniza en la praxis que la asume como valor absoluto y la transmite recalcitrantemente como privilegio de un complacido cónclave de muertos vivientes. Pero la música que en un tiempo pretendió esa idea, como nombre de su propio enigma, sigue estando allí y sigue pretendiendo que todo tiempo vuelva sobre ella y libere su fuerza innovadora.

Hay muchos modos de adaptar clásicos, por supuesto, pero por simplificar diremos que hay dos. El primero es crear nuevas piezas basadas en mayor o menor medida en textos anteriores, llegando si fuera necesario a hacer que el público no vea la fuente original por ninguna parte. Cualquier hijo de vecino sabe, por ejemplo, que West Side Story es un remake de Romeo y Julieta en el NY de los años cincuenta. Pero según los creadores comienzan a alejarse de la literalidad nos podremos encontrar con un Rey Lear entre samuráis (Ran), un Enrique IV con chaperos (Mi Idaho privado), un Hamlet de dibujos animados con animales cantando en el Serengeti (El rey león) o incluso a Jim Carrey convirtiendo al príncipe de Dinamarca en el rey de un reality show (El show de Truman).

Con la otra forma de abordar un clásico teatral no se pretende crear una nueva trama sino dar vida a esos personajes que llevan siglos con nosotros, para que salgan por un rato del papel y puedan mirar a la cara al público para compartir sus conflictos con él. De lo que se trata es de usar esa misma obra y esos mismos diálogos con los que ya vibraron nuestros antepasados y quitarles el polvo y el olor a naftalina para que puedan presumir de lo que siguen siendo y no solo de lo que fueron. Al sacar un clásico de la estantería para llevarlo de nuevo a escena o a la pantalla le estamos haciendo un gran favor porque el teatro es un género literario que no se conforma con ser exclusivamente literario y necesita ser representado para brillar con luz propia.

Es posible que esto último parezca muy obvio, pero por si acaso adentrémonos un tanto en la teoría volviendo a las clases de Lengua y Literatura del instituto en que aprendimos aquello del esquema de la comunicación de Jakobson. A saber, que en todo acto comunicativo hay un emisor que envía un mensaje a un receptor valiéndose de un canal, un contexto y un código determinados. Un texto literario, como cualquier otra obra artística, es un mensaje que continúa vigente aunque el emisor haya muerto y el resto de elementos del esquema varíen. Los pazos de Ulloa sigue siendo una novela excelente, y da lo mismo que hoy la leamos en una pantalla (es decir, en un canal que no existía en el siglo XIX), con nuestra mentalidad de ciento treinta años después (un contexto diferente) o incluso traducida a otro idioma (un código diferente). Y por muchos años que pasen siempre habrá quien se conmueva con la historia de Sabela y Perucho gracias a Emilia Pardo Bazán, emisora única de ese mensaje literario tan oscuro y desgarrador.

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La tempestad, de AlmaViva Teatro, dirigida por César Barló. Foto: Bruno Rascão.

¿Sucede lo mismo con el teatro? Sí, si nos conformamos con leerlo. Pero cuánto nos perdemos al hacerlo, porque eso a lo que algunos llaman la magia del directo se puede resumir en que el emisor es múltiple aunque el mensaje siga siendo el mismo. Shakespeare sigue mandándonos su mensaje, pero ya no se trata solo de él porque cada uno de los responsables de lo que el público tiene delante se convierte en un nuevo emisor: los actores, el director, el diseñador de vestuario y el de iluminación… Todos ellos están contribuyendo en mayor o menor medida para que ese mensaje nos llegue del mejor modo posible, y si para ello es necesario eliminar algunos fragmentos del texto original porque el código o el contexto han cambiado, pues se hace y santas pascuas.

Cuidado, que ahora es cuando los puristas se descuelgan con argumentos del tipo «¡Oh, no, sacrilegio! ¿Quién es tan atrevido como para mutilar un texto creado por una pluma tan brillante como la de los grandes autores de la tradición teatral?». Pues cualquiera con dos dedos de frente que entienda lo que ya hemos dicho antes: que la mejor forma de respetar un clásico es perderle el respeto. Un ejemplo: casi al final de la primera jornada de El burlador de Sevilla, y justo después de un tórrido cliffhanger, Tirso de Molina (o quien fuera el escritor de la obra) introduce una escena en la que un personaje se marca un monólogo de ciento treinta versos que empieza diciendo que Lisboa es la mayor ciudad de España. Lo que en el siglo XVII sería un instrumento de propaganda política castellana mientras Portugal quería independizarse de España, hoy es un anacronismo largo que invita al director de escena a coger las tijeras de podar. En la misma línea pero con más dificultad a la hora de representarlas hoy en día tenemos las obras de Aristófanes, plagadas de chistes con alusiones a personajes contemporáneos. El mejor modo de continuar ese deseo de ser actual es usar referencias de hoy en día, por muy chocante que pueda parecernos que en un texto de la Grecia clásica se hable de, por decir algo, Beyoncé y el Pequeño Nicolás. Siempre será mejor eso que esperar a que el público siga sabiendo, casi dos mil quinientos años después, quiénes eran, por ejemplo, Escelio, Melantio y Opuncio.

Hay otros casos en que el contexto ha cambiado tanto desde que la obra fue estrenada que no es suficiente con eliminar un texto o hacer unos pequeños cambios. Pensemos en Casa de muñecas, de Ibsen: ese portazo final con el que Nora se marchó de casa abandonando a su marido y a sus hijos hizo que, junto al código de vestimenta, las invitaciones a algunas fiestas de alto copete aristocrático especificaran que no se permitía hablar de la obra. Pero que una mujer pida el divorcio hoy en día no supone escándalo alguno, y una puesta en escena actual que pretenda estar a la altura del texto original necesita apoyarse (al menos visualmente sin añadir texto nuevo, como hace Phyllida Lloyd en sus montajes carcelarios) en un contexto diferente para ser algo más que un mero culebrón de telefilme de sobremesa. Por supuesto que en todos estos ejemplos el resultado puede dejar mucho que desear, pero también es posible que nos encontremos con hallazgos excelentes que abran la puerta a otras relecturas. Lo que es seguro es que representar esos textos sin adaptación alguna hará que el público mire el reloj para ver cuánto queda.

Y dejemos ya la teoría (hay que ver lo que da de sí el esquema de Jakobson, ¿verdad?) para volver a la fuente original a la que todo profesional del teatro termina regresando alguna vez. No solo se trata de que las historias del bardo lleven siglos arrancando aplausos, sino que durante todo ese tiempo actores y directores han encontrado en las palabras de Shakespeare la inspiración necesaria para los desafíos que iban apareciendo. Cuando el invento de los hermanos Lumière amenazó con dejar vacíos para siempre los teatros, autores y directores se dieron cuenta de que su arte se había quedado obsoleto. ¿De qué servía ya usar un telón pintado simulando un bosque si rodar con una cámara en el exterior permitía que los actores se movieran entre árboles de verdad? Necesitaban ofrecer algo diferente al público para seguir sobreviviendo, y la respuesta la encontraron en textos como el coro con el que el bardo da comienzo a su Enrique V.

Pero todos vosotros, nobles espectadores, perdonad el genio sin llama que ha osado llevar a estos indignos tablados un tema tan grande. Este circo de gallos, ¿puede contener los vastos campos de Francia? ¿O podríamos en esta O de madera hacer entrar solamente los cascos que asustaron los cielos de Agincourt? ¡Oh!, perdón, ya que una reducida figura ha de representaros un millón en tan pequeño espacio, y permitidme que contemos como cifras de ese gran número las que forje la fuerza de vuestra imaginación (…) Suplid mi insuficiencia con vuestros pensamientos. Multiplicad un hombre por mil y cread un ejército imaginario. Cuando os hablemos de caballos, pensad que los veis hollando con sus soberbios cascos la blandura del suelo, porque es vuestra imaginación la que debe hoy vestir a los reyes, transportarlos de aquí para allá…

Imaginar o no imaginar, he ahí la cuestión. El teatro es el arte de la imaginación. El cine invita al espectador a creer que lo que ve sea un crucero espacial o una estampida de dinosaurios es verdad, pero el teatro es un pacto según el cual autor, director, actores y cualquier otro emisor del mensaje le piden al espectador que imagine algo que no está viendo. Que esa escoba y esas dos tejas son un palacio renacentista o esos dos medios cocos una estampida de caballos, igual que el niño que con un bolígrafo en la mano nos dice «¿Vale que esto es un barco y tú eres un tiburón y yo el capitán pirata?». Algunos, por supuesto, no querrán aceptar ese pacto porque son adultos muy serios que no quieren que su corazón se sobresalte. Pero habrá también quien recuerde que hay muchos idiomas en los que actuar y jugar se dice igual, (to play, giocare, jouer…) y disfrute con el juego, sin pararse a pensar si la obra es lógica o anacrónica o verosímil o si una mujer representa a un hombre o viceversa. A fin de cuentas, si ya hemos conseguido creer que ese señor que tenemos delante es un príncipe de Dinamarca del siglo XIII que ve fantasmas nos debería ser más sencillo imaginar que una mujer es un hombre. Aunque a lo mejor se trata de eso y el problema que tienen algunos al ver a una mujer interpretando un personaje masculino no es una cuestión de verosimilitud sino otra cosa distinta que habría que hacerse mirar.

Perder el respeto a los clásicos es, nunca lo diremos lo suficiente, el mejor modo de acercarse a ellos. Que los lectores se acerquen sin miedo, que los directores ambienten las obras en una cárcel o en los vestuarios de una pista de baloncesto. Qué más da, si al final todo se reduce a cuatro tableros, dos actores, una pasión y un público radiante gracias a unos textos o mensajes, si lo prefieren que llevan muchos siglos jugando a responder nuestras preguntas mientras nos descubren otras nuevas.

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La tempestad, de AlmaViva Teatro, dirigida por César Barló. Foto: Bruno Rascão.

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21 Comentarios

  1. «Lo que en el siglo XVII sería un instrumento de propaganda política y castellana mientras Portugal quería independizarse de España, hoy es un anacronismo largo que invita al director de escena a coger las tijeras de podar».

    Qué interesante artículo pero cuánta incultura política…

  2. Pingback: Quien ame a Shakespeare, que le pierda el respeto – Jot Down Cultural Magazine | METAMORFASE

  3. El problema del columnismo español es que las columnas suelen ser espacios donde el autor opina, básicamente, sobre lo que le apetece. Por prudencia, uno no debería opinar sobre aquello que apenas conoce y poco le interesa, pero la prudencia es un bien escaso entre nuestros columnistas y por algún motivo se les ha hecho creer que su opinión es válida hablen de lo que hablen. Estamos en el país de los todólogos. Los mismos directivos que pagan una miseria por pieza a los corresponsales de guerra que envían crónicas desde el terreno, no tienen ningún problema en multiplicar por diez el dinero de columnas que dan vergüenza ajena, pero las firman conocidos intelectuales. Al final lo que te sorprende es el escaso amor propio y la falta de coherencia de quienes se llenan la boca con la atrocidad que supone la banalización de la cultura mientras contribuyen a ella. Cuesta creer que alguien que usa los textos de Shakespeare para titular sus libros esté tan alejado de la esencia de su obra.

    En fin, bienvenido sea este texto y ojalá hubiera más espacio para el teatro en esta revista.

  4. «El problema del columnismo español es que las columnas suelen ser espacios donde el autor opina básicamente, sobre lo que le apetece.».
    Creo que es así en todo el mundo y no es ningún problema sino su esencia.

  5. Desconozco el columnismo en el resto del mundo, salvo en un caso, el Reino Unido donde quienes opinan sobre un tema suelen estar especializados en dicho tema y, si opinan sobre algo diferente, lo hacen con prudencia y de forma muy argumentada (hablo de los diarios serios, claro). Cada uno es libre de opinar sobre lo que le apetezca, claro está, que le paguen por ello y que tenga autoridad para hacerlo es otra cosa. Es nuestro modelo de periodismo. Yo prefiero a Marcos Ordóñez opinando sobre teatro, que es su campo, a que le den una columna y se dedique a escribir invectivas contra la narrativa contemporánea española, que no lo es. Pero lo de la todología es un recurso fácil. Saben que cuentan con el aplauso de los seguidores de dicho columnista, aunque apenas escriba sobre aquello en lo que sí es una autoridad.

  6. Y tod@s sabemos de quién se está hablando sin que haga falta mentarle. Chapó.

  7. Pedro M. Cañadas

    Shakespeare tiene a su disposición un instrumento divino: el idioma Inglés. 50% de origen Germánico, lengua de palabras cortas, lenguaje del pueblo, expresión de las necesidades y estados de ánimo básicos del día a día. 50 % de Francés que es el lenguaje sofisticado de la corte. De palabras largas, complejas y sutiles.
    Sus obras se adaptan a otras épocas pero siempre se respeta el texto.
    ¿Co
    Sus palabras son notas fonéticas que componen una sinfonía Divina.mo traducir «Doubt not I love». Frase de Hamlet a Ofelia.?
    ¿No dudes que te quiero? ¿Doute pas que je t’aime? ¿bezweifest sie das ich liebe dich?.

  8. las obras de Shakespeare, sin el texto, no son nada, meros culebrones del siglo XVII. La grandeza esta en un texto con tanta fuerza que no importa como vaya vestido el actor o actriz, el sexo de los actores o la situación,….la historia es creíble, lo que cuenta te lo crees. Seguramente, la fuerza este en que sus obras contemplan temas universales en estado puro, en la esencia; los celos, el poder, la venganza,…. Por otra parte, hay que tener en cuenta la tradición inglesa, que lleva adaptando a sus clásicos sin ningún «respeto» (parte de las obras de Shakespeare no dejan de ser adaptaciones de clásicos de la época) lo que hace que sus montaje tengan una agilidad y fluidez que no se ve en otros países. Esto no quita que se hayan adaptaciones de Ibsen (Ostermeier, que también hizo un Hamlet fantástico) o Chejov (fabulosas las adaptaciones de Daniel Veronese)…..el resto es silencio

  9. Le nombraría sin problema pero, como le considero una persona inteligente, y sospecho que la invectiva (ni siquiera nueva) buscaba el dichoso «clickbait», paso de darle más publicidad.

    • Ya imaginaba que por ahí iban los tiros :) Y aclarar que mi cometario no iba en plan cínico, que a veces con la falta de contexto en estas situaciones todo se puede malinterpretar. Un saludo!

      • No me resultó cínico, JotUp, me pareció una apreciación curiosa sobre cómo todos sabíamos de quién se hablaba sin nombrarlo.

        Un saludo

  10. JuanMiguel

    O sea, el público es gilipollas y mirará el reloj si se es fiel al texto. Cabe la posibilidad de que opten por el Club de la Comedia y dejen a Shakespeare en paz. Y al autor del texto le invito a descubrir obras contemporáneas que no escondan el poco lerele en la sombra de los clasicos. Innoven, pelmas, y cúrrenselo un poco.

  11. A mí, más que «una broma de mal gusto», adaptar «a otra época los textos del autor inglés» (o los de cualquier autor) me parece una muestra de la incapacidad de los «autores» de tal tropelía para «crear» algo sin recurrir al expolio. Por no hablar de la megalomanía de quienes se creen capaces de «mejorar» la obra de los clásicos: eso si es incultura.

  12. A Galahat:
    Si la intención era no alimentar ese posible clickbait, no sé cómo crees que has evitado darle más publicidad si, a la vez, te has esforzado porque fuera perfectamente identificable. Tanto que, para ver informarme mejor del motivo de la discordia, he buscado la columna en cuestión.
    Respecto a lo que discutes con Josele, tengo que coincidir con él cuando dice que la costumbre de hablar sobre cualquier cosa en las columnas no es su problema (como decías), sino su esencia. Luego cada uno puede decidir ignorarlas, precisamente porque el género permite al escritor hablar de cualquier cosa y eso lleva, generalmente, a que acabe perdiendo todo interés lo que dice. Pero, siguiendo tu lógica de que el columnista debe limitarse a aquello en lo que se le considere una autoridad, dado que te estás refiriendo muy evidentemente a alguien bastante versado en Shakespeare. ¿dónde pones la barrera entre lo que puede comentar o no, si un escritor no puede hablar de las adaptaciones de otro?

    Que conste que a mí, como espectador, me parecen bien este tipo de adaptaciones. O, mejor dicho, no me parecen mal a priori, mientras los cambios introducidos no den la sensación de ser gratuitos. Aunque eso no quita que pueda entender a aquellos que no disfrutan de la obra porque un hombre interprete a una mujer, o viceversa: ellos se lo pierden.

  13. Pingback: Irrespetuosamente suyo, Shakespeare – El blogo de Paula

  14. Yo evitaba «clickbaits» al artículo en cuestión. En cualquier caso, tampoco me importa excesivamente que los haya. Opté por no decir su nombre porque Filardi no lo hizo. Si le doy más publicidad, sea, ya la tiene se contribuya a ella o no. Y creo que este artículo en cuestión a quien más perjudica es a sí mismo. El tema de lo que es o no es la esencia de las columnas ya lo comenté anteriormente y puse el ejemplo del Reino Unido. A mí, como periodista, nunca me enseñaron que las columnas eran aquellos espacios donde el autor podía hablar de lo que le viniese en gana, con o sin criterio, con o sin autoridad y ser pagado por ello. Evidentemente, cualquier persona es libre de escribir sobre lo que le plazca y, si el medio (privado) le paga por ello, mucho mejor para el autor. No obstante, yo hablo de lo que me gustaría que fueran, no de lo que son. No pongo ninguna barrera, las barreras las pondrá el medio si acaso y la profesionalidad de cada uno. Nadie ha cuestionado la autoridad o los conocimientos de esa persona para hablar sobre Shakespeare. Los que no parecen tan claros son sus conocimientos sobre el tema que cuestiona: el teatro y sus adaptaciones.

    Y ya que hemos saltado al charco, vamos a saltar del todo. Así comienza la columna en cuestión: «si hace años que no voy al teatro, es porque no deseo exponerme a sobresaltos». Insisto en que tiene todo el derecho del mundo a opinar lo que le plazca sobre lo que le plazca si el medio así lo desea y le paga por ello, pero argumentos de autoridad no son.

    El día que vea una columna de Marcos Ordoñéz, en esta línea, atacando… qué sé yo, el cine o la narrativa contemporánea española con este tipo de argumentaciones seré la primera en señalarlo. Afortunadamente, creo que en ese caso nunca me voy a encontrar con algo así. Yo no voy al ballet, ¿por qué? Porque no me llama. Carezco de los conocimientos para evaluarlo, no dispongo de argumentos fundamentados ni lógicos para juzgarlo y no he ido en siglos. Pero jamás escribiría una columna para deleitar a mis lectores con el aburrimiento que me produce el ballet. Si vas a disparar con bala, hazlo con decencia y profesionalidad.

    Y ya para rematar, y si Jot Down me lo permite, copio una columna del diario «ABC» del 11/03/2001 en respuesta de Adolfo Marsillach a otra columna muy parecida del autor, Javier Marías, esta con el título: «¿Por qué detesto el teatro?». Ya comenté que la invectiva no era nueva.

    HEMEROTECA > 11/03/2001 >

    LA MUERTE DEL TEATRO
    Adolfo Marsillach

    Resulta fastidioso y bastante ofensivo advertir la agresividad con la que algunos de nuestros intelectuales tratan al teatro. Como si su propia existencia les irritara. Lo acaba de denunciar —a propósito de un artículo escrito por Javier Marías bajo el sabroso título de «Por qué detesto el teatro»— valientemente Vicente Molina Foix diciendo que el teatro «es la víctima favorita de los agoreros. Qué ganas de matarlo a toda costa». Sí, qué afán de enterrarlo y calcinarlo. ¡Qué vesánico deseo de acabar con Eurípides, con Shakespeare, con Calderón, con Goldoni, con Molière, con Schiller, con Ibsen, con Pirandello, con Strindberg y hasta con O´Neill, Albee, Pinter y Buero Vallejo, si pilla de paso! Aunque, eso sí, todos bien publicados, encuadernados y numerados en las bibliotecas, lejos del enrarecido —e inverosímil— aire de los escenarios. Según mi amigo Molina Foix, el señor Marías (don Javier) ha confesado: «Me molesta que los decorados se noten tanto, que las puertas se perciban tan falsas, que cuando se abre un grifo no siempre salga agua». Pero, bueno, ¿desde cuándo no pisa un patio de butacas nuestro insigne novelista y cuál es la última obra teatral que ha visto?Hace muchos años que los decorados «que se notan tanto» han sido sustituidos por espacios que sugieren pero que no explican y en los que las puertas no son verdaderas ni falsas porque todo depende del significado que adquieran durante la representación. (¿O es que la puerta del infierno no es creíble porque no suena a madera?). En cuanto a los grifos sin agua, ¿de veras mi respetado escritor va al cine a admirar la fontanería de los cuartos de baño que salen en pantalla? Que de una cañería salga agua, es una consecuencia obvia, pero que brote una serpentina de colores en la que los intérpretes se laven las manos, ésa es una imagen poética que sólo algunos desmandados como Buñuel o Cocteau podrían haber sido capaces de incorporar a sus películas. Tal vez por ahí vayan las diferencias entre el cine y el teatro. Desde este punto de vista, el teatro ha superado los límites del realismo para instalarse en el mágico mundo de lo imaginario. Escribo esta columna sin acritud, aunque con algún dolor. Ciertamente, los profesionales —y los aficionados— de la escena hemos hecho muchas tonterías y sometido a los espectadores al sopor de nuestras «moderneces». Bien caro lo hemos pagado. Pero no generalicemos. También hemos inventado espectáculos maravillosos y no es justo que don Javier Marías nos ahogue con su desprecio. Como escribe Vicente Molina Foix: «El teatro me parece hoy un humilde pero fortalecido refugio de veracidad a la medida del confuso hombre futuro».

    • Te leo ahora, y no me hubiera gustado dejar tu contestación sin respuesta.
      La pretensión de mi comentario no era, ni remotamente, defender a Marías, y menos por una columna pobre de cuyo contenido, además, discrepo, sino decir que, en primer lugar, me imagino que una adaptación cualquiera de Shakespeare entra en el terreno de un escritor (supuestamente) bastante versado en ese autor.
      Asimismo, lo que sepa o deje de saber Marías sobre teatro es algo que sencillamente desconocemos, aunque se le imagina una cierta experiencia, un bagaje. Podemos coincidir en que sería idóneo que los columnistas se limitaran a escribir de lo que dominan, aunque resulte utópico, pero es que aquí no tenemos una razón para pensar que no es el caso en lo referente al escritor mencionado y el tema teatral. Del mismo modo, si un día Ordóñez escribe de cine y lo hace con calidad no habrá ningún problema: se puede conocer, incluso dominar, más de una disciplina.

      En cualquier caso, me parecía que la columna era muy criticable por su falta de contenido y de seriedad («hace años que no voy al teatro», decía el amigo, como bien citas; es decir, carecía de la calidad exigible), y no por cuestiones de la hipotética autoridad para hablar de un tema. Eso era todo lo que expuse, junto con la simpática ironía de que tantos esfuerzos por evitar mencionar el nombre del escritor mientras se daban sobrados datos sobre quién se trataba resultaba en que, precisamente, la tentación por caer en el clickbait fuera mayor que habiendo puesto directamente el enlace a la columna en tu comentario.

      Un saludo.

      • Sí, pero no lo mencioné porque tampoco lo hizo el propio Filardi. No pretendía crear ningún aura de misterio. Insisto en qué no se están cuestionando los conocimientos de Marías sobre Shakespeare o los textos teatrales sino su autoridad como profesional para opinar sobre un teatro que ni siquiera va a ver. Esto no lo digo yo, lo dice él mismo comenzando su artículo con un «si hace años que no voy al teatro». En el artículo de 2001 ya dejó claro por qué eso del teatro no iba con él, aunque aseguraba que en contra del teatro leído no tenía nada. Para su crítica se sirve de obras que ni siquiera ha visto. No entiendo muy bien qué razón te hace pensar que Marías domina el «tema» teatral que juzga, es decir, el teatro que se representa cuando él mismo indica no ir al teatro desde hace años y detestar el teatro actual. Ser escritor y periodista no le convierte en experto en teatro. Se puede conocer e incluso dominar más de una, de dos y de tres disciplinas, pero me he perdido la parte en la que Marías demostró ser un experto en dicha disciplina. ¿Cómo se hace uno experto de algo que se detesta y a lo que ni siquiera se acude? Si no leo narrativa contemporánea desde hace 20 años no puedo juzgar la narrativa contemporánea actual por muy versada que esté en la del siglo XIX. Soy muy libre de que no me interese leerla, pero experta de algo que ni he leído no puedo ser.

  15. Vayan al teatro, habrá cosas que les horroricen y cosas que les fascinen. Si Propeller pasa por España (una compañía británica de hombres), corran a comprar entradas y disfrutar de sus obras. Verán hasta «slapstick» en su «Comedia de las equivocaciones» pero, después de verlo, que alguien venga y me diga que no son absolutamente brillantes, Shakespeare en estado puro, 100% fieles al texto.

  16. Se lo dice alguien que no pasa por Londres sin ver cuatro obras del Globe.

  17. Miguel Ángel

    Sin querer meterme en cuestiones que me quedan demasiado grandes. Este artículo me ha parecido fantástico, sin embargo, y por romper una lanza en favor del columnista vituperado, creo que su columna fue una de las mejores cosas que le pudo pasar al teatro actualmente. Se ha hablado más de teatro, con mejores argumentos y con propuestas reales de cambio, escénicas e interpretativamente que en la última década… Así que aunque solo sea por eso, demos gracias a la ineptitud de un tipo que ha puesto de relieve el teatro como hacía mucho tiempo que no se ponía.

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