Arte Arte y Letras

El mundo coleccionable

1. Sin distinción. Foto Pedro Agustín II
Sin distinción. Oriol Vilanova, 2017. Cortesía del artista y del CA2M.

Una mañana, hace quince años, Oriol Vilanova (Manresa, 1980) compró en el Mercat de Sant Antoni barcelonés su primera postal. Ahora expone en la Fundació Antoni Tàpies una parte del archivo que ha ido reuniendo desde entonces: 27.000 tarjetas que transforman las dos plantas del edificio en un gigantesco puestecillo dominical minuciosamente clasificado, e inspirado por criterios dramatúrgicos: «si no me gusta cómo el vendedor teatraliza la negociación, no compro» (1).

La pulsión coleccionista, el gabinete de curiosidades y las escenografías del archivo son asimismo los temas de la exposición que presenta simultáneamente en el Centro de Arte 2 de Mayo. Dialogando con la reciente renovación arquitectónica del espacio mostoleño realizada por Andrés Jaque, Vilanova ha realizado originales operaciones curatoriales con fondos procedentes de la sección de obra gráfica de la Colección de Arte de la Comunidad de Madrid,

Diumenge (Domingo) y Colección XV se podrán ver, junto con las actividades relacionadas, hasta el 28 de mayo.

Aquí estaba

Esta vitrina vacía del Museo del Ejército de Toledo contenía la espada de Boabdil. En esta otra tampoco podemos ver las cabezas de piratas disecadas que forman parte de las posesiones del Museo Nacional de Antropología. Y aquí, a falta de objeto, una sobria cartela desgastada, en un rincón del blanco desvaído, declara: «La llegada del Diplodocus al Museo». Y en aquella, si estuviera llena, veríamos, como las han visto los visitantes del Arqueológico, las cariadas monedas de oro roto del tesoro que los submarinistas hallaron, el 18 de mayo de 2007, entre los pecios del navío La Mercedes, que fue hundido a cañonazos, doscientos años atrás, en la batalla del Cabo de Santa María (2).

El objeto ausente. He aquí el protagonista de la primera intervención de Vilanova en el CA2M, titulada Sin distinción. Veintinueve vitrinas desocupadas, procedentes de equipamientos expositivos madrileños y castellanos, conforman un corredor de tres líneas, dramáticamente sobreiluminado. El paseante que lo recorre se va encontrando inmerso en una perspectiva de vidrios sucesivos, una profusión de marcos de visión definida por vitrales y madera, que conforma una alambicada ausencia transitable. En lugar de los documentos históricos, una tipología de sus muebles expositores. La severidad didáctica del mostrador del Prado, trasladada a la sala del CA2M, evoca a un académico de la lengua interviniendo en un pecha kucha sobre nuevas tendencias digitales. Y el aparador del Reina, blanquecino y alargado, desposeído ni revistas modernas, ni poesía visual, ni historiadas invitaciones a vernissages, ¿no parece un ataúd para un titán elegante y delgaducho, talmente como aquel que un colectivo de artistas eslovenos diseñó para albergar, con la pompa y circunstancia requeridas, el cadáver del arte (3)?

La desaparición radiante. El proyecto tiene su antecedente más cercano en una muestra concebida el año pasado para el M-Museum de Lovaina. Allí las vitrinas procedían de espacios museísticos belgas, principalmente de Bruselas, donde el artista reside desde hace años. Sobre aquella exposición el comisario Oriol Fontdevila constataba que «con Vilanova no hay nada que hacer con la teoría del simulacro: aquí ninguna copia cae en el descrédito y, contrariamente, todas juegan un rol específico a la hora de conformar la realidad» (4). Esta dinámica entre el mobiliario y el hueco invoca diversos discursos. En primer lugar, por lo que se refiere a la historia de las instituciones museísticas, podemos hablar de una política del vaciado que se manifiesta en los procesos de apropiación de los bienes materiales y en su metamorfosis en documentos de cultura. Esta política tiene su vertiente más problemática en aquellos casos, habituales en los museos antropológicos, y por lo general también en los arqueológicos, en que el objeto apropiado procede de un legado colonial.

En su estudio sobre la retórica del colonialismo David Spurr analiza las crónicas descriptivas de los territorios ocupados realizadas por el sector letrado de los conquistadores —científicos, geógrafos, escritores de ficción— y consigna la presencia recurrente de una figura expresiva: la composición de lugar escrita por vía negativa, es decir, como una enumeración de los atributos topográficos y elementos vitales que la mirada eurocéntrica echa en falta. El ejemplo clásico es el retrato darwiniano de la llanura patagónica como una interminable Tierra de Nada, donde los espacios «se caracterizan solo por posesiones negativas; no tienen habitantes, ni agua, ni árboles, ni montañas» (5). El observador, pues, describe científicamente la falta de su propio urbanismo, y de la agricultura que conoce, y ese déficit se convierte en la forma efectiva de la ansiedad cultural. «¿Dónde estoy? ¿Qué es este lugar donde no hay ni rastro de mí?». A la codificación de la tierra exótica como paisaje despoblado le sigue, en un non sequitur distintivo de la racionalidad colonial, el expolio de sus bienes, que, considerados en su lugar de origen, huérfanos de significado —cáscaras informes de una civilización manqué serán trasladados al dispositivo museo, que de ese modo se irá llenando, en el curso del tiempo, con los bibelots del otro mundo y, sobre todo, con las cartelas, textos de sala y catálogos que les otorgan significado.

Así pues, el museo performa el movimiento empírico y financiero colonizador al erigirse en la sede donde el Vacío que caracteriza al Otro puede ser enmarcado, ofrecido a la curiosidad pública y llenado de conocimiento. Cuanto más repleta la pinacoteca —cuantas más piezas acumula, reptando por las paredes o adormecidas en almacenes—, mayor el expolio de los territorios donde encontró sus pedreras, yacimientos y filones. Como señaló el ensayista Martí Peran en relación con un proyecto anterior del autor, en esta performatividad expositiva «la repetición es escénica» (6). El despliegue de variantes de la vitrina configura un dispositivo escópico que, anterior a la mostración o posterior, constituye la condición de posibilidad de la pinacoteca como teatro de todos los tiempos pretéritos.

1.Sin distinción. Foto Pedro Agustín
Sin distinción. Oriol Vilanova, 2017. Cortesía del artista y del CA2M.

Quince pasos

Virtinas imaginarias. En una ocasión un crítico juguetón inventó una, y la situó en el Ägyptisches Museum de Berlín. La urna imposible contendría una imagen grabada en piedra calcárea con la inscripción «Carlos Pazos Fans Club. Made in Collioure» (7). No es casual que en la segunda sección de la muestra, A medida, nos encontremos, de entrada, con cinco litografías de Pazos, un autor que constituye uno de los antecedentes del trabajo de Vilanova. Como él, un coleccionista, especializado en memorabilia popular e infantil —juguetes, anuncios de antaño—, se apropia de formatos que, como el cuaderno escolar de ejercicios estivales, son a la vez modestos y omnicomprensivos, mínimos y tuttólogos: describen —por pasar el rato, en el atardecer agostí— el mundo entero. Taxidermista del pop —travieso forense de los productos de temporada—, transformado él mismo en materia didáctica al ganar el Premio Nacional de Artes Plásticas en el año 2004, Pazos colocaba un muñeco de Batman en una vitrina de mariposas disecadas, mostrando así cómo las producciones efímeras, y los momentos sentimentales que inspiran, son clasificadas y sometidas a la lógica implacable de la historia cultural (8). Como la de Vilanova, su obra tiene un humor delicado que cuestiona las formas de comparecencia pública del Gran Artista Moderno y sus ensueños hagiográficos de personalidad y protagonismo.  

Seiscientas piezas distribuidas en cincuenta y cuatro paredes forman un pasillo historiadísimo que puede recorrerse en quince pasos. Un paseo pletórico. Si la intervención anexa se basa en angustia perceptiva suscitada por el vacío, ahora nos encontramos con la emoción complementaria: el horror vacui. ¿Cuál es el espacio más reducido que puede albergar una colección? ¿Cómo cambian sus piezas cuando, en vez de desplegarlas, las acumulamos? Si a las obras, atestadas, les falta espacio para respirar, ¿siguen siendo obras? Estas preguntas han orientado desde hace años la tarea de Vilanova. Había dado una repuesta en su intervención en la galería The Green Parrot, Para ser preciso (2015), donde dispuso sus postales en un armario, de manera que quedaba a la vista el volumen y el grosor, no así el contenido.

2. A medida. Foto Pedro Agustín
Imagen: A medida. Oriol Vilanova, 2017. Cortesía del artista y del CA2M.

Una estética del continente, que conecta con los modos actuales en que el sujeto compone, por medio de sus posesiones, su autorretrato. Wolfgang Ullrich ha observado que en los últimos tiempos ha tenido lugar un cambio en la iconografía del coleccionista. Tradicionalmente la pulsión completista se representaba con un retrato de cuerpo entero del protagonista ante su adquisición más preciada —la escultura, la edición de bibliófilo, el colmillo del elefante—. En cambio, en las fotografías que aparecen en las revistas especializadas y en la prensa generalista, ahora lo vemos rodeado de cajas de madera que, en vez de mostrar su patrimonio, indican su cantidad, presentando a su propietario como un modelo de consumista refinado que, a diferencia del comprador compulsivo, medita sus adquisiciones y controla su cuerpo (9).

Así es como una profusión de obras que requeriría cuatro plantas para ser presentada como está mandado es re-presentada con procedimientos que alteran el orden de contemplación. Pequeños y obsesivos borrones abstractos, biomorfos, pura bilis concentrada en punta secta, al repartirse en series por toda la sala adquieren un carácter decorativo. Un óleo psicodélico dividido en dos por sendos nichos es medio sueño. El proyecto incorpora a su vez obras de creadores que trabajan en una línea semejante a la de Vilanova, como el dúo Elmgreen & Dragset, autor de diversas semblanzas satíricas del art collector. Sus fotografías de museos despoblados operan como conexión entre las dos partes de la muestra.

A este eco visual se añade un hilo conductor que recorre la colección, insinuando una trama. Se trata de una secuencia discontinua de banderolas de regiones y comunidades autónomas que, alteradas, ofrecen una imagen ambivalente entre la iconicidad y el regionalismo. Es la serie litográfica del artista de Las Palmas Juan Hidalgo Etcéteres Abanderados (1991), que, dispuesta a lo largo de la instalación, va hilando la trama azarosa con que se construyen los sentidos de las localidades y la summa nacional. ¿Un país a la medida de sus territorios? En esta dimensión alegórica de la muestra comprobamos de nuevo que en un momento en que la estructura de la nación es reconsiderada —y sus imágenes, reordenadas— las culturas canarias ofrecen perspectivas comprensivas y analíticas —desde los episodios nacionales hasta la señalética regional— para imaginar el país, sus dificultades de encaje y sus políticas de display.

El proyecto subraya el carácter dramatúrgico de la curadoría, que en este caso se manifiesta en una gestualidad comisarial exagerada con ironía. De entre todas las piezas las que más «padecen» esta operación sobre el montaje son las que tratan asuntos más manifiestamente políticos, como las del Equipo Crónica. En sus formatos de exhibición habitual a sus collages de denuncia la historiografía les ha asignado el rol de pintura de historia antifranquista. El montaje, que los desplaza a rincones perdidos y los rodea de una gráfica demasía, reproduce y consigna el destino de los discursos del antifranquismo en la iconosfera actual: orillados, reducidos a un murmullo entrecortado. De este modo la reflexión sobre el lugar adecuado para las obras que alegorizan un documento de barbarie prolonga la que los propios artistas llevaron a cabo en varios momentos de su carrera, y en particular en El embalaje (1969): un paquete encordelado que dejaba entrever, en un fragmento rasgado, un margen invertido del Guernica. El cuadro —metacuadro, pues— hacía referencia al historial de traslados de la obra, y la inversión de la imagen performa la distorsión del sentido que se produce en estos tráfagos y transportes (10).

3. Diumenge. Foto Roberto Ruiz II
Imagen: Domingo. Oriol Vilanova, 2017. Fotografía de Roberto Ruiz. Cortesia del artista y la
Fundació Antoni Tàpies.

La sensibilidad indexal

El mundo —no es por malhablar, pero así son las cosas— no parece muy ordenado esta mañana. Hay un cajón de objetos perdidos donde hace ya tiempo que se van juntando encendedores desanimados, llaves huérfanas, haches y erres, y en un garaje oscuro yace una caja de zapatos donde las polaroids familiares conviven, quién sabe con qué criterio, con instantáneas tomadas en viajes de trabajo, que ofrecen una topografía de los paisajes urbanos en los alrededores del hotel.

Un señor desbarajuste.

Pero si hay alguien —un hombre barbado, por ejemplo— que cada domingo por la mañana, desde que empezó el siglo, comparece en el mercado local —el de Sant Antoni, o el Rastro y su Rastrillo, o el Jeu de Balle en Bruselas— y allí sabe encontrar —recaptare: volver a captar, comprar de nuevo— la pieza que faltaba, entonces quizá haya esperanza.

Y Dios bendijo el Séptimo Día, y lo santificó, porque en él inauguró toda la Obra que había hecho en la Creación, y todos los Periodistas Justos tuvieron su Dossier de Prensa en papel y/o en pedeefe.

Génesis (de la deslocalización cronológica del trabajo en el capitalismo financiero), 2.3.

¿Hay domingos? ¿Quién nos los robó? ¿Por qué plato de lentejas los vendimos? ¿Cuándo fue el primer domingo en que el hombre, bien desayunado, se dijo:

«No voy a trabajar, qué va, solo revisaré un poco este papel mientras pongo musiquilla… y mientras tanto voy rehaciendo esto otro… y eso no es ná, con media horita tengo de sobra…».

… y a la hora de la cena aún estaba enfangado? La expresión «tiempo libre», ¿tiene algún sentido, en un ensayo redactado a lo largo de varios días, entre ellos tres domingos, que hace referencia a una muestra inaugurada en el Día del Señor, donde la tarea realizada a lo largo de centenares de madrugones dominicales convocó a los trabajadores del sector, que, fieles a las responsabilidades contraídas, desarrollaron, desde segunda hora, con amabilidad y dinamismo, las entrevistas, crónicas, encuentros de bísnes, networkings y tuits que configuran la rutina curriqui en la industria cultural? Los cadáveres de los sindicalistas que, en los albores de la Era Industrial, se dejaron la piel para conseguir un día de asueto semanal, ¿se levantarán de sus tumbas para venir a darnos el pescozón que nos estamos ganando? Cuando eso ocurra, ¿alguien se lo tomará en serio, o las crónicas lo contarán como un episodio mal guionizado de The Walking Dead?

Taxonomía dominical, cartesianismo endomingado: seis días de bullicio, y toda una mañana pa’ estructurarnos.

4. Diumenge. Foto Roberto Ruiz II
Imagen: Domingo. Oriol Vilanova, 2017. Fotografía de Roberto Ruiz. Cortesía del artista y la Fundació Antoni Tàpies.

El noventa y tres es una cifra tan buena como cualquier otra y, decididamente, mejor que el cien: no tiene la soberbia de los números redondos, tan peripuestos, y quien ordena la existencia en noventa y tres categorías levanta acta del sindiós y, a la vez, lo niega, combinando criterios que proceden de ámbitos distintos, como el pantone (verde dorado), la arquitectura monumental (arco de triunfo) o la vaya-usté-a-saber (inclasificable), y estableciendo, bajo la saludable advocación de John Wilkins, nítidas diferencias entre categorías que no se deben mezclar, como fauna y cisne, y combinando temas de tradición romántica (ruinas) con la pulsión taxonómica que, trasladada el ciberespacio, nos ofrece, con frecuencia, la trivialidad perfecta (¿a quién no le gustan los gatetes?), pero también populariza y difunde los procedimientos más sofisticados para catalogar.

Y así ocurre que la comisaria de colecciones del Peabody Museum de Harvard, Diana Zlatanovski, abandona el humilde anonimato que parece connatural a su oficio y se convierte, con sus perfiles en Twitter y en Tumblr, en una estrella del ámbito digital cuando su red de metamedios The Typologist cartesianamente lo peta y archivísticamente supermola, y sus fotografías académicas de tres por tres generan miles de LOLs y de megustas. Cada cual a su modo, Vilanova y Zlatanovski nos revelan que han quedado atrás los tiempos en que el uso de la foto para elaborar tipologías se consideraba frío, técnico e impersonal. Ahora todo Cristo es de la Escuela de Düsseldorf, y la pasión tipológica es uno de los rasgos fundamentales del sujeto metamediático.   

No es tan sorprendente si consideramos que el traslado de la experiencia cotidiana a la red siempre estuvo orientado, desde sus inicios, por un taxonómico frenesí, del que todo internauta participa. Como todos los frenesíes empezó con el sexo o tiene algo libidinal: la desmaterialización de la imagen pornográfica y su desmonetarización, que siempre han sido el carburante de internet, se articulan en una nomenclatura de gustos, categorías y querencias organizada en megabuscadores como Nudevista, que, actualizando las clasificaciones de filias elaboradas por la clínica de finales del XIX, replantean la representación del sexo como un índice de sus figuraciones, y la escopofilia como una sensibilidad indexal.

Los formatos indexales se trasladan de una generación a la siguiente, y los protocolos utilizados durante el siglo XX se solapan y combinan con los que usan los nativos digitales. Emilio Álvarez, coleccionsita, galerista y director de la feria Loop, explicaba en una ocasión cómo su hija youtuber y sus amigos practican la tipología juvenil, y se refería al perfil de Instagram panda_vibes, que ha logrado casi setenta y cinco mil seguidores basándose en un único icono: los osos panda —la alternativa a los mininos, ya demasiado mainstream—.

Como sucede en otros proyectos de su autor, Diumenge propone asimismo una inflexión sobre la arquitectura donde se expone, y sobre su recorrido. En este sentido, prolonga la línea que, a lo largo de la historia de la Tàpies, ha propuesto lecturas críticas de la institución museística. Y en particular con la ya clásica muestra Los límites del museo (1995), donde también estaban presentes, entre otros recursos de mise en abyme del espacio, el tema de las posesiones privadas como colección (en la instalación de Christian Boltanski, que trasladaba a la Tàpies el cuarto de un Home de Barcelona) y el puesto de mercado, en la obra de Jamelie Hassan (11). Si en este proyecto la artista canadiense presentaba la fotografía de una vendedora china de clips para el pelo, en Diumenge los vendedores han estado presentes en la sala, no en efigie sino en persona, en una de las actividades programadas.

Otro aspecto que diferencia esta muestra de las inflexiones de los años noventa sobre las ruinas del museo es el tratamiento de la fotografía vernacular. En este sentido, la propuesta se integra en las prácticas conceptuales que proponen una arqueología de los dispositivos de visión del siglo pasado y, sobre todo, de la foto analógica, utilitaria o amateur. Quizá la foto-objeto no tenga futuro, pero su pasado se va volviendo más rico e intrincado a medida que creadores varios, anarchivistas, asumen el rol de historiadores de la fotografía y van identificando subgéneros inauditos, usos afectivos y poéticas del registro. Ahora que entramos de lleno en la época del coleccionismo desmaterializado —ahora que las macrocompilaciones de imágenes, de música y de datos son nubes que no pertenecen a su creador: Spotify, por ejemplo, no se puede heredar— los procedimientos informales y domésticos para catalogar se convierten en la base para una indagación del pasado reciente del género. El álbum familiar, la caja de Nikes y la carpeta raída son el futuro del museo; el dueño del puestecillo, su curador in pectore.

_______________________________________________________________________

(1) Natàlia Farré, «Mejor acumular postales que bidets» en El Periódico de Catalunya, 14-II-2017.

(2) Debo a Víctor de las Heras, comisario de la muestra y responsable de exposiciones temporales y publicaciones del CA2M, los datos acerca del contenido original de las vitrinas, de los que doy una versión y selección propias.

(3) IRWIN, Corpse of Art (instalación con cuadro negro, jarrón de flores, muñeco y ataúd, 2003-2004).

(4) Oriol Fontdevila, «Medio y materia: At First Sight de Oriol Vilanova en M van Museum Leuven» en Concreta, .

(5) David Spurr, The Rhetoric of Empire: Colonial Discourse in Journalism, Travel Writing and Imperial Administration, Duham: Duke University Press, 1993, pp. 92-108.

(6) Martí Peran, «Oriol Vilanova: No Middleman» en After Landscape: Ciudades copiadas, Barcelona: Universitat de Barcelona, 2014, pp. 134-135.

(7) Morquillas, «C.P.:C.C.,A.c.L.,N.yF.» en Carlos Pazos, Sintidekon, Diputación Foral de Álava / Diputación Provincial de Teruel / Museu Universitat d’Alacant, 2000, pp. 185-187. La inscripción «Club de Fans de Carlos Pazos» es real. Se encontraba en una placa fijada en la puerta del reservado del Jerryx, uno de los locales que surgieron durante la emergencia de la cultura del club en la Ciudad Condal, a mediados de los noventa. El bar estaba en el barrio de Gracia y la habitación, que era pública, ocupaba, junto con los lavabos —duchampianamente— el piso superior, y los clientes la usaban como chill-out. Su discreción y su carácter decorado y acogedor, bien almohadillado, eran muy apreciados por las parejas que frecuentaban el Jerryx, o que se formaban allí mismo.

(8) Eloy Fernández Porta, «La Bienal de Gotham» en Batman desde la periferia, Barcelona: Alpha Decay, 2013, pp. 78-79.

(9) Wolfgang Ullrich, «Consumo en lugar de recepción» en Lápiz n.º 220: Arte y mercado, I, p. 52

(10) Carlos Martín, Gestos Iconoclastas, imágenes heterodoxas, Barcelona: Obra Social «la Caixa», pp. 38-41.

(11) Cabe añadir también, como antecedentes indirectos de la intervención de Vilanova en el CA2M, el proyecto de Lewis Lawler Jaula de cristal, sobre la vitrina donde se expuso una de les bailarinas de Degas, y el muy influyente trabajo de Sophie Calle Ausencia. Vd. John H. Harnhardt & Thomas Keenan, Els límits del museu, Barcelona: Fundació Antoni Tàpies, 1995, pp. 146- 147.

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