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Joe Orton, el rufián en la escalera

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Stephen Frears, Gary Oldman y Alfred Molina en el rodaje de Prick Up Your Ears, 1987. Imagen: Zenith Entertainment.

La breve obra de Joe Orton, apenas siete piezas de teatro, un diario y algunas novelas incompletas, dio lugar al adjetivo en inglés ortonesque, cuyo significado tiene varios puntos en común con el de «rabelesiano». La farsa fue la especialidad de ambos autores, la rama más dura y controvertida de la comedia, un género que aborda sin contemplaciones los vicios humanos, por delicados o polémicos que estos sean. En el caso de François Rabelais, sus libros, aunque plagados de imágenes excesivas e inverosímiles, siempre enviaban un mensaje humanista, producto del pensamiento del siglo XVI. En el caso de Orton, sin embargo, sus obras de teatro se regodean en una sociedad deteriorada con situaciones terribles, y aun así totalmente familiares, tratadas por su autor con una fiereza que, primero, te hacía estallar de risa, y segundos después, te congelaba el gesto. O al revés.

Joe Orton se convirtió, entre 1965 y 1967, en uno de los dramaturgos más populares de Londres. Sus comedias tenían el mismo éxito que sus apariciones en prensa y programas de televisión. Era una celebridad: pícaro, divertido, de respuestas agudas, con una imagen atractiva —flequillo, vaqueros, camisas psicodélicas, abrigos de piel extravagantes—, rasgos que lo hacían pasar más por una estrella pop de Carnaby Street que por un escritor de teatro de los de pipa y jersey cuello de cisne. En 1967 llegó a escribir un guion para una posible película de los Beatles. Llevaba por título Up Against It, como siempre usando un fino doble sentido, y en él los Fab Four interpretarían al mismo personaje, pero con distinto cuerpo, y se embarcarían en enredos de política internacional, además de participar en escenas de sexo colectivo con la protagonista, quien podría haber sido, según las crónicas, Brigitte Bardot. Por supuesto, tal cosa no llegó a realizarse. Orton podía divertir y escandalizar al público que llenaba los teatros del West End, pero otra cosa era comprometer la fama del producto nacional más rentable del momento.

El respetable, el mundo que vibraba con la nueva moda, la música y el resurgimiento económico, salía encantado a la vez que horrorizado tras ver Loot o El Rufián en las escaleras. Orton les había descubierto un mundo hasta entonces no retratado en la ficción anglosajona, el de la clase obrera desde un ángulo muy poco favorecedor. Los pisos baratos de papel pintado, las bedsitters, las figuritas de porcelana, pero no desde el punto de vista kitsch y estereotipado de las comedias de los años cuarenta de Nöel Coward. Tampoco como el que ofrecían los «jóvenes airados», artistas comprometidos que querían dotar de palabra a la clase humilde y su confrontación con el poder, pero desde su posición de clase media-alta. No, Joe Orton vino a escribir sobre el arroyo, el lugar de donde él venía, algo en lo que siempre insistía machaconamente, «para que nunca se le olvidara», pero no traía mensajes de lucha de clases ni retratos de dignidad de los que, como él, habían nacido en la posguerra británica dentro de un bloque de viviendas de Leicester y al lado de un vertedero, sino que pretendía mostrar a la Inglaterra de la década de los sesenta que, en los suburbios, en lo más «bajo», también había la misma podredumbre, la misma hipocresía y la misma estupidez que cuanto más «arriba». La condición humana de los pobres era igual de mala que la de los ricos, pero también resultaba divertidísima. Además, como Coward, como Wilde, era homosexual, pero de forma peligrosamente explícita, incluso para los años sesenta y el ambiente cultural londinense. Sin realizar ninguna militancia, Orton describió en su Diario con todo lujo de detalles y naturalidad sus encuentros sexuales e incluyó a personajes gais en sus obras, de la misma forma despiadada que el resto de su mundo.

La vida de Joe Orton fue tan macabra y absurda como una de sus obras de teatro. De hecho, este es uno de esos casos en los que el personaje se ha hecho más célebre que la obra, la anécdota vital ha devorado al artista, cuando apenas el talento había encontrado su camino. El joven Orton, apenas sin estudios, pulía su fuerte acento de las Midlands y por el empeño de una madre con delirios de grandeza terminó estudiando en la Real Academia de Arte Dramático, donde conocería a su Pigmalión, o mejor dicho, a su Víctor Frankenstein. Su relación con Kenneth Halliwell, aspirante a escritor, delimitó los márgenes de su vida y su muerte. Halliwell instruyó a Orton en literatura, arte y vida mundana, le dio buenos consejos para escribir y muchas ideas, sugerencias de títulos, nombres, inspiración en los clásicos de la comedia griega y en la puesta en escena de los autores del Living Theatre… Mientras Joe mecanografiaba las que parecían iban a ser las obras maestras de su tutor, unos años mayor que él, fagocitaba la información e iba desarrollando un carácter propio y muy superior al supuesto talento de Halliwell, alimentando el rencor y los celos monstruosos de su insegura y acomplejada pareja. La película de Stephen Frears de 1987 llevaba al cine la biografía de la pareja escrita por John Lahr, del mismo nombre, Prick Up Your Ears. Una gran adaptación, muy bien interpretada por Gary Oldman como Joe Orton, y Alfred Molina como el torturado Ken Halliwell, aunque cargando demasiado las tintas en su aspecto físico, pues él no era tan poco agraciado como le representan, aunque sí es cierto que estaba muy acomplejado por su calvicie y su peso.

Durante los años cincuenta vivieron prácticamente los dos solos, aislados y casi en la pobreza, recluidos en un minúsculo bedsitter del barrio de Islington, decorado hasta el techo con fotos, collages y dibujos. Además, sufrieron un castigo ejemplar por «personalizar» una colección de libros prestados de la biblioteca. Orton y Halliwell fueron condenados a seis meses de cárcel por vandalismo (y por ser homosexuales): habían recortado y pegado imágenes irreverentes, sexuales y cómicas, así como mensajes gamberros en las portadas y el interior de determinadas novelas de época, catálogos y guías de arte. Ahora están expuestas en la misma biblioteca como su tesoro más preciado. Paradojas absurdas, no sé qué le hubiera hecho más gracia a Orton, si esto o la restauración de los urinarios públicos de la avenida Holloway como un monumento histórico casi en su memoria, el lugar donde tuvo encuentros sexuales con hombres desconocidos y de manera clandestina.

«Yo no sufrí en la cárcel como Oscar Wilde. Claro que Wilde era débil e indulgente consigo mismo. Lo de que los escritores son plantas delicadas es un mito. No lo son en absoluto. Es una estúpida idea decimonónica. ¡Seguro que Aristófanes no era tan delicado!». Tras la penosa experiencia en la cárcel, la pareja Orton-Halliwell cambió sus papeles. Ken dejó de ser el líder espiritual y Joe se transformó en escritor y personaje famoso. La relación, en cuanto Orton comenzó a obtener reconocimiento y dinero, se volvió una pesadilla. Haliwell no soportaba el éxito de su compañero, las infidelidades y, sobre todo, la negación por parte de Joe de su importante papel, no solo en su educación, sino en la propia escritura de las comedias (muchos textos los habían comenzado juntos). El Diario del escritor, que se publicaría años después de su muerte, ofrece un panorama preciso y desolador de esos últimos meses de convivencia, entre el año 1966 y el verano de 1967. Termina unos días antes del desenlace fatal, cuando Halliwell ataca a Orton y lo mata de siete martillazos en la cabeza. Después, se suicida tomando veinte pastillas de Nembutal. Un verano del amor tan macabro como una pieza del escritor.

No conozco ningún otro caso igual. Después de haber muerto uno a manos del otro, los pocos familiares de Joe Orton decidieron juntar las cenizas de ambos. Consideraron que, a pesar de tan horrible crimen, los dos hombres habían pasado la mitad de su vida juntos y Halliwell no tenía a nadie más. Prevaleció un sentimiento trágico, la fatalidad que les había acompañado desde el principio.

Las farsas de Orton emprenden un carnaval de personajes más allá del límite de cualquier orden de decencia, moralidad y legalidad. Son el reverso de las tramas de Oscar Wilde: sus sátiras sobre señoras cursis y petimetres de la aristocracia son aquí un desfile lumpen de amas de casa codiciosas, policías ineptos y corruptos, saqueadores de tumbas, ladrones de pisos, gigolós y chaperos manipuladores… El kitchen sink drama se queda en una cosa de niños al lado de las historias de Orton, demasiado atrevidas para encajar en una sitcom de Play For Today. El público le adoraba, no así la crítica. Con un humor admirable, se encargó de hacer de trol de sí mismo, enviando a los periódicos cartas firmadas por una tal señora Edna Welthorpe, en las que mostraba su escándalo por las comedias de Orton. Al mismo tiempo, se contestaba bajo el seudónimo de un supuesto experto en literatura, defendiendo los valores del teatro del tal Orton.

Orton se inspiró en los personajes y las situaciones que le rodeaban, pero apuntando siempre hacia el polo más negativo y descacharrante. La neurótica protagonista de Entreteniendo a Mr. Sloane es un trasunto de su propia madre. El patético Ken Halliwell de la última época y su afición a los tranquilizantes es el punto de partida de su séptima comedia, la mejor de cuantas escribió, Lo que vio el mayordomo, una burla de las clínicas psiquiátricas, pero sin la participación de los pacientes, solo con el personal que las regenta. El matrimonio que alquilaba su vivienda es uno de los protagonistas de The Erpingham Camp, el campamento de verano que termina en una catástrofe de inspiración clásica. Incluso el propio Orton se metamorfosea alguna vez: tiene rasgos del chulo Sloane, cínico y agresivo, también del intruso que se cuela en las vidas de la desgraciada pareja de El rufián en las escaleras. Muchas de sus frases las ha dicho u oído en discusiones con su editor o con Ken.

Aunque muy procaz incluso para el Swinging London, en nuestros días, sin embargo, sus ideas hubiesen dado muchísimo de sí. No solo en la ficción teatral, sino también en la televisiva, ya que hemos superado las barreras de lo políticamente correcto y ya podemos tratar sobre todos los temas. Aparentemente. En la cultura anglosajona, después de haber elevado a héroes a The Young Ones y Bottom, de Rik Mayall, o a los personajes protagonizados por Leonard Rossiter en Rising Damp y Caída y auge de Reginald Perrin (quien precisamente murió interpretando Loot en el teatro), los fans de ese mundo de habitaciones cubiertas de moqueta y seres miserables, y diálogos como insultos, echamos de menos la visión de Orton, salvaje y libre, sobre la sociedad británica.

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