Ciencias Faster than light

Velocidad de los ferrocarriles

Escribo estas líneas en el AVE. Acabamos de salir de Madrid y ya se nos echa encima la estepa, desolada y solitaria. Recuerdo unos versos que escribí hace muchos años en otro tren rápido que recorría el trayecto entre Ginebra y París:

Todos los campos que este tren se apresta a devorar,
Sin darle tregua al invierno,
Sin darle tregua al silencio,
Ni a los desnudos esqueletos de los árboles.
¿A qué vendrá tanta prisa? El mundo aún dormita,
Su mudo sueño de agua. Desierto,
Salvo algún perro asombrado por el día.

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El AVE. ¿A qué vendrá tanta prisa?

Corría aquel TGV tanto como este AVE, que puede superar los 300 kilómetros por hora, aunque la velocidad promedio sea algo más baja debido a los varios tramos en los que la vía o los accidentes del terreno no permiten mantener la punta. De hecho, es fácil calcular esa velocidad promedio que no es otra cosa que la distancia entre Madrid y Valencia dividida por el tiempo que cuesta realizar el viaje:

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La distancia entre Madrid y Valencia es de unos 350 kilómetros, que el AVE despacha en poco más de una hora y media. Redondeado, solo tenemos que dividir 350 por 1.5 para obtener una velocidad media de 233 kilómetros a la hora. Bastante menos que la máxima, lo cual casi se agradece. Antes, viajar de Valencia a Madrid era un lujo para los sentidos. Uno se podía sentar frente a la ventanilla y olvidarse, o al menos posponer las cuitas diarias, viendo discurrir la estepa frente a sus asombrados ojos. Ahora la estepa corre que se las pela, me pregunto dónde va, a dónde vamos. Si el tren se apresurara aún más no habría tiempo casi de mirar. De oír sí, porque la gente llega y casi sin acomodarse, tira de móvil y se lía a bocinazos. En aquellos largos viajes de mi infancia —cuando costaba casi todo un día llegar desde Valencia a mi Cartagena natal— era inevitable conocer gente, entablar conversaciones con los vecinos del vagón, aprender alguna cosa nueva, incluso hacer amigos. En este tren la gente no se saluda ni siquiera cuando caen en el mismo asiento doble o en una mesa de cuatro. ¿Cómo saludar a un vecino que no se quita los auriculares o no deja de gritarle al teléfono? Y así vamos, cuarenta autistas a bordo de un vagón desbocado, cada uno a lo suyo, sin tiempo para saludar al vecino, no digamos ya, asombrarse contemplando el mundo que pasa, veloz, frente a las ventanillas.

Extraña esta ilusión de que es el mundo el que pasa mientras uno está quieto. No es del todo perfecta, porque las vías nos zarandean de vez en cuando, pero en los tramos más suaves es difícil decidir quién está parado y quién se mueve. De hecho, dentro de unas décadas, cuando sustituyamos el AVE por el MAGLEV —un tren que levitará magnéticamente a unos milímetros de las vías, sin llegar a tocarlas—, será imposible decidir quién se está moviendo, si nosotros, o el paisaje.

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El MAGLEV o la reinvención de la alfombra mágica. Un tren que corre por el aire, suspendido por campos magnéticos a unos milímetros de los railes, capaz de alcanzar velocidades entorno a los 500 kilómetros por hora.

Claro está que sabemos que es el tren el que se mueve, ¿no? El sentido común nos dice que Madrid y Valencia son dos puntos fijos, bien anclados al suelo, entre los que vuela la flecha de hierro en que viajo. Pero la verdad es que Madrid y Valencia, junto con el AVE y el resto de los objetos y habitantes del planeta, no son sino viajeros en una nave espacial, la Tierra, cuya velocidad —unos 107 000 kilómetros por hora— deja al AVE o al MAGLEV tan en ridículo como Aquiles a la tortuga.

Pero ¿quién mide la velocidad de la Tierra? Cuando afirmamos que el AVE llega a alcanzar los 300 km/h, lo que estamos diciendo es que dos observadores separados por una distancia de 300 kilómetros medirían una diferencia de tiempo entre sus cronómetros de una hora. O en otras palabras, medimos la velocidad del AVE con respecto a un sistema de referencia que consideramos, por conveniencia, fijo. No se nos ocurre alegar que en realidad los observadores se están moviendo a bordo de la Tierra.

Por la misma lógica, cuando decimos que la Tierra se mueve a 107 000 kilómetros por hora, lo que estamos afirmando es que lo hace con respecto al sistema de referencia fijo del Sol. Pero claro está, el Sol no está quieto, sino que se mueve alrededor del centro de la galaxia a unos 900 000 (si, novecientos mil, no han leído mal) kilómetros por hora. Y la galaxia también se está moviendo. ¿Con respecto a qué? Con respecto a otras galaxias en el universo. ¿Y el universo? ¿También se mueve? ¿Con respecto a qué?

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Los observadores son los héroes de toda narración científica. Armados con reglas, relojes, microscopios y otros instrumentos de precisión, su único objetivo en la vida es entender las leyes de la física. Como los personajes de las novelas de acción, no necesita comer, dormir, o ir al baño…

Llegamos a Valencia en menos de un cuarto de hora. Estamos atravesando los maravillosos paisajes del pantano de Alarcón, lleno a rebosar. El tren ha tenido la gentileza de bajar la velocidad a 235 km/h y la gente parece haberse cansado de tanto discutir con el móvil. Un segundo de paz. El mundo pasa más lento. Las leyes de la física son idénticas en los sistemas de referencia que se desplazan a velocidad constante uno con respecto al otro. Si el vaso de agua que hace equilibrios en mi mesita acaba por escurrirse, caerá hacia el suelo siguiendo la misma trayectoria —desde mi punto de vista— que si el tren estuviera parado. Si aún se pudiera fumar, no habría diferencia en la manera en que las volutas de humo ascienden y se expanden, idéntica su melancolía a cualquier velocidad. La nostalgia que provoca este cielo azul que comienza a despuntar al acercarnos al mar —la nostalgia infinita del mar— es la misma que sentiría si estuviera caminando por las vías, sólo depende de los fotones de luz que chocan contra las moléculas de agua, oxígeno y nitrógeno de la atmósfera y pierden energía y corren su color hacia el azul. Esos fotones azules llegan a mi retina y lanzan un programa o un millón de programas en mi cerebro, programas que evocan en mi alma la inmensidad del mar menor un domingo de agosto por la tarde, o un beso remoto en una playa del amanecer.

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5 Comentarios

  1. Pingback: Velocidad de los ferrocarriles

  2. Si nos vamos a poner románticos, mejor un buen traqueteo y un compartimento de los antiguos, horas y horas de orgía asegurada si seguimos el mismo razonamiento asociativo de sociabilidad-paisajismo.

    Pero de buen rollo, que menos mal que has llegado a salvar un poco la Ciencia de esta revista. Lo digo en serio, no te vayas.

  3. Hika Thoreau

    Una pregunta idiota. Si nuestra galaxia viaja a una velocidad de 900.00 km/h y la luz viaja a una velocidad de 300.000 km/h… ¿La barrera de la velocidad de la luz se rompe con la movimiento de las galaxias entre si?

  4. No es una pregunta idiota en absoluto… de hecho, las galaxias pueden alejarse entre sí a velocidades relativas mayores que la luz… pero entonces dejan de estar comunicadas (nada puede viajar lo bastante rápido como para comunicarlas). Valdría decir que cada una de ellas se queda en un pedazo del universo no conectado con el de la otra…

  5. Hika Thoreau

    Creo que eso me deja muchas mas preguntas idiotas aun jajaja. Me encanta la fisica aunque me resulte extremadamente dificil entenderla. Sin duda gracias por el blog

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