Arquitectura Arte y Letras

Si van a California y solo pueden ver una cosa, visiten el Instituto Salk de Louis I. Kahn

Fotografía: Alfred Essa (CC)
Fotografía: Alfred Essa (CC)

Levanten la vista y verán que hace un espléndido día. Un día claro y fresco. Un día radiante de invierno. Un día de sol. Pero, ¿saben una cosa? Por muy bonito que sea su sol, no hay en el mundo un sol como el sol de California.

Al menos eso es lo que nos dice una fuente de total confianza y fiabilidad: el pop-rock. A saber, los Beach Boys van «de camino a la soleada California»; Frank Zappa vuelve a su casa, al «pueblo del sol»; y los Dead Kennedys colocan a «California por encima de todo». Bueno, en realidad, «California über alles» es una sátira furibunda que hace referencia a la desparecida primera estrofa del himno alemán, y cuya letra tiene más que ver con la dictadura de lo cool que con el benigno clima californiano.

Es lo que tiene un territorio de más de 400.000 kilómetros cuadrados y que es el más poblado de un país lleno de contrastes en un mundo lleno de contrastes: que está lleno de contrastes. Así, en el norte pueden visitar las secuoyas del Parque Nacional de Yosemite, siempre y cuando sus bosques no estén ardiendo en uno de los terribles incendios que asolan el estado cada pocos años. En el centro podrían acercarse a las Case Study Houses que dominan las colinas de Los Ángeles, pero también podrían pasear por Compton o South Central, que fueron el epicentro de la cultura del crack y las bandas —de las gangsta, no de las de pasodobles— en los ochenta y noventa.

¿Y en el sur?

En el sur hay un lugar en el barrio de La Jolla, a pocos kilómetros de San Diego donde encontrarse con el «California Sun» que cantaban The Rivieras. Porque en el Instituto Salk, cada equinoccio, el sol de California se convierte en el sol del mundo.

1. El padre

Itze-Leib Schmuilowsky nació en 1901 en Estonia, si bien en ese momento el país báltico formaba parte del Imperio ruso. A los tres años, mientras jugaba junto a la estufa, se fijó en las piedras de carbón que ardían en el hornillo. Hipnotizado por la luz incandescente, se acercó tanto al carbón que prendió fuego a su babero. El fuego le quemó el pelo y le marcó el rostro con unas cicatrices que le acompañarían el resto de su vida.

En 1906, la familia Schmuilowsky emigró a Estados Unidos por miedo a que el padre fuese llamado a filas en la guerra ruso-japonesa. Se instalaron en uno de los barrios más deprimidos del norte de Filadelfia y cambiaron sus nombres por nombres anglófonos. El pequeño Itze-Leib pasó a ser Louis Isadore. Le llamaban Lou.

Lou vivía con toda su familia en un pequeñísimo apartamento en el ático de un tenement. Los tenements eran edificios habitualmente destinados a acoger a inmigrantes de clase baja y cuyas condiciones de habitabilidad eran tan pobres como los ingresos de sus ocupantes. Pese a que Lou enseguida demostró aptitudes para el arte y la música, su familia ni siquiera tenía dinero para comprar lápices, así que el niño tuvo que fabricar sus propios instrumentos de dibujo con carbón y ramas quemadas. Después ayudaba a la economía familiar vendiendo sus ilustraciones y tocando el piano en las salas de cine mudo. Lou caía simpático a los adultos, hasta el punto de que una señora adinerada le regaló un piano. Como el piano no cabía en su dormitorio sin quitar la cama, Lou decidió dormir dentro del piano.

A Lou no le gustaban los demás niños. Se reían de él y le llamaban caraquemada, así que siempre llegaba el último a clase y siempre salía el primero de la escuela, para no tener que cruzarse con ellos.

En 1915, su padre cambió el apellido familiar por Kahn y Lou se convirtió en ciudadano estadounidense con el nombre por el que sería recordado: Louis Isadore Kahn.

Louis I. Kahn en su época universitaria. Imagen: Mediaworks/Louis Kahn Project Inc.
Louis I. Kahn en su época universitaria. Imagen: Mediaworks/Louis Kahn Project Inc.

Kahn obtuvo el título de arquitecto por la Universidad de Pennsylvania en 1924, pero no abrió su propio estudio hasta 1947. Durante todos esos años, Lou —le seguían llamando Lou— fue incapaz de conseguir encargos de entidad. No comulgaba con la arquitectura de vidrio y acero del movimiento moderno, no parecía interesado en la cara de la normalidad. Vivió todos esos años gracias a los ingresos de Esther Israeli, con quien se había casado en 1930 y que era la madre de su hija Sue Ann, nacida en 1940. De hecho, montó su despacho gracias al dinero que había ahorrado Esther.

En 1951 fue invitado como arquitecto residente de la Academia Americana de Roma. Viajó por Italia y Grecia y Egipto y en la arquitectura de la Antigüedad encontró lo que estaba buscando y lo que le separaba de sus coetáneos. Luz y materia. Persistencia. Atemporalidad.

El problema es que la búsqueda de su arquitectura era un reflejo de la búsqueda de su vida, y lo que funciona en un plano no siempre funciona en el otro.

Tras regresar de Europa, Lou comenzó una relación con Anne Tyng, la única mujer de su estudio y con quien tuvo a su segunda hija, Alexandra, en 1953. Lou prometió a Anne que dejaría a Esther y que comenzaría una nueva vida con ella; incluso llegó a raspar su dirección del pasaporte como prueba de que iba a hacerlo. Pero nunca lo hizo. Se separó de Anne en el 56 y, tres años después, comenzó una nueva relación con la paisajista Harriet Pattison, que dio a luz a su único hijo, Nathaniel, en 1962. También prometió que se casaría con ella, pero nunca se separó de Esther.

Lou era como Kahn: evitaba la normalidad. Su vida era su trabajo. «Nunca fue una persona casera. Prácticamente vivía en el estudio», dijo Anne Tyng en el formidable documental Mi arquitecto: El viaje de un hijo, dirigido por Nathaniel Kahn y que fue nominado al Óscar en 2003.

Lou y Nathaniel. Imagen: Mediaworks/Louis Kahn Project Inc.
Lou y Nathaniel. Imagen: Mediaworks/Louis Kahn Project Inc.

En privado, siempre consideró a sus hijos como miembros de su familia, pero jamás los reconoció en público. Les mandaba cartas y postales en cada uno de sus viajes y les visitaba todos los meses, pero siempre a escondidas, siempre de espaldas a la normalidad. Lou era un hombre de enorme carisma. Un hombre sociable, locuaz y encantador; pero no terminaba de considerar a las demás personas como sus iguales. A sus hijos biológicos les regalaba el escaso tiempo que le quedaba entre las obras. Sus verdaderos hijos eran sus edificios.

Lou prefería ser Kahn.

2. El arquitecto

En 1959, el virólogo Jonas Salk encargó a Louis Kahn la construcción de sus nuevos laboratorios. Salk era mundialmente famoso por desarrollar la vacuna de la polio y necesitaba un edificio para seguir desarrollando sus investigaciones. Los requisitos iniciales eran muy leves; apenas espacios para laboratorio cómodos y del tamaño suficiente, y vestuarios adecuados para los investigadores y el resto de trabajadores del complejo. El resto del programa se fue moldeando en conversaciones entre Salk y Kahn; de hecho, el propio lugar donde se levantaría el nuevo edificio tampoco estaba completamente prefijado en el momento de realizar el encargo. Salk tenía a su disposición varios terrenos de concesión municipal a las afueras de San Diego, en el barrio de La Jolla. Por allí pasearon el virólogo y el arquitecto en largas tardes de primavera discutiendo el tamaño, las necesidades e incluso el tono de la nueva construcción. Caminaban y hablaban y escuchaban y tomaban notas entre los pinos y el océano Pacífico.

Claro, el océano.

Tras unos primeros anteproyectos, Kahn decidió la forma y el lugar. Era extraordinariamente sencillo, casi obvio: dos edificios longitudinales paralelos y orientados al oeste puro. A poniente. A la puesta de sol sobre el Pacífico.

Planta definitiva del Instituto Salk. Arriba y abajo, los edificios de los laboratorios.
Planta definitiva del Instituto Salk. Arriba y abajo, los edificios de los laboratorios.

Pero esta definición no es una síntesis abstracta del edificio; el Instituto Salk es así. Dos pastillas de hormigón visto que albergan los laboratorios y que se levantan paralelas según un eje este-oeste. Porque la arquitectura de Kahn buscaba la presencia atemporal de la historia y, como la vida de Lou, parece eludir la escala intermedia, la normalidad. Las fachadas y los espacios no hacen referencia al hombre, las ventanas y los huecos no tienen escala comprensible salvo para la propia materia y la luz. Kahn construye en la poesía del tiempo.

Fotografía: Jun Seita (CC)
Fotografía: Jun Seita (CC)

Sin embargo, Kahn también quería hacer un regalo a los hombres y mujeres que iban a trabajar en el Instituto Salk, a las personas que jugarían en su edificio. Por eso planteó un gran patio arbolado entre los laboratorios, un lugar para que los investigadores descansaran a la sombra, protegidos del sol de California. Le enseñó el diseño inicial a Luis de Barragán, al que consideraba un maestro del paisaje, el espacio abierto y las articulaciones entre el exterior y el interior. «No», le contestó el formidable arquitecto mexicano, «No hay árboles, no hay sombra. El regalo es el cielo y el océano».

El regalo era el sol. Así, a los laboratorios le nacen los estudios privados de los investigadores. Lugares para descansar girados en diagonal hacia el Pacífico como cabezas que alargan el cuello para asomarse. Ojos telescópicos con piel de madera —tan distinta al hormigón— que se amontonan casi planos cuando los miras desde el mar, pero que se alargan hacia el oeste buscando la luz.

Fotografías: Jason Taeillious (CC)
Fotografías: Jason Taeillious (CC)

«No», dijo Barragán, «El regalo es el cielo y el océano».

Ahora es cuando les cuento que, para los arquitectos modernos, la simetría es prácticamente un tabú. Nos lo enseñan en las escuelas y las universidades y, hasta cierto punto, tienen razón: la simetría es la expresión más artificial de la arquitectura. Pese a los siglos de historia en los que fue casi un mandato, lo cierto es que la simetría no responde a los usuarios de los edificios; no dialoga con las circulaciones ni con el entorno ni con las verdadera realidad funcional e incluso emocional, sino que es una imposición de los arquitectos. Pese a que nuestra anatomía es esencialmente simétrica, la simetría arquitectónica es hermética al hombre.

Quizá por eso, el patio del Instituto Salk es perfectamente simétrico. Porque, aunque los investigadores consideran al edificio como un lugar extraordinario donde la serenidad del cielo y el océano estimula su trabajo, en realidad, Kahn no dialoga con ellos. El patio entre el hormigón pone al hombre frente a fuerzas mucho más antiguas y más poderosas. El regalo es el agua y el silencio.

En el centro, un eje. No hay árboles ni sombra, solo el pavimento de mármol y un canal de recorrido continuo. Una acequia que burbujea constantemente hacia el sol del equinoccio, fluyendo en la simetría del tiempo.

Fotografía: Naquib Hossain (CC)
Fotografía: Naquib Hossain (CC)

3. El sol del mundo

El Salk Institute for Biological Studies se inauguró en 1965. En sus cincuenta años de trayectoria han trabajado en él hasta once científicos que recibieron el Premio Nobel y es considerado mundialmente como uno de los laboratorios punteros en biomedicina y neurociencia. Poco después de la inauguración del Instituto Salk, Louis Kahn fue elegido académico de la National Academy of Design. En 1968 fue seleccionado como miembro de la American Academy of Arts and Sciences. En 1971 recibió la Medalla de Oro del American Institute of Architects y en 1972 fue condecorado con el mismo galardón del Royal Institute of British Architects.

Fotografía: Naquib Hossain (CC)
Fotografía: Naquib Hossain (CC)

Louis I. Kahn tenía más de setenta años y era uno de los arquitectos más importantes de América y posiblemente, el más libre e independiente de todos. Y el Instituto Salk era su obra más intrínsecamente ligada a la tierra y al cielo. Su edificio más intenso y más poético. Con el tiempo, se convirtió en centro de peregrinación para amantes del arte y la arquitectura de todo el planeta. Curiosamente, también es uno de los lugares preferidos por los sandieguinos para hacerse fotos de boda.

Sí, el Instituto Salk era un edificio formidable que resumía el posicionamiento de su arquitecto respecto a la materia y la luz. Respecto al hombre y a la historia. Pero Kahn siguió trabajando sin descanso y construyendo por todo el mundo. En Texas y en New Hampshire, y también en la India y Pakistán. Lou tenía más de setenta años y seguía visitando a sus tres familias cada mes. Siempre a escondidas, en los ratos que le dejaban los viajes y el control de sus obras. Siempre haciendo promesas. Siempre huyendo de ellas.

Kahn regresaba de Dacca una tarde de marzo. Había aterrizado en el aeropuerto JFK y había llegado a la Penn Station de Nueva York a la espera de coger un tren camino de Filadelfia. En medio del lobby de la estación sintió un fuerte golpe de calor; lo atribuyó al cansancio del largo vuelo transoceánico. Solo necesitaba refrescarse un poco, pensó, así que fue a uno de los aseos públicos de la terminal. Se quitó la chaqueta, se aflojó la pajarita y se lavó bien la cara, pero el agua no ayudó. Apenas podía respirar. El calor. El calor y el dolor. El dolor en el brazo y en el pecho retorció su rostro por encima de las cicatrices que le habían acompañado toda la vida.

Louis Isadore Kahn murió de un fallo cardiaco el 17 de marzo de 1974 en un baño de caballeros de la Penn Station. Quizá fue por problemas de comunicación entre las policías de Nueva York y Filadelfia o puede que fuese porque había raspado la dirección de su pasaporte, pero su cuerpo permaneció durante dos días en la morgue del Bellevue Hospital de Manhattan sin que nadie lo reclamase. Nadie de su estudio. Tampoco Esther ni Anne ni Harriet.

Pese al enorme éxito de sus obras, Kahn murió con la cuenta corriente llena de deudas. A su funeral celebrado en el cementerio Montefiore de Filadelfia acudió un buen número de personalidades de la arquitectura y la cultura norteamericana. También acudieron Esther, Anne y Harriet, acompañadas de Sue Ann, Alexandra y Nathaniel. Era la primera vez que los tres hijos se veían. El pequeño tenía once años y llevaba entre las manos la última postal que le había enviado su padre desde la India. Decía así: «Mi querido niño, la arquitectura de aquí es como el pan de jengibre para nosotros. Para la gente del este es una expresión de placer. Pienso en ti todos los días. Con todo mi amor, Papá». Pero incluía una postdata: «Tu padre no se siente demasiado como un héroe de cuento. Algún día espero ser capaz de enseñarte a ser mejor hombre de lo que soy yo».

Lou nunca fue un buen padre y quizá tampoco fue un buen hombre. Su única auténtica preocupación era la persistencia de su trabajo en el recorrido de la historia. Tal vez por eso, Kahn fue un arquitecto libre de modas y de tendencias y de símbolos. Un arquitecto que construyó por encima de las escalas y que, fascinado desde que era un niño junto a la estufa, siempre quiso poner al ser humano en contacto con la luz.

Y sin embargo, en el Instituto Salk hizo mucho más que eso.

Fotografía: Carol M. Highsmith (CC)
Fotografía: Carol M. Highsmith (CC)

Porque la mirada entomológica, casi bioquímica, de Louis Kahn respecto al hombre distorsionó profundamente la forma que tenía de comprender a su familia e incluso su vida, pero sirvió para enseñarnos, con su arquitectura, una de las realidades más hermosas y más despiadadas de la condición humana.

Si visitan el Instituto Salk en la tarde del equinoccio, querrán ver la luz flotando sobre la alberca y serpenteando hasta la primera rendija entre el mármol bajo sus pies. Querrán ver cómo los rayos caen planos y espesos sobre el horizonte. Pero en realidad, si se detienen unos minutos sin prestar atención, despreocupados como Toquinho y Vinicius en su Tarde em Itapoã, vivirán una experiencia tan alejada del hombre como necesaria para entender lo que somos: apenas motas de polvo en la piel del cosmos. Accidentes en el tiempo.

Sentirán la rotación de la Tierra.

Un ligero cosquilleo, una leve desorientación, una separación ingrávida casi imperceptible. Radián a radián, metro a metro, centímetro a centímetro, en el curso continuo de cada fracción de segundo, notarán como el planeta gira sobre su eje invisible. Hasta que, en el último instante del último día del invierno, el mundo se alinea simétrico entre ojos de madera y hormigón, en la rampa de lanzamiento de un viaje estelar. Un viaje a nuestra estrella. Un viaje al sol de California.

Fotografía: Sameer Mundkur (CC)
Fotografía: Sameer Mundkur (CC)

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28 Comentarios

  1. Un artículo delicioso, casi perfecto, digo casi porque la perfección es imposible.

  2. Tito B. Diagonal

    «despreocupados como Toquinho y Vinicius en su Tarde em Itapoã, vivirán una experiencia tan alejada del hombre como necesaria para entender lo que somos: apenas motas de polvo en la piel del cosmos. Accidentes en el tiempo.»

    Sin duda que el sol de California y el mar podrán ayudar a rememorar esa maravilla que es «Tarde em Itapoã», siempre y cuando nuestros ojos no se posen sobre ese horror que las fotografías muestran; hacía mucho que no veía algo tan feo y se me hace duro imaginarme entrando a diario en lo que parece un conglomerado de casas baratas en cualquier andurrial de los que sobran por el mundo. Al menos al salir, con no girar la vista atrás…

  3. No soy objetivo. Kahn entre los grandes fue sustancialmente él y uno de esos pocos artistas con los que se produce la conexión. Y esto, en arquitectura, es extraordinariamente raro.
    También me complace observar, por un comentario anterior, como con la arquitectura no existe esa falsa prevención de exhibir sin complejos el propio desconocimiento.
    Un atrevimiento que no sucede en otras disciplinas como la pintura. Supongo que porque estamos avisados, no tanto por haber dedicado el tiempo y esfuerzo necesarios para construir el propio gusto, como por los contextos similares que ofrece el diverso audiovisual.
    Por favor, acerquémonos con humildad a las obras. Aunque solo sea por el mínimo respeto que merecen los muchos que, antes que nosotros, consideraron gigantes a sus autores.

  4. JuslibolLord

    Menudo satanazo más infame, como cientifico me toca trabajar ahi y me volveria loco. Las fotos muy chulas, pero la vida diaria de los que no les quede otra que usar ese edificio tiene que ser un puto infierno.

    SEMS!

    • Frere Haqckes

      En SEMS, aparte de a ver fotos y demostrar públicamente la ignorancia, no os enseñan a leer, ¿verdad? Lo digo porque en el propio artículo dice «los investigadores consideran al edificio como un lugar extraordinario donde la serenidad del cielo y el océano estimula su trabajo».

      • Efectivamente, en el documental «Cathedrals of Culture» dedicado al Salk Institute y dirigido por Robert Redford, se hacen varias entrevistas a investigadores y otros trabajadores del complejo, que afirman que la paz y la serenidad del edificio les ayuda y les inspira enormemente a llevar a cabo su trabajo.

        Un saludo.

        • Carmenchu

          ¡Pues menos mal que ese adefesio al final ha servido para algo!

        • JuslibolLord

          Un documental que es practicamente un publireportaje desde luego no te va a buscar a gente diciendo que el edificio es una puta mierda de hormigon que parece una carcel.

  5. A mí me parece satánico por cierto, eso de eliminar todo rastro de sombra y verde. Eso es hacer arquitectura para arquitectos y no para la gente que vive y trabaja allí.

    Por otra parte, por dentro los estudios no están mal, como muestran estas imágenes:
    http://www.scottmagic.net/inside-a-salk-institutes-study/

  6. Pepe Isbert

    Pues que digan lo que quieran pero yo este presidio lo encuentro muy majo, ahí junto al mar como Alcatraz. Aunque este lo veo mucho más apañaíco con esos balconcillos y esa alberca en el exterior. ¡A mi me ha gustao!

  7. Vigo´s concrete

    ¡Arquitectura distópica!

  8. La mayoría de estos que opinan aquí si pillan a Sert o a Le Corbusier por la calle los lapidan sin compasión. Y si pillan a los que trabajan ahí y dicen que les gusta el sitio, los lapidan también, por enteraos y por pelotas. Qué es eso!
    Lo nuejtro, señores y señoras, lo nuejtro es echar fuego por los colmillos ante todo lo que no sea la banalidad más cotidiana y televisiva.
    Y si hay que fusilar al Dr. Salk, pues también, qué se habrá creído ese, encargarle un laboratorio a un fulano como Kahn. Claro que Salk era otro pirao del carallo. Cuando le ofrecieron patentar su vacuna contra la polio dijo que no, que él ya tenía un sueldo como investigador, que la vacuna debía ser de dominio público. Un imbécil, vamos.

    • Hombre, Lucho, convendrás conmigo en que si vivieras en una de las asquerosas (e invivibles) «unidades de habitación» lecorbusianas a ti también te darían ganas de lapidarlo. La arquitectura de mierda es, aunque no os gusten las formas ni que alguien cuestione los dogmas impuestos en las escuelas de arquitectura hoy en día, arquitectura de mierda.

      • No sé Lucho, pero yo no convengo nada.

        Que digas que las Unités son asquerosas habla más de tu cretinismo de enfant terrible de boina y palillo que de las Unités. Y que sean invivibles (si es que lo son), sería culpa de quien las puso allí y no de quien las diseñó.

        Los de SEMS no sois más que unos entrañables y graciosos incultos que creen que «lo bonito» son las calles pintorescas del centro con sus balcones, su contaminación y sus meadas de perro en los portales.

        Los cretinos de mierda sois, aunque no te gusten las formas, cretinos de mierda.

        • Claro, ahora resulta que el arquitecto no tiene ninguna responsabilidad sobre lo que diseña en un entorno urbano concreto. Y que el que critica cualquier arquitectura o urbanismo distópicos es un inculto, un paleto, un cretino y un enfant terrible.
          ¿No tienes nada más que añadir?

          • No.

            En vista de que no tienes ni idea de lo que es un entorno urbano ni de como crece a lo largo de las décadas ni de cómo era hace 60 años ni de lo que son las políticas de integración urbana ni mucho menos de cómo es la Unité y por qué la de Berlin funciona mucho mejor que la de Marsella, no tengo más que añadir. Solo reafirmarme en que eres un paleto, un inculto, un garrulo y un gañán con ínfulas.

            En definitiva, aunque no te gusten las formas, eres un cretino de mierda. Acéptalo y vive con ello, tampoco hay mucho más que puedas hacer para cambiarlo.

          • Mira, al final si que he añadido cosas. Tómalo como un regalo que contar a tus amiguitos.

            ¡Venga, ve! ¡Corre, Perdigón! ¡Corre como el viento!

            • Por otra parte, qué elocuencia en el insulto, no sabía que John Cobra leía jotdown. Vaya un cobarde.

              • Pepe Isbert

                Pero hombre, coño, no pelearse que estamos solo a 10 meses y pico de la Navidad. Además, las peleas entre arquitetos suenan ridículas. En mi pueblo las disputas las resolvemos a cantazos y con cortes a navaja. ¡Y lo bien que nos lo pasamos!

                • Tienes razón, Pepe, si al final me ha acabado gustando el edificio de Kahn, ¡los presidios soviéticos también tienen su encanto!

  9. 666

  10. He disfrutado muchísimo con el Artículo, muy completo y explicativo. Enhorabuena.

  11. Sarita Mantel

    Sí, hombre,¡justo lo que estaba pensando! Si voy a California y no tengo tiempo de visitar nada, «esto» es lo que iré a ver. ¡Faltaría más…!

  12. Monjo Borratxo

    El farolillo blanco de Kahn en Daca también es estupendo. El artículo está muy bien, excepto la incorrecta traducción de «East» por «Este» en lugar de «Oriente» y «No trees, no shades» por «No hay árboles, no hay sombras» en lugar de «Ni árboles, ni sombras».

  13. Pingback: KAHN Y EL ASUNTO DE LA MONUMENTALIDAD – CRITECTURA

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