Arte y Letras Literatura

Muerte de la madre

Motherhood, de Nelly Romeo Alves. Foto Eurico Zimbres (CC)
Motherhood, de Nelly Romeo Alves. Foto: Eurico Zimbres (CC)

Dios le toma el pulso a mi madre. (David Meza)

Que es ley de vida, se dice en mi familia. La muerte, primero, y que los hijos vean morir a sus padres, segundo. Yo ni siquiera me he planteado tal cosa. No contemplo todavía la muerte de mis abuelos, mucho menos la de mis padres. Pero es ley de vida: un día la madre se te muere. «Se acabó mi madre», como escribió Josefina R. Aldecoa en el cuento Fiebre. Se le mueren a uno los mitos, los héroes, a veces incluso los hijos, y casi siempre, los padres. Lo saben Milena Busquets y Pau Riba porque no solo lo han vivido: también lo han escrito. En Sa meu mare y También esto pasará veo cómo la muerte de la madre desafía al hijo, no solo después, ya huérfanos, sino también antes, sobre todo porque ambas, Esther Tusquets y Mercè Romeva, estuvieron enfermas antes de morir. Esas son las grandes proezas que un hijo hace mientras ve cada vez más cerca quedarse sin madre: sacrificios cotidianos como visitarla aunque sea incompatible con el ritmo diario, hacerle compañía en el hospital o cambiarle los pañales. Sí, todo aquello que una vez hizo tu madre por ti, es más que probable que debas hacerlo tú por ella en algún momento. Pero hay algo que me sorprende de ambos relatos, dos autobiografías —aunque Milena cambia los nombres y prueba con la ficción—, y son las diferencias que hay entre un hombre y una mujer con su madre.

Que es ley de vida, se dice en mi familia. La muerte, primero, y que los hijos vean morir a sus padres, segundo. En la muerte de todas estas madres hay una rotura en la vida de los hijos. Unas dejan paso al descanso, otras al reencuentro. En el caso de las mujeres parece que hay cierta contradicción. Pero hay algo que es innegable y que define muy bien Sílvia Soler: «Mentre tens pare i mare, no ets adult del tot». Mientras tienes padre y madre, no eres adulto del todo.

Madre e hija

esto pasaráMilena tuvo con su madre una historia de amor. No lo digo yo, lo dice ella, aunque después de leer su novela me sienta con pleno derecho a corroborarlo. No creo que nos sorprenda a muchas hijas: casi todas las mujeres han tenido historias pasionales con sus padres, y en especial con sus madres. Hay una especie de rivalidad que nace natural en la adolescencia: el padre se libera. Quizá es la posible comparación mujer-mujer la que provoca ese odio solo equiparable al amor. Esther Tusquets, editora y fundadora de la editorial Lumen, era una gran dama, como su hija la nombra en el libro; una mujer con carácter y mucha personalidad. Eso, aunque a cierta edad solo puede ser orgullo de una hija, hay momentos en que no es más que un obstáculo entre madre e hija. La niña que debía ganarse el cariño y la atención de su madre es después quien debe lidiar con una mujer enferma que le exige, desde la dolencia, ciertas cosas. En cierto modo, sería justo: lo hice por ti, hazlo por mí. Pero ni los padres eligen qué hijos nacerán respecto del hijo que tenían en mente, ni los hijos deciden cómo serán sus progenitores. Blanca —el alter ego de Milena en También esto pasará— echa de menos a su madre y la homenajea en Cadaqués, y se acuerda de lo mucho que se querían y también de lo mucho que se odiaban. Cuando la autora habla de su madre, lo hace en los mismos términos: es un arrebato, el amor entre madre e hija es equiparable a los vaivenes emocionales que se tienen con un amante. Sin embargo, cuando muere la madre, hay cierta extrañeza, como para la niña de Terra de caimans, de Karen Rusell: en un momento dado, no entiende cómo puede ser que el cielo siga adelante, con sus cambios, y su madre siga muerta. La niña, por ser niña, todavía no se ha rebelado contra la madre, y la idealiza y la tiene dentro de sí como se tiene a un ángel o se tiene a Dios —con pura devoción. Esa niña aún no ha intentado verse en su madre, no se ha comparado, no ha evitado las semejanzas, no la ha odiado y detestado, no se ha creído mejor que ella, no ha visto cómo de imperfecta se ha vuelto con los años. Esa niña aún no es Blanca.

Madre e hijo

sau meuEn cambio, en las líneas de Pau Riba solo encuentro el placer que da la reconciliación. Los últimos años de Mercè Romeva, su madre, fueron difíciles: apenas podía moverse y sus nueve hijos hacían turnos para que no pasara las noches sola desde que se había quedado viuda. Lo que en el libro de Milena Busquets es un nido de reproches y tensión, en la narración de Sa meu mare es casi un regalo que le da la vida. Habla de cómo debía cambiarle los pañales y asearla, y lo hace con tanta tranquilidad y normalidad que parece una tarea fácil, agradable. Mientras, entre Blanca y su madre hay llamadas en medio de la noche cargadas de rabia porque la hija no puede dejar a sus hijos solos, y eso es algo que un hombre no vive con su madre. Siempre se ha entendido, tradicionalmente, a lo largo de muchos años, que las hijas serían las encargadas de cuidar de sus padres cuando envejecieran. Nunca se contemplaba la posibilidad de que lo hiciera el varón —como mucho, la nuera. Esto de alguna manera ha marcado las relaciones de las hijas con sus madres, y de los hijos también. Aunque esa idea no esté tan presente en la mayoría de hogares actuales, hay algo innegable: entre una madre y un hijo hay mucha más aceptación. Pau Riba y su madre por supuesto que no estaban de acuerdo en muchas cosas y, por lo tanto, en los días que se ocupaba de ella —los domingos no solo pasaban la noche, sino el día entero— no hablaban de tales puntos conflictivos. Madre e hijo se enfrascaban en un dulcísimo silencio, de los que acompañan, y se sentían hermanados. Al final de la vida de tu madre, parece absurdo ponerte a discutir sobre lo que ya has discutido durante tantos años. Sin embargo, entre las mujeres es más común que haya esa clase de rencillas pendientes que no sabría determinar de dónde vienen. Riba y Busquets se rinden ante sus madres con la escritura, cada uno a su manera, a la manera que vivieron el amor de Romeva y Tusquets, a la manera del hijo y la madre, la hija y la madre.

Abuela, madre, hija

ginebraNo he querido hablar de El armario de la ginebra antes porque Leslie Jamison no está hablando de su madre, como sí hacían Busquets y Riba. Aun así, es el mismo tema, aunque en esta ocasión se trata de ficción. Stella cuida de su abuela, que está a punto de morir, y lo hace y me recuerda a Pau Riba: con una dulzura y una paciencia inusitadas. Lo de las abuelas y las nietas también da para otro análisis —la competencia, quizá por la edad o el parentesco, se ha esfumado. Stella cuida de su abuela, Lucy, con gusto, pero no con tanto gusto habla por teléfono con su madre, a quien advierte de la gravedad de la mujer. Su muerte no puede remediarse, del mismo modo que no puede remediarse un nombre: Tilly. Stella no sabía nada de su tía, una mujer que había desaparecido del entorno familiar, a quien quiere recuperar y, sobre todo, a quien quiere comunicarle la muerte de Lucy, su madre. Así que en esta novela Jamison teje todos los roles femeninos familiares y los explota provocándolos, poniéndolos contra las cuerdas. Lucy muere y deja «este enredo de mala sangre tras ella, este nido horrible de iracundas, iracundas mujeres». La relación de Stella con su abuela está salvada, la relación de Stella con su tía —a pesar de lo complicada que es la relación con una alcohólica como ella— está salvada, las relaciones de Stella con su primo, con su hermano, están salvadas. Pero no con su madre, siguiendo una ley extraña y no escrita, ley que me gustaría señalar pero no caer en la trampa de la generalización. De igual modo, la relación de Tilly con su sobrina está salvada, incluso con su hijo —por esa otra ley de aceptación y asimilación mutua con el hijo hombre— está salvada; pero no con su hermana y su madre. Es entre ellas donde se forma el enredo de mala sangre que ha dejado Lucy tras su muerte, al que acude como espectadora Stella. Tilly es alcohólica, es violenta, es maleducada, ha sido prostituta, ha llevado una mala vida. Su madre la perdona y no, su hermana no la perdona nunca. Quizá porque El armario de la ginebra es la única, de las tres, de ficción; quizá por eso es más dramática y más exagerada, menos sutil. No hay reproches entre madre e hija, sino una trama de reproches; no hay resignación entre madre e hijo, sino una trama de compasiones. Aun así, puede verse cómo literariamente reflejamos algo invisible y tan cotidiano, algo de lo que no quiero levantar una nueva orden pero sí resaltar como se merece: la absurda combinación de una madre con su hija, y la inexplicable misericordia de una madre con su hijo. Y cómo la muerte, con su monstruosidad, lo hace todo mucho más evidente.

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3 Comentarios

  1. Precioso artículo. Perdí a mi madre hace un año y medio y a mi padre hace casi 20 (cuando yo apenas tenía 11 años) y estoy muy de acuerdo con la frase de Sílvia Soler: «Mientras tienes padre y madre, no eres adulto del todo.»

    • Muerto de permiso

      Amigo, siento que haya perdido a ambos antes de los treinta años. Mi madre murió cuando yo tenía 55 y mi padre 3 años después y resulta que aún no soy adulto del todo. Sé a lo que se refiere la gente cuando sueltan la frase; lo que me pregunto es qué significará realmente. Si alguien puede dilucidarlo, se lo agradeceré de veras…

  2. Pingback: Muerte de la madre (Jot Down) | Libréame

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