Arte y Letras Historia

Moonshine, las dos caras de la luna llena sobre el río Tennessee

Moonshine dos caras de la luna llena
Marvin «Popcorn» Sutton con un compañerp y su alambique. Imagen: Discovery.

Seguro que alguna vez os habréis preguntado de dónde viene la «XXX» de ese producto de consumo tan masivo, indiscriminado y a mano como es el porno. Esta triple X, que en realidad hace referencia a su restricción al uso para adultos, tiene su origen en las tres X que los destiladores ilegales de whiskey en los Estados Unidos marcaban sobre las botellas para dejar claro que había sido destilado tres veces. Tres y ni una menos. El primer destilado mata a un caballo, el segundo destilado mata a su dueño y un tercer destilado lo deja apto para cualquiera que quiera entrar en calor en esas densas noches húmedas de los montes Apalaches, tocar el banjo alrededor de un bidón de gasolina ardiendo y luego echar una larga y tibia meada sobre las plantaciones de marihuana que ahora abundan en la silvestre Cocke County, Smoky Mountains, Tennessee. Tennessee, la patria de los renegados sureños, la patria de los montaraces y la patria del moonshine, el nombre real de este destilado.

Entrar en detalles sobre qué es y qué no es moonshine nos llevaría a algo parecido a la ruidosa e interminable discusión entre borrachos sobre qué es y qué no es bourbon, pero digamos que el moonshine es el alcohol recién destilado, pero no envejecido (si envejece tres años o más en barrica ya lo consideramos whiskey). También se considera moonshine el alcohol que es ilegal y no paga impuestos. Hecho en casa, vaya. Destilado en alambiques de cobre ocultos en el bosque, de noche, a la luz de la luna. «Under the moonshine». El moonshine es además de una transparencia medio opalina, algo espeso, resplandeciente como una luna llena. De un olor que te machaca el cerebro por KO. Suele envasarse en frascos con tapa de rosca de aluminio, como la compota de la abuela Maggie que anda por ahí fumando en pipa mientras vigila que no llegue la policía. Y luego se vende. Y ahí sí que ya entramos directamente en la historia, que es como todo entra en la historia, por la economía. Bien. Así que estamos en Cocke County. Estamos en la tierra de los descendientes de los irlandeses y escoceses que llegaron poco después que el Mayflower y con las mismas intenciones. Y estamos en la tierra que más fieramente se rebeló en 1791 contra las tasas que impuso el gobierno a la venta de alcohol. Es decir, que estamos en tierra de zorros y mapaches y gente salvaje. De estos moonshiners unos se domesticaron, otros no. Uno fue Junior Johnson. El otro Marvin «Popcorn» Sutton. Dos suertes tan distintas como la del águila y la del presidente al arrojar la moneda.

Junior Johnson quizás os suene al alguno. Fue «El último héroe americano», en palabras de Tom Wolfe, en aquella legendaria entrevista para Esquire de marzo de 1965. Sabemos la impresión que Johnson produjo en Wolfe, pero la del periodista en J. J. fue más o menos esta, según contó en otra entrevista más reciente: «Estaba en mi casa comiendo tarta de queso cuando entró un tipo preguntando por Junior Johnson. Hablaba con un acento que no entendí. Cuando le pregunté para qué quería verme me dijo que para que le contara mi vida y entonces le contesté que mejor se fuera por donde había venido porque si se la contaba no me iba a creer ni una palabra». No le faltaba razón. Entonces, en 1965, Junior había ganado las carreras NASCAR nada menos que cincuenta veces, un récord casi imbatible. Y había pasado un año en prisión por destilar alcohol ilegalmente. Una combinación explosiva pero consecuente con las circunstancias de este sureño que ahora luce sus ochenta y cuatro años con físico de astronauta, el ceño siempre fruncido y un corte de pelo duro y blanco a lo marine.

Junior Johnson empezó a correr en todos los sentidos del término a la edad de doce, trece años, cuando ayudaba a su padre cargando frascos del moonshine familiar en un viejo Ford del 39. Una vez cargado el Ford, Junior tomaba la carretera de tierra hasta la carretera principal y luego volvía a cargar, cuatro veces por noche, todos los días del año. Usaba sirenas y luces de la policía para despistarla en el camino, unos caminos sin asfaltar ni señalizaciones, con más curvas que una culebra del río Hiwassee. Muy pronto empezó a tunear su propio coche en estas locas carreras a la madrugada. Así fue cómo inventó el «U-Turn», esa maniobra suicida que consiste en frenar en seco, girar 180º sobre el propio eje y seguir a cien por hora dejando a la policía con un palmo. Hasta que en el 55 se presentó a correr su primera NASCAR. Las NASCAR (o carreras con coches de serie, de fábrica, como el que tienes tú mismo aparcado en la calle) comenzaron de esta manera, como competiciones espontáneas entre los bootleggers o transportistas de whiskey ilegal, correcaminos a la fuerza todos ellos. Entonces se competía donde mejor pillara, ataban al piloto con una cuerda al asiento y ya está. No fue hasta las primeras en Daytona que se empezaron a tomar unas medidas mínimas de seguridad. Esta del 55 se corrió aún a lo bestia. J. J. salió con un Oldsmobile. Era su primera carrera. La ganó. Y la del años siguiente también la ganó. Pero llegó el año 57 y un día al volver a casa se encontró con que la policía había registrado su propiedad hasta encontrar el alambique con el que fabricaba moonshine y le cayeron dieciocho meses en el penal de Chillicothe, Ohio, donde cumplió un año escaso de condena.

Al salir volvió a competir y en su primera carrera en el circuito de Daytona, en 1960, cayó en la cuenta de que si permanecía muy pegado al coche que tuviera delante la succión del aire que generaba este (o slipstream) aumentaba su velocidad, y así ganó al Pontiac que lo precedía y la carrera. En 1965 tuneó su primer coche de carreras NASCAR (frontal curvo, techo bajo, alerón atrás). Sabía cómo trucar el motor y el tanque de gasolina y calibrar el peso del coche para poder pasar las normas de Daytona por los pelos. Siguió ganando, una recta tras otra, una vuelta tras otra, hasta que en 1966 se retiró como piloto y formó su propio equipo. Cuando vio que el gobierno prohibía los anuncios de tabaco en televisión fue el primero en acudir a una tabacalera (Winston-Salem) y ofrecerles publicidad en sus coches a cambio del patrocinio. Compró granjas de ganado, fincas, propiedades. Se rodó una película basada en él, con el vidales de Jeff Bridges interpretando su personaje. Y en 2007 compró Piedmont Dialambiqueers, donde destila Midnight Moonshine, el primer moonshine legal que salió a la venta. Se comercializa en todo el mundo. Paga sus impuestos.

Hooch. Así también llaman al moonshine en algunas partes de la honda y hosca Tennessee. Oír hooch es oler de inmediato el alcohol de mil grados en el aliento de tu vecino de barra. Hooch como lo último que dices antes de caer a plomo del taburete. Hooch cuando la lengua no te da para más. Adiós a todos, hooch. Hooch también llamaba a su moonshine el cascarrabias de Popcorn Sutton. Marvin «Popcorn» Sutton, feo, indómito y sentimental. Nacido en las Smoky Mountains, muerto en las Smoky Mountains, no salió del terruño en toda la vida. Recorría las carreteras de tierra en un Ford modelo A que hasta el final de sus días condujo con mano no muy firme, una pieza de hojalata del año treinta y tantos, soltando carbono por el tubo de escape como para contaminar el estado vecino. Vivía en lo profundo del bosque, en una vieja cabaña donde colgaba su colección de candados y esposas y rifles del siglo XIX, espuelas viejas, cosas de la guerra civil que encontraba por ahí. Y un ataúd elegantón que se compró en una de sus pocas rachas con dinero y que le esperaba en el dormitorio, cerrado junto a la cama que compartió con más mujeres que días tiene el año. Iba siempre con un peto vaquero, camisa de cuadros, sombrero con plumas y botrancas que dejaban asomar sus tobillos de puro hueso. Un personaje sacado de una novela de Ken Kesey, eso parecía Marvin Sutton.

Tenía el alambique cerca de su casa, oculto entre los árboles, donde destilaba su moonshine de maíz en una enorme barrica de madera. De vez en cuando metía la cabeza y su larga maraña de barba tiesa en las barrica para ver cómo olía eso, su likker, su licor. Me and my likker, así tituló el libro su memorias y recetas. Cada vez que destilaba una partida de moonshine juraba por sus muertos que sería la última; estaba harto de los recaudadores de impuestos, a los que echaba de su casa a escopetazo limpio, harto de la policía, del mundo. «This is the last dam run of likker I’ll ever make», repetía cada noche a voz en grito: «Esta es la puñetera última vez que destilo esta mierda en mi vida». En el 98 se hizo a sí mismo un documental con esta frase como título. La grabó en casetes de VHS que luego vendía en su tienda de chuches y cosas inútiles. Se agotaron enseguida. Muy pronto se convirtió en un clásico.

«Popcorn» había transcendido ya las fronteras del bosque, del condado y del estado y tal como suele ocurrir con la fama, la fama se volvió contra él. Una noche le asaltó un hombre que le propuso comprar cincuenta galones de moonshine. Marvin se frotó las manos, se relamió de gusto y no solo se los vendió si no que además ayudo a cargarlos en el coche del tipejo que no resultó ser otro que un agente federal. Le cayeron dieciocho meses de arresto. Se negó a ir a prisión, ya la conocía, no sería la primera condena. Cada vez que venía algún agente federal o de la policía o periodista lo recibía de la misma manera, sentado en el porche con un rifle apuntando y la pregunta de «Do you wanto to eat my shit?». Pero esta vez al frente de los federales estaba Jim Cavanaugh, el de la matanza de Waco, y la cosa pintaba en serio. Así que el 16 de marzo del 2009, dos días antes del que tenía que ingresar en el penal, Marvin engañó a su mujer diciéndole que iba al médico (tenía cáncer), subió al coche, se internó en el bosque, conectó una manguera del tubo de escape a la ventanilla, contempló el horizonte humeante de las montañas por última vez, y se dejó morir. Tenía sesenta y dos años. Pocos meses más tarde el moonshine se declaró producto de venta legal. Demasiado tarde para Marvin «Popcorn» Sutton, quien probablemente en sus días sobrios pensaba como todos nosotros cuando estamos borrachos y eufóricos y vemos la realidad con la claridad de la luna llena: no hagas historia. Haz leyenda.

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