Música

Masters of War: celebrando la víspera de la destrucción

Bob Dylan, 1966. Fotografía: Bjorn Larsson / Cordon Press.

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La compuso P. F. Sloan a la tierna edad de diecinueve años. La interpretó de forma apresurada, en una sola toma, Barry McGuire, cantante folk de la vieja guardia que andaba a la búsqueda de material nuevo, más auténtico y comprometido. Lo demás, como se suele decir, es historia: a finales de septiembre de 1965, «Eve of Destruction» llegaba al número uno de las listas del Billboard, convirtiéndose de paso en el paradigma de la canción protesta.

«The eastern world, it is explodin’ / Violence flarin’, bullets loadin’» (1), comienza recitando Barry McGuire. «Eve of Destruction» no era solo una canción antibelicista, era toda una enmienda a la totalidad. Sloan se despachaba a gusto relatando los muchos males que azotaban al mundo. Desde el comunismo en China al racismo en Alabama. Guerras, hambrunas, violaciones constantes de derechos humanos, conspiraciones, el miedo ante la amenaza nuclear. Todo tenía cabida en aquella letra un tanto apocalíptica que invitaba casi a la resignación, a prepararse para lo peor. Sloan ponía el dedo en la llaga. Nadie podia salir ileso ante frases tan contundentes como: «You’re old enough to kill but not for votin’» (2). En Estados Unidos, con dieciocho años, te podían llamar a filas, pero no se te permitía acceder a las urnas hasta los veintiuno. Esta situación se mantuvo prácticamente en todo el país hasta 1971. Sloan siempre ha reclamado que aquel cambio legislativo nació de su canción, fue su letra la que puso el debate en las calles. La música popular parecía ser capaz de cambiar las cosas. También de levantar ampollas.

Mientras que los pinchadiscos de medio país radiaban sin cesar «Eve of Destruction», haciendo llegar estas controvertidas reflexiones a millones de jóvenes, no pocos se sintieron ofendidos por su contenido. Algunas emisoras vetaron la canción. «¿Cómo creéis que nos verá el enemigo sabiendo que una canción así es la número uno en ventas del país?», escribió en la revista Time el influyente locutor Bob Eubanks. La letra de Sloan parecía ser más una llamada al caos que a la esperanza. «If the button is pushed, there’s no running away» (3), afirmaba. «Eve of Destruction» no contenía ningún mensaje heroico, mucho menos patriótico. Sloan fue acusado de saboteador de conciencias por algunos de los sectores más radicales de la sociedad estadounidense. Fue acusado también de comunista.

Pete Seeger, uno de los popes de la música folk más contestataria, despreciaba la canción: «La escuché solo una vez. (…) Al principio me pareció interesante, pero cuando terminó tuve la sensación de que eso de ir por ahí diciendo que no hay ninguna esperanza, que no la hay en ningún sitio del mundo, es muy parecido a decir que lo mejor es que vayas a lo tuyo. Eso es de hecho lo que ha venido diciendo la música pop desde sus inicios», sentenció para la revista Sing Out!. Pero Sloan siempre se ha defendido alegando que el mensaje de su canción se había malinterpretado. La suya era, por encima de todo, una canción de amor. Cuando escribe «Hate your next door neighbor, but don’t forget to say grace» (4), dibuja con una sola línea clara el estado de crispación (e hipocresía) que vivía entonces Estados Unidos, subsumido en un terrorífico individualismo aislacionista por culpa de la guerra fría y el miedo «al otro». Sloan en realidad estaba gritando a los cuatro vientos: «¡Basta de odios, empecemos de nuevo a ser amigos!». Quizás los ecos de los tambores de guerra que acompañaban a la voz áspera de Barry McGuire no ayudaron demasiado a desentrañar el verdadero mensaje conciliador de la canción.

Interpretaciones al margen, lo cierto es que hasta los músicos más reputados del momento mostraron sentimientos encontrados ante la canción. Paul McCartney confesó en Melody Maker que no le gustaba mucho. «Parece que esté aprovechándose de una moda. Surge de repente alguien como Bob Dylan y la gente empieza a decir: “Es bueno, copiémosle”, y de pronto el mercado se ve saturado». Algo de razón tenía el ex-Beatle. En 1965, la fiebre por el recién bautizado folk-rock estaba en su punto álgido y muchos imitadores del Dylan más eléctrico salieron a la palestra. Pero Sloan no fue nunca uno de ellos. Ese mismo año, el propio Dylan, a la hora de referirse al estado de las cosas, afirmó: «No hay otra salida. Si quieres averiguar qué es lo que está pasando hoy día, tienes que prestar atención a lo que dicen los músicos. No me refiero a las letras, aunque “Eve of Destruction” te revelará alguna que otra cosa al respecto».

Parece evidente que «Eve of Destruction» tocaba donde más dolía, y lo hacía en el momento más delicado, a finales de 1965, justo cuando los Estados Unidos enviaban a Vietnam tropas a destajo. Había muchas sensibilidades a flor de piel, a todos los niveles, pero ¿acaso era esta la primera canción contra la guerra de Vietnam que llegaba a las masas? Desde el revival folk ya se habían lanzado unas cuantas misivas. Dylan había escrito «Masters of War» (1963) y «With God On Our Side» (1964), dos textos antibelicistas tan duros e implacables (si no más) como el de Sloan. Phil Ochs ya había compuesto «Talking Vietnam» (1964) y «I Ain’t Marching Anymore» (1965), y Buffy Sainte-Marie el himno «Universal Soldier» (1964). Sin embargo, nadie parecía haberse rasgado las vestiduras ante estas composiciones. ¿Demasiado largas, demasiado abruptas, demasiado desnudas, demasiado poéticas? Lo único cierto es que estas canciones no sonaban por la radio. Su campo de acción era por tanto limitado, al igual que su capacidad de influjo en los oyentes, la mayoría de ellos ya cautivos, afines a lo que la intelligentsia de Greenwich Village tuviera que decir. «Eve of Destruction», en cambio, se destapaba como la primera canción abiertamente pop (esa producción tan dramática, tan grandilocuente) que mandaba un mensaje de este calibre, con todas sus contradicciones. P. F. Sloan venía de hacerse un hueco como compositor a sueldo dentro de la escena del surf rock. ¿Con qué autoridad se erigía este semidesconocido para profetizar sobre los males del mundo? ¿No resultaba algo frívolo que se comercializara con un drama global de semejante envergadura? La música pop parecía dar más miedo que la propia guerra.

Nos encontraremos de nuevo

«¿Hay alguien aquí que se acuerde de Vera Lynn?», cantaba Roger Waters en The Wall (1980) de Pink Floyd. «¿Os acordáis de que nos decía que nos encontraríamos de nuevo?». Vera Lynn no mentía. Recién cumplidos los cien años, acaba de reencontrarse con su público gracias a la publicación de un nuevo álbum en el que se refrescan orquestalmente algunos de sus clásicos, como el himno «We’ll Meet Again» al que Waters hacía referencia en su canción. Compuesto por Hughie Charles y Ross Parker, este tema se convirtió en 1939 en el asidero de muchas familias británicas durante la Segunda Guerra Mundial. «We’ll meet again / Don’t know where, don’t know when / But I know we’ll meet again, some sunny day» (5), cantaba muy sentida Vera Lynn, confiada en que todos los soldados regresarían a casa sanos y salvos.

El éxito arrollador de esta composición entronca con una tradición de canción de guerra (llamémosla así) muy en boga durante la década de 1940 y de la que también formaron parte el cómico George FormbyI Did What I Could Do With My Gas Mask») o las angelicales Andrew SistersBoogie Woogie Bugle Boy of Company B»), entre muchos otros. Tanto Estados Unidos (sobre todo a través del Armed Forces Radio Service) como el Reino Unido (gracias a la Entertainments National Service Association) aprovecharon los contagiosos ritmos del swing y del music hall para hacer llegar mensajes de apoyo a sus tropas, haciendo de paso propaganda para la causa. Quizás estas canciones no sirvieran para azotar conciencias, pero lo cierto es que en la Europa ocupada el régimen nazi llegó a prohibir el jazz («ese arte inhumano») en todo su esplendor. Eso sí, sin demasiada fortuna.

«We’ll Meet Again» es un claro ejemplo del uso propagandístico que se le dio a la música popular durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Sin embargo, ni a su intérprete ni a sus compositores les echaron nunca en cara que estuvieran comerciando con los sentimientos patrióticos de toda una nación. Nadie los culpó de minar la moral de los que se encontraban en el frente, haciéndoles creer que sus familias estaban en casa encantadas de la vida, esperando su regreso triunfante. El reencuentro prometido por Vera Lynn no se cumplió para más de trescientos mil soldados británicos. Su mensaje esperanzador cayó rápidamente en saco roto, y hoy día es recordado (sobre todo) por acompañar (con no poca ironía) a los títulos de crédito de Dr. Strangelove (1964), la muy ácida película de Stanley Kubrick sobre la guerra fría.

No crie a mi hijo para ser un soldado

Si la Segunda Guerra Mundial no fue muy prolífica en cuanto a canciones contestatarias, menos lo fue la Primera. Dado que la mayoría de las composiciones de la época se estrenaban en Broadway, los mensajes antibelicistas apenas tenían cabida en sus programaciones. La visión que desde el Tin Pan Alley se tuvo de la Gran Guerra (1914-1918) fue siempre un tanto miope por no decir romántica. Casi todas las canciones del momento tendían a exacerbar la valentía de los soldados en la batalla mientras que conminaban a las madres y esposas a esperar pacientemente (y con una sonrisa) la vuelta del hijo o del esposo. No obstante, «I Didn’t Raise My Boy to Be a Soldier», compuesta en 1915 por Al Piantadosi y Alfred Bryan, supuso un pequeño gran éxito de resistencia gracias a su encendido mensaje pacifista (y, por qué no decirlo, por su clara reivindicación feminista): «What victory can cheer a mother’s heart when she looks at her blighted home? / What victory can bring her back all she cared to call her own? / Let each mother answer in the years to be, / “Remember that my boy belongs to me!”» (6). El impacto real que tuvo esta composición debe medirse no ya por el número de copias vendidas, sino por el hecho de conseguir que los mismísimos presidentes Theodore Roosevelt y Harry Truman la criticaran enérgicamente. Digamos que esta fue la primera canción antibelicista que tocó en serio las pelotas.

Fue, sin embargo, la guerra de Corea (1950-1953) el primer conflicto bélico que consiguió hacer hervir la sangre de los músicos. Fue además una guerra cantada desde otros frentes más terrenales, desde la música country y el rhythm and blues, y desde composiciones que se debatían entre promover el patriotismo de antaño o reflejar los estragos humanos derivados de la lucha en el frente. Temas como «A Dear John Letter» (1953), interpretado a dos voces por Jean Shepard y Ferlin Husky, que relata una dura ruptura sentimental por carta entre una chica y su novio, destinado en Corea, o «From Mother’s Arms To Korea» (1953), en la que los Louvin Brothers narran la trágica historia de una madre que recibe el diario inacabado de su hijo, fallecido en combate, señalaban claramente el camino intimista a la vez que contestatario que recorrería la música popular anglosajona en el próximo gran conflicto internacional.

Próxima parada: Vietnam

Si a finales de septiembre de 1965 «Eve of Destruction» era número uno en las listas de éxitos, a los pocos meses, en marzo de 1966, su lugar lo ocupaba «The Ballad of The Green Berets». Interpretada por el sargento (sí, han leído bien) Barry Sadler, la canción no era más que un recitado, implacablemente patriótico («Silver wings upon their chest / These are men, America’s best / One hundred men will test today / But only three win the Green Beret») (7), creado por el escritor Robin Moore (a la postre excombatiente de la Segunda Guerra Mundial) y que acabó siendo reconocido por la revista Billboard como la «canción del año». En apenas cinco semanas logró vender más de dos millones de copias. ¿Casualidades de la vida o calculada jugada promovida por las fuerzas vivas para contrarrestar el impacto de la canción de P. F. Sloan? Chi lo sa. Lo único cierto es que la canción cumplió con su cometido, pues no pocos veteranos han confirmado haberse alistado tras escuchar por la radio la arenga musicada del sargento Barry Sadler. Las tácticas disuasorias y propagandísticas volvían a ser, en 1966, las mismas que durante la Segunda Guerra Mundial. We’ll meet again! Afortunadamente los tiempos habían cambiado, y la música dio buena cuenta de ello.

Que la guerra de Vietnam (1955-1975) fue la guerra de la música no lo puede poner en duda nadie. Basta acudir a la mastodóntica antología que publicó hace unos años el sello Bear Family: Next Stop Is Vietnam. The War On Record. Más de trescientas canciones que condensan una enorme multiplicidad de voces, puntos de vista e historias (políticas o domésticas) a través de las cuales se podría levantar una crónica bastante veraz de lo que supuso para el mundo, y sobre todo para la sociedad estadounidense, aquel infame conflicto armado, hoy revestido de un indudable atractivo estético por culpa, precisamente, de su banda sonora.

En «I Feel Like I’m Fixin’ To Die Rag» (1965), de cuya letra se extrae el título de la citada antología, Country Joe McDonald se mofaba (con no poca ironía) de todos los pobrecitos que eran llamados a filas: «Whoopee! We’re all gonna die!» (8). La canción se convirtió en uno de los himnos más coreados del festival de Woodstock, celebrado en el verano de 1969. Así, mientras que medio millón de hippies se embarraban en la granja de Max Yasgur, otros tantos soldados norteamericanos lo hacían en Vietnam. Miles de ellos nunca regresaron, y los que sí no lo hicieron en las mejores condiciones.

Jesucristo murió para nada

Una de las historias más conmovedoras, quizás la que mejor condensa el drama humano que se vivió en Estados Unidos a partir de 1969 tras la retirada paulatina de las tropas destinadas en Vietnam, sea la narrada por John Prine en su canción «Sam Stone» (1971). En esta oda al soldado desconocido se retrata a un excombatiente que para sobrellevar el trauma de la guerra termina enganchado a la morfina. «There’s a hole in daddy’s arm where all the money goes» (9), dice Prine en una de sus frases más demoledoras, la cual remata con un: «Jesus Christ died for nothing, I suppose» (10).

Con no poco sarcasmo, Bob Dylan deseaba al final de su «With God On Our Side» que la próxima intervención divina sirviera para evitar más guerras. Con la muerte sin sentido del hijo de Dios, decretada por John Prine en su canción, el ser humano, capaz de masacrar naciones, capaz también de componer baladas preciosas, se queda desamparado, a su suerte, obligado a enfrentarse a sí mismo por los siglos de los siglos. A los «señores de la guerra» Dylan les deseaba la muerte en su canción. Cantemos todos entonces por que así sea.


(1) «Oriente ha estallado / La violencia aumenta, las balas se cargan».

(2) «Eres lo suficientemente mayor como para matar, pero no para votar».

(3) «Si se presiona el botón, no habrá escapatoria».

(4) «Odia al vecino de al lado, pero no te olvides de dar las gracias».

(5) «Nos encontraremos de nuevo / No sé dónde, no sé cuándo / Pero sé que nos encontraremos de nuevo, en un día soleado».

(6) «¿Qué clase de victoria puede celebrar el corazón de una madre cuando ve cómo su hogar ha sido destrozado? / ¿Qué clase de victoria puede traerle de nuevo todo aquello que quiso y que fue suyo? / Dejemos que las madres respondan de aquí en adelante: “¡No olviden que ese hijo me pertenece a mí!”».

(7) «Unas alas de plata cuelgan de su pecho / Estos hombres son los mejores de Estados Unidos / Cien de ellos harán hoy las pruebas, pero solo tres se convertirán en Boinas Verdes».

(8) «¡Qué bien! ¡Vamos a morir todos!».

(9) «En el brazo de papá hay un agujero por el que se va todo el dinero».

(10) «Supongo que Jesucristo murió para nada».

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