Eros Ocio y Vicio

El poder de la seducción. Y viceversa

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John Malkovich, Uma Thurman y Mildred Natwick durante el rodaje de Dangerous Liaisons, 1988. Fotografía: Warner Bros.

«Lo que llamamos poder es insignificante, la seducción es el auténtico poder». Esto afirma Emilia Galotti antes de intentar suicidarse; uno puede enfrentarse al poder, nos dice, resistirse a él, pero no a la seducción. Y después pide a su padre que le dé muerte para no rendirse al asedio amoroso del príncipe. Así, aunque destruyéndose, mantiene su autonomía, su poder. Solo mediante la muerte puede triunfar sobre la seducción.

¿Es verdad eso? ¿Es la seducción el auténtico poder? Baudrillard seguramente estaría de acuerdo, pues para él «… la seducción representa el dominio del universo simbólico, mientras que el poder representa solo el dominio del universo real». Atención a ese «solo». Probablemente es cierto que no existe poder alguno sin un universo simbólico que lo sustente. La violencia puede generar el sometimiento del otro, pero para mantenerse en el tiempo necesita un relato. De lo contrario, la violencia tendría que ser permanente y total, exigencia imposible de cumplir. El nazismo o el estalinismo podían contar con mantenerse en el poder solo en tanto una parte de la población aceptase su relato —esto es, compartiese su universo simbólico—. Seducir sería entonces, entre otras cosas, la forma mejor de obtener y conservar el poder sobre los demás, sin revelar que hay una agenda oculta. El seductor, en la política y en el sexo, elabora un discurso en el que lo deseado está siempre implícito.

Hace unos años, durante una cena, una escritora me dijo que yo era un seductor. En el momento no le di importancia, pero tiempo después descubrí que me sentía ofendido. ¿Yo un seductor? Ser un seductor significa, me dije, adaptarte a aquello que crees que puede agradar a alguien para conseguir que haga lo que deseas, un seductor es un adulador con encanto. Desde luego, si examino el elenco de seductores más notorios de la literatura, tendría razones para estar ofendido, aunque es cierto que son muchos los tipos de seductores y que el asunto es más complejo de lo que pensaba. No iré tan lejos como Arno Schmidt («El complejo comportamiento del ser humano prefiero que me lo expliquen los poetas»), pero una de las pocas cosas en las que creo firmemente es en que la literatura explora la complejidad del ser humano. Así que veamos qué aprendemos ahí.

Seducir tuvo durante siglos muy mala fama. La serpiente sedujo a la mujer y la mujer sedujo al hombre. Desde entonces entró el pecado en nuestras casas. El seductor puede destruir nuestra alma y nuestro cuerpo, o al menos poner patas arriba nuestra existencia (véase Ana Karenina, véase Madame Bovary, véanse las decenas de mujeres fatales que tientan a nuestros más fríos detectives y los atraen hacia su perdición). Uno de los rasgos más extendidos del seductor es, precisamente, que no le importa destruir al seducido con tal de conseguir sus propósitos. De hecho, la destrucción del otro es una demostración del propio poder.

El ejemplo clásico: Don Juan. A él solo le interesa la satisfacción del propio deseo, con independencia de las consecuencias para sus víctimas. Lo despreciable de Don Juan no es que desee a numerosas mujeres y haga todo lo posible por conseguirlas burlándose de la moralidad de la época (casi resulta simpático en su arrogancia al desafiar leyes y costumbres). Lo detestable es que para este fin crea en las mujeres un deseo que no existía antes y luego las abandona. Las seduce, es decir, se finge otro, a veces haciéndose pasar por una persona diferente, otras simulando sentimientos que no tiene. Y después de conseguir sus fines las deja deshonradas y con su deseo sin saciar. Casi podría decirse que el orgullo de Don Juan no es tanto acostarse con las mujeres como dejarlas insatisfechas. Con lo que, a través de la seducción, aspira a tres formas distintas de poder: conseguir a cualquier mujer (en la lista de Leporello figuran literalmente miles); ponerse por encima de la ley y, por tanto, de las autoridades de la época; y una tercera más sutil: triunfar sobre el poder supuestamente mayor de todos, el poder de la seducción. Este coleccionista ansioso de obtener fama con sus conquistas, este plusmarquista de alcoba, no se deja atrapar nunca por la seducida. Ahí está su auténtica proeza: a pesar de todas las ocasiones en las que se introduce en el tentador juego de la seducción, sale siempre indemne, controlando sus sentimientos y la situación, seductor inseducible. Cómo salir del dormitorio es para él igual de importante que cómo entrar.

En La filosofía en el tocador, del Marqués de Sade, el poder que procura la seducción está sobre todo centrado en el segundo aspecto que señalaba más arriba, el poder sobre el poder, y si el auténtico poder es el que se ejerce a nivel simbólico, lo razonable es plantear la pelea en esos términos: la seducción se vuelve, entonces, un arma para derribar la moral y la religión. El placer es secundario, como lo es el hecho mismo de la seducción, puros instrumentos, aunque muy agradables, para llegar a otro fin. Si Mefistófeles ofrecía a Fausto el conocimiento —otra forma de poder, el que se ejerce sobre la naturaleza— a cambio de su alma, lo que ofrecen Madame de Saint-Ange y Dolmancé a la virginal Eugenia es el triunfo sobre la moral, en otras palabras, la libertad: te vamos a corromper, le están diciendo, y así serás libre de hacer lo que quieras. Y Eugenia se deja convencer, participa en las orgías de los dos libertinos, prueba todas las posibilidades de placer y, al final, supera la prueba definitiva: torturar a su propia madre. Si eres capaz de hacer eso, si no te conmueve su llanto ni verla violada y tú misma participas en el sexo colectivo abusando de su cuerpo, lacerándolo, condenándola a morir, es que has conseguido la libertad absoluta frente a las normas, la moral y la religión.

Diane Keaton Woody Allen Jerry Lacy Play it Again Sam Broadway
Diane Keaton, Woody Allen y Jerry Lacy en Play It Again, Sam (1972).

Un camino similar al que emprenden los protagonistas de Historia del ojo, de Georges Bataille, cuya protagonista tampoco está interesada de verdad en el placer, o digamos que no es el placer del sexo el que le interesa, sino el de la transgresión, y el sexo solo permite transgredir hasta cierto punto; Simone quiere ir más allá, infringir toda norma; no se trata ya de seducir y abandonar, sino de la destrucción física del seducido, mientras que los personajes de Sade respetaban a este: una vez corrompido, se convertía en uno de los suyos. Pero Simone y su cómplice y narrador de la historia —cuyo nombre no averiguamos— no están interesados en ganar adeptos para la batalla entre el Bien y el Mal, sino en triunfar ellos mismos sobre cualquier cortapisa a sus deseos; programa en el que van dando pasos progresivos, como orinar sobre la madre, volver loca a una joven, provocar su suicidio, disfrutar del placer sexual mientras ven cómo un toro mata a un torero (David Lynch no ha inventado ese tipo de perversiones), hacer que un sacerdote se corra sobre las hostias; matarlo. Ser libre, entonces, frente a la moral, frente a la ley, frente a lo más sagrado, incluso ser libre de acabar con la propia obra, el seducido.

Una libertad que, a pesar de su cinismo, no consiguen ni de lejos los protagonistas de Las relaciones peligrosas, de Choderlos de Laclos, cuyos objetivos son más limitados y su poder menor. La marquesa de Merteuil pretende vengar a su sexo seduciendo y utilizando a los hombres para sus fines, y vivir como desea —una feminista avant la lettre—, a sabiendas de que en la sociedad de su época (en cuál no) tendrá que seguir siendo esclava de las apariencias. Mientras que el vizconde Valmont es un libertino que presume de sus conquistas; coleccionista algo banal de mujeres seducidas, mantiene, eso cree él, una amistosa competición con la marquesa. Una lucha de poderes: ella quiere someter a Valmont, y le obliga a romper con la única mujer de la que está enamorado (no es tan fuerte Valmont como Don Juan), mientras él quiere someter a la marquesa, obligándola a acostarse con él, lo que sería una forma de humillación para esa mujer independiente y altiva. La destrucción final de ambos —física de él, social de ella— prueba que han conseguido burlar durante años la moral de la época, pero no vencerla. Como tampoco ha conseguido Valmont, el seductor, el falso, el fingidor, vencer a sus propios sentimientos.

¿Tienen entonces razón todos esos predicadores que nos previenen de las asechanzas de la seducción? ¿Que nos recuerdan la hipocresía del seductor y que su fin es destruirnos? Quizá no conviene tomar todo tan en serio. Porque la seducción puede ser juego, rito, puesta en escena. Que sea de todas maneras falsedad y engaño dependerá entonces de si es una puesta en escena compartida o no. En Diario de un seductor, Kierkegaard presentaba a Johannes, un personaje que entendía la seducción como acto estético, completamente ajeno a la ética. Para él la seducción es una obra de arte y lo que busca en ella es la perfección. Da entonces todos los pasos adecuados a partir del material adecuado —una joven poco experimentada, ingenua, que no haya tenido relaciones, que no esté gastada, que tenga algo que dar y ese algo sea valioso—. Todo lo que conduce a su cama es parte de la obra artística y acostarse con ella, el último retoque. Después, Cordelia deja de interesarle, porque una vez seducida se ha transformado y Johannes no podría crear otra obra de arte con ella. La abandona, como un escultor dejaría sobre la mesa los restos de arcilla que ya no son útiles para formar una figura.

Pero puede haber seducciones en las que el juego es compartido. Las dos personas que participan se dan cuenta de que seducir es un rito, juego y representación teatral, sin objetivos ocultos. Por eso se necesita la puesta en escena: las velitas en la mesa, el fuego en la chimenea, u otras escenificaciones menos tópicas, que surjan de la inspiración del momento. Para Baudrillard esa es la auténtica seducción, pero en nuestra época capitalista, nos dice, se desea obtener demasiado deprisa el rendimiento, la producción y el consumo, en lugar de recrearse en la representación. Hoy la seducción casi ni existe, porque se pretende llegar inmediatamente al sexo, como espectadores que en un estadio solo quisieran ver los goles, despreciando los regates, la táctica, las combinaciones elaboradas.

Seducir, en el sentido de Baudrillard, es mucho más que un camino hacia el acto sexual: es una representación teatral en la que nos transformamos en otro para el otro y el otro se transforma para nosotros. Entonces no solo el seductor desempeña un papel en la obra representada; el seducido también actúa, y se convierte en esa persona inexistente a la que seduce alguien inexistente. La histeria del seductor: creer que el personaje artificial que encarna es el auténtico, como ancianos que se visten y arreglan de forma juvenil esperando que no nos demos cuenta de su edad. Siempre me apenó que Johnny Weissmüller pasase sus últimos años creyéndose Tarzán y dando su grito característico durante los paseos por el jardín de la residencia de ancianos. Creernos nuestra máscara, y esperar por tanto que los demás nos identifiquen con ella, resulta siempre triste y ligeramente ridículo.

Ahí es, creo, donde Humphrey Bogart engaña al acomplejado Allan Felix, encarnado por Woody Allen, en Sueños de seductor (Play it again, Sam). Su consejo final, mientras se alejan en la niebla en su recreación de la última escena de Casablanca, es que, si quiere seducir, sea él mismo. ¡Pero si durante toda la película le ha estado recomendando lo contrario, que se adapte a la imagen que las mujeres —supuestamente— tienen de un seductor, que las adule, que las engañe! No, el consejo «sé tú mismo» no tiene sentido en ese contexto —en mi opinión, en ninguno—, como tampoco lo tendría «sé otro». Lo único que ese Bogart paternal debería decirle a Allan/Allen es «juega a ser otro»; muchacho, es un juego, no te lo tomes tan a pecho, no te angusties intentando que las mujeres no se den cuenta de que no eres de verdad ese a quien imitas, sino invítalas a jugar también a ellas, con la seriedad de niños que sienten intensamente aquello a lo que están jugando, que olvidan por momentos la realidad para perderse en la representación, aunque a los pocos minutos abandonen el universo simbólico para reingresar en el real cuando los padres los llaman a cenar.

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