Sociedad

Tu epitafio en Comic Sans

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Hayley Atwell y Domhnall Gleeson en «Be Right Back», el primero episodio de la segunda temporada de Black Mirror, 2011. Fotografía: Netflix.

Es poco probable que Facebook acompañe a la humanidad eternamente, sobre todo teniendo en cuenta que los adolescentes actuales han migrado hacia otras redes sociales al contemplar a la criatura de Mark Zuckerberg como un terreno habitado por puretas y seres similares con verdaderas dificultades para asimilar conceptos tan sencillos y cotidianos como crush y cringe o verbos tan prácticos como grindear y shippear. Pero lo cierto es que, en teoría, la naturaleza del mundo virtual es terroríficamente perenne, siempre que a nadie le dé por tirar del enchufe general. Por el contrario, todos los usuarios que habitan Facebook son, en la práctica, criaturas con fecha de caducidad como consecuencia de su tendencia a estar compuestas por material biodegradable. Lo más inquietante de todo esto es el panorama que se dibujará en un futuro cercano, en la época en que la inmortalidad de lo digital y la caducidad de lo orgánico convivan sobre el mismo terreno de juego. Porque si Facebook sigue existiendo dentro de cuarenta años, entre sus perfiles militará más gente muerta que viva.

A la altura de 2013 se calculaba que existían entre veinte y treinta millones de usuarios de Facebook que habían ascendido a jardineras de malvas, una cifra que evidentemente habrá ido aumentando durante años posteriores. Randall Munroe, extrabajador de la NASA y autor del brillante webcomic xkcd, decidió echar cuentas para acotar el momento aproximado en el que Facebook acogería a más usuarios fenecidos que vivos entre sus filas. Presuponiendo que la fama de la red social sufriría un declive pronunciado tras tocar techo, Munroe estableció que 2065 sería el año en el que los muertos de Facebook superarían a aquellos usuarios que todavía coleaban, una fecha que etiquetaba con guasa como el inicio del «Facebook of the dead».

El periodista Brandon Ambrosino firmó un artículo para la BBC donde compartía las sensaciones que experimentaba al contemplar el perfil de un familiar desaparecido. Sus conclusiones eran una obviedad que se prefiere ignorar: Facebook se está convirtiendo de manera gradual en un cementerio digital. La compañía californiana que gestiona la red social permite en la actualidad convertir los perfiles de los fallecidos en páginas conmemorativas, lápidas incorpóreas repletas de recuerdos por los que pueden navegar los contactos del finado. Existe incluso la opción de delegar en un conocido la gestión de la cuenta, para que se encargue de administrar la misma en caso de que al propietario no le llegué la señal de wifi necesaria para hacerlo desde el más allá. Ante el imperturbable perfil virtual del pariente ausente, Ambrosino mencionaba en su texto el relato Funes el memorioso de Jorge Luis Borges, el cuento protagonizado por Ireneo Funes, un caballero bendecido con el don de una memoria portentosa e infalible y, por extensión, con la condena de ser incapaz de olvidar. Philip K. Dick imaginó en la archifamosa novela Ubik un mundo donde los muertos eran criogenizados y conservados en un estado de semivida a través del cual se comunicaban con los vivos. La huella digital que sembramos en los terrenos virtuales permite que todos nos transformemos en Funes en la vida y en un personaje criogenizado de Ubik en la muerte. Los recuerdos arrojados en las redes sociales se han convertido en álbumes de fotos públicos que no amarillean nunca. Google permite especificar el protocolo a seguir cuando un usuario —en su cuenta personal— permanece inactivo durante un tiempo considerable, entendiendo «permanecer inactivo» como un moderno eufemismo de lo que de toda la vida viene siendo «morirse». Lo peor de todo esto es descubrir que ese legado podría ser administrado por terceros. Porque todos tenemos un cuñado capaz de escribir nuestro epitafio en Comic Sans.

Be right back

En un momento dado, James Vlahos se preguntó qué tipo de inteligencia artificial podría habitar en el interior de la muñeca Barbie. En mayo de 2016, aquella misma persona se sentó delante de su padre, un octogenario aquejado de un cáncer terminal, armado con una grabadora. Ambos hechos estaban relacionados.

Todo comenzó con un artículo al que Vlahos le estaba dando forma para The New York Times Magazine, un reportaje que documentaría el proceso de creación de la inteligencia artificial ideada para dar vida a una muñeca charlatana conocida como Hello Barbie. Durante su investigación, el hombre descubrió que la compañía encargada de construir la conciencia del juguete también había facturado un producto tremendamente interesante: una aplicación que permitía a cualquier persona, sin necesidad de tener conocimientos previos de programación, moldear una inteligencia artificial con la que entablar conversaciones. En aquella época, Vlahos buscaba la manera de afrontar el cáncer de pulmón que se le había diagnosticado a su padre, John James Vlahos, una enfermedad en una fase tan avanzada como para haber desdibujado por completo el futuro inmediato del progenitor hasta reducirlo a un puñado de meses. Cuando el periodista se tropezó con aquel programa capaz de simular a un contertulio inteligente, una idea anidó con fuerza en su cabeza: convertir a John James Vlahos en un ser inmortal gracias a la tecnología. Crear un dadbot (algo así como «papábot», un juego de palabras resultante de mutar el concepto chatbot), una inteligencia virtual que imitaría a su figura paterna y con la que podría conversar cuando aquella ya no se encontrase entre los vivos.

Durante los meses posteriores, el articulista entrevistó, grabadora en mano, a su propio padre a lo largo de más de una docena de sesiones de una hora de duración. Conversaciones donde el entrevistado repasaba de memoria su biografía y las aventuras, desventuras, anécdotas y chascarrillos que había experimentado a lo largo de sus ochenta años de existencia. Vlahos registró todo el material y lo transcribió hasta transformar las horas de cháchara en doscientas tres páginas que contenían un total de 91 970 palabras. Y entonces, con toda la información sobre la mesa, se sentó ante el ordenador dispuesto a reconstruir a su padre a través de su memoria oral. Meses más tarde, el dadbot estaba finalizado y cualquier usuario podía mantener conversaciones con aquel artefacto que contenía el alma de una persona real. La interacción se efectuaba a través de mensajes de texto que en ocasiones también incluían extractos de audio, e incluso canturreos de John James Vlahos. 

Lo mejor de todo es que la inteligencia artificial ensamblada por el periodista no solo reflejaba quién era su progenitor, sino también cómo era: hacía apuntes eruditos, disparaba chistes que su vástago había escuchado mil veces, utilizaba palabras anticuadas que le hicieron infinita gracia en vida, maldecía, ironizaba, narraba con detalle sus vivencias y recordaba cosas tan dispares como el nombre de su mascota, las piezas que interpretó su hermana durante un concierto de Chaikovski en el instituto o a sus profesores de la infancia. El dadbot era, en palabras de su autor, «una representación insignificante y de baja resolución del hombre de carne y hueso», pero al mismo tiempo suponía una hermosa declaración de amor alumbrada en la confusa era digital. Un proyecto que permitió al escritor zambullirse durante meses entre las palabras de su padre, y cultivar con ellas un inmenso árbol de conversaciones cuidadosamente ensambladas a mano con admiración, mimo y cariño. 

La segunda temporada de Black Mirror se estrenó con el capítulo «Be Right Back». Un cuento espeluznante donde una mujer (Hayley Atwell), incapaz de superar la repentina pérdida de su pareja (Domhnall Gleeson), echaba mano de los servicios de una empresa capaz de manufacturar, recopilando información de las redes sociales y cuentas del finado, una simulación del novio ausente con la que poder chatear. A lo largo del episodio, la trama convertía al compañero de palique inicial en un androide diseñado a imagen y semejanza del desaparecido, una idea tan escalofriante como para que a la propia historia le resultase imposible no desembocar en un desenlace agridulce. En la segunda temporada de Westworld un personaje decide replicarse a sí mismo como uno de los androides que habitan el parque temático con la esperanza de tontear con el concepto de inmortalidad. Anne Arkush, esposa del periodista James Vlahos y una de las personas que habían tenido una relación más estrecha con el padre de aquel, se sentó por primera vez ante el dadbot tras la muerte de quien lo había inspirado. Y después de intercambiar unas cuantas líneas con la IA, sentenció: «Es extraño. Da la impresión de que estoy conversando con John y eso me provoca una respuesta emocional muy fuerte. Pero al mismo tiempo, sé de manera racional que al otro lado solo hay una máquina». Cuando a Charlie Brooker, creador de Black Mirror, le preguntan en qué época se sitúan sus historias, su respuesta suele ser «en un futuro cercano». A lo mejor Brooker está apuntando demasiado lejos con las fechas.

Los fantasmas digitales

Satoru Iwata, programador de videojuegos clásicos como Golf, Balloon Fight, Kirby’s Dream Land o EarthBound, cuarto presidente de Nintendo y una figura muy reverenciada en el mundo de los videojuegos, actualizó a mediados de 2015 el aspecto de su Mii (un avatar personal y público que permiten crear las consolas de Nintendo) adelgazando la figura del muñeco hasta reflejar correctamente su físico en el mundo real. Iwata se había pasado los meses anteriores batallando con un tumor en su vesícula biliar, una enfermedad que le había hecho perder un buen montón de kilos. El 11 de julio de 2015, tan solo un mes más tarde de redibujar la figura de su Mii, Iwata falleció y toda la industria del videojuego le rindió honores con los ojos llorosos. En septiembre de 2017, un grupo de curiosos aficionados a hurgar en el código ajeno descubrió algo inusual en las entrañas de la consola Nintendo Switch que se había presentado en sociedad poco antes: un puñado de archivos ocultos que contenían el juego Golf de 1984, un programa que solo podía activarse durante un 11 de julio (fecha de la muerte de Iwata) si el usuario recreaba con los controles de la consola (sensibles al movimiento) el gesto característico que el fallecido solía hacer durante sus presentaciones. En Nintendo evitaron hacer declaraciones sobre el asunto y eliminaron aquellos archivos durante las actualizaciones posteriores, pero la intención estaba clara: introducir Golf, un juego que el propio Iwata había programado personalmente, en el interior de la máquina era un modo de preservar un pedazo del alma del hombre a modo de homenaje, como si de un omamori virtual se tratase.

Héctor G. Barnes, en un artículo para El Confidencial titulado «Cómo conocí a un muerto en eBay, lloré con su historia y al final no le compré nada», rescató el fabuloso relato de un adolescente que descubrió al fantasma de su padre habitando el corazón de un videojuego, una historia revelada por el propio protagonista en los comentarios de un vídeo de YouTube sobre espiritualidad y entretenimientos digitales. En aquel rincón de internet, un chico narraba cómo, tras perder a su padre cuando tenía seis años, le había sido imposible durante casi una década volver a ejecutar el RalliSport Challenge en la Xbox primigenia. Un videojuego de carreras ante el cual solía quemar las tardes conduciendo junto a su desaparecido progenitor. Cuando el chico decidió por fin arrancar de nuevo aquel programa se tropezó con una sorpresa inesperada: la presencia del fantasma, literal, de su padre rondando las pistas. Los juegos de conducción suelen incluir la opción de registrar las mejores vueltas a los circuitos y almacenarlas en la memoria en forma de coches fantasmas, vehículos incorpóreos que se proyectan durante los entrenamientos para que el usuario pueda competir contra sí mismo, analizar su conducción, e intentar batir su propio récord. Aquel chaval descubrió que su RalliSport Challenge contenía el coche fantasma de su padre, recreando eternamente la mejor vuelta que el hombre había obtenido cuando correteaba en vida por aquellos circuitos. El descubrimiento permitió al adolescente volver a jugar junto a su familiar diez años después, entrenando para intentar batir la marca del finado. Pero, cuando por fin logró adelantar y dejar atrás al ghost car de su padre, decidió en el último momento frenar su propio coche a las puertas de la meta, permitiendo que el fantasma sobre ruedas ganase de nuevo la carrera. De no haberlo hecho así, aquella huella virtual del hombre fallecido se hubiera borrado para siempre al ser sustituida por el nuevo récord.

Tras la muerte de Terry Pratchett en 2015, sus seguidores encontraron un modo de otorgarle la inmortalidad digital: tomando prestada una idea mencionada en la novela Cartas en el asunto decidieron animar a todos los fans del escritor británico a esconder en la trastienda de las páginas web un mensaje secreto en honor al autor: «GNU Terry Pratchett». En la actualidad, miles de páginas y dominios de internet contienen esa reverencia al literato luciendo orgullosa entre las líneas de su código.

Tu epitafio en Comic Sans

En septiembre de 2018, en un cementerio de Rusia, un gigantesco iPhone tallado en mármol se alzó metro y medio sobre el resto de sepulturas del camposanto. Se trataba de la inusual lápida con la que la familia de una veinteañera fallecida decidió embellecer su tumba. La escultura incluía el logo de Apple en su reverso y una imagen de la difunta a modo de salvapantallas en su parte delantera.

En la actualidad, más de dos mil quinientos millones de smartphones habitan el planeta y son manipulados por seres humanos. Eso significa que cualquier urbanita contemporáneo que no sea un borrón con patas ha sido capturado en más de una ocasión por alguna fotografía furtiva disparada por un instagramer a la caza de material sobre el que plantar hashtags, por algún streaming en directo emitido por algún niñato callejeando cámara en mano, por alguna webcam pública o en algún recodo del Street View de Google por culpa de lo indiscreto de un coche con periscopio. Los quince minutos de fama que pronosticó Andy Warhol han sido masticados por la era digital como si fueran chicle y estirados hasta convertirse en una exposición pública continua. Aquella máxima se ha invertido por completo: hoy en día a lo que aspiran las personas racionales es a tener quince minutos de privacidad. Y la inmortalidad digital en la actualidad se antoja inevitable, estamos condenados a habitar para siempre en algún recoveco de la red.

Internet ya es mayor de edad y se ha convertido en una parcela en la que aún resulta extraño lidiar con la muerte. Probablemente, algunas de aquellas MILF y de aquellos DILF que alegraron tardes solitarias a los usuarios del eMule ahora están mucho menos calientes y mucho más forrados en madera de pino. La población todavía no está preparada para enfrentarse a eso y acaba de descubrir que también tiene que encarar su propia muerte en un mundo virtual donde todo parecía fantástico. La tecnología moderna ha abierto la puerta hacia un nuevo más allá y a partir de ahora los fantasmas habitan en los perfiles de Facebook inactivos, en las tablas de récords de juegos online, en los avatares que continuarán pataleando cuando su creador esté muerto y enterrado o en un coche espectral circulando a toda hostia en el Need for Speed. El futuro inmediato es deliciosamente aterrador y profundamente cómico: los cementerios se llenarán de memes y las esquelas de GIF animados, las apps se convertirán en necrópolis, tu jeta tallada a modo de salvapantallas (de un modelo de móvil que quedará desfasado en cuestión de meses) velará tus huesos durante toda la eternidad, tu alma vagará entre el código de dudosas webs chinas de descargas, Google te etiquetará en algún momento como «usuario inactivo», alguien proyectará un PowerPoint durante tu funeral y, en el peor de los casos, algún insensato sin escrúpulos cincelará tu epitafio en Comic Sans.

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2 Comentarios

  1. Bue, qué dramático… Siempre se deja huella en algún lado, mucho antes de que existiera internet también… Un retrato pintado, fotos de las de antes, cosas que uno escribió y andan por ahí, o que construyó con sus manos o lo que sea. Lo del auto fantasma lo vi en una película… Meteoro puede ser?? Casi casi calcado a la ficción jaja :)

  2. Me es imposible encontrar el citado artículo cuya autoría pertenece a Héctor Barnes… Quizás si lo pueden enlazar en respuesta a este comentario o (idóneamente) dentro del artículo, sería de gran ayuda para futuros lectores.

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