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Por qué no leer los clásicos (diálogo plutónico con Italo Calvino)

Italo Calvino
Italo Calvino en 1982. Foto: Cordon.

En 1980, Italo Calvino, uno de mis escritores favoritos, hizo realidad una fantasía juvenil. Un domingo por la mañana, sonó el teléfono de mi casa y al descolgarlo oí una voz grave y pausada que decía:

—Buenos días, soy Italo Calvino, estoy en Barcelona y me pregunto si podríamos vernos un momento.

El momento duró todo el día. Paseamos durante horas, visitamos el Museu Nacional d’Art de Catalunya (donde Calvino comentó, viendo la expresión contrariada de un Cristo románico en la cruz: «Se ha arrepentido cinco minutos tarde»), hablamos de conocidos comunes (de Salvatore Quasimodo dijo que le habían dado el Nobel para compensarlo por sus gastos postales, pues escribía sin parar a todas las personas que podían promocionarlo) y, a pesar de su reticencia, también hablamos de algunas de sus obras, como Nuestros antepasados y Las ciudades invisibles, así como de su personal visión de los clásicos. En presencia de Copito de Nieve, por cierto: la conversación sobre nuestros antepasados literarios tuvo lugar en el Parc de la Ciutadella, bajo la indiferente mirada de una imagen viviente de nuestros ancestros biológicos.

Fue el comienzo de una breve amistad, pues Calvino moriría prematuramente cinco años después. Este diálogo plutónico es una recreación/extrapolación de aquella improvisada charla de hace más de cuarenta años, y un pequeño homenaje que se suma al que le rendí a mi maestro y amigo, en estas mismas páginas, con «La ciudad inconcebible».

—Empezaste a exhortar a la lectura de los clásicos desde los periódicos en los que colaborabas habitualmente, como L’Espresso. ¿No es paradójico, puesto que la urgencia cotidiana de leer los diarios, máximo exponente de las lecturas que nos impone la actualidad, es una de las principales razones de que no tengamos tiempo de leer los clásicos? Con artículos como «Italiani, vi esorto ai classici», exhortabas a leer menos periódicos desde las páginas de uno de los más leídos.

—Es paradójico, sí. Pero, como dice Hegel, una paradoja es una verdad cabeza abajo, lo que nos obliga a darle la vuelta o a cambiar nuestro ángulo de visión para comprenderla. El equilibrio entre lecturas actuales y clásicas es difícil, pero necesario. Los clásicos tienden a relegar la actualidad al rango de rumor de fondo; pero, al mismo tiempo, no podemos prescindir de ese rumor de fondo. Y viceversa: los clásicos persisten como rumor de fondo incluso allí donde reina la actualidad más incompatible.

—Incompatible ¿con qué?

—Con el sosiego, con ese «noble ocio» que Cicerón identifica con la felicidad.

—Me viene a la mente una boutade de Umberto Eco, que en cierta ocasión me dijo algo así como: «De la Edad Media tengo un conocimiento directo, mientras que el presente solo lo conozco por la televisión».

—Él pudo permitirse —no del todo, pero más que la mayoría— ese otium humanístico cada vez más difícil.

—Tú también has podido permitírtelo más que la mayoría.

—No tanto como Eco; pero, sí, en ese sentido he sido un privilegiado. En última instancia, todos los que tienen acceso a la cultura, y muy especialmente a la lectura de libros, son privilegiados, y deberían gestionar adecuadamente ese privilegio.

—¿Cómo?

—No hay una fórmula universal ni permanente. Cada cual ha de inventarse su propia biblioteca de clásicos, que debería incluir los libros que hemos leído y han sido importantes para nosotros, y aquellos que nos proponemos leer porque suponemos que pueden ser importantes.

—Ese montoncito que todos tenemos en la mesilla de noche, y que a veces amenaza con llegar hasta el techo.

—Y otros montones dispersos por los rincones de la memoria. Y los adultos deberíamos dedicar un tiempo a releer los libros que han sido importantes en nuestra juventud. Porque los propios libros cambian (a la luz de una perspectiva histórica cambiante) y, desde luego, nosotros cambiamos al hacernos mayores, por lo que el reencuentro es un acontecimiento del todo novedoso.

—De ahí la cuarta de tus catorce definiciones de «clásico», ¿no es cierto?: «Cada relectura de un clásico es una lectura de descubrimiento como la primera».

—Y la quinta: «La primera lectura de un clásico es en realidad una relectura», ya que lo leemos en el contexto de una cultura que lo ha incorporado a su tejido y nos ha estado informando sobre él por distintas vías y de distintas maneras.

—¿Quieres decir que si leemos, por ejemplo, La Odisea, lo hacemos sabiendo ya quiénes son Ulises, Polifemo, Penélope…?

—Sabiéndolo o creyendo saberlo, lo que genera confirmaciones, sorpresas y rectificaciones similares a las de una relectura propiamente dicha.

—En tu libro póstumo Por qué leer los clásicos, se configura la que podría ser la lista de «tus» clásicos, entre los que están Tirant lo Blanc y el Quijote, por ceñirnos a lo escrito en la península ibérica, dos obras de gran extensión y compleja estructura que, para leerlas íntegras y en versión original, le exigirían al lector actual un tiempo y una concentración de la que casi nadie dispone1. ¿No crees que habría que redefinir el concepto mismo de «lectura» al referirnos a obras como estas?

—Evidentemente, cada cual ha de confeccionar su propia lista de clásicos, y también ha de definir su manera de relacionarse con ellos. Hay excelentes versiones que actualizan la ortografía y la sintaxis del original. E incluso hay buenas versiones reducidas, aunque, en principio, conviene desconfiar de ellas.

—¿Y qué me dices de las lecturas parciales? Yo he dedicado muchas horas a leer y releer la Divina Comedia (en una antigua edición profusamente anotada por Boccaccio), e incluso empecé a traducirla al castellano (ímproba tarea de la que me libró mi querido amigo Ángel Crespo, cuya magnífica traducción hace innecesaria cualquier otra). Es, desde hace muchos años, uno de mis libros de cabecera, y, sin embargo, nunca lo he leído entero, de la primera página a la última, y no pienso hacerlo.

—Lo importante es la relación que hayas establecido con la obra a partir de una serie de lecturas parciales; pero, para que esa relación sea profunda y sólida, tienes que haber leído un porcentaje considerable de sus páginas, y con algún criterio unificador.

—Desde luego; pero no me atrevería a cuantificar ese porcentaje, ni a precisar ese criterio.

—No creo que se pueda, ni que sea igual para todos los libros.

—Me atrevería incluso a recomendar, sobre todo pensando en las/os lectoras/es más jóvenes, que no siempre se intente leer enteros los grandes clásicos, salvo si se quiere o se debe llevar a cabo un trabajo de investigación, pues la magnitud de la tarea puede resultar desalentadora y producir un efecto contrario al deseado (como el que me produjo a mí, en mi infancia, la lectura obligatoria de El lazarillo de Tormes). De modo que, estando plenamente de acuerdo con todo lo que planteas en tu maravilloso libro Por qué leer los clásicos (él mismo un clásico que conviene leer —en este caso sí— entero y verdadero), me propongo, con tu permiso, escribir un artículo complementario —una antítesis dialéctica que propicie algún tipo de síntesis operativa— titulado «Por qué no leer los clásicos».

—Ya lo has escrito, de hecho.


Notas

(1) En un artículo publicado en estas mismas páginas, «Miedo al Quijote», Andrés Trapiello demuestra matemáticamente que el número de personas que han leído entera la novela de Cervantes es muy inferior al de quienes dicen —o incluso creen— haberla leído.

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16 Comentarios

  1. Maestro Ciruela

    Pero Sr. Frabetti, cuando más a gusto estaba con esta estupenda entrevista, pensando que tenía lectura para otros 20 minutos por lo menos, se ha terminado, dejándome la sensación de estar a dieta en lo tocante a entrevistas y artículos. Y aunque dicen algunos por ahí «que lo bueno si breve…», yo nunca me lo he tragado, la verdad. De todos modos, gracias por las migajas que no han tenido desperdicio.

    • Frabetti

      Maestro Ciruela, por alguna razón, mi respuesta a tu amable comentario ha aparecido más abajo.

  2. Hace la friolera de 25 años (lo acabo de comprobar porque tengo la manía de fechar los libros) me compré en el Círculo de Lectores (alabada sea su memoria) El barón rampante, El vizconde demediado y El caballero inexistente. El recuerdo que tengo de su lectura es muy bueno. Pero voy a hacerle caso y reelerlos Frabetti. Y creo que voy a disfrutarlos otra vez.

    • Seguro que sí. Espero que la recomendación te compense de mis panfletos veganos.

      • Como decía el gran Billy Wilder (o L.A. Diamond, o los dos a la vez) nadie es perfecto. Además, y estando firmemente convencido de que hay que comer de todo, una buena parrillada de verduras no deja de ser un planazo.

  3. Es muy fácil seguir con la entrevista: no tienes más que leer «Por qué leer los clásicos». Gracias por el amable comentario.

  4. «Si una noche de invierno un viajero» es uno de los libros más originales que he leído nunca, junto a «Verano» de Coetzee. Además, tiene uno de los títulos más sugerentes y maravillosos de la historia de la literatura.

    • Frabetti

      Supongo que conoces la relación de Calvino con Oulipo. Estoy muy de acuerdo con tu valoración: «Si una noche de invierno…» es uno de los mejores y más logrados ejemplos de metaliteratura, y llena de sentido la expresión «literatura potencial».

    • César Fernández

      Mecachis, me ha quitado la mención a «Si una noche…»
      También recuerdo con agrado «Seis propuestas para el próximo milenio»

      • Levedad, rapidez, exactitud, visibilidad, multiplicidad, consistencia. Como seguramente sabrás, Calvino murió antes de terminar esta obra (que iba a ser un ciclo de conferencias), y ni siquiera llegó a desarrollar el último punto/propuesta: la consistencia. Tu comentario me invita a dedicarle un artículo, aunque no sé si me atreveré. Gracias, César.

  5. E.Roberto

    Como siempre no perdés oportunidad para filtrar tus mensajes veganos para hacerme sentir en culpa por la poca carne
    que como, ya que me he acostumbrado a la buena dieta mediterránea. Sin embargo, y hablando de clásicos, por ahí tenés
    razón con respecto a que no es indispensable para la subsistencia, ya que leyendo Bellum Civile, de Julio César,
    me encuentro con la novedad que sus legionarios, que no eran pocos, se alimentaban solo con trigo en primer lugar,
    luego la cebada. La carne, casi inexistente, situación que entiendo porque en la logística militar era imposible
    andar con manadas de animales detrás para alimentar a más de veinte mil soldados. Era más fácil arrasar los campos.
    Y hubo hasta sublevaciones de legiones, no las suyas, porque obligadas a comer carne en un período de sequía durante
    esas expediciones, que no es que duraban poco: años y años de caminatas, batallas, excavación de trincheras,
    asedios, empalizadas, túneles con rígidas temperaturas, un desgaste físico inimaginable. Me es difícil de creer.
    Espero que así como describe las campañas siempre en primavera y verano, con tanto lujo de detalles,también pueda
    saber qué comían durante los cuarteles de invierno porque para mi es imposible que estuvieran siempre sanos.
    Un honor envidiable haber podido hablar con ese genio a solas y con la… !presencia de Copito de Nieve! Qué
    sugestiva imagen. Tus reflexiones son notables. Ha sido un excelente momento de lectura. Con respecto a los clásicos solo
    te digo que cuando los tengo entre mis manos lo primero que siento es que en sus páginas alguien, hace más de dos mil años,
    escribió sólo para mi, en otra lengua, pero para mí. Y peor aún con aquellos de los cuales solo nos llegaron frag
    mentos. Gracias de nuevo por la lectura.

    ¿Y si de repente, por gracia oculta,
    yo, como hombre de este siglo
    pudiese en Atenas asistir al estreno
    de una de las tragedias de Eurípides,
    Sófocles o Esquilo?
    ¿Cómo podría hacer para no morirme,
    tener las fuerzas necesarias y llegar
    sin respiro hasta el último acto?
    Estaría con la boca abierta sin sentir
    la dureza de las piedras del hemiciclo,
    escuchando al coro tenebroso narrar
    el ir y venir de los hechos funestos,
    los actores enmascarados dialogar
    con la sinrazón de los designios divinos
    y “si la mejor fortuna para el hombre
    era no haber nacido” bien vale la pena
    nacer mil veces para saber el motivo
    yendo y llenando el teatro de los griegos,
    con personajes jamás iguales pero capaces
    de despertar esa morbosa atracción
    por la palabra, arado aqueo que escarba
    dejando su rastro y afirmar que aquí fui,
    que aquí estoy y que así quisiera ser;
    para siempre, que así he vivido
    entre Ática y el viejo cine de mi barrio
    que por fin me regala los últimos respiros
    del personaje de nuestra Triste Figura.
    Se acabó la representación para mi pena,
    los Arcontes están decidiendo a quién
    dar una corona de verde laurel mientras
    Edipo no haya paz y continúa vivo,
    Medea no se arrepiente, pero sufre y odia,
    Casandra quisiera nacer de nuevo,
    Áyax no tendría que saber del engaño.
    La luna de los atenienses que es la mía,
    impasible, es la única que ha entendido
    el ambiguo oráculo de la fatalidad gratuita,
    y por lo visto es la que ha dirigido
    esta tragedia en la Polis tumultuosay anárquica
    de los Helenos para que tengamos memoria.

    • Frabetti

      Los antiguos romanos, y a ellos se lo debemos italianos y argentinos, era adictos a la pasta. Primero a unas bolitas tipo gnocchi, y luego a unos cordoncillos secados al sol para su conservación prolongada, de los que derivan spaghetti y tagliatelle. Lo de pan y circo era, en realidad, pasta y circo, y, sí, en general seguían una dieta poco cárnica. Otra cosa eran emperadores y aristócratas, propensos a los banquetes pantagruélicos y a las grasas saturadas.

  6. Me quedo con este aprendizaje: observar cómo interactuamos con los clásicos en diferentes momentos vitales es una buena forma de conocernos.
    Gracias.

    • Desde luego. La mera elección de «nuestros» clásicos entre los muchos disponibles nos define y nos conforma de una manera muy especial. Son nuestra familia estética y moral.

  7. Lucio Anneo

    «Marcovaldo» y «Las ciudades invisibles». Lecturas de hace ya unas décadas. Calvino siempre me dejó un regusto de felicidad y de eternidad, como su admirado Borges. Grande Frabetti

  8. Frabetti

    Coincido en el «regusto de eternidad» (me parece, por cierto, una expresión muy acertada) en ambos casos, pero el de felicidad solo lo encuentro en Calvino. En Borges percibo el lado oscuro de esa fuerza, una solapada melancolía, un cierto fatalismo. Buen tema para un artículo: los narradores que escriben «bajo la especie de la eternidad».

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