Arte y Letras Historia

«Sexto piso»: un tango para el Toba

Sexto piso
Buenos Aires nocturno, Horacio Coppola, 1936. Fotografía: Museo Nacional de Bellas Artes de Argentina.

A mi amigo Sebastián Capurro Ferrer, que venció a la ira, al miedo y al rencor y me enseñó Buenos Aires.

La primera vez que oí el tango «Sexto piso», compuesto por Homero Expósito en 1955, fue en un café-concierto de Madrid hacia finales del siglo XX. Recuerdo vagamente los esfuerzos de Carlos Montero por hacer valer su voz en un antro lleno de humo y conversaciones alborotadas. Pero la sacudida que me llevó a fijarme en este tangazo llegó años después tras escucharlo cantado por Susana Rinaldi. «Sexto piso» es un tango atípico, poco gregario con el género. Cayó tan fuera de lugar que hizo falta que la voz rutilante de Rinaldi le hiciese el boca a boca en su disco Porque canto así (1971) para que resucitase y se hiciese realidad. Probablemente, fue la luz de «Sexto piso» la que conectó a «la Tana» Rinaldi a un invisible tendido eléctrico, a esos hilos que sostienen a las estrellas en los firmamentos. Y en la vida. Así es el cableado hipercinético que comunica a los personajes de Kieślowski en Rojo. ¿Quién le iba a decir a Homero Expósito que la vida le iba a coser a la Tana? Porque no hay otro tango tan especial como «Sexto piso», escrito por un compositor macerado en metáforas y angustias existenciales y cantado por una prófuga del clasicismo tanguero:

Ventanal, ventanal de un sexto piso,
vos perdida, yo sumiso
y esta herida que hace mal…
Ventanal, y los hombres todos chicos
y los pobres y los ricos
todos chicos por igual…
Allí abajo se revuelven como hormigas:
mucha fatiga, pero mucha cuesta el pan.
Ventanal donde un lente permanente
televisa mi dolor por la ciudad…

Porque «Sexto piso» es parte del ADN de la Tana, como «Naranjo en flor» lo es del Polaco Goyeneche o «Como dos extraños» lo es de Adriana Varela. Y es que el mismo tango, en voces distintas, dice cosas diferentes. Rinaldi ha sido la cantante que mejor ha sabido rociar a «Sexto piso» con la profundidad y el dolor existencial que exige: 

Solo,
sin tu amor, tirado y solo
vuelo
por las nubes del desvelo.
¡Ay! ¡Qué amarga sensación
ver que este infierno fue el balcón
de un sexto cielo!
¡No! No hay más remedio que vivir
así apretado y pisoteado como en el suelo.
Si tristeza
da al mediocre la pobreza,
¡cómo habrás sufrido vos!
¡Vos, que tenés la misma altura que el montón!

La voz dura y rigurosa de la Tana, ese fraseo paladeado de los versos de Expósito, son insuperables. Por algo se dice que hay cantantes que «encarnan» canciones.

«Sexto piso» es el primer tango seriamente urbano. Y es el primer tango que despega del suelo, de las plantas bajas en que se mueven casi todos los tangos, excepción hecha de «Corrientes 348, segundo piso, ascensor…». Homero Expósito habla de seis pisos, seis. El amante abandonado contempla desolado la ciudad desde el ventanal de un sexto piso, de un edificio alto, de una ciudad apurada y bulliciosa. Con «Sexto piso», el tango se llena de gran ciudad. Las grandes ciudades, los únicos lugares donde es posible disfrutar la vida. La Tana, en sus últimas actuaciones, suele coserle al tango alguna reflexión dolorida. Porque, ante todo, un tango es un drama: 

Duele tanto tanta calle,
tanta gente y tanto mal,
que andarás con los sueños a destajo,
como todos, río abajo,
por la vida que se va.
No hay estómago que aguante este desprecio
ni tiene precio que se tenga que aguantar…
Ventanal, y esta pena que envenena,
ya cansado de vivir y de esperar.

«¿En qué momento nos ha pasado esto?», se pregunta Rinaldi, recolocando su peinado albar, ante la decadencia cultural de estos últimos años. 

La vigencia de «Sexto piso»

Si nos fijamos bien hay más hilos finos cerca de la artista, de esos que electrifican a la estrella. Y a la vida. Buenos Aires. Apoyada en los clásicos, declama su identidad: «¿Cómo no hablar de Buenos Aires / si es una forma de saber quién soy?».

Y el público que la ovaciona. Y ella que camina por el escenario con prudencia y se sienta para contar, ella que siempre ha estado yendo y viniendo, que siempre se vuelve a Buenos Aires por esas razones que salen del bandoneón de Astor Piazzolla, con quien «nunca nos quisimos». 

También hay conexiones a seguir entre el público y Susana. Como en las Vidas cruzadas que escribió Raymond Carver para que las filmase Robert Altman. A Susana ya la añoraba Julio Cortázar con solo escucharla: «No sé lo que hay detrás de tu voz. Nunca te vi, vos sos los discos que pueblan por las noches este departamento de París». Luego, hacia 1975, cuando Susana Rinaldi se fue a París, se conocieron y se hicieron amigos. La Tana enfatiza la necesidad de unir la música y las palabras gracias a la melancolía. Perenne nostalgia de Cortázar.

Otros hilos. Porque parece verosímil creer que hacia finales del año 1973 un hombre muy concreto, sentado en una de las primeras mesas de la platea, acudió unas cuantas noches seguidas a escuchar a Susana Rinaldi en algún café-concierto porteño por determinar. Tal vez fuese el Teatro Embassy donde la Tana tuvo su primer espectáculo en solitario. Parece verosímil creer que ese concreto espectador, un hombre que se parecía a Bogart, bien vestido y repeinado, siempre le pedía que cantase «Sexto piso». Y tal vez no haya que recurrir a la ficción para decir que al hombre ese tango tan angustioso lo devolvía a la vida. Es fácil imaginar que el tipo, bien plantado «aunque no tanto como Bioy», atrevido y con vozarrón, le gritase sonoros bravos y frases lindas a la artista entre canción y canción como había hecho con «el Feo», Juan Rivero, en El Viejo Almacén: «¡Feo, no te mueras nunca!». Y que esta le llegase a contestar desde el escenario, entre risas: «¿Pero ya estás acá otra vez vos? ¿Pero no te cansás? ¡Pues ahí va!».

Ese concreto hombre era el político uruguayo Héctor Gutiérrez Ruiz y le llamaban «el Toba». Había nacido cuarenta años antes en Tacuarembó. Era el legítimo presidente de la Cámara de Representantes de Uruguay, depuesto tras el golpe de Estado de Bordaberry en junio de 1973 y exiliado en Buenos Aires desde entonces. El Toba fue uno de los asesinados en el marco de la llamada Operación Cóndor, el plan de eliminación de políticos y militantes de izquierda que, con el auspicio de la CIA y de Henry Kissinger, llevaron a cabo de forma coordinada las policías secretas de Argentina, Chile, Uruguay, Bolivia, Brasil y Paraguay, principalmente. El Toba se había exiliado durante el convulso peronismo democrático que precedió al golpe de Estado de marzo de 1976 en el que la junta militar tomó el poder en Argentina. Con la llegada de Videla, la vida del Toba y de otros refugiados en Buenos Aires dio un vuelco hacia el horror. En la madrugada del 18 de mayo de 1976, un grupo de hombres armados, vinculados a la policía argentina, se llevaron al Toba de su casa en la calle Posadas, en Buenos Aires, ante la desesperación de su esposa, sus cinco hijos y unos pocos fieles amigos. El día 20 de mayo de 1976 su cadáver apareció en un coche abandonado junto al de Zelmar Michelini, otro político uruguayo, y a los de dos refugiados, Rosario Solano y William Whitelaw

La muerte del Toba y de Michelini es un reflejo de la brutalidad con que las dictaduras militares reprimían cualquier atisbo de contestación en el Cono Sur. Es difícil encontrar en el discurso del Toba algo lejano a lo que hoy llamamos «centro progresista». Pero era un hombre de consenso y defendía que un sistema democrático solo se sostiene si permite convivir a los que piensan muy distinto. Y en ese esfuerzo le arrebataron la vida. 

Todo este proceso lo narra con rigor el periodista Claudio Trobo en su libro Asesinato de estado: ¿Quién mató a Michelini y a Gutiérrez Ruiz? (2003). Poco después, Mateo Gutiérrez, uno de los hijos del Toba, estrenó D. F., destino final (2008), un documental interesante y contenido donde lo emocional se sobrepone al exhaustivo apunte fiscal que es el libro de Trobo. Y donde, ideologías aparte, la indefensión de las víctimas contrasta vivamente con la anormalidad psicopática y las taras mentales de los victimarios. Sorprende la dificultad para encontrar estas fuentes entre la oferta cultural española, siendo aquella tragedia tan nuestra por tantos motivos. Y me parece oportuno echar la vista atrás para comprobar cómo tendemos a pasar muy deprisa por cierto tipo de sucesos. 

Lo más probable es que Susana Rinaldi nunca supiese con certeza quién era aquel atrevido y elocuente espectador que durante muchas noches le reclamó una misma canción. Da igual. Poco hubiesen cambiado las cosas. Probablemente la suerte ya estaba echada desde el día en que Gutiérrez Ruiz decidió dejar Montevideo y luchar desde el exilio. 

Escribe Arcadi Espada sobre el tendido eléctrico de la vida: «La crónica es un género inesperado. Se localiza un trozo de algo en las ciudades, en la memoria, en los libros o en la música. Se examina y se investiga su cableado. Todo tiene conexiones. Estas conexiones no fabrican ni descubren ningún sentido oculto. El periodismo se parece a la vida: no hay sentido, pero cualquier palabra tiene padre y madre. En realidad, ese es el sentido».

Sé que resulta difícil encontrar la conexión entre un tango en la voz de Susana Rinaldi, los recuerdos de Cortázar y la triste peripecia de los crímenes de Estado de la Operación Cóndor. Pero hay historias tan seductoras que es imposible renunciar a contarlas. Y así me he sorprendido, hipnotizado, pegado al ventanal de un sexto piso, seducido por el recuerdo de Buenos Aires y la eternidad del mar y del aire.

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2 Comentarios

  1. Muy bueno. Una correccion:el apellido de Rosario era Barredo no Solano.

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