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Roma, una ciudad para trascendernos a todos (I)

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Plano de Roma de Gianbattista Nolli

Nuevamente una enfermedad vació las calles de Roma. La pandemia ha dejado a la Urbe sin turistas y ha desplumado y metido en el congelador a la gallina de los huevos de oro. El centro de Roma ha dejado de ser, al menos por unos meses, un parque temático atestado de colas, selfis y masas de personas que habían convertido el concepto del turismo (que nació precisamente aquí) en una palabra temida.

Dejemos a un lado las consideraciones a favor o en contra del turismo de masas «democrático» (basado en la cantidad y no en la calidad) y las muchas (y en muchos casos trágicas) consecuencias económicas y sociales que trajo la pandemia. Permítanme que nos centremos en aquello que, aunque sea de forma efímera, sí que ha recuperado la ciudad.

En Roma, como en muchas otras ciudades europeas convertidas en parques de atracciones desde los años noventa, sus habitantes han redescubierto el centro histórico. Es un espejismo de vida urbana, un paréntesis que, en circunstancias normales, ya solo existe y se disfruta en esas ciudades grises que no tienen ni una imagen reconocible, ni una foto en los carteles que ofertan las agencias de viajes. Los pocos afortunados que se han dejado caer por ahí en esta época han podido ver a los romanos practicado por primera vez en mucho tiempo el turismo interior en su propia ciudad.

Mi abuelo, que era pintor, me contó que una vez, allá por los años cincuenta, pudo admirar durante horas los frescos de la Capilla Sixtina tumbado en el suelo y que esa fue una de las mayores lecciones de pintura que recibió. Pues bien, Roma está llena de lugares que solo evocan alguna reflexión interesante si se tiene el tiempo (y la correcta compañía) para poder tumbarse largo y tendido en el suelo de un palacio y disfrutar de un fresco barroco y cuasi psicodélico del tamaño de un campo de tenis.

Roma exige tiempo y reposo para ser comprendida, para entender lo que uno tiene ante sus ojos. Huelga decir que si algo falta en nuestra época son precisamente esas dos cualidades. Tampoco descubro América si digo que esta ciudad es una oda a la exuberancia, a la celebración del cuerpo desnudo o, mejor dicho, casi completamente desnudo. Una oda a la sensualidad, que te envuelve, que te deja sin palabras. Apabulla. El tiempo permite sentarse y pensar, para dibujar y asimilar mientras se deja que la imaginación evoque las fiestas e intrigas nocturnas de las que han sido testigo, por ejemplo, las suntuosas estancias de la Villa Borghese. Allí entre penumbras, iluminadas únicamente por velas, cuyos parpadeantes resplandores hacían que cuadros, frescos y esculturas cobrasen vida y movimiento.

De Miguel Ángel a Bramante, de Bernini a Borromini, de Caravaggio y Rubens a Velázquez, de Maderno a Pietro da Cortona y así hasta Nervi, Renzo Piano y Zaha Hadid. Roma siempre fue contemporánea pero casi nunca moderna. Roma no es cartesiana. Uno mira Roma al atardecer desde un balcón de la Villa Médicis y se pregunta cómo es posible que una ciudad repleta de edificios y obras de arte que proyectaron los mejores artistas de cada época parezca, a priori, tan caótica, espontánea y desorganizada. ¿Cómo y por qué los mejores de su tiempo planificaron este desaguisado? La respuesta, sin embargo, está justo a la vista, justo levantando la cabeza y mirando hacia el occidente. En el extremo opuesto de la ciudad, dibujada como una silueta oscura a la contra de la luz dorada que ilumina las tardes romanas. La cúpula de San Pedro en el Vaticano. Roma es el catolicismo convertido en columnas, tejados, arcos y muros. Es la plasmación física de uno de los conjuntos de ideas más complejos y sofisticados que ha desarrollado la humanidad a lo largo de su historia. Consiste en alcanzar a Dios tratando de escudriñar, entender y aceptar los accidentes propios y universales de la condición humana: las pasiones, las tragedias, las vanidades, la ironía, el cinismo, la maldad y la bondad… En definitiva, Roma viste con una compleja, sutil y prevista estética urbana las incoherencias laberínticas de la vida misma para llegar a la luz, a la belleza, a la verdad.

En su fabuloso mapa de 1701, Gianbattista Nolli nos muestra el trazado de la Roma de los papas, resultado de más de un siglo de obras que se mezclaron en la fisionomía de la antigua ciudad medieval tras el cisma luterano, el saqueo de las tropas de Carlos V y el Concilio de Trento. Un conjunto armonioso de laberintos y accidentes propios del libre albedrío, que quedan delimitados y organizados por los obeliscos, las visuales perspectivas, los tridentes y las rectas avenidas barrocas, auténticos dogmas que nos orientan entre el caos y —sin dejar de atender a lo que ocurre a nuestro alrededor— nos desvelan el camino recto dentro de la urbe y de la vida.

Por supuesto que hay muchas ciudades irregulares y espectaculares por el mundo (y particularmente por Italia). Pero es en Roma, que siempre fue ciudad de viajeros y peregrinos predispuestos a una adoración cuasi idólatra de cada esquina, donde ningún destrozo ideológico, ningún envite fruto del espíritu de su época, fue capaz de desvirtuar su esencia como lo ha hecho el turismo de masas. Como si de un drogadicto callejero se tratase, Roma sucumbió a la «mano invisible», a las hordas de selfis, sonrisas impostadas, merchandising barato y trattorias mediocres a precio de oro.

La arquitectura y la suma de arquitecturas (las ciudades) son el espejo de cómo somos y cómo fuimos, de las sociedades que las construyeron y por tanto de las ideas de cada época. Y ahora que los turistas no estamos, y que reaparece su esencia dormida, puede ser peligroso para el ciudadano contemporáneo ponerse a comparar la grandeza de aquellas ideas viejas que crearon esta compleja y deslumbrante urbe abigarrada con las ideas modernas que planificaron la mayor parte de las ciudades en las que vivimos. Las comparaciones son odiosas y para ese ciudadano contemporáneo, pasear por la Roma pandémica bien podría suponerle una enmienda a la totalidad, una opa hostil a sus ideales y valores, en este momento de agotamiento postmoderno. En Washington, asaltadas su colina y su capitolio por hordas de bárbaros, vemos el fin de una Pax Americana efímera y moribunda ya desde comienzos de siglo. Se ha vuelto a poner en marcha la historia y tras más de dos décadas de incertidumbres, de cambios de paradigma, no está de más echar la vista hacia nuestros orígenes, hacia esa Roma que nos muestra nítidamente cuán superfluas y destructivas pueden ser las formas de pensar y actuar que han dirigido a nuestras sociedades desde la llegada de la modernidad. Roma acumula los mejores ejemplos de cómo todas las corrientes de pensamiento occidental han intentado modificar sin éxito sus fundamentos. Desde las masónicas avenidas garibaldinas, pasando por los endiosamientos urbanísticos del fascismo, hasta llegar a los enormes y grises complejos habitacionales de comunión marxista que, como Corviale o Tor Bella Monaca, nos muestran la distopía y el infierno social en sus periferias.

Roma es un ejemplo nítido de una forma concreta de concebir el mundo. Una forma en constante evolución, que literalmente dialoga, se apoya y respeta el pasado para mirar al futuro con escepticismo y disfrutar del presente con alegría. Es el mejor ejemplo de la supremacía de los valores conservadores, indisociables al catolicismo. Y digo el mejor ejemplo, porque es precisamente eso lo que disfrutamos de forma inconsciente al pasear por sus calles. Esa magia que predispone hasta al más recalcitrante numerario del antiguo PCI a traicionarse a sí mismo y coger sigilosamente el autobús (el día que sabe que no habrá huelga), para dejarse caer por ese centro histórico «reaccionario» y escapar, aunque sea por un rato, de los planificados «paraísos» funcionalistas cada vez que el corroído hormigón de las afueras se le vuelve irrespirable.

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Corviale, bloque de viviendas de un kilómetro de longitud, Roma.

Roma, empírica y pragmática, jamás fue enemiga de la razón (ahí están sus estatuas, fachadas y cúpulas, resistiendo el paso y el peso de los siglos), pero sí escéptica con el Discurso del Método y enemiga de aquellas consecuencias lógicas (resultado de pensamientos abstractos) cuando éstas, como Corviale, terminan por enajenarse de la realidad y aún así se nos presentan como verdades últimas y reveladas. Síntesis con las que la mentalidad positivista ha ocupado todas las ciencias, las artes y la política. Algo que tanto Descartes como Pascal ya intuyeron y criticaron.

La consecuencia, desde la Ilustración, fue la división de las ciencias en compartimentos estancos y la desaparición de las verdades absolutas que cimentaron la moral de las personas y el poder blando de los papas. En su lugar, apareció el Leviatán secular, ese demiurgo justificado, ese ingeniero social y creador del hombre nuevo que, sin otros frenos que la lógica deductiva, racionalizó la supremacía de unos hombres sobre otros y perversamente justificó todas esas salvajadas que desde entonces han mandado, por causas abstractas, a millones de personas al matadero.

Los necios que atacan a la Iglesia por sus crímenes de antaño, por sus inquisidores juicios a individuos concretos, ensalzan a otros monstruos con pasados infinitamente más crueles. El del humanismo impersonal que tantas veces ha reducido las tragedias a mera estadística, a números ordenados en una tabla de defunciones. Estos celosos del orden son los mismos que banalizan el racionalismo de líneas rectas y fachadas paralelas unas a otras, cuya misión última es glorificar el poder del Estado. Frente a ellos, Roma ofrece sensualidad. Un cúmulo de accidentes que buscan exprimir nuestro raciocinio individual a través de la experiencia y de los sentidos. Porque ver una fachada de costado y no de frente y además parcialmente cubierta, (igual que un muslo o un escote) provoca interés y despierta curiosidad. No son imágenes ideales, ni aparentemente ordenadas, ni completas.

Al contrario, nos invitan a vivirlas y experimentarlas para poder llegar a conocerlas.

Vamos con tres ejemplos (mis favoritos por su sutileza exquisita) de los cientos que encontraremos en la ciudad:

1.  A espaldas de la plaza Navona, en un aparente fondo de saco se encuentra la pequeña iglesia de Santa María de la Paz, una joya proyectada por Pietro da Cortona.

Y recalco «proyectada», es decir pensada, calculada y dibujada en forma de planta simétrica sobre un eje asimétrico. En un ángulo de casi 75° sobre el vértice central de la vía, pese a situarse en la «ideal» posición de presidir el fondo de saco. La planta de la iglesia respeta el claustro construido previamente por Bramante, pero ¿por qué Cortona, teniendo la opción de hacerlo, no situó ni siquiera la fachada enfrentada 90° al eje de la calle? ¿Qué suponen esos pocos grados de imperfección cartesiana?

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Iglesia de Santa María de la Paz. Como si de una puerta entreabierta se tratase, se sugiere la plaza y la iglesia al final de la calle.

2. Un ejemplo similar lo encontramos en la Plaza de España. Fíjese el caminante en la sutil desalineación entre la escalinata, elegante y simétrica, perfectamente alineada, esta sí, con el obelisco de la cima, pero no con la fachada de la iglesia de Trinitá dei Monti. ¿No podían haber puesto la escalera y el obelisco en su sitio? ¿Y si ese debe ser precisamente su sitio?

¿Y si la aparente imperfección platónica es la única verdad revelada? ¿No son esos pocos grados en el compás lo que convierte en genial esa composición urbana, que estimula nuestro sentido de la belleza y nuestra percepción escenográfica del espacio?

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Escalinata española, obelisco e iglesia de Trinitá dei Monti, claramente desalineados.

3. Cambiemos por último de ejes a perspectivas, ¿realidad o ficción? Roma es un derroche de juegos de espejos y trampantojos. Perspectivas falsas que nos hacen creer que estamos frente a galerías, jardines o esquinas con formas y tamaños distintos a la realidad. Un mundo de percepciones fenomenológicas que tienen entre sus máximos exponentes la falsa galería del Palacio Spada (Borromini), la fuga acelerada de la Scala Regia (Bernini) o la plaza del Capitolio (Miguel Ángel), maravillosos ejemplos (sobre todo el último) de cómo para conseguir la plaza ideal, hay que jugar con las percepciones de los seres humanos. ¿Acaso no es fruto de la razón planificar una éntasis urbana, una escalera y una plaza asimétricas, de forma cónica y con una elipsis en el suelo, que al jugar con el efecto tridimensional de la perspectiva, nuestros ojos y nuestro cerebro interpretan como simétrica, con fachadas paralelas que dibujan una plaza cuadrada con un círculo en el suelo?

Que baje Dios y lo vea.

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Plaza del Campidoglio, efecto óptico desde los pies de la escalinata.

No, no es el efecto de los negronis, Miguel Ángel quiso que viéramos una escalinata y una plaza recta e ideal y por eso las hizo torcidas. Porque entendió que lo más parecido a la verdad, a la belleza, al paraíso, es la imperfección controlada y no la materialización de un ideal, cuya búsqueda solo puede conducir a la catástrofe o al frenopático. Ese paraíso en la tierra que tantas veces se ha convertido en infierno. Esa es la gran lección romana.

La demostración de que más de dos mil años de caos ordenado (complejo y contradictorio) que evoluciona a lo largo del tiempo respetando sus tradiciones, han creado el más bello y maravilloso de los resultados posibles. Siempre a la vanguardia de su presente pero sin olvidar su pasado.

Citando a Gombrich y a Carlo Argan: las plazas y las plantas de Bernini, así como las fachadas y estructuras de Borromini, encarnaron en piedra la tensión del barroco, superando las normas del renacimiento y recuperando la escolástica del gótico. Si como también dice Chesterton, santo Tomas y san Francisco desarrollaron el potencial propio de la doctrina católica, se puede afirmar que Bernini y Borromini, los grandes herederos de Miguel Ángel, hicieron lo propio con la tensión artística entre la razón de lo urbano y la emoción de lo edificado. Teología construida. 

Y estos son solo un par de ejemplos. A tenor de lo que uno se encuentra tras cada esquina, cada plaza o capilla, en cada altar, fresco, cúpula o estatua, resulta difícil casar la realidad, la verdad que se tiene delante con esa idea preconcebida de un catolicismo fanático, oscurantista y rigorista, más propio de las propagandas luterana y moderna que nos hemos tragado sin masticar. Lo que tenemos delante es una verdad compleja, construida a lo largo de más de veinte siglos, que se revela a cada pocos pasos: un cúmulo de creencias, supersticiones idolatrías disfrazadas de santos y vírgenes y una panoplia de imágenes de la mitología clásica que «esconden» abiertamente todo tipo de perversidades lujuriosas, estetas y sensuales. Es esa celebración perpetua de la decadencia la que hay que disfrutar en Roma, brindando, martini en mano, por esos grandes maestros de la forma, el espacio y la luz, mientras cae la tarde sobre sus tejados.

(Continúa aquí)

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Un comentario

  1. José Miguel

    Me parece muy interesante cómo el autor resalta la «sensualidad» del urbanismo y de la arquitectura de las ciudades, en éste caso la de Roma, cimentada en el caos urbano de la Roma Imperial, y que se podría resumir perfectamente en el antiguo centro neurálgico de la ciudad antigua: los foros, donde cada emperador, a pesar de que cada uno proyectase el suyo de forma ordenada, en su conjunto es un caos absoluto, una herencia, que como bien ha remarcado el autor, heredaron los Papas y las familias adineradas, para dejar su huella en la ciudad.

    Solamente anotar que toda esa sensualidad se la debemos a la Antigua Grecia, con esos recorridos oblicuos, que se pueden ver en al subir al Acrópolis o en Delfos, y que impedían ver los edificios frontalmente. Y es que el urbanismo de éste siglo, debería de aprender de sus orígenes para hacer las ciudades más humanas, más interesantes, invitar a que que sus ciudadanos vayan a la deriva en el trazado urbano, dejar cierta anarquía y desorden, como comenta el autor, y hacer de lo imperfecto la perfección.

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