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Cazafantasmas: Más allá. Cuestión de espectrativas

 

Cazafantasmas más allá
Cazafantasmas: Más allá. Imagen: Sony Pictures.

«¿Cree en los ovnis, las proyecciones astrales, la telepatía mental, la clarividencia, la percepción extrasensorial, la fotografía de espíritus, el movimiento telequinético, los médium en trance, el monstruo del lago Ness y la teoría de la Atlántida?». Si la respuesta es negativa, Cazafantasmas: Más allá es su película. Bien podría esperarse que la tardía secuela de los dos clásicos dirigidos por Ivan Reitman en los años 80 fuera un producto nostálgico diseñado para encajar en la cultura de lo retro. Y lo cierto es que el espectador que tenga una cierta edad saldrá del cine con la sensación de haber revivido una versión de sí mismo treinta años más joven, en el caso de que ya en su momento fuera partícipe de la obsesión ectoplásmica que provocó la franquicia por aquel entonces.

Pero, queridos lectores, si resulta que el desajuste temporal, generacional o la desconexión más absoluta (porque viviera recluido en una caverna durante los 80) les privaron de entender a quién va a llamar, no se preocupen: esta película también es para ustedes. Y no solo porque la nueva entrega funcione con entidad propia (que lo hace), sino porque, como bien apuntaba un ávido espectador a la salida del estreno: «estamos ante la película infantil de Cazafantasmas que no tuvimos de niños». Porque, por más que las consumiéramos como tales, las dos cintas originales no tenían nada de infantil: eran comedias pensadas para adultos, con su humor soez —y no por ello menos inteligente— y su ácida conciencia proletaria. Que los niños de los 80 nos obsesionásemos con aquel grupo de excéntricos obreros de lo sobrenatural fue más un efecto colateral inesperado (y potenciado por la exitosa serie de dibujos animados que vino entre la primera película y su continuación). 

Sea como sea, Jason Reitman fue uno de esos niños, y está claro que prestó atención cuando su padre le contaba historias de fantasmas. Por eso Cazafantasmas: más allá baja la cámara y se coloca a la altura de los ojos de Phoebe (Mckenna Grace), una jovencísima científica de doce años en la que el realizador encuentra el trasunto perfecto desde donde revivir el imaginario espectral. Y es aquí donde se produce el relevo generacional que resulta ser clave en la esencia y el tono del film, apelando al espectador más joven, al descreído, al narcotizado de estímulos. La película se dirige a esos adolescentes impasibles que también aparecen representados dentro de la narración: aquellos a los que se les proyecta Cujo y El muñeco diabólico y resultan ser incapaces de conectar con un concepto carroza del terror, imbuidos en la más absoluta apatía. Es allí, a ese reducto de indiferencia en mitad de la nada (bien cabría aquí una oportuna reflexión acerca del reciente éxodo urbano postpandemia), donde Reitman traslada el epicentro del apocalipsis, para dejar claro que las cosas molonas también pueden pasar en Villapardillos. 

Quizá sea una cuestión de escalas. Las películas anteriores, todas ellas (incluso el incomprendido e injustamente vapuleado remake que Paul Feig dirigió en 2016, y que va a encontrar su reconocimiento más adelante en estas mismas líneas), tenían el aspecto de un enorme volcán, donde la acción se desarrolla hacia arriba, en imparable ascensión vertical, y con un clímax en forma de erupción electoplásmica que se extendía por todos los rincones (y estratos) de la ciudad de Nueva York. Menos ambiciosa en su planteamiento, aunque con las mismas repercusiones potencialmente apocalípticas, Cazafantasmas: más allá se recoge y repliega sobre sí misma para ahondar en la dimensión humana del conflicto de ultratumba. El ejército o los gobiernos no tienen jurisprudencia cuando el asunto va de reconciliaciones paternofiliales y construcción de identidades adolescentes. 

Al consenso desde la nostalgia 

Cuando en 2016 se anunció el relanzamiento de Cazafantasmas, el linchamiento multimediático no se hizo esperar. Las críticas a una película aún no vista (¡ni tan siquiera filmada!) aludían a la innecesaria y absurda idea de invertir los roles de género en relación al cuarteto protagonista, sin la capacidad de ver más allá y juzgar al film de Paul Feig por sus propios méritos. Cinco años han pasado desde que ese prejuicioso recibimiento fulminase cualquier plan de futuro ideado para la nueva entrega (que aspiraba a ser el inicio de una nueva saga). Un lustro en el que el clamor de cierto sector de las redes sociales pedía a gritos un borrón y cuenta nueva, una secuela digna que sepultase en el olvido aquel herético intento de feminización de la nostalgia que tanto aterraba a la masa.

Y, para bien o para mal, Reitman renunció a aquella nueva continuidad. Porque para contar su historia hacían falta treinta años de ausencia espectral. Solo cabe lamentar que fuera necesario el linchamiento descerebrado de las Cazafantasmas de 2016 para que pudiera surgir un film en el que nadie cuestionase el rol o el género de los nuevos buscadores de ectoplasmas (ahora dos chicos y dos chicas adolescentes), además de encarnar parte de ese espíritu subversivo que ya tenía la de Feig. Las estupendas Melissa McCarthy, Kristen Wiig, Leslie Jones y Kate McKinnon dejan paso ahora a un reparto igualmente brillante, que empieza por la mencionada McKenna Grace y su arrolladora energía infantil, y que se completa con un Paul Rudd cuyo superpoder, asumámoslo ya, es el de la adaptación al medio: vaya usted a saber cómo lo hace, pero el tipo consigue siempre una complicidad absoluta con sus compañeros de cast, ya sea la pandilla de Friends, los puñeteros Vengadores o este grupo disfuncional de niños y adultos. 

Preparado ya el terreno, lo que sigue son una serie de aciertos que revalorizan el resultado final: los guiños visuales y argumentales, introducidos de manera tan evidente como orgánica; el metahomenaje a una Stranger Things de la que el film hereda parte de su tono y vocación; las ideas de puesta en escena de algunas secuencias que destillan brillantez a la vez que permiten a la película recuperar la mitología de sus precursoras; la capacidad de autocrítica que se extiende hasta los mismos créditos finales; y, sobre todo, la innegable coherencia (interna y externa) de un film que, claro está, se construye sobre el tirón nostálgico, pero que va más allá de la simple mercadotecnia para encontrar en la mirada al pasado (sentida, pura y honesta) su misma razón de ser. Porque, para un adulto, volver a la infancia por unas horas es una sensación que no tiene precio; y, para un niño del siglo XXI, es un regalo poder descubrir estas historias de aventuras y fantasía de feliz espíritu eighties frente a la acumulación de relatos cínicos y descreídos de quienes están ya de vuelta de todo.

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Cazafantasmas: Más allá. Imagen: Sony Pictures.

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