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Nosotros o yo, glaciares en el corazón (roto) de Europa

Europa nosotros o yo
Pierre Niney y Paula Beer en Frantz, 2016. Fotografía: Mandarin Films. europa

Aestimes iudicia, non numeres (Sopesa las opiniones, no las cuentes).

Séneca.

Cuando Maximilian Harden, periodista y crítico teatral, recogió el correo, entre las facturas halló una carta sin remitente y se apresuró a leerla, no sea que fuese de un lector agradecido. Decía así:

Estimado y apreciado señor:

Se cree usted muy listo, ¿verdad? Pues a nosotros no nos lo parece. Pero no se apure. Hace tiempo que nos irritan usted y su pluma pedante y resabida. Para empezar, que siempre escriba «yo». ¿Quién es ese «yo»? ¿Qué nos importa a nosotros su «yo»?

La persona que se precia de algo dice «nosotros». Pero usted se cree mucho más listo que sus lectores. Y además… pero no vamos a ser groseros. Ahora ya lo sabe, quizá sirva de algo. Cuando vuelva a coger la pluma, no se tenga por un inmenso pozo de sabiduría. Y no juegue a ser valiente.

¡Que aproveche, señor «Yo»! Un cordial saludo de

NOSOTROS

El bueno de Maximilian cuenta que, ante semejante golpe, se sintió sencillamente aniquilado lo menos unos diez minutos, eternidad que consideró un logro muy respetable, y apenas repuesto se puso a lo que por falta de tiempo un escritor alemán rara vez hacía: empezó a pensar. Nosotros o yo, esa era la pregunta.

Se le ocurrieron varias razones en defensa del humilde uso del «Yo», incluidas aquellas de quien solo aspirara a decir «a mí me me gusta mi chica», pero creyó mucho más útil compartir en su columna habitual la conclusión aterradora a la que había llegado:

En la nueva Alemania reina actualmente el «nosotros», escrito en mayúsculas. No se ponderan las voces, se cuentan, y se es feliz cuando se puede pertenecer a una mayoría lo más compacta posible. El individuo pusilánime jura fidelidad a un partido, a un grupo, a una cuadrilla, se hace miembro de una asociación y funda tertulias con el único objetivo de no tener que pensar por él mismo. Incluso cuando tiene que ofenderse, trata de hacerlo en compañía de los demás.

Y añadió:

Sin embargo, estos «guías» que desfilan en perfecta formación —se les podría llamar escritores uniformados— no ejercen una influencia concreta, y su huella terrena se borra en el mismo instante en que el paladar del público privilegia otros manjares. Es entonces cuando se percatan de que no guiaban, sino de que eran guiados.

Gracias al aniquilante voto de censura anónimo, «tan diáfano y rebosante de indignación», Maximilian Harden se había asomado por primera vez a la grieta del fascismo. Era 1889.

Ciento veinte años después, en 2009, Michael Haneke vuelve a la misma Alemania anterior a las guerras mundiales y consigue la Palma de Oro de la 62.ª edición del Festival de Cannes con una película fundamental desde, por y para el corazón de Europa: La cinta blanca. Un cuento infantil alemán. En 1913, en un idílico pueblecito donde nunca pasa nada, empiezan a pasar cosas. Sucesos terribles, aleatorios e inexplicables porque impera la ley del silencio. No hay un «nosotros», hay varios «nosotros» cerrados y enfrentados entre sí, donde no hay espacio para ningún «yo» porque la voz del diferente es despiadadamente castigada y reprimida. El círculo «nosotros» de los adultos contra el círculo «nosotros» de los niños, y el de los niños contra el de los adultos. Y la mayor crueldad, la más sádica y sectaria, se daba dentro de cada uno de esos «nosotros» en cuanto alumbraban un «yo», un diferente, una amenaza y un enemigo prioritario que batir o escarmentar, en el mejor de los casos.

Así, la culpa, las humillaciones y las vejaciones solo pueden ser compartidas y soportadas tanto en cuanto solo somos «nosotros», porque quien se atreva a sacar su «yo» (el personaje de la mujer humillada, el granjero servil, el niño deficiente) recibirá un castigo doblemente cruel: el de los otros y el de «nosotros», los tuyos. Así, ese «yo» aprende que lo condenable es salirse del «nosotros» y se volverá intolerante con el mundo exterior antes que severo consigo mismo. No hay ninguna delación de los autores del mal en toda la historia, ni de los niños ni de los adultos, solo represión cruzada y soterrada para reforzarse cada clan, cada «nosotros».

Decía Erich Fromm en 1941 que renunciamos a la propia libertad buscando refugio en figuras grandes y poderosas, o en un «nosotros», para evitar la soledad y la responsabilidad sobre la propia vida y las propias decisiones. En La cinta blanca caben tantos matices como personajes, unos veintidós en toda la película, pero el cuadro final es el retrato colectivo de cómo el «nosotros», cuando doblega y expulsa al «yo», determina movimientos totalitarios, llámense fascismo o estalinismo. La génesis del nazismo no estaba en las consecuencias del Tratado de Versalles, estaba allí antes de la Primera Guerra Mundial, seguramente, como consecuencia del sentimiento nacionalista llevado al extremo hasta el hastío. Un «nosotros» jingoísta, sin matices.

La película Frantz (2016), del director francés François Ozon, podría considerarse una secuela de La cinta blanca. Ambientada en los años posteriores a la Primera Guerra Mundial y rodada como aquella en un ascético blanco y negro, está libremente inspirada en una cinta de Lubitsch de 1932, Remordimiento, y esta a su vez en la obra de teatro de Maurice Rostand de 1925 El hombre que yo maté. Aquel «nosotros» prusiano de Maximilian y Haneke ha sufrido tras la contienda una tremenda paliza.

En una pequeña ciudad alemana, un matrimonio que ha perdido a su único hijo en la guerra, Frantz, se consuela junto a su prometida en un duelo compartido. Es un «nosotros» más amable, herido aún bajo el shock emocional de la pérdida y la derrota, que recibe con desconfianza la visita de un joven francés que llevaba varios días por allí visitando en el cementerio local el cenotafio —nunca recuperaron el cuerpo— de Frantz. ¿Quién es este extranjero y por qué visita cada día la tumba de uno de «nosotros», los vencidos? El joven francés tiene la determinación de acercarse a esta familia y hacerse perdonar su «yo» extranjero. Sea por aceptación o por remordimiento, construye un relato de amistad entre él y Frantz anterior a la guerra, cuando ambos estudiaban en París siendo compañeros del conservatorio. Cuando el joven francés los convence, y se convence, de haber sido el mejor amigo de Frantz, su «yo» es aceptado y entra a formar parte de esa familia, del «nosotros».

Sin embargo, lo único que movía al joven francés a acercarse a ellos era su «yo» atormentado: había asesinado en la guerra a otro «yo» que podría haber sido él mismo, o su mejor amigo. Construye un relato donde cabía su «yo» y el de Frantz, un nuevo «nosotros», simplemente para seguir viviendo después del horror y para dar consuelo a quienes ya habían dejado de ser otros. Podría ser una mentira piadosa, pero era un destello de humanidad: podían ser «nosotros y yo». La prometida de Frantz, como nota de esperanza, resuelve empezar una nueva vida en París, con identidad propia.

Quizá los felices años veinte fueron solo un paréntesis del «nosotros» más extremo, una celebración del «yo» que duró más bien poco. No sabemos cómo le iría a la prometida de Frantz con su recién estrenado «yo» en Francia durante los años treinta o después, durante la ocupación alemana. Acaso, como Ernst Jünger, tuviese que camuflarlo ante el avance de las nuevas apisonadoras gregarias que silenciaban a los europeos: el nazismo, la resistencia organizada en defensa propia o la clandestinidad de otro «nosotros» emergente y tan sectario como el propio nazismo: el comunismo soviético. Es reconfortante saber que, hasta en los momentos de la dictadura del «nosotros» más dura, el núcleo alemán del Estado Mayor en el París ocupado era decididamente antinazi. Como cuenta Jünger en los Diarios de París, había un puñado de «yoes», altos oficiales alemanes que se reunían en el Hotel George-V, y de ellos salió una oposición efectiva al terror de las SS. Miles de franceses debieron su vida, sin que ellos lo supiesen, a las conversaciones que allí se celebraban.

Terminada la Segunda Guerra Mundial, Europa se partió en dos. El este siguió bajo el yugo del «nosotros» y el oeste inició una carrera largamente esperada por la rehabilitación del «yo». Las democracias liberales se consolidaron y la prosperidad fue alimentando un gusto cada vez mayor por la individualidad. Hay dos películas italianas que retratan bien el empacho del «yo absoluto» y la decadencia de Occidente: La dolce vita, de Fellini (1960) y La gran belleza, de Sorrentino (2013).

Evidentemente, no era una decadencia exclusivamente europea; ahí está la versión surrealista ¿o simbolista? de El ángel exterminador (1962), si bien Buñuel manifestó que habría encajado mejor la historia en Londres o París. Mientras La dolce vita tiene algo de final nihilista, La gran belleza presenta la evolución del mismo personaje, Marcello, convertido en Jep Gambardella, cuarenta años después. La gran belleza es barroca por los cuatro costados —y tiene tantas aristas como costados—, pero, para lo que aquí nos ocupa, importa la escena cumbre que yo denomino «el chorreo a Stefania»: de sobremesa nocturna entre amigos, Stefania hace alarde de superioridad moral y compromiso social —«yo, de joven, en la Facultad de Letras, rezumaba vocación civil»— y, sin embargo, todo su discurso, como le afea Marcello-Gambardella, es 

una ostentación tediosa, Stefa, de yo, yo, yo (…) que esconde una cierta fragilidad, una cierta ineptitud. Y, sobre todo, una serie de mentiras: «Stefania, madre y mujer» y una vida devastada, como todos nosotros. Todos estamos al borde de la desesperación, no nos queda más remedio que hacernos compañía, bromear, tomarnos un poco el pelo. ¿O no?

Y Stefania se levanta airada y abandona en silencio la reunión. Seguramente llevan departiendo amigablemente años y ni siquiera han sido capaces de formar un «nosotros». Ni las fiestas salvajes, ni las cenas de amigos, ni los lazos profesionales, ni siquiera una sutil conciencia de clase han conseguido juntar más allá de las risas a un puñado de egos perdidos y aburridos de la vida, sin ningún arraigo ni propósito colectivo además de quemar las horas, preferiblemente nocturnas.

Nosotros o yo, esa era la cuestión. Puede que en Europa estemos condenados a la sensibilidad, como Jep Gambardella, y solo seamos capaces de vivir oscilando por épocas entre extremos imaginarios que no resultan nada satisfactorios. A veces, como dice Gambardella, se atisban los inconstantes destellos de belleza, en ocasiones podemos ser «nosotros y yo», aunque sea un poco de ficción, un truco.

Años después de aquel anónimo, Maximilian Harden se convirtió en un periodista político muy combativo que terminó cebándose en el escarnio a sus enemigos sin distinguir el ámbito público del privado. También es verdad que, más allá de sus propios errores, fue un visionario que defendió muy pronto la idea de una Europa unida como único medio de evitar futuras catástrofes. 

En 1922, los Freikorps ultranacionalistas atentaron contra Maximilian días después de asesinar al que una vez fue su amigo, el ministro de Asuntos Exteriores de la República de Weimar, viéndose obligado a cerrar su periódico y a exiliarse en Suiza. Falleció en la montaña mágica de Mollens en 1927, a consecuencia de las graves secuelas del crimen. 

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2 Comentarios

  1. Perti Giacomo Antonio

    Walter Rathenau se llamaba el citado ministro, amén de empresario y bastante buen escritor. Un ilustrado. Su padre fundó la AEG expoliada luego por los amigotes del pintor de brocha gorda.
    De Maximilian Harden apenas conozco nada y he leído menos, quizás debido al desafecto de Karl Kraus, probablemente la mente más clara de aquellos turbios momentos.
    Ya es raro encontrar un artículo a propósito del tema y más que esté tan bien escrito como el suyo. Enhorabuena. Desde que se perdiera la pista de J. L. Arántegui cuesta encontrar algo a propósito de aquellos tiempos que parecen empecinados en volver a repetirse.
    En su día la editorial Visor planteó plasmar en el español el pensamiento centroeuropeo de la época. Comenzaron muy bien, con el ensayo de E. Timms «Karl Kraus, satírico apocalíptico» y publicaron algunos ensayos del citado Kraus y Musil, pero pronto se cansaron. El tema no vendía.
    Si algo me interesa a mí vivamente, va a ser un fracaso comercial y le advierto que lo que escribe me atrae.
    Le seguiré la pista, aunque cambio de nick constantemente por costumbre. Me aburre parecer siempre el mismo.

  2. E.Roberto

    A este yo que va desde San Francisco hasta los Urales todavía le causa temor lo que está más allá de esos montes históricos. Desde los inicios esa otra mitad siempre fue vista con curiosidad, temor y su corolario inevitable, la conquista. Disculpe si me he ido por las ramas, pero este excelente artículo me ha hecho feflexionar, un poco a los ponchazos, lo reconozco porque cuando se habla de nuestra cultura occidental se me apagan luces, se encienden los equipos de reserva, suenan campanas, sirenas y enormes ejércitos de sombras comienzan a marchar.

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