Destinos Ocio y Vicio

Colmillos de mamut

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Detalle de un diorama en el Museo Estatal Ruso del Ártico y la Antártida. Fotografía: Ferran Mateo.

Genio es un africano que sueña con la nieve. (Vladímir Nabokov)

Alzo los ojos por encima de la hilera de reposacabezas. Llevamos ya un rato sobrevolando el mar y solo el ruido de las turbinas me recuerda que atravesamos la oscuridad nocturna como un cuchillo un postre de gelatina. Ahora el movimiento es solo un ruido. Eso, y los píxeles de la figurita con forma de avión en la pantalla que, sobre un mar perfectamente azul, resigue la línea roja que une dos lugares donde se hablan idiomas distintos. Juntos, el sonido de los motores y el símbolo alado parpadeante, se conjuran para hacer caer en trance a más de uno. La cabina de pasajeros es una suerte de embarcación suspendida entre dos eternidades, un limbo donde vagar por las ocurrencias, los recuerdos y las libres asociaciones del no tiempo aéreo. Escojo por descarte una película en el menú táctil. Luego no recordaré cuál. Los títulos que se ven entre nubes se desvanecen con una facilidad pasmosa. Todo lo que ocurre a bordo parece condenado a perderse en el sumidero del olvido. Más adelante solo una réplica de la película volverá a mi mente:

—¿Sabes cuál es el desierto más grande del mundo?

—¿El Sáhara?

—No, la Antártida. Al año no llueve ni la cantidad de agua que tienes en el vaso. Cuando una relación se convierte en un desierto tanto puede ser por un exceso de frío como de calor.

—¿Y qué tipo desierto es el nuestro? 

(Silencio)

Tampoco es que entienda del todo a qué viene el comentario. Mi mirada salta del rectángulo luminoso al auxiliar de cabina, luego a un viajero que se levanta, a la ventanilla negra y a un punto luminoso del ala, etc. Recuerdo —aunque bien puede ser un añadido posterior, pues recordar es inventar— la descripción de Annie Ernaux, en La mujer helada, de la perfecta esposa francesa de clase media que por dentro va convirtiéndose en un témpano, como si se practicara a sí misma una suerte de criogenización interior, a la espera de que el divorcio o una aventura la descongele y la devuelva a la vida: 

Los proyectos eran comunes, cambiar de coche, otro piso, o una casa antigua que rehabilitar, viajar cuando los niños supieran arreglárselas solos. Llegábamos incluso a expresar el deseo de cambiar de modo de vida. A veces suspiraba diciendo que el matrimonio era una limitación recíproca, y ambos nos sentíamos felices por pensar igual. Acabaron los años de aprendizaje. Después se convierte en una costumbre. Una suma de ruidillos en el interior, molinillo de café, cazuelas… 

La aventura amorosa, la entrega incondicional a un diplomático soviético con la cual quema todas las naves que la amarran a su vida anterior, ocurre y la contará en Pura pasión. Sea como sea, la lección que extraigo del vuelo es la de no desdeñar las películas malas, porque a veces una réplica inesperada en la que se intuye el talento desaprovechado del guionista te regala una perla. Sepultado entre hora y media de diálogos intrascendentes y giros predecibles, había aquel dato sobre los desiertos, la Antártida y relaciones al borde del precipicio. La aridez de cada desierto es peculiar. 

Me cubro el cuerpo y media cara con la manta raquítica, gentileza de la aerolínea. Antes de cerrar los ojos compruebo que el avión de la pantalla sigue su rumbo trazado con tiralíneas, como si no hubiera escapatoria posible. Se supone que yo estoy ahí, junto con los otros pasajeros, y me observo desde un punto todavía más elevado en el que este artefacto apenas mide unos milímetros. La sensación de desdoblamiento se convierte en la antesala del sueño. 

Sigo dándole vueltas a esos dos extremos, el desierto de arena y el de hielo, como si fueran dos hemisferios de un mismo cerebro, y recuerdo la república siberiana de Sajá, donde se producen las oscilaciones térmicas más bruscas del planeta. De verano a invierno el mercurio recorre un centenar de grados. Un sesenta y cinco por ciento del subsuelo ruso está formado por vétchnaia merzlotá (permafrost); es decir, lleva dos años al menos con temperaturas negativas. El frío del casquete norte penetra más allá del círculo polar, bajo las entrañas. Las ciudades creadas allí, en medio de la naturaleza más salvaje y libérrima, fueron levantadas por convictos. Y esa es otra gran paradoja de la nación de Dostoievski, que afirmó en El jugador que solo los rusos pueden aglutinar tantas contradicciones a la vez. En el norte, aprovechando las bajas temperaturas, hoy se instalan desde grandes centros de supercomputación y servidores hasta bancos de semillas. Por ejemplo, en el archipiélago noruego de Svalbard, en el océano Glacial Ártico, se guardan a modo de copia de seguridad especímenes comestibles de todo el mundo, para que, en caso de extinción, puedan reponerse en su lugar de origen, como ocurrió por primera vez en Siria, la primera en solicitar muestras autóctonas a causa de la guerra iniciada hace una década. Semillas de climas áridos subtropicales preservados bajo la nieve ártica… El frío que identificamos con la preservación y la memoria esconde las últimas huellas de décadas de represión estalinista, abandonadas al borrado definitivo. Y solo el permafrost, escribió Varlam Shalámov, mantiene intacto el recuerdo de lo ocurrido:

En Kolimá los difuntos no se entregan a la tierra, sino a la piedra. La piedra guarda y descubre los secretos. La piedra es más segura que la tierra. El permafrost guarda y descubre los secretos. A cada uno de nuestros compañeros, a cada uno de los muertos de Kolimá, a cada uno de los fusilados, de los muertos a golpes, de los desangrados por el hambre se les puede reconocer, aunque pasen decenas de años. En Kolimá no había hornos de gas. Los cadáveres esperaban en la piedra, en los hielos eternos. 

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Detalle de un diorama en el Museo Estatal Ruso del Ártico y la Antártida. Fotografía: Ferran Mateo.

Sin embargo, el autor de Relatos de Kolimá no previó las consecuencias del calentamiento global, que derrite el permafrost provocando un efecto dominó. A las emisiones de gases de efecto invernadero se suma la desestabilización de los cimientos de los edificios, elevados sobre pilares por encima del suelo, o la liberación de microorganismos durmientes, como la bacteria del ántrax que en 2016 infectó a los renos de la península de Yamal, y de estos, a su vez, pasó a los humanos. El hielo, dicen los expertos, es el mejor medio de preservación del pasado, pero también el más frágil. Se funde el permafrost y emergen esqueletos, pero no solo de animales prehistóricos que decorarán salas de museos de historia natural. Los secretos también se abren paso. Deportados y exiliados fueron enviados a Siberia, concluye Serguéi Lébedev en Oblivion, porque su muerte tuvo lugar en la geografía, no en la historia. El monólogo sebaldiano del narrador transcurre durante un viaje de la Rusia europea a la memoria familiar de la represión, en los «confines del lenguaje» —o las afueras del mundo— que es Siberia: «Todo estaba hecho para que el lugar donde la gente vivía y moría no absorbiera nada de sus vidas, para que el lugar no tuviera ninguna atracción, ni siquiera la más tenue. No había nada allí que suscitara compasión, nada a lo que aferrarse para sentir, y ese era el daño irreparable». 

Los relatos heroicos de las exploraciones al Ártico y las regiones del círculo polar fue otro modo de silenciamiento. Y esta misma contradicción la encontramos a doscientos metros de la Casa-Museo de Dostoievski, en una iglesia neoclásica de 1838 que se reconvirtió un siglo después en el Museo del Ártico. Es coherente que los exploradores polares se apropiaran de un lugar de culto, dado que eran considerados semidioses, junto con los astronautas. Y mientras en este museo se cantaban las hazañas de científicos y exploradores rusos y soviéticos a lo largo y ancho de inmensas extensiones de tundra y de hielo, la mayoría de la población vivía en unos nueve metros cuadrados, resignados a soportar las incomodidades de los apartamentos comunales. Otra contradicción. El Estado ensanchaba su espacio en proporción inversa a la superficie habitacional que asignaba a sus ciudadanos. 

En una vitrina cerca de la sala principal del museo —pasados los dioramas de las estaciones científicas, el oso polar disecado y las poblaciones de pingüinos— se expone instrumental quirúrgico y un retrato de Leonid Rógozov, el médico que, durante una expedición a la Antártida, con solo veintisiete años, tuvo que extirparse el apéndice. Después de una travesía de más de treinta días por mar hasta la base científica, y sin posibilidad de volver atrás ni de que lo rescataran por avión, se vio forzado a abrirse el abdomen en una situación de vida o muerte, sin saber si practicarse una operación a sí mismo era humanamente posible. «No pegué ojo en toda la noche. ¡Me duele como el demonio! Una tormenta de nieve azota mi alma y aúlla como cien chacales», escribió en su diario. Después de casi dos horas culminó con éxito la autocirugía. Más tarde recordaría que quienes le asistieron se pusieron más blancos que sus batas quirúrgicas. Rógozov regresó a casa convertido en un ídolo. Su hazaña había ocurrido dos semanas después de que Gagarin fuera el primer hombre en viajar al espacio. En un mismo tiempo convivió la ciencia que apuntaba al siglo XXI y la esclavitud del XIX.

No sé cuándo vi por primera vez la serie fotográfica de Evgenia Arbugaeva sobre Tiksi, en la costa de la República de Sajá, pero sí que no menguaba mi interés por las escenas que había captado de aquel punto de partida de las expediciones al Ártico. Arbugaeva, cuya infancia transcurrió en esa geografía inhóspita, documentó unos paisajes níveos salpicados de motas coloreadas: figuras humanas, edificios de viviendas prefabricadas grises, murales soviéticos… El blanco total nos asusta, nos exige un esfuerzo de imaginación. El frío intenso paraliza los pensamientos, los comprime a la mera conciencia de nuestra precariedad. Recuerdo unas palabras suyas: «Allí aprendí a entusiasmarme por los colores y las formas. Siempre nieva y en la tundra no hay árboles; es un espacio inmenso, por lo que cualquier persona que aparece en él se convierte de inmediato en interesante y digna de estudio». De la infancia siempre nos estamos alejando, como montados en un tren sin paradas. Aún no se puede viajar en el tiempo, pero Siberia es una anomalía. Es un espacio que amasa tanto tiempo que parece convertirse en la patria de la eternidad. Por eso, allí es posible que científicos rusos hayan descubierto crías de mamuts conservadas en el permafrost o semillas de Silene stenophylla de treinta mil años de antigüedad, la planta más antigua que se ha regenerado en un laboratorio.

Entre Moscú y Tiksi hay una distancia de casi diez mil kilómetros y seis husos horarios, pero todavía es Rusia. Cuando el moscovita se lava los dientes para irse a la cama, en ese puerto clave del mar de Láptev, antigua escala de la ruta marítima del Norte, los despertadores están a punto de sonar. Por eso antiguamente se decía que, en Siberia —la «Tierra dormida»—, Dios estaba muy arriba, y el zar, muy lejos. Antes de que en Tiksi se estableciera una colonia permanente a principios de la década de 1930, ya habían recalado las embarcaciones científicas que cartografiaban la terra incognita. Una de las razones que empujó a los románticos expedicionarios hasta allí fue la curiosidad en forma de colmillo. ¿Era un colmillo de elefante? El debate estaba servido: ¿cómo era posible que se hallaran, en las latitudes más extremas del planeta, restos de un animal de zonas cálidas? Pero no, el colmillo pertenecía a un antepasado suyo, el mamut lanudo. Mamut deriva de una palabra rusa, y esta, a su vez, de otra de la lengua vogul. Sus hablantes, los mansis, se referían a este animal como «topo de tierra», por la creencia de que el mamut vivía en galerías subterráneas, a resguardo de la luz del sol. El primer esqueleto de este animal extinto reconstruido casi en su totalidad lo recuperó un biólogo escocés en 1806. Conservaba restos de su espeso pelaje, lo cual vino a demostrar su adaptación al clima siberiano. Se acababan así las conjeturas sobre la presencia de animales tropicales en el Extremo Norte. 

De entre todos los aventureros que participaron a principios del siglo pasado en la frenética actividad de la exploración del Ártico, el barón Eduard Toll sigue siendo una figura bastante enigmática. Expedicionario de la Academia de las Ciencias de Rusia, su trágico final quedó vinculado para siempre al nombre de Tiksi, pues fue en su bahía donde echó el ancla definitivamente su barco, el Zariá [Aurora]. Antes de esta misión científica, que tenía entre otros objetivos dar con el paradero de una isla fantasma en el océano Ártico, participó en otra capitaneada por Aleksandr von Bunge, considerada una auténtica hazaña geográfica por la Academia de Ciencias de San Petersburgo. Excavaron hielo glacial fósil en la costa sur de las islas de Liájov, donde descubrieron restos bien conservados de mamuts, rinocerontes, antílopes e incluso un félido de dientes de sable. Bunge y Toll se atrevieron a cocinar un trozo de carne de mamut que, según afirmaron, no sabía del todo mal. 

En 1900, desde San Petersburgo zarpó el Zariá, que, en el ajetreo de los preparativos finales, recibió la visita del zar y otros miembros de la corte. La expedición de Toll, cuyo propósito era encontrar la legendaria e ignota Tierra de Sánnikov (de la cual emanaba una niebla azulina, según contó un miembro de la expedición cartográfica que creyó avistarla noventa años atrás), era la comidilla de los salones de la capital. Pese a las grandiosas expectativas, la embarcación quedó atrapada en el hielo antes de cumplir su cometido. Toll y tres de sus hombres partieron de la isla Kotelni en dos trineos y un kayak, decididos a plantar la bandera en esa isla fantasma. Su rastro, no obstante, se perdió en la isla de Bénnet, en el mar de Siberia Oriental. Cuando se percataron de la escasez de alimentos, intentaron alcanzar tierra firme subidos, tal vez, a una placa de hielo. En la misión de rescate emprendida por Aleksandr Kolchak —futuro líder del movimiento antibolchevique—, el explorador encontró una carta de Toll dirigida al presidente de la Academia de Ciencias: «Hoy emprendemos nuestro viaje de vuelta al sur. Tenemos provisiones suficientes para unos veinte días. Todos estamos bien de salud». Entretanto, otros hombres del barón fondearon en la bahía de Tiksi el cadáver del Zariá, cuya silueta siguió desdibujándose durante décadas en la niebla.

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Detalle de un diorama en el Museo Estatal Ruso del Ártico y la Antártida. Fotografía: Ferran Mateo.

Precisamente en Tiksi, base militar y científica que durante la Guerra Fría vivió su época de esplendor, nació Evgenia Arbugaeva en 1985. En ese asentamiento instaurado en 1932 por el gobierno soviético, recalaron algunos habitantes atraídos por la naturaleza virgen del Ártico. Otros picaron el anzuelo de las retribuciones en compensación por las interminables noches polares y de los 120 días anuales de vientos huracanados. Los mares recuperan su apariencia líquida solo dos meses al año, y el verano llega huidizo, regalando días en que el sol se mantiene las veinticuatro horas sobre el horizonte.

Poco después del derrumbe de la Unión Soviética, la familia de Arbugaeva se unió al éxodo general a la ciudad. El número de almas en Tiksi se redujo a un tercio hasta caer a cinco mil. Todavía queda una enorme pintura mural con la hoz y el martillo en uno de los bloques de viviendas de hormigón, ahora desconchado. También hay un hotel, un museo, algunos Tupolev en el único aeródromo que sobrevive de los tres que hubo, una cafetería y varios puestos donde comprar vodka, paliativo para sobrellevar la certeza de estar desgajado del mundo. Para una niña, sin embargo, no existen los territorios baldíos. Los sueños de llegar a ser exploradora de los océanos a lo Cousteau, bailarina del Teatro Bolshói o astronauta tras los pasos de Gagarin no se congelaron. Arbugaeva se fue a estudiar fotografía a Moscú y luego se mudó a Nueva York. Dieciocho años más tarde desanduvo el camino.

La historia de esta fotógrafa, cuya amistad con una niña de su pueblo natal le devolvió la mirada infantil a un espacio en decadencia, me abrió una ventana al paisaje más abstracto de la Tierra. Allí se funden el blanco de la nieve, el óxido de la tundra y el verde de las auroras boreales. Empezamos a intercambiar correos. A veces escribía una línea: «Estoy de viaje en un lugar muy lejano, sin apenas conexión a internet. Saludos, E.», y desaparecía algunas semanas. Otras, me explicaba que Tiksi, en lengua evena, significa «lugar de encuentro de peces para el desove». O, desde Nueva York, respondía que echaba de menos la tundra, la sensación de libertad y vacío. «En Tiksi todo es insólito. Un amigo periodista viajó allí por trabajo y, de regreso, me dijo que le había ayudado a entender mejor mi carácter: ahora la tranquilidad de la tundra, ahora la fuerza de una nevasca, ahora el destello de una aurora boreal…».

Para alguien procedente de climas templados, el paisaje casi monocromo de Tiksi le produce la misma sensación que cuando entra en una habitación a oscuras y debe esperar a que la mirada se habitúe para distinguir los detalles. Una vez le pregunté por esos matices para mí invisibles: «En invierno es como estar en medio del espacio. El cielo, apretujado de nubes, es blanco como la tierra nevada. El horizonte desaparece, todo se confunde. Cuando corres con los brazos extendidos, te da la impresión de que vuelas en el espacio y sientes ingravidez. Pero esto solo ocurre dos horas al día. Luego se cierne la noche polar y se forman las auroras boreales, que pintan de verde el cielo y la nieve. En otoño, la tundra se asemeja a Marte, el suelo se cubre de un manto dorado. Caminar sobre el musgo es muy agradable, puedes tumbarte en él como en un colchón mullido. En primavera, el sol empieza a brillar, todo el mundo está más animado porque sale de su letargo invernal». No me describía el verano porque nunca lo pasó en Tiksi. Su familia viajaba a lugares cálidos para tomar baños de sol y saciarse de fruta antes de regresar al silencio polar.

A Arbugaeva le llevó dos años completar su serie fotográfica sobre Tiksi. Cinco visitas, cada una de un mes de duración. «Con el tiempo empecé a preguntarme si aquel rincón aún existía, si se parecía a las imágenes irreales que guardaba en la memoria. Mi sorpresa fue descomunal: todo había cambiado. Seguían allí las calles y edificios, pero donde antes había pinturas de vivos colores ahora se veían muros descascarillados, la mitad del pueblo estaba vacío, las viviendas tapiadas.» Al principio, no sabía qué fotografiar, el contraste entre sus recuerdos y la realidad la desconcertaba. «Me acerqué a la bahía y miré el océano. Tania y su madre estaban sentadas cerca. La niña, con las mismas trencitas que me hacía a mí la mía, lanzaba piedras al agua. Hablamos y le tomé algunos retratos. Al llegar a Nueva York, me di cuenta de que las únicas imágenes que me gustaban eran aquellas en las que aparecía Tania. Cuando volví a Tiksi, le pedí permiso para seguirla a todas partes. Así nació nuestra amistad.»

En los instantes congelados en esas fotografías, Tania experimentaba el mismo trance por el que pasó Evgenia a su misma edad. Sus padres también habían decidido marcharse de Tiksi. Los de Evgenia fueron a parar allí después de licenciarse, con un trabajo asignado por el Estado. «Es posible que cuando Tania se haga mayor intente recordar Tiksi. Quería que las imágenes fueran postales de su infancia.» Evgenia veía en Tania su propia historia repetida, una realidad revivida desde un punto de vista distinto. Marcel Proust siempre recordó el frío que lo invadió una noche en que su madre, atareada con unos invitados, no subió a su habitación para darle el ritual beso de buenas noches. De aquel paraíso irrecuperable de la infancia, salieron las siete partes de su célebre novela. En Siberia, el tiempo no se pierde, sino que queda suspendido hasta que un científico descifra el ADN de una semilla o una fotógrafa pasea con una niña por su paisaje, a medio camino entre lo real y lo imaginado. 

En el avión, la luz de navegación situada en el extremo del ala indica la dirección de la aeronave. Cuando se apague, significará que ya amaneció. De pronto pienso en que hace cinco años encontraron un colmillo de mamut en mi cuerpo. Pasé por el quirófano y los controles de seguimiento han ido confirmando que todo está bien. Hay algo en los hospitales que asocio con Siberia. Esa ausencia de matices en lo que ves, la conciencia de la fragilidad, el frío en el cuerpo tumbada en la camilla, la noche absoluta cuando los ojos caen con la anestesia. Deambulas entonces por un paisaje sin horizonte, a la deriva, como el barón que buscaba el sur subido a una placa de hielo.

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Un comentario

  1. The Lady of Shalott

    Qué bien escrito. Enhorabuena por esta publicación

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