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Brooke Shields, Boris Becker y el verano de la venganza de Agassi

Boris Becker y Andre Agassi. Foto Cordon.
Boris Becker y Andre Agassi. Foto: Cordon.

No podemos entender la carrera tenística de Andre Agassi sin Nick Bolletieri. Ni tampoco la carrera de entrenador de Bolletieri sin el Kid de Las Vegas: la joya mejor pulida de su academia. Pero era necesario hacer un cierre de esa relación, más que nada por la salud mental de Agassi. Recapitulemos: estamos en 1993 y Agassi había ganado Wimbledon el año anterior, pero se había estancado en su juego. Los rivales habían descubierto cómo desactivar su juego y sacarlo de los partidos. Tampoco la relación era la mejor entre ellos: parecía, más bien, una réplica de ese padre autoritario que al Kid de Las Vegas lo trastornó durante su niñez y adolescencia. Era uno de los mejores jugadores del mundo, pero no el mejor, y eso un ganador nato como Bolletieri lo llevaba mal. Nick se parecía al personaje que interpretaba Viggo Mortensen en La teniente O’Neil. Fue el descubridor y formador de Venus y Serena Williams, Marcelo Ríos, Monica Seles, María Sharapova o de Martina Hingis. Su academia parecía más un centro de internamiento que un lugar donde aprender a jugar al tenis. Firme partidario de la letra con sangre entra, lanzó tantos tenistas al estrellato como daño provocó. Y si no, que le pregunten al bueno de Jim Courier.

Cuando el vínculo entre ambos terminó, el Kid de Las Vegas buscó un perfil distinto: un entrenador que trabajara más la parte psicológica y le diera las herramientas necesarias para afrontar los momentos críticos en los encuentros. Ahora está más que normalizado que los tenistas top viajen con un psicólogo, pero en aquella época el entrenador tenía que hacer también de terapeuta. Agassi conoció a Brad Gilbert en marzo de 1994 y la conexión fue inmediata. Gilbert era un hombre tranquilo y paciente. Después de retirarse, se convirtió en un auténtico gurú del coaching, editando varios libros de psicología deportiva. Sus lecciones eran sencillas: para ganar no había que jugar bien, sino lograr que el adversario jugase mal. Esto fue lo que más le costó entender a Agassi, que necesitaba tener un timming perfecto para sacar adelante los partidos.

Brad conocía la historia personal de su pupilo y e intentó hacerle entender que podía salir adelante si lograba entender que era algo más que lo que había vivido en su niñez y adolescencia. Quería hacer de él un Marco Aurelio con extensiones y pintas de rock star decadente de Sunset Boulevard. No fue una tarea fácil. Al año siguiente, en 1994, el norteamericano ganaría su primer Us Open ante Michael Stich. Pero seguía siendo un tenista irregular; un cohete que no terminaba de despegar. Gilbert era consciente de que tenía mucho trabajo por delante. 1995 sería un año clave en su carrera profesional.

 El año del despertar

Agassi se convirtió en el nuevo número uno del mundo en marzo de 1995. Cualquiera en su situación estaría en una nube, pero él seguía frustrado. Ganó el Abierto de Australia y el torneo de Miami a Pete Sampras e hizo final en Indian Wells. Su juego había mejorado y su preparación física también. El método Gilbert daba resultado. No perdía tanto la concentración y era más práctico a la hora de seleccionar los golpes. El único lunar fue una inesperada derrota en primera ronda de Roland Garros. Después de eso, viajó a Londres para participar en Wimbledon. Su relación con la hierba londinense fue conflictiva por varias razones: en primer lugar, le desagradaba el riguroso dress code del torneo; en segundo lugar, porque jugar en hierba no le permitía desarrollar su juego desde el fondo de la pista con fluidez. Tampoco le gustaba el protocolo británico. Wimbledon es un torneo que huele a nostalgia imperial y a novela de Conrad y Kipling.

Después de acceder a las semifinales del torneo por primera vez desde 1993, la pista estaba a rebosar para ver su partido contra Boris Becker, a quien había ganado las cinco veces anteriores. En el estadio, un vendedor ambulante vendía pañuelos como el que llevaba el Kid de Las Vegas en su cabeza, así como perillas postizas al más puro estilo Fu Manchu. El alemán llegaba a semifinales jugando un excelente torneo. Quizás no era el Becker intimidante de la década de los 80, pero seguía siendo un triple campeón de Wimbledon. Boris destacó por ser el ganador más joven de la historia del torneo con diecisiete años. Su ascenso al éxito fue fulgurante. Su juego en la red, su potentísima derecha y sus reflejos lo convertían en un rival temible. No fue un dominador como Lendl, McEnroe o Connors, pero sí un excelente competidor. Aparte de su talento tenístico, también el alemán dejaba titulares en ruedas de prensa. Becker decía de Ivan Lendl que no tenía alma; y de los tenistas españoles, que eran «ratas de tierra batida». De hecho, cuando Carlos Moyá lo derrotó en las semifinales del Abierto de Australia de 1997, Becker declaró que «estaba demasiado mayor para que un españolito le hiciera correr de lado a lado de la pista». 

Agassi y Becker eran totalmente opuestos en cuanto a estilo de juego: Becker buscaba finalizar en la red, mientras que al americano le gustaba mandar desde el fondo de pista. El alemán, como muchos de sus compañeros de generación, practicaba el saque y red con fervor religioso. Su tenis era equilibrado y armónico. No especulaba demasiado. Se planteaba cada punto como una superposición de decisiones que lo llevaban a una conclusión lógica. La forma en que jugaba a este deporte era similar a cómo entendía Francis Bacon la filosofía: como un sistema de reglas y procedimientos que permiten llegar a lo general a partir de los hechos particulares. La década de los 90 trajo un nuevo perfil de tenista, mucho más físico, en contraposición del perfil de saque y volea de épocas anteriores. Evolucionaron los métodos de entrenamiento y también las raquetas. Con las de grafito, los tenistas podían golpear más rápido y con mayor efecto la bola. En el caso del estadounidense, además, la empuñadora que utilizaba —una semioeste— le dejaba restar un poco más alejado de la línea de fondo para meterle después mayor profundidad y colocación al tiro.

Agassi imponía un ritmo infernal a los partidos debido a su velocidad de movimientos y de ejecución de los golpes. Si golpeaba a bote pronto, hacía que los intercambios fueran más rápidos, como si de un relámpago se tratase. Trabajaba pacientemente cada punto, y esperaba que sus rivales dejaran una pelota corta de más para machacar a mitad de pista. Por ejemplo, si jugaba ante alguien que restase mal, el Kid de Las Vegas tenía un porcentaje de primeros saques alrededor del ochenta por ciento. Si lo hacía contra un adversario que restase bien, variaba los saques para que su rival no memorizase su patrón. Si notaba que su rival tenía un revés débil, presionaba esa zona hasta desarbolar del todo su juego. Con su revés, el estadounidense marcaba la diferencia porque, a diferencia de otros jugadores, no usaba los brazos para generar velocidad. Hacía una ligera torsión de su cuerpo para acortar el swing del golpe y darle más rapidez.

Sin embargo, más allá de la táctica tenística —que el alemán aplicó a la perfección, sobre todo después del segundo set, impidiendo y quitándole tiempo de reacción al estadounidense a la hora de abrir pista con su golpe de revés—, Becker sacó a su rival del partido mandándole besos a Brooke Shields —que por aquel entonces era la pareja de Agassi— cada vez que cambiaban de lado. Su relato de los hechos era el siguiente: «Andre estaba siendo mejor tenista que yo en ese partido. Estaba desactivando mi juego. Tenía que hacer algo». Bolletieri se pronunció en estos términos: «Le dije a Boris que para ganarle tenía que hundirle mentalmente. No puedes arrasarle a base de raquetazos. Tenía que demostrar que era capaz de hacer que mis jugadores ganasen, así que hice lo que tuve que hacer. Aquel partido demostró a Andre que yo tenía que proseguir con mi carrera», sentenció Nick. Agassi cayó en la trampa de su rival y perdió el control. Su lenguaje corporal era pésimo. Brad aplaudía desde el palco para darle ánimos; Shields, desconcertada, también hacía lo mismo. Gil Reyes, por otra parte, parecía el guardaespaldas de un rapero de la Costa Oeste vestido de negro entero, observando la escena con los brazos cruzados. No le gustaba lo que estaba viendo. Agassi perdió en cuatro sets.

Después del encuentro declararía en rueda de prensa que su mente «se había ido del partido». Pasó varios días sin hablar con nadie. Estaba dolido. Había caído en una provocación absurda. Se había comportado como un juvenil. Olvidó que Bolletieri no tendría piedad. Un sádico que se comportaba como el líder de una secta. No obstante, Agassi tomó nota, y empezó con los preparativos de su venganza. Tenía un plan y lo iba a ejecutar aunque tuviera que vomitar sangre. ¿Qué es la rebeldía sino la toma de conciencia de la opresión? Toda rebelión, dice Camus, va acompañada de la sensación de tener razón. Todo valor no implica una rebelión, pero para rebelarse sí hace falta valor

El verano de la venganza

Del mismo modo que la rebelión necesita la conciencia de la posición de esclavo, la venganza requiere conciencia de la posición de verdugo. Requiere una cuidadosa planificación. No pueden quedar cabos sueltos. Es irracional, pero humana. El que aspira a vengarse utiliza la ofensa que ha recibido para sobrevivir, domesticando sus bajos instintos y esperando pacientemente su momento. Gilbert le intentó hacer ver a su jugador que esa derrota estaba dentro de lo probable cuando uno juega contra un especialista en hierba como el alemán. Pero Agassi lo gestionó como si de un cataclismo se tratase: «Esa derrota es una de las más devastadoras de mi vida. Al terminar no intercambio ni una palabra con nadie. Ni con Gil, ni con Brad ni con Brooke. No hablo con ellos porque no puedo; estoy destrozado, abatido de un disparo». No había perdido un partido: le habían arrebatado su dignidad. En la rueda de prensa posterior al encuentro, además, Becker lanzó varios dardos a la organización de Wimbledon, diciendo que habían otorgado al americano un trato de favor respecto a los demás jugadores. Subrayó la arrogancia de su oponente, de quien decía que apenas se relacionaba con el resto de jugadores, acusándolo de «elitista». Cuando Brad leyó el periódico al día siguiente, fue bastante claro: «Andre, esto es la guerra».

El objetivo estaba puesto en el US Open. Bautizaron a la gira americana de pista dura veraniega como la del «verano de la venganza». Entrenó más y mejor, cuidó su alimentación y sacó toda la furia que llevaba dentro. Sabía que esa gira sería el mejor momento para opositar al título en Nueva York. La primera parada del verano de la venganza fue en Washington DC. En la final del torneo derrotó a Stefan Edberg, en un partido en el que los servicios médicos tuvieron que intervenir varias veces debido al calor que hacía. Vomitó en el vestuario, y lo hizo también en las plantas decorativas que había en el fondo de la pista. Luego derrotó a Sampras en la final de Montreal, a Michael Chang en New Haven, y al holandés Richard Krajicek en Cincinatti. Había ganado veintiocho partidos seguidos y cuatro títulos. Hasta ese momento, su parcial en pista dura era de cuarenta y cuatro partidos ganados por tan solo dos derrotas: «Los periodistas me preguntan si me siento invencible, y yo les digo que no. Creen que mi respuesta es fruto de la modestia, pero les estoy diciendo la verdad. Así es como me siento. No puedo sentirme de otra manera en el verano de la venganza. El orgullo es malo; el estrés es bueno. No quiero confiarme; quiero sentir rabia. Una rabia infinita que me devore». Brooke, cuando lo veía derrengado en la cama del hotel, le preguntaba:

—¿Por qué no te retiras?

—Porque es el verano de la venganza.

Estaba preparado para Becker. Y el destino los cruzó de nuevo en Nueva York.

El gran duelo

Estamos a finales de agosto de 1995, y el Kid de Las Vegas viajó a Nueva York con un ritmo competitivo muy alto, seguro de sí mismo. Si cuando hemos hablado de Wimbledon nos hemos referido en términos de elegancia y de equilibrio, el Abierto de Estados Unidos es cutre y excesivo. El ruido es ensordecedor, y cada encuentro parece un partido de Copa Davis. La pista central del torneo se ve tan grande desde las gradas de abajo que parece que va a ser devorada por un monstruo; las escaleras son tan escarpadas que da la impresión de que un solo paso en falso conduciría a una muerte ridícula. En las gradas de arriba se encuentran todos aquellos aficionados que no pueden pagar una buena entrada; en las de abajo, la beautiful people neoyorquina, con sus camisas de algodón con puños franceses de Ermenegildo Zegna, corbatas de seda de Ralph Lauren y zapatos de cuero de Fratelli Rossett. Las clases altas van siempre a la jornada nocturna del Abierto de Estados Unidos como si salieran de American Psycho o de La hoguera de las vanidades.

Cuando se conoció el sorteo del cuadro principal del torneo, Becker y Agassi cayeron del mismo lado. El estadounidense hubiese preferido al alemán en la final, pero estaba contento. Antes de jugar contra él, tuvo que batir a Stefan Edberg, a Petr Korda y Álex Corretja. Sacó partidos difíciles hacia delante y jugó concentrado. Hasta los medios de comunicación fueron más benévolos con él. El star system tenístico veía en él a un chico de clase media que hacía más ruido con su atuendo y su actitud que con su tenis. Agassi no reflejaba esa ética del trabajo duro que tanto gusta a los americanos, y que Jimmy Connors o Sampras, por ejemplo, sí representaban. Era indolente en sus días malos. Su entrenador le decía que tenía que sufrir, perder un montón de partidos igualados, y que cuando eso sucediera, el cielo se abriría y saldría adelante. El partido entre ambos se dio el 5 de septiembre de 1995. Era el momento de ver si el verano de la venganza había servido para algo o, si por el contrario, había sido un espejismo. Agassi cuenta en su biografía que le pidió al guardia de seguridad en el túnel de vestuarios que lo mantuviera lejos del alemán, porque no quería verlo ni en pintura.

Era una tarde calurosa y húmeda en Nueva York. El partido se había anunciado en las marquesinas de la Quinta Avenida como los combates de Mohammed Alí contra Joe Frazier en el Madison Square Garden. La prensa deportiva, sobre todo los comentaristas de la ESPN, abrían las noticias siguiendo al detalle la rivalidad entre el americano y el alemán. Nueva York nunca descansa. Por eso, la revancha tenía que suceder en la ciudad que había ambientado la inmensa mayoría de las historias del siglo XX. Nueva York te mira burlona dentro de ese enorme carnaval de oportunidades que te ofrece. No iba a ser un partido más, sino una batalla campal. 

Boris entra primero en pista, y lo hace ataviado con un polo blanco y un pantalón corto azul marino de Lotto, mientras que el Kid de Las Vegas aparece con un polo ancho de Nike de rayas color burdeos, su perilla de pintor callejero de Montmartre y unas zapatillas de jugador de la NBA. El partido empezó con el guion previsto: Agassi intentando mantener el control desde el fondo de pista, y Becker yendo a la red. Al teutón no le interesaban los puntos largos. Su tenis era de transiciones más rápidas. Sabía que si su oponente enfriaba el encuentro mediante intercambios largos desde la línea de fondo, él tenía todas las de perder.

El norteamericano empezó fuerte al resto: leyó con facilidad los saques de su oponente, alternando golpes planos con otros más liftados. Su objetivo era evitar que el alemán se metiera en pista, alejarlo dos o tres metros de la línea de fondo y, a partir de ahí, evitar, en la medida de lo posible, que subiera a la red. Hasta que llegó Novak Djokovic, el mejor resto del circuito lo tenía el americano. A través de su devolución, buscaba darle mucha velocidad a la pelota y quitarle tiempo de reacción a su oponente. Él mismo analizó el lenguaje no verbal del alemán y detectó varios aspectos interesantes: «Boris Becker era un poco obvio. Tenía un movimiento habitual con la lengua cuando se balanceaba para ejecutar el saque: si cerraba la boca, el saque iba al centro de la pista; si deslizaba la lengua hacia un costado, entonces seguramente realizaba un saque abierto. Me pasé un par de horas mirando viejos videos, y no había HD ni la cantidad de cámaras con las que se televisan los partidos hoy, pero en algunos primeros planos de la TV se veía como Boris sacaba su lengua antes de sacar».

La estrategia de Becker no varió. No le perdió la cara al encuentro en ningún momento, y eso a Agassi no le gustó nada. Lo miraba suspicaz. Estaba ejecutando el plan a la perfección, pero su oponente no bajaba el nivel. Becker resistía. Se aferraba a la pista. Miraba a su palco y veía cómo su entrenador se llevaba el dedo índice a la sien pidiéndole calma y concentración. Gracias a Nick, estaba reviviendo en el ámbito tenístico. Cuando ambos empezaron a trabajar juntos, el americano le dijo que su reto sería despertar al tricampeón de Wimbledon que llevaba dentro. Y lo consiguió. Al comienzo de su relación profesional, en 1993, el alemán había caído al puesto número once del mundo. En 1995 ya era el tres. En un momento dado del partido, Boris mandó besos de nuevo a Brooke Shields, y Agassi tuvo un déjà vu de la semifinal de Wimbledon. Perdió la concentración, y empezó a mandar bolas al pasillo y a la red. Becker aprovechó este bajón de su rival para intentar igualar el partido en el tercer set. El público intentó resucitar a su jugador animándolo y silbando al teutón. Pero el árbitro tuvo que intervenir varias veces para pedirle que guardara silencio. No sabíamos cómo reaccionaría Agassi: ¿se dejaría llevar y tiraría el encuentro por la borda? ¿Se notaría el trabajo de Gilbert en el aspecto mental? 

Agassi sorprendió a propios y extraños. Estaba preparado para esto y sabía que Nick y Becker volverían a jugar sucio. Aprendió del error que cometió en Wimbledon, y mantuvo el mismo esquema de juego. Sabía que estaba siendo mejor que su rival y que tenía más recursos. En su palco, el ambiente era tenso. Había mucho en juego. Gil Reyes, con su pose de portero de la discoteca Berghain, aplaudía a su jugador. Preparó físicamente al Kid de Las Vegas para partidos así. Si perdía un partido, desde luego, no sería por falta de físico. En la grada, Brooke animaba a su novio y hablaba con Gil. El público también hacía lo mismo. Agassi salió del bloqueo, y fue después del tercer set cuando jugó a placer. A Becker las piernas no le respondían como antes. Parecía que se había dedicado a pintar las líneas de fondo y a limpiar la pista antes del encuentro. Las enseñanzas de Brad surtían efecto: «Deja de intentar noquear a tu rival. Deja de ponerte el listón tan alto. Lo único que tienes que hacer es mostrar solidez. En individuales, en dobles, ve un paso más allá. Deja de pensar en ti y en tu propio juego, y ten en cuenta que ese tío que hay al otro lado de la valla tiene sus puntos débiles. Ataca esas debilidades. No tienes por qué ser el mejor jugador del mundo cada vez que sales a la pista. En lugar de ser TÚ el que triunfe, consigue que sea ÉL el que fracase. Mejor aún, DEJA que fracase. Todo tiene que ver con probabilidades y porcentajes. Tú eres de Las Vegas; algo deberías saber sobre probabilidades y porcentajes. La banca siempre gana, ¿no? ¿Por qué? Porque las apuestas juegan a favor de la banca. ¿Entonces? ¡Sé tú la banca!».

El público espera que su jugador remate al alemán, y Agassi lo consigue en dos horas y veinte minutos de partido. Su palco se levanta y aplaude; los aficionados pitan de nuevo a un Becker, que en la rueda de prensa posterior al encuentro diría que nunca vio jugar al Kid de Las Vegas con tanta determinación como ese día. Los medios de comunicación escribieron aquel día que Agassi se «había ganado el corazón de los aficionados». El estadounidense se dirigió a su palco, agitando el puño satisfecho; después se dirige a la red para saludar a su rival, con quien no vuelve a cruzar la mirada. Fue de las pocas veces en que el Kid de las Vegas se sintió satisfecho consigo mismo. Becker salió humillado, no por el resultado, sino por la actitud de desprecio que su adversario mostró en el saludo final. 

Pero la alegría de Agassi duró poco, porque perdió en la final contra Sampras. Se lesionó después de jugar contra Becker. Tenía un desgarrón en uno de los cartílagos de las costillas y jugó mermado: «En el trayecto de regreso a casa de Brooke, me sujeto la caja torácica y miro por la ventanilla, reviviendo todos y cada uno de los golpes de ese verano de la venganza. Todo el trabajo, los entrenamientos, las esperanzas, el sudor, y todo me lleva a la misma sensación de decepción, de vacío. Por más que ganes, si no eres el último en ganar, eres un perdedor. Y al final siempre pierdes, porque siempre está Pete. Como siempre, Pete. Esta es la derrota final, la überderrota, el alfa y omega de las derrotas que eclipsa todas las otras. Mis derrotas anteriores contra el mismo rival, mis derrotas contra Courier, mi derrota contra Gómez… todas ellas fueron heridas superficiales comparadas con esta, que siento como si me hubieran clavado una lanza en el corazón». Todo lo que el estadounidense avanzó en aquel verano lo estropeó ante Sampras. Fue un espejismo, una vana ilusión. Gilbert tuvo que levantarlo para que preparara lo que quedase de temporada. Había perdido el número uno y la ilusión. Volvieron las noches de ansiolíticos y vodkas, de vacío existencial y la tristeza. 

En la historia de Agassi encontramos la falta de certidumbre moral, y la ausencia de armonía, que en su caso reflejaba la carencia de una ambición y un propósito interno. Su vida ilustra las complejidades del alma humana, mostrándonos una importante lección acerca de la búsqueda del sentido de la existencia y la mentira del sueño americano. Desarrolló una insatisfacción abocada a la impostura y, en cierta forma, a la tragedia. En el Kid de Las Vegas, el cliché «no sé quién soy» simbolizaba algo más que una frase hecha: era su sello de garantía. Nunca quiso encajar ni lo pretendió. Se inventó su propio mundo lejos de los convencionalismos y la hipocresía del mundo del tenis. En 1996, ganó la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Atlanta, culminando un nuevo hito en su carrera. En 1997 se hundió en las tinieblas de la depresión. Rompió con Brooke Shields y el mundo de Hollywood, y se enamoró de una Steffi Graf que daba sus últimos coletazos en el circuito. Graf era la chica discreta y prudente que consigue cambiar al chico malo; y él, el chico torturado que se redime de todo sus males gracias a ese amor idealizado y redentor. Fue en 1999 cuando el Kid de Las Vegas, gracias al poder «sanador» del amor que sentía por Steffi, ganó Roland Garros, en una final agónica ante el ucraniano Andrei Medvedev, completando así el Grand Slam. Un final redentor para un deportista que se acostumbró a transitar el purgatorio. 

La conexión Agassi-Foster Wallace

David Foster Wallace no fue solo el novelista más importante de su generación —con permiso de Jonathan Franzen—, también el que mejor reflejó lo que supone el tenis no ya como deporte, sino como escuela de vida. En The String Theory, el ensayo que publicó en 1996 para la revista Esquire, escribió con rotundidad: «Detesto a André Agassi con pasión». Del Kid de Las Vegas decía que era como «una prostituta de un puerto», porque si perdía, se quejaba, pero si ganaba, también: «No me gusta: siento que estoy viendo jugar al diablo». De su relación con Brooke Shields dijo que parecía que «estaba viendo a Sigourney Weaver del brazo de Danny DeVito». Se metía con su «barriga peluda» y también con su debilidad mental en pista. Resulta curioso este odio, si tenemos en cuenta que Foster Wallace compartió con Agassi una historia similar: soledad, padre autoritario e incomprensión de su entorno. Ambos fueron juguetes rotos.

Una explicación de esta inquina la podemos encontrar en que el escritor admiraba la belleza del tenis clásico de Pete Sampras, y su genialidad sin estridencias. Para él, el tenis no era solamente una experiencia religiosa, sino también un tratado de estética. Se refugiaba en la belleza como salvavidas en ese páramo ético y cultural que se había convertido los Estados Unidos de la revolución neoconservadora de Ronald Reagan. En su mirada, Agassi representaba todo aquello que rechazaba, como la chulería: «La expresión facial de Agassi es muy engreída. Tiene la actitud de quien está acostumbrado a ser mirado y asume automáticamente en el momento en que aparece en cualquier lugar que todo el mundo lo está mirando». La literatura de Wallace revelaba una personalidad solitaria, obsesiva y neurótica. Personajes como Kate Gompert o Hal Incandeza en La broma infinita son réplicas de un escritor que no sabía relacionarse con la genialidad y la normalidad, como le pasaba al propio Agassi. 

Tanto el Kid de Las Vegas como Wallace explican la mutación antropológica del homo neoliberal, especialmente en Estados Unidos: un ser precario, aislado y frágil en una sociedad que no da espacio a la sinceridad. Wallace usó la ironía también para desacreditar el pursuit of happiness americano, y sus consecuencias, así como el espejismo de una sociedad de adictos y de depresivos. Agassi mostró la otra cara del éxito: la de la frustración y la soledad. Ambos estaban hartos de sus propias obsesiones. El poeta decía que siempre había algo de gozo en el propio sufrimiento, pero ¿llevaba razón en estos casos? El cuchillo y la herida se atraen. Y, por supuesto, esto depende de la vulnerabilidad de cada uno. Algunos lloran —Agassi— y otros se suicidan —Foster Wallace—. Y con la historia de ambos se puede escribir la de la humanidad entera.

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5 Comentarios

  1. Gran reportaje!

  2. En el Australian Open 1997, Carlos Moyá ganó a Becker en 1 Ronda, no en semifinales tal y como se indica en el artículo. Gracias.

    • michelle madois

      Su semi del año anterior, en 1996, ante Woodforce!!! sería de hecho la última de su carrera. Boris nunca hubiese hecho esas declaraciones en una semifinal. Probablemente tras el partido ante MOYA boris decide retirarse del tennis. Fue su último gran partido

  3. Orsonwelles

    Buenísimo artículo

  4. Él es el mejor.

    Recomendaré a este médico de relaciones cuando se trata de traer de vuelta a Ex amante.

    su hechizo de amor trajo de vuelta a mi amante y me ha sido tan fiel.

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