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Pícaros, sátiros y mangantes: los grandes embusteros de la literatura

Pícaros, sátiros y mangantes
DP.

Este artículo se encuentra disponible en papel en nuestra trimestral nº 40 «El arte del engaño».

La literatura ha prestado a los pícaros el argumento de una vida sardónica. Un decidido desparpajo, soltura y audacia, abundancia de recursos, elocuencia y convicción, prestancia y cortesía, vivacidad y talento ornamentan al héroe de la picaresca. Indecente, ególatra y convincente. Sus cualidades engendran en el lector una inesperada simpatía y excitan un vivo interés por sus vilezas. La puesta en escena del pícaro encanta de tal modo al espectador que no le queda más remedio que dejar en suspenso sus ilusiones morales y sospechar de su propia honestidad. Este es el momento culminante de la epopeya picaresca y el gesto que redime a sus villanos: el lector descubre la secreta justicia del engaño y declara que sus víctimas se lo tienen bien merecido. 

La petulancia de los estamentos respetables, la piedad de sus costumbres, la arrogancia de sus privilegios, la tibieza de sus creencias, la destilada hipocresía de su caridad fueron puestas en solfa por un género literario que no ha dejado de producir a lo largo de la historia soberbios e inolvidables personajes. Vástagos del Lazarillo de Tormes, de Guzmán de Alfarache, la pícara Justina, la Celestina, el diablo Cojuelo, la Lozana andaluza prolongan su estela a través de Moll Flanders, Tom Jones, Gil Blas de Santillana, Roderick Random, Tristram Shandy, Huckleberry Finn, Oliver Twist…

Las etimologías bastardas pueden ayudarnos a rastrear el curso que dejan las palabras en la historia del mundo. Entre otras acepciones, el verbo picar puede darnos una idea de la vocación asumida por el pícaro. Como persona lista, espabilada, tramposa y desvergonzada, astuta, ingeniosa y de mal vivir, el pícaro ha deformado la inocencia de unos vocablos que aluden al pico de las aves, de las cumbres y de las azadas. María Moliner constata el desplazamiento del sentido en el habla popular: «Ha abierto un bufete y está esperando que pique algún cliente», «El anuncio estaba puesto con habilidad y picó mucha gente».

Al lector le parece atractiva la complicidad con el pícaro y admira por ello su notable hazaña: camelar al incauto que pica. El que se deja atraer, coger o engañar por candidez o a cambio de la ganancia prometida. Sin embargo, este desprecio, el que por otro lado suele dedicarse a todas las víctimas, encubre otra de las sospechas suscitadas por la literatura picaresca. El lector teme ser uno de esos idiotas que no dejan de picar la carnada del anzuelo. A su modo, el pícaro también es un pescador de personas.

Las trampas proporcionan a la literatura picaresca su energía revoltosa, su encantadora ironía y su afilado cinismo. El relato autobiográfico de los pícaros dejó a la intemperie la suntuosa ejemplaridad de las clases acomodadas, pero también la sutileza de las imposturas y su truculencia psicológica. Podemos decir que el pícaro es un impertinente descreído y engreído. Tiene que ganarse la vida, como todo el mundo, aunque prefiere evitar la maldición del trabajo. Ha comprendido por ello algo esencial: si todas las criaturas son culpables por haber nacido y ninguna se libra de la mancha original, ¿qué hay de malo en sacarle unas perras al prójimo?

La respetabilidad social ha sido sancionada por los tribunales, administrada por los pudientes y vigilada por los alguaciles. La literatura picaresca, mientras tanto, perfecciona el mandamiento de la orden de los truhanes: si alguien se cree lo que le cuentas, no estás obligado a decepcionarlo.

Esta es la pulcritud con que un pícaro encuentra su lugar en el mundo. Auspiciado por la necesidad y urgido por la penuria, desarrolla su agudeza y saca provecho a su inteligencia. Aleccionado por el ejemplo de los magnates, elabora la doctrina de los mangantes. Hemos citado uno de sus mandamientos, pero hay muchos más.

En este se desmienten las creencias más comunes:

Los que se dejan robar te estaban esperando. 

Así reza otro de sus dictum:

Se atesora lo que sobra.

La moral bellaca de los pícaros ordena a su manera las leyes naturales.

El género literario de la picaresca se ha encontrado con esa otra invención del genio humano que irrumpió triunfalmente en la biblioteca universal: la sátira. Los filólogos advierten que el género no debe asociarse a la figura mitológica de los sátiros. Aunque vale la pena recordar que su lujuria enriquece los relatos de la escuela satírica.

La sátira es una tradición docta ocupada en desvelar farsas, vicios, corrupciones y pecados de la sociedad biempensante. Ha sido un género refinado por escritores temibles que no dejan títere con cabeza. Vapulean la imagen de los gobernantes tanto como la beatífica docilidad de sus lectores. Con un estilo florido, jovial y cáustico, el satírico arremete contra la vanidad de los triunfadores, la banalidad de los predicadores y la credulidad de esa masa de creyentes adocenados por los grandes embaucadores. El escritor satírico viene a ser el saludable contrapunto de la fama, el poder y la gloria que los hombres se prestan los unos a los otros.

Lo que hay de solemne en este escritor satírico, por lo habitual un tipo insoportable al que nadie desea tener cerca, es que no anhela el favor de su público. Espera sacarle la pasta que hace falta para ir tirando, pero poco más. Es cierto que entretiene al lector con su malicia, pero nunca pierde de vista su verdadera misión: ofender a todos hasta el tuétano.

Se recuerda la demoledora burla que Séneca dedicó al emperador Claudio con motivo de su muerte. Desde entonces, todos los venerados en vida temen ser ajusticiados con la oda de un satírico deslenguado. Es bien sabido que siempre habrá uno de guardia, dispuesto a decir lo que todos tienen ganas de oír. La grandeza de los ilustres es conmovedora, pero más grato resulta verlos caer de bruces el día de sus pompas fúnebres.

La diatriba palaciega o callejera puede alcanzar cotas de una crueldad aterradora. Acompañada por ese sentido del humor pérfido que mientras hace reír al oyente lo lleva a saborear la acritud de la amargura. Un satírico elige al sujeto de su sarcasmo, al necio fustigado sin remisión, y lo deja hecho unos zorros. De este modo advierte a sus lectores que podría hacer lo mismo con cualquiera de los que ahora ríen con sus invectivas. 

Dada la jactancia con que los hombres presumen y alardean, la literatura satírica debe perfeccionar hasta extremos admirables el arte del escarnio. Pocos sobreviven al efecto corrosivo de una sátira inteligente y brutal. La sátira viene a ser por ello una versión culta y civilizada de la vieja hechicería. De ahí que a veces haya sido prohibida por la autoridad y muy detestada por las personas respetables. El poder mordaz de la palabra es en verdad temible.

Son muchas las figuras públicas que atraen el fragor viperino de un escritor satírico, pero nada puede apetecerle más que sacudir a un escritor. Sabedor de los trucos que emplea para seducir al lector, conocedor de las fuentes que consulta para escribir sus libros y de los modelos que imita para forjar su estilo, el satírico considera insoportable la beatífica impunidad de sus competidores. De ahí que se proponga dar a cada uno lo suyo. 

Dada la cobardía contemporánea son pocos los que se atreven a hacerlo a cara descubierta, en público y con descaro, pero en otras épocas el género se cultivó como una piadosa obligación. Poniendo en riesgo la propia integridad, sagaces pendencieros y camorristas de pluma ágil arremetieron contra los farsantes emboscados y con su ferocidad poética daban buena cuenta de quien se ponía por en medio. No siempre salían indemnes, como bien comprendió Voltaire el día que lo visitaron los sicarios contratados por una de sus víctimas.

Las licencias artísticas del burlesque —actualizando el género— son coloristas, musicales y festivas, humorísticas y socarronas. Las mejores piezas son modelos de gran nervio narrativo, con personajes feraces en su ebullición retórica. Se nota que sus autores adoran el desbordante destello de las palabras depuradas por el pícaro. Un fiel seguidor del arte rocambolesco que hace inagotable el gran juego malabar del ingenio humano.

Uno de los rasgos que distinguen a la sátira literaria es su predilección por el personaje obsceno que escandaliza y ofende al puritano con su impertinencia y mal hablar. Enarbolando palabras malsonantes y sonoras groserías, asusta al remilgado con unos hablares de baja estofa. Ahora nos parecen recursos ociosos y gastados. Aunque, en realidad, si las obscenidades no provocan hoy aquellos famosos escándalos, se debe atribuir a la debilidad mental del que oye decir cosas que no comprende. En los gloriosos episodios históricos que vieron nacer el género satírico —con el injurioso Diógenes griego y el vitriólico Lucilio romano— el lector y el oyente estaban dotados de una vivaz perspicacia. Cuando en su presencia se decía mierda, por ejemplo, eso era tanto como verla, tocarla y olerla. Esta es la cualidad de la imaginación que hoy se ha visto atrofiada. Si puede decirse cualquier cosa no es a causa de la supuesta tolerancia de nuestras convenciones liberales, sino por la mengua cognitiva que padecen los contemporáneos. Hoy no se sabe ver lo que uno lee. Qué más da entonces lo que vaya a escribirse en los libros o decirse en los escenarios.

Aun así, a pesar de todo, los protagonistas de la celebrada sátira literaria se deslizan bajo nuestras solemnes imposturas y siempre nos pillan desprevenidos. Son astutos, sagaces, hábiles timadores que se las saben todas. Manejan las pérfidas y divertidas artes del embuste y saben explotar a su conveniencia la credulidad del prójimo con un entusiasmo digno de asombro. 

Han sido elegidos por los grandes escritores como actores de sus relatos, convertidos en los huidizos héroes de una comedia inagotable y muy temidos por su palabrería. Son convincentes a todas horas y alardean a diestro y siniestro con su sibilina hipnosis. 

La simpatía del embaucador es en verdad algo temible, pues ¿quién podrá resistir su encanto? Los mangantes son atractivos y seductores, y aparecen entre nosotros como la versión irónica de la arrogancia social, la réplica simétrica de los triunfadores. 

La inquietud que contagian procede de la velada amenaza cifrada en su oficio: su audacia evoca la sarcástica ceremonia del fracaso y nos recuerda la fragilidad de nuestra posición social. Gracias a ellos comprendemos que el mundo está a merced de la divinidad de los pícaros: el azar que los lleva de la mano hasta nosotros.

Son holgazanes, vagos y sinvergüenzas pero muy laboriosos con lo suyo. Sus hazañas amenizan las veladas populares y sus logros perfeccionan el prestigio del gran timo. Los canallas literarios que viven en los bajos fondos son abyectos, pero siempre hacen la delicia de sus lectores. En sus felonías parece disfrazarse el secreto deseo de unos caballeros hartos de parecer respetables.

La sátira y la picaresca son los géneros literarios encargados de contar lo que sucede en el reverso de la decencia social. Ponen en cuestión la presunción de nuestros ideales, la autoridad de nuestros discursos y la humildad de nuestras intenciones. Su sarcasmo conmueve también las dimensiones más íntimas del pensamiento humano y nos invita a ver en el espejo el rostro del más astuto de los bucaneros.

Nos conviene prestar atención y leer las fascinantes historias de los pícaros y embusteros dispuestos a cogernos por sorpresa.

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3 Comentarios

  1. José Abel Ramírez Ramírez Herrera

    Una excelente revisión de ese canallesco grupo de Escritores. Gracias por la información.

  2. Hans T. B. Delbrück

    Magnífico.

  3. Una locura che!

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