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Cómo nació el wéstern (4)

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Toro Sentado en 1883. (DP)

Viene de «Cómo nació el wéstern (3)»

La primera proyección del cinematógrafo tuvo lugar en Francia en 1895; cinco años antes, en 1890, la oficina censal de los Estados Unidos de América había declarado que ya no existía una «frontera». O, dicho con otras palabras, que los nativos habían sido derrotados y ya no quedaban territorios que no estuviesen bajo la jurisdicción del gobierno de Washington. Paralelamente, varios de los más famosos forajidos del Oeste habían muerto o huido al extranjero en esos mismos años. El salvaje Oeste estaba muriendo, pero el wéstern cinematográfico estaba a punto de nacer.

La coincidencia temporal es casi exacta; aun así, no existen filmaciones documentales de auténticas escenas del salvaje Oeste. No podemos ver en movimiento situaciones cotidianas de la frontera, ni mucho menos momentos históricos. Las que sí existen son filmaciones de algunos personajes que habían vivido el auténtico salvaje Oeste y que en la década de 1890 lo recreaban en espectáculos ambulantes; el más importante, cómo no, era el famoso Wild West de Buffalo Bill Cody. En el próximo capítulo veremos varias de esas filmaciones, pero ahora toca hablar de cómo se produjo el ocaso definitivo del salvaje Oeste en el mundo real.

Las aparentemente interminables guerras indias habían llegado a su fin. Habían transcurrido ciento catorce años desde la declaración de independencia de los Estados Unidos y exactamente cien años desde la publicación del primer censo en 1790, cuando la mitad occidental del continente estaba aún casi vacía de ciudades y fuera de toda jurisdicción estadounidense. En 1890, los más importantes líderes indios habían sido acorralados y vencidos. Los nativos, por lo general, habían asumido su total derrota. Pero la paz no era completa. El penoso estado de las tristemente famosas reservas indias tenía a sus ocupantes desesperados; solían ser territorios de pésima calidad donde ningún colono había querido asentarse. En las reservas, los nativos que hasta pocos años antes habían reinado en las grandes llanuras se vieron casi desprovistos de su tradicional modus vivendi, la caza, por lo que muchos tuvieron que sobrevivir a base de subsidios o trabajos mal pagados. Tampoco disponían de terrenos aptos para la agricultura, aunque los nativos que tradicionalmente se habían dedicado al cultivo y pastoreo habían habitado las costas más que las llanuras, y habían sido los primeros en resultar desplazados por la colonización. Debido a estas condiciones de vida y al ocasional roce con los colonos, la paz completa tardaría en llegar. Aún tendrían que producirse rebeliones y escaramuzas puntuales durante otras tres décadas. Para hacernos una idea, el último episodio bélico entre el ejército estadounidense y los nativos tuvo lugar en 1918, cuando los Estados Unidos ya estaban participando en la I Guerra Mundial. Aún se producirían algunos enfrentamientos armados entre grupos de nativos —especialmente apaches— y blancos hasta 1924, donde hoy se sitúa el final definitivo de las guerras apaches.

En partes anteriores decíamos que los estadounidenses tuvieron muchos problemas para encajar el peliagudo asunto de los nativos en la construcción de su orgullo nacional, que iba a emplear el wéstern cinematográfico y televisivo como una de sus herramientas centrales. Y la cosa empeoró en ese año 1890. Justo cuando el gobierno de Washington estaba ansioso por presentar al mundo lo que podríamos llamar pax americana, se produjo un acontecimiento que desencadenó una neurosis colectiva en forma de forma de negación y ceguera hacia el problema indio. Hablo, cómo no, de la masacre de Wounded Knee. Quinientos soldados estadounidenses asesinaron a tres centenares de indios sioux lakota, incluyendo a decenas de mujeres y niños. Sucedió en Dakota del Sur (estado bautizado con el nombre de otra tribu sioux, los dakota) y no muy lejos de uno de los epicentros de la mitología wéstern, la localidad de Deadwood. Años más tarde se esculpirían los rostros de cuatro presidentes estadounidenses en otro lugar cercano, el monte Rushmore.

Lo sucedido en Wounded Knee no solamente fue una tragedia terrible —los detalles concretos ponen los pelos de punta—, sino también un serio inconveniente para la pretensión gubernamental de que el problema indio había sido resuelto. Por descontado, se habían producido asesinatos de civiles antes a manos de ambos bandos, pero siempre en el contexto de las guerras indias. Ahora, en 1890, se suponía que el país estaba en paz y que el gobierno de Washington se comprometía a garantizar el bienestar de los nativos. Ninguna de las dos cosas era cierta. Los Estados Unidos, como nación y como sociedad, hicieron todo lo posible por barrer el suceso bajo la alfombra de la historia. No lo consiguieron definitivamente pero, como se diría hoy, se hicieron con el control del relato durante dos décadas; la prensa hablaría de «batalla de Wounded Knee» pese a que no existió tal batalla. Eso permitió aminorar los efectos negativos sobre la opinión pública y la autoestima de los estadounidenses. No fue hasta 1912 cuando algunos periodistas, al recordar el tétrico suceso, empezarían a usar negro sobre blanco la palabra «masacre».

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Nativos lakota supervivientes de la masacre de Wounded Knee. (DP)

La matanza comenzó de manera fortuita, pero no sin una previa escalada de tensiones. Los indios lakota de la región estaban viendo desmoronarse su mundo. Los colonos estadounidenses se habían asentado en sus antiguas tierras de caza, y los bisontes estaban siendo diezmados para vender las pieles. Como producto de la desesperación, hicieron circular nuevas profecías que hablaban de una mágica desaparición del hombre blanco seguida del retorno del paraíso perdido. Empezaron a celebrar ceremonias en las que incluyeron una nueva danza de los espíritus con la que intentaban invocar —probablemente con más fervor que fe— a los poderes sobrenaturales capaces de expulsar a los colonos. Estas profecías y ceremonias tenían un carácter más religioso que bélico y servían como vía de escape psicológica. Sin embargo, algunos funcionarios blancos de la administración de la reserva contemplaron el nuevo baile y lo interpretaron como una preparación para la batalla; uno de ellos calificó la ceremonia como «locura mesiánica». Entre los colonos empezó a correr la voz sobre un posible levantamiento; aterrados, pidieron la intervención de las autoridades porque los sioux locales, pese a haberse rendido oficialmente, aún tenían permitido usar rifles para cazar. Los funcionarios anunciaron que iban a desarmar a los nativos de las reservas. Para ello, emplearían la «policía india» formada por nativos colaboracionistas.

Cualquier persona con dos dedos de frente sabía que un intento de desarme podía conducir a la violencia, porque los indios necesitaban sus rifles. Y hubo varias personas con dos dedos de frente que intentaron detener lo que parecía un desastre en ciernes. Para empezar, el general que comandaba la Guardia Nacional en Dakota tenía sus dudas, así que pidió opinión a un antiguo funcionario de la reserva, cirujano de formación, y buen conocedor de los nativos llamado Valentine McGillycuddy. Era un defensor de los nativos, aunque muy sui generis. Por un lado fue amigo de uno de los más importantes jefes sioux, Caballo Loco, a quien vio morir asesinado sin que sus cuidados médicos consiguiesen salvarlo. En la parte negativa, otro famoso jefe sioux, Nube Roja, lo acusó de malversar dinero mientras ejercía como funcionario de la reserva, motivo por el que McGillycuddy tuvo que dimitir. En cualquier caso, continuaba considerándose un amigo de los indios y ofreció su opinión al respecto del desarme, afirmando que lo mejor sería dejar a los nativos en paz: «Tendréis éxito desarmando a los indios amigables porque se dejarán, pero no tendréis éxito desarmando a los más rebeldes porque no se dejarán». McGillycuddy también insistió en que un baile no era motivo razonable para la alarma, ya que los nativos habían mostrado un carácter pacífico desde su rendición: «No ha habido ninguna revuelta sioux. Ningún ciudadano de Nebraska o Dakota ha sido asesinado, molestado, o puede siquiera mostrar el menor arañazo. Ninguna propiedad ha sido dañada fuera de la reserva». Después de esta intervención, Nube Roja empezó a mirarlo con mejores ojos, entendiendo que la masacre se hubiese evitado si los vigentes administradores de la reserva le hubiesen hecho caso.

No se le hizo caso. Los colonos seguían insistiendo en el desarme. El administrador de la reserva en ese momento era James McLaughlin, irlandés nacionalizado estadounidense que había ejercido como herrero. Se veía como un hombre conciliador y más tarde, quizá impulsado por la culpa, titularía sus memorias Mi amigo el indio. Cabe admitir que era abierto para su tiempo, quizá era hijo de un matrimonio entre un católico y una protestante (con el trasfondo que eso tenía en Irlanda). Antes de Wounded Knee, su estilo de administración era bienintencionado aunque bastante obtuso. Por ejemplo, insistía en que los sioux abandonasen su estilo de vida nómada y cazador para establecerse en granjas, pese a que no había buenas tierras de cultivo disponibles. También pensaba que debían convertirse al cristianismo e integrarse en el modo de vida estadounidense. Algunos nativos de verdad se convirtieron al catolicismo o el protestantismo, pero otros simplemente fingieron hacerlo pensando que quizá así obtendrían alguna ventaja. El problema del «amigo de los indios» era que tenía más miedo de los colonos, quizá porque de los colonos dependía su actual empleo, o quizá por simple presión social. Y esto le hizo cometer la desgraciada metedura de pata por la que ha pasado a la historia: ordenar la detención del más insigne jefe sioux presente en Dakota del Sur. Ustedes habrán oído hablar de él: Toro Sentado.

A sus casi sesenta años, Toro Sentado era uno de los personajes más famosos del país porque catorce años atrás había ejercido como comandante en la famosa batalla de Little Bighorn, aplastante victoria de una coalición de indios sioux, cheyenne y arapahoe sobre el séptimo de caballería del general George Custer (la batalla, como es sabido, sería una referencia recurrente en el wéstern posterior). No obstante, la victoria había sido tan sonada como pírrica y Toro Sentado había tenido que rendirse meses después para que los doscientos miembros de su clan, perseguidos por el ejército, no muriesen de hambre. Fue llevado a la reserva. Y una vez más volvemos al leitmotiv de la fusión entre realidad y ficción.

En 1884, Buffalo Bill convenció a Toro Sentado para que trabajase en su espectáculo Wild West. Triunfó por todo lo alto; lo único que Toro Sentado necesitaba hacer, dada la enorme curiosidad del público, era dejarse ver paseando lentamente a lomos de su caballo. Su sola presencia despertaba el entusiasmo de los espectadores; al contrario que los colonos de Dakota, lo veían más como un personaje de leyenda que como un enemigo directo. Ya saben, la dualidad en torno a los líderes indios que era tan característica de la época. Durante su etapa en el Wild West, Toro Sentado demostró que tampoco él veía a los blancos como enemigos. Entabló amistad con la tiradora de veinticuatro años Annie Oakley, famosa por su extraordinaria habilidad con las armas de fuego. Procedente de una paupérrima familia rural cuyo padre murió joven, Annie había tenido que cazar desde niña para salir adelante, y había desarrollado un enorme talento para disparar con ambas manos. Siendo todavía una quinceañera empezó a ganar concursos de tiro, venciendo a varones de más edad y provocando la admiración de sus rivales y de cualquiera que la viese disparar.

El talento de Annie tenía tan fascinado al legendario Toro Sentado que este pagó de su bolsillo una sesión fotográfica para inmortalizarse junto a ella, gracias a la cual existe una poderosa imagen de ellos dos. Annie empezó a ver en Toro Sentado al padre que no tenía, y el vínculo entre ambos se hizo tan fuerte que Toro Sentado terminó adoptándola como hija (no bajo la legalidad estadounidense, pero sí bajo la tradición lakota, que era lo que tenía importancia para ambos). Siguiendo la tradición, eligió un nombre que consideraba adecuado para su nueva hija: Little Sure Shot, «La Pequeña Disparo Certero». Annie, feliz, ya nunca dejó de usar Little Sure Shot como nombre artístico.

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Annie Oakley. (DP)

Toro Sentado pronto se cansó de hacer giras y regresó a la reserva de Dakota del Sur para retirarse y vivir sus últimos años en paz. Fue entonces cuando se vio envuelto en la controversia sobre aquella danza de los espíritus. Ya hemos visto que no era hostil a los blancos y hasta había adoptado a una blanca como hija. Su actitud ni siquiera era rara entre los comandantes militares de ambos bandos; había muchos (aunque no todos) que veían la guerra como un enfrentamiento entre soldados y pensaban que atacar a civiles inocentes era una atrocidad. Así, Toro Sentado no tenía intención de dañar a los civiles vecinos de la reserva y ni siquiera participaba en las ceremonias de la danza de los espíritus, pero los colonos pensaban que siendo el líder nativo más prominente de la zona seguramente estaba detrás del supuesto ambiente de preguerra, y el torpe de James McLaughlin pensó que era buena idea seguirles el juego.

Cuando la noticia sobre las tensiones en Dakota del Sur llegó al gobierno de Washington, creció la preocupación sobre la posibilidad de una revuelta sioux. Ni siquiera en Washington pensaban que fuese buena idea desarmar a los sioux, ni mucho menos detener a Toro Sentado. La Casa Blanca ansiaba cerrar el episodio de las guerras indias y lo último que necesitaba el presidente Benjamin Harrison era un estallido violento que arruinase el cuento de hadas de la pax americana. La Casa Blanca propuso una negociación y recurrió a Buffalo Bill; se le pidió que viajase a Dakota para hablar con Toro Sentado, su amigo personal, y aclarar el asunto. El gobierno albergaba la esperanza de que semejante encuentro entre dos hombres tan famosos fuese una imagen lo bastante poderosa como para tranquilizar tanto a los colonos como a los nativos. Buffalo Bill aceptó la misión sabiendo que era la mejor manera de enfriar los ánimos, pero se encontró con un problema típico de los territorios «recién civilizados» del antiguo salvaje Oeste: la confusión de jurisdicciones y el desajuste entre autoridades locales y federales.

Cuando Buffalo Bill llegó a Dakota, fue interceptado por la policía de la reserva. Se le impidió acercarse a la vivienda de Toro Sentado. Buffalo Bill protestó. Insistió en que cumplía un mandato de Washington, pero eso no importó, como tampoco importó que fuese una estrella internacional. Las autoridades de la reserva ya habían decidido que iban a detener al jefe sioux. La policía nativa se presentó de noche para hacer prisionero a Toro Sentado. El jefe sioux se mostró pacífico y reservado, pero firme. Él no había hecho nada y se negaba a entregarse. Su mujer, en cambio, fue presa de los nervios y empezó a gritar indignada. El revuelo atrajo la atención de otros nativos. Cuando por fin la policía nativa se atrevió a ponerle la mano encima a Toro Sentado, un joven sioux se enfureció y disparó a uno de los agentes. Otro agente respondió disparando a Toro Sentado en el pecho, pese a que este no había tenido ningún gesto violento. El líder sioux murió varias horas después. La noticia, por supuesto, causó sensación a nivel nacional, pero muchos periódicos se acomodaron al relato oficial de los perpetradores y contaron que Toro Sentado había sido disparado en mitad de una escaramuza, y no como resultado de su resistencia ante una detención arbitraria.

Los nativos no compraron ese relato. Primero, porque unos cuantos de ellos vieron lo que había sucedido. Segundo, porque no era la primera vez que algo así ocurría (ya veremos que Caballo Loco murió asesinado en semejantes circunstancias). La indignación cundió entre ellos y un ambiente de peligroso nerviosismo se extendió por la reserva, pero no se produjo ese levantamiento generalizado que se suponía tan inminente. De hecho, y pese a las advertencias, se empezó a efectuar el desarme de los clanes.

El 28 de diciembre, dos semanas después de la muerte de Toro Sentado, un grupo de doscientos cincuenta sioux —hombres, mujeres y niños— se desplazaba hacia la reserva a otra cuando fue interceptado por un destacamento del Séptimo de Caballería, formado por quinientos soldados y comandado por el coronel James Forsyth. Se les ordenó acampar. A la mañana siguiente, se ordenó a los varones nativos que entregasen sus rifles. Obedecieron. Todos los varones del clan entregaron sus rifles excepto uno llamado Coyote Negro, que actuaba como si no hubiese oído la orden. Y, en efecto, no la había oído. Los demás indios, al ver la reacción airada de los soldados, empezaron a intentar hacerles entender que Coyote Negro no obedecía porque era sordo de nacimiento. Pero ya era tarde: varios soldados agarraron a Coyote Negro por la espalda, y en el forcejeo se disparó su rifle. No alcanzó a nadie, pero los soldados estadounidenses respondieron abriendo fuego de manera indiscriminada. Los nativos empezaron a huir como buenamente podían, pero los soldados no se detuvieron ahí. Los persiguieron para matarlos sin importar sexo ni edad. Lo que siguió fue una indescriptible orgía de sangre. Asesinaron a madres con sus niños (una mujer fue encontrada muerta con su bebé aún vivo tratando infructuosamente de mamar). Los soldados incluso engañaron a niños para que abandonasen sus escondites y poder acuchillarlos. La cacería duró horas y se extendió por varios kilómetros.

El general Nelson Miles era el jefe de la región militar de Missouri y, por tanto, el superior inmediato del coronel Forsyth. Miles no estuvo presente en la matanza y solamente tuvo noticia del hecho horas más tarde. Angustiado, quería acudir a Wounded Knee para comprobar in situ lo que había pasado, pero tuvo que esperar tres días porque justo tras la matanza se desencadenó una ventisca. Antes de Wounded Knkee, Miles no era conocido por ser un defensor acérrimo de los indios. Siendo veterano de las guerras indias, los respetaba como combatientes y como personas, pero se había mostrado partidario del sistema de reservas, o por lo menos lo había considerado inevitable. En cualquier caso, era un militar de principios; cuando llegó a Wounded Knee vio cosas que lo marcarían de por vida. Así lo recordaba un soldado que acompañó al general mientras este inspeccionaba el lugar:

Miles estimó que había unos trescientos bultos cubiertos de nieve esparcidos por el terreno. También descubrió con horror que niños indefensos y mujeres llevando bebés en sus brazos habían sido perseguidos tan lejos como tres kilómetros del lugar original del encuentro, y acuchillados sin piedad por las tropas. A juzgar por la carnicería, cabía suponer que los soldados sencillamente se habían vuelto locos. De lo contrario, ¿quién puede explicar tan despiadado desprecio por la vida?

Lo primero que hizo el general Miles tras visitar Wounded Knee fue escribir una carta a su mujer en la que calificaba el suceso como un acto «abominable y criminal». Lo segundo que hizo fue destituir al oficial responsable, el coronel Forsyth, y presentar una denuncia formal ante el secretario de Guerra Redfield Proctor (el equivalente a nuestro ministro de Defensa). Y ahí empezaron los desencuentros de Miles con Washington. El general asistió escandalizado al blanqueo oficial de la masacre. El secretario de Guerra desestimó su denuncia y anuló su decisión de cesar a Forsyth, que fue restituido como coronel del Séptimo de Caballería. A partir de entonces, el general Miles no dejó de intentar que Forsyth fuese juzgado y apartado del ejército, pero nunca tuvo éxito. Forsyth no solamente nunca sería castigado, sino que sería ascendido en 1894 y de nuevo en 1898. Aún peor, como otros participantes en la masacre, terminaría siendo condecorado conforme continuaba ascendiendo en el escalafón mientras el general Miles protestaba amargamente. Durante el resto de su vida, el general Miles demostró tener buena voluntad hacia los nativos, insistiendo en la necesidad de pagar compensaciones a las víctimas directas o indirectas de la matanza, aunque nadie le hizo el menor caso.

El general Miles se había topado con un cambio de época; de repente, el concepto de paz era más importante que la paz verdadera. Oficialmente cerrada la frontera, nadie quería perpetuar el conflicto (o, mejor dicho, la percepción pública de que todavía existía un conflicto). La prensa le siguió el juego al gobierno; todos los periódicos importantes adoptaron sin preguntas la versión oficialista de que Wounded Knee había sido una «batalla». Como decía antes, no sería hasta 1912 que algunos periodistas empezaron a revisar lo ocurrido y terminarían empleando la palabra «masacre». En cualquier caso, la Casa Blanca se salió con la suya: el asunto indio fue considerado «resuelto» y dejó de estar de actualidad. En 1898, cuando varios cientos de indios chippewa y quinientos soldados estadounidenses protagonizaron un enfrentamiento conocido como batalla de Sugar Point, el incidente pasó casi completamente desapercibido en los periódicos. A la prensa estadounidense ya solo le interesaba la guerra contra España en Cuba. Las guerras indias eran cosa del pasado.

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El jefe lakota Si Tanka muerto en la nieve. (DP)

Toro Sentado fue solamente uno de los legendarios líderes nativos que fueron derrotados en los años previos a 1890; varios terminaron siendo asesinados o bien confinados en la reserva. Ya hemos mencionado a Nube Roja, quien llegó a la ancianidad y dejó una frase para la posteridad: «Nos hicieron muchas promesas, más de las que puedo recordar. Pero solamente cumplieron una. Prometieron que se quedarían con nuestras tierras. Y se quedaron con ellas».

Ya hemos mencionado a Caballo Loco. Él fue, junto a Toro Sentado, uno de los comandantes en la victoria de Little Bighorn en 1876. Y también como Toro Sentado tuvo que rendirse para que sus hombres no muriesen de hambre durante lo peor del invierno. Después, mientras estaba bajo custodia del ejército, fue asesinado de un bayonetazo por un soldado estadounidense. Este soldado se excusaría diciendo que Caballo Loco había atacado primero, pero según todos los testigos de la escena, nativos o blancos, se trataba de una flagrante mentira. Solamente un testigo apoyó esa versión, y era precisamente un nativo: Pequeño Gran Hombre, antiguo subordinado de Caballo Loco y, según parece, bastante rencoroso hacia el hombre cuyo liderazgo no había podido contestar. El gobierno estadounidense recompensó el florido relato de Pequeño Gran Hombre con una medalla. Hoy sabemos que no fue la única vez que Pequeño Gran Hombre colaboró con los estadounidenses a espaldas de sus congéneres. Por cierto, la película Pequeño Gran Hombre dirigida por Arthur Penn y protagonizada por Dustin Hoffman durante su era de inspiración divina en los años setenta no es una biografía de del auténtico nativo que vendió a Caballo Loco. Está ambientada en aquellos mismos años, sí, pero adapta una novela satírica cuyo protagonista es un blanco criado por nativos (en cualquier caso, es una película muy original y recomendable).

Otro famoso líder, el apache Gerónimo, se rindió en 1886. Al igual que Toro Sentado, terminó convertido en una atracción de masas. Al principio contra su voluntad, ya que mientras estaba prisionero sus guardias cobraban una entrada bajo mano a quienes querían ver al famoso Gerónimo en persona. Finalmente obtuvo autorización para participar voluntariamente en espectáculos donde también se dejaba ver a los curiosos, pero ahora a cambio de un sueldo que cobraba él (aunque técnicamente continuaba siendo un prisionero e iba escoltado a todas partes). Su fama era tan enorme que en 1905, siendo ya un anciano de setenta y cinco años, participó en el desfile inaugural de la presidencia de Theodore Roosevelt y terminó robándole el protagonismo al presidente. Se presentó a caballo, en formación junto a otros cinco jefes indios, luciendo pinturas faciales y un atuendo tradicional que incluía el espectacular tocado de plumas que denotaba su rango. También fue invitado a la Casa Blanca, pero el encuentro con Roosevelt no fue nada amigable. Mantuvieron una conversación gracias a un traductor de español —Gerónimo hablaba poco inglés, pero su español era muy fluido—, donde le pidió al presidente el perdón y la posibilidad de que los suyos abandonasen la insalubre reserva. Roosevelt no mostró ninguna simpatía; acusó a Gerónimo de haber asesinado civiles blancos durante las guerras indias y le aseguró que, pese a su popularidad, nunca iba a dejar de ser un prisionero escoltado que pasaría sus últimos años en la reserva. Tras la infausta reunión, Woodworth Clum, responsable de una agencia india y notorio detractor de Gerónimo, preguntó a Roosevelt por qué había invitado al desfile inaugural al jefe apache (en palabras de Clum, «el mayor asesino de la historia estadounidense») si tanto lo detestaba. El presidente se limitó a responder: «Porque quería que la gente tuviese un buen espectáculo». Gerónimo murió en 1909, a los setenta y nueve años, tras caer de su caballo y quedar herido en el suelo durante una noche invernal; lo encontraron aún vivo, pero desarrolló una neumonía que le costó la vida poco después. Con el tiempo, su nombre se convirtió en sinónimo de bravura; el cuerpo estadounidense de paracaidistas adoptó «¡Gerónimo!» como grito de guerra en 1940, y poco más tarde como lema oficial de sus insignias (para lo cual, por cierto, obtuvieron la aprobación de los descendientes del propio Gerónimo).

El ocaso del salvaje Oeste también se llevó por delante a los forajidos más famosos, que murieron o huyeron del país en esos mismos años. El célebre Billy el Niño fue tiroteado por el igualmente célebre agente de la ley Pat Garrett en 1881. Wild Bill Hicock fue asesinado en Deadwood en 1876, cuando un borracho le disparó por la espalda mientras jugaba a los naipes. El bandido Jesse James también fue tiroteado por la espalda en 1882, a manos de un miembro de su banda que quería quedarse con la recompensa de diez mil dólares que las autoridades ofrecían por su jefe «vivo o muerto». El atracador y ladrón de trenes Butch Cassidy sobrevivió a las fatídicas décadas de los setenta y ochenta, y en 1901 huyó a Sudamérica donde, lejos de abandonar el crimen, continuó con sus correrías. Estuvo haciendo de las suyas en Argentina, Chile y Bolivia, pero no viviría mucho más. En 1908, la cabaña donde se ocultaba fue rodeada por soldados bolivianos. Viéndose acorralado y pensando que no tenía escapatoria, Butch Cassidy decidió que había llegado el final. Los soldados le conminaron a salir y como única respuesta oyeron un disparo apagado; Cassidy se había quitado la vida.

Todo esto nos permite tener una idea de la percepción que la gente de 1895, año en que nació el cine, tenía sobre el salvaje Oeste: un universo ya casi extinto que estaba siendo sustituido por la ley, el orden y la Constitución. Un universo del que ya los periódicos no hablaban, y que estaba quedando como material fantástico propio de las novelas. Un universo que ya solamente era posible contemplar en movimiento de manera indirecta, bien en las recreaciones circenses, bien en las escasas filmaciones de esas mismas recreaciones circenses. La influencia de esos espectáculos en directo sobre el cine wéstern iba a ser profunda aunque, paradójicamente, permitiría reconstruir un salvaje Oeste más verosímil que cualquier cosa contada por la prensa con posterioridad a Wounded Knee. Además, aunque el cine wéstern iba a tener unos inicios coloristas y pintorescos, se desarrollaría tan rápido que en menos de una década desde la invención del proyector iban a aparecer las primeras películas con características que hoy asociamos al wéstern moderno. De hecho, es posible que no exista otro género cinematográfico nacido a finales del siglo XIX que alcanzase con tanta velocidad un estado tan similar a su forma actual.

(Continúa aquí)

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3 Comentarios

  1. Muy interesante.

  2. Creo humildemente que se ha pasado usted en exceso del tema western con lo de la batalla o la masacre . Paso al 5

  3. Estoy leyendo con mucho interés esta serie de artículos sobre el nacimiento del wéstern. Me gustaría saber, si fuera posible, cuál era la visión que tenía John Muir de los nativos norteamericanos.
    Un saludo.

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