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En deuda con los traductores: merodeos (deconstructivos) en torno a la confusión babélica

deuda con los traductores
La piedra de Rosetta en el British Museum, 2003. Fotografía: Getty. traductor

Babel no solo quiere decir «confusión», sino, más exactamente, el nombre de Dios como nombre del Padre. YHWH desciende para diseminar: este es el gesto de la desconstrucción, en el desplazamiento del Génesis bíblico a la escritura dif(i)erente derridiana, el acontecimiento del desmontaje. Dios rompe el linaje cuando, como leemos en el texto sagrado, «era la tierra toda de una sola lengua y de unas mismas palabras». Tras la dispersión de los constructores de la torre que desafiaba al poder celeste, la traducción se convierte entonces en algo necesario e imposible como resultado de una lucha por la apropiación del nombre: necesidad y prohibición, como apunta Derrida en su fulgurante ensayo «Torres de Babel», en el intervalo entre dos nombres absolutamente propios. Babel destina a la traducción generando una ley paradójica: transparencia prohibida.

La traducción se convierte en ley, deber y deuda, pero esta deuda es insaldable. Derrida reconoce su incapacidad para dar una imagen del laberinto. El espacio atópico de la modernidad se sedimenta en la figura del laberinto, que no es tanto una solidez arquitectónica cuanto un proyecto mental, como en el caso (arquetípico) del creado por Dédalo: un dibujo para ser recorrido por una danza ritual. El laberinto es una de las imágenes favoritas de Borges: sus ensayos generan el lujo de la desorientación, sus narraciones abren trayectos imprevistos, pero nunca azarosos, gobernados por una lógica implacable. La duplicidad borgiana, esa comprensión del libro y del mundo como reflejos infinitos, subraya que el espacio no es finito, es decir, cerrado, sino que su estructura es infinita, siendo por ello una prisión sin salida. Esto supone que la pugna con los límites del lenguaje no arroja un sentido en el que edificar seguridad alguna. George Steiner se ha referido, en el monumental Después de Babel, a esa constelación de escritores modernos que se sitúan en el laberinto de la lengua contemporánea como cabalistas modernos: Benjamin, Kafka y Borges. En la tarea del traductor benjaminiano se escucha la expansión del idioma nativo, la tensión hacia un lugar místico, «hacia el absoluto secreto de la significación». La obra de Borges es una travesía de las lenguas, una incursión transversal en la historia de la literatura; explorando el tema del hombre perdido en un laberinto de un tiempo hecho de cambios que son repeticiones, circunvala la Torre de Babel para transformarla en una aventura de la inteligencia en vez de una tragedia existencial colectiva. 

No hay una teoría que domine la performance babélica. Tal vez sea posible buscar refugio (precario) en la traducción del mencionado texto de «La tarea del traductor», de Benjamin, su extraño prólogo a la traducción de los «Tableaux parisiens», de Baudelaire. El traductor está situado en un intercambio que establece una relación de don y deuda: una deuda en una escena genealógica. Derrida ha propuesto una noción de don que va más allá de las reglas del intercambio o la teoría antropológica sobre el gasto y el regalo; revisando a Marcel Mauss, ha sostenido que lo que hay que dar se denomina tiempo: el don es un deseo desmesurado, imposible, que no se puede hacer presente. La deuda tiene que ver con la escritura, esto es, con la huella y el texto. «Allí donde hay huella y diseminación, si es que las hay, puede tener lugar un don, con ese olvido desbordante o ese desbordamiento olvidadizo que están radicalmente implicados en este. La muerte de la instancia donadora (llamemos muerte, aquí, a la fatalidad que destina un don a no depender-ni-retornar a la instancia donadora) no es un accidente natural externo a la instancia donadora; no es pensable sino a partir del don»

En la filosofía y en la práctica de la traducción hay una nostalgia de un lenguaje reconciliado. La tarea oscila entre lo poético y lo sagrado, la relación con el texto no es representativa ni reproductiva. La traducción implica una transformación del original: «Esa transformación no puede ser sino literaria porque todas las traducciones son operaciones que se sirven de dos modos de expresión a los que, según Roman Jakobson, se reducen todos los procedimientos literarios: la metonimia y la metáfora. El texto original jamás reaparece (sería imposible) en la otra lengua; no obstante, está presente siempre porque la traducción, sin decirlo, lo menciona constantemente o lo convierte en un objeto verbal que, aunque distinto, lo reproduce: metonimia y metáfora. Las dos, a diferencia de las traducciones explicativas y las paráfrasis, son formas rigurosas, y la segunda es una ecuación verbal». La traducción no es ni una imagen ni una copia: es una forma que encuentra lo inolvidable, produciéndose una mutación y renovación de lo vivo.

El original es el primer deudor, el peticionario que implora la traducción de la que carece. «Esta petición —apunta lúcidamente Derrida— no se da solo por parte de los constructores de la Torre que quieren hacerse un nombre y fundar una lengua que se traduzca a sí misma; obliga también al destructor de la Torre: al dar su nombre, Dios apela también a la traducción, no solo entre la lenguas, que se han vuelto múltiples y confusas de pronto, sino, en primer lugar, de su nombre, del nombre que ha clamado, dado y que debe traducirse por confusión para ser entendido, y así dar a entender que es difícil traducirlo y de este modo entenderlo». Babel se vuelve intraducible y Dios se aflige por su nombre. Su texto es el más sagrado y también el más poético, el más originario, indigente en su poder absoluto, necesitado de (la imposible) traducción.

La deuda de la traducción no compromete a sujetos vivos, sino a nombres en el borde de la lengua. Lo sublime mismo es uno de los nombres de la traducción en el momento en el cual el sentimiento asume la miseria de la razón, ese ámbito de lo no-representable que conmociona. La traducción es una transposición poética que intenta tocar lo intangible: acercarse a una promesa. La lengua tiene un tacto áspero (incluso se vuelve extraña, como apunta Hölderlin en su poema «Mnemosyne»), sus efectos de superficie son estriados; en último término, la lengua es un acontecimiento babélico, un repliegue desplegado. Derrida llega a hablar de un ser-lengua de las lenguas como un mestizaje de la traducción. Gracias a la traducción, a la suplementariedad lingüística, unas lenguas dan a las otras lo que les falta, es el «santo» crecimiento de las lenguas, ese mesianismo al que se refiere Benjamin. El texto sagrado señala el límite, el modelo perfecto, aunque sea inaccesible, de la traducibilidad pura, el ideal a partir del cual podemos pensar, valorar y calibrar la traducción esencial, es decir, poética. La traducción custodia una lejanía, permite a la lejanía llegar como tal. Podemos decir que la traducción es la experiencia también de lo que se traduce o experimenta: la experiencia es traducción.

Paul de Man ha subrayado que la traducción se parece más a la crítica o a la teoría de la literatura que a la poesía misma. La filosofía, la crítica, la teoría literaria y la historia tienen la «tarea» de desarticular, desequilibrar y desmontar al original, revelan que el original estaba desde siempre ya desarticulado. La traducción implica el sufrimiento de la lengua original en la que se nos impone «una alienación espacial». El movimiento del original es un errar, un vagabundeo, una especie de exilio permanente, como aquel dispersarse por la tierra al que fueron condenados los orgullosos constructores de la Torre de Babel. Aunque tal vez tengamos que comprender que no hay realmente exilio, ya no hay patria, nada de lo que uno haya sido expulsado, cuando lo que hemos conseguido, por emplear términos de María Zambrano, ha sido una suerte de «felicidad del desarraigo». Ese desplazarse es la historia misma, esto es, el abrirse de la confusión: el horizonte del traductor no es mesiánico sino nihilista. 

Somos los «herederos» de aquellos que terminaron por no entenderse los unos a los otros, «deudores» de aquellos que vinieron después del Diluvio, los que, confundidos por el nombre divino dejaron de construir la ciudad de Babel. Estamos condenados a una finalidad sin fin (propia del juicio reflexionante) y puede que tengamos una entrada privilegiada al laberinto del (sin)sentido en Finnegans Wake, un libro diseminado o monstruoso que pretende ser una imagen abreviada de la creación del mundo. En cierta ocasión declaró Joyce: «Ulises lo hice con naderías. Work in progress lo hago con nada. Pero están los truenos». Jacques Mercanton recuerda un día en el que Joyce estaba en su dormitorio, tumbado en una chaise longue, releyendo un pasaje «que todavía no es bastante oscuro», lo que lo llevó a introducir palabras samoyedas, que consideraba «una lengua de perros». El laberinto de las lenguas confluye y se eleva. En Ulises las alucinaciones están hechas con elementos del pasado que el lector reconoce si ha leído el libro muchas veces; en Finnegans reina lo desconocido. No hay pasado ni futuro: todo transcurre en un presente eterno. «Y en todas las lenguas —apunta Jacques Mercanton—, porque todavía no se han separado. Es la Torre de Babel. De hecho, en los sueños, si alguien te habla en noruego, no te sorprende entenderlo. La historia de los pueblos es la historia de sus lenguas». La Torre ha sido levantada sin fin, renovadamente (again).

Tenemos, a la manera beckettiana, que fracasar mejor. O, por lo menos, asumir que la «confusión de las lenguas» no es una mera maldición. «Si la Torre de Babel se hubiera concluido —sugiere Derrida—, no existiría la arquitectura. Solo la imposibilidad de terminarla hizo posible que la arquitectura así como otros lenguajes tengan una historia». Incluso en esa Torre «abandonada» encontró Hegel el aspecto de una fundación del vínculo estatal, en esa «obra desmesurada» encuentra el presagio del Estado ético. Volvemos, por tanto, a re-escribir el Génesis: en el principio fue la confusión. No necesitamos el don de lenguas que recibieron los apóstoles en Pentecostés (sin que podamos determinar si se trataba de glosolalia o xenoglosia), no somos tanto los herederos-y-deudores de la divinidad que compromete su «confuso» nombre, sino más bien los espectadores del jeroglífico magrittiano de «Ceci n’est pas une pipe». Sujetos meméticos (sic), propulsados y, al mismo tiempo, sedentarizados por el babelismo algorítmico, hemos llegado a disfrutar de la experiencia de estar lost in translation. No necesitamos las intrincadas clasificaciones de John Wilkins, convertido a la postre en un «personaje borgiano» que nos anima a descubrir animales (no) «incluidos» en la desconcertante enciclopedia china (para siempre marcada por los reflejos velazqueños de Las palabras y las cosas, de Foucault). Todo se embrolla en el tejido textual de los giros (tours) de Babel. Nos hemos, valga la expresión, salido de madre por culpa de un Padre iracundo. Con estas palabras cierra Umberto Eco su libro La búsqueda de la lengua perfecta: «La lengua madre no era una lengua única, sino el conjunto de todas las lenguas. Quizá Adán no tuvo ese don, tan solo se le había prometido, y el pecado original interrumpió su lento aprendizaje. Pero a sus hijos les queda la herencia de ganarse el pleno y armónico señorío de la Torre de Babel». Señores, por tanto, de un fracaso «genésico» más que original. Placentera diseminación, terrenal deriva que nos obliga a entendernos en la diferencia, liberados en una confusión que acaso sutura el estigma del pecado cometido en el Paraíso por buscar el conocimiento. Estamos en deuda con los traductores: no les pagaremos (con) nada porque sabemos que son (desde el principio) traidores.

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