Arte y Letras Lengua

Todas las voces de Europa en un mapa

Todas las voces de Europa en un mapa

El de Louis Lucien fue siempre un mapa de Europa muy singular, plagado de manchas y manchurrones que no representaban ni lagos ni montañas y atravesado por líneas, muchísimas, que nada tenían que ver con las lindes entre países. Sin duda, era una cartografía europea, aunque completamente ajena a la que presidía las estancias y anhelos de su tío Napoleón. Louis Lucien no dejaba de ser un Bonaparte, una de esas criaturas engendradas para soñar a lo grande y entregar su vida a una empresa suprema: desde la isla escocesa más remota, atravesando bosques carelios, valles réticos, grutas dálmatas, puertos bálticos o rías gallegas, el sobrino del emperador catalogaría todas las lenguas del continente. 

Ese era el plan.

¿Podría ser el desarraigo de la familia corsa más universal el detonante de semejante impulso? ¿La necesidad de agarrarse a algo de raíces más sólidas que un mapa político hecho jirones bajo un vendaval? Eran tiempos de caídas y restauraciones imperiales, revoluciones, guerras… todo encadenado en una frenética cronología. Sin ir más lejos, Louis Lucien Bonaparte nace en Inglaterra en 1813, tres años después de que su padre, Lucien, fuera capturado por los ingleses en alta mar cuando huía hacia Estados Unidos. Corren horas bajas para la saga, y la debacle en Waterloo (1815) lleva a la familia a instalarse en los Estados Pontificios, donde el pequeño recibirá una educación tan sólida como variada. Se obsesiona por las ciencias naturales (se licenciará en química y mineralogía) y no levanta la cabeza de los libros cuando se casa, recién cumplidos los veinte, con la florentina Maria Anna Cecchi. Le pide la separación casi de forma inmediata y, aunque ella no acepta, se compromete a vivir despreocupada en Ajaccio, en la casa familiar de los Bonaparte. 

No está mal, porque Louis Lucien ya es libre para viajar por Europa y Estados Unidos y dedicarse a lo que le gusta, que es el estudio de los minerales. Llegará a publicar varios estudios sobre el tema, pero todos palidecen ante ese primer paper suyo en lingüística: Specimen lexici comparativi omnium linguarum europearum. Han leído bien: se trata de comparar el léxico de todas las lenguas europeas, y eso compaginado con una incipiente carrera política. Que si representante en la Asamblea Constituyente por Córcega (1848), que si diputado por el departamento del Sena… Todo será mucho más sencillo tras el autogolpe de Estado de 1851 de su primo. Napoleón III pasa así a encabezar el imperio y Louis Lucien se convierte en príncipe, con tratamiento de alteza y rango en la corte y, sobre todo, con una pensión de ciento treinta mil francos con la que dedicarse en cuerpo y alma a la clasificación de las hablas del continente.

Se vuelve a Inglaterra, no sea que todo ese barullo francés le impida concentrarse en el estudio de la dialectología del inglés. Será uno de los primeros en abrirse camino por esa jungla con un machete que utilizará a menudo: traducir fragmentos de la Biblia a varias hablas locales y compararlas; desde Plymouth hasta Newcastle, desde Blackpool hasta Kent. En el sudeste inglés, por ejemplo, le maravilla escuchar una fascinante conjugación en su simplicidad del verbo ser (I be, thou bist, he be, we be, you be, they be), o un misterioso prefijo incrustado en el participio pasado (I have aheard, en vez del normativo I have heard). Y así, escuchando y transcribiendo, va trazando las líneas de dialectos y subdialectos sobre un mapa. Poco o nada le agradecieron los dialectólogos del inglés haber sido el primero en hacerlo. Al fin y al cabo, ¿quién era ese francés, o corso, o lo que quiera que fuese, un continental a fin de cuentas, para darles lecciones? 

Por supuesto, había vida más allá de la variante germánica insular. El galés y el gaélico estuvieron en su radar, y hasta el córnico. La lengua del extremo suroeste británico se dio oficialmente por desaparecida tras la muerte de Dolly Pentreath, su última hablante, en 1777. Emocionado, Bonaparte ordena erigir un monolito a la memoria de aquella pescadera de Cornualles, pero también encuentra pruebas de que fue cien años más tarde cuando su lengua se apagó definitivamente. Actualmente hay un intento de recuperarla, pero ese es otro tema. Al corso siempre le gustaron más los vivos, las hablas populares, esas que crecen y viven libres en el campo destilando vitalidad y una capacidad inagotable para adaptarse a nuevos tiempos y necesidades. Nada que ver con la lengua literaria, frágil flor de invernadero.

Su entrega es visible en su enorme producción académica, pero también en la casi total ausencia de datos biográficos. Al fin y al cabo, ¿cuál es el interés de una pinza frente a las muestras que obtiene? Así lo veía él. Sabemos que en Albania no se conformará con sus dos dialectos principales (guego en el norte y tosco en el sur); irá mucho más allá, hasta la lengua de los arberíes de Sicilia y del tacón de Italia. Realmente son un tesoro. Llegaron hasta allí huyendo de la invasión otomana de los Balcanes, por lo que conservan el albanés más arcaico, ese que no debe buena parte de su léxico a préstamos turcos. Para cuando repara con deleite en esa caprichosa vocal final de apoyo, ya es doctor honoris causa en Oxford y tiene varias distinciones en la solapa, como la Legión de Honor y otras fruslerías, que no le desvían un ápice de su misión.

Ya hemos dicho que la acomete a base de coleccionar traducciones bíblicas, algo que no deja de ser una vieja tradición europea. Existen unas cuantas, y la tarea de Bonaparte puede ayudar a cubrir las áreas incompletas del mapa lingüístico europeo. Tratándose de textos bíblicos, es relativamente fácil encontrar traductores entre los profesionales de la Iglesia. Por otra parte, al ser el corso la lengua materna del príncipe, la abrumadora diversidad que arrojan las variantes del italiano no tiene secretos para él, pues sigue habiendo método en su locura. Solo necesita más traducciones de los evangelios para clasificar hablas que, sin salir de Italia, pueden guardar más distancia entre ellas que la existente entre el castellano y el portugués o el francés. 

No se dejen engañar por ese gesto suyo, entre lacónico y desengañado, congelado en un daguerrotipo. No existe dialecto europeo que no despierte su apetito. Se atreverá con las variantes del alemán para subrayar que eso que se da en llamar «bajo alemán» y se habla en el norte del país es más parecido al holandés que a lo que se escucha en el sur bávaro. Y es que ¿cómo no rendirse ante la belleza de esos restos del escandinavo antiguo en el escocés de las islas Shetland? ¿Cómo mantener la compostura frente a ese arcaizante frisón en la costa de Jutlandia? Puede parecer pequeño e insignificante, pero su rastro está ahí, en el inglés. En todas partes.

Corre 1859 cuando el príncipe empieza a buscar una traducción del Evangelio de san Mateo al gallego y otra al asturiano. Le intriga sobremanera el continuo dialectal del noroeste de la península ibérica y recopila una gran cantidad de textos a través de gallegos que viven en Londres. Adquiere unos conocimientos extraordinarios teniendo en cuenta la época pero, a la edad de setenta y un años, lamentará en una carta dirigida a Gonçalves Viana dialectólogo portugués que su salud le impida pisar Galicia antes de morir.

Toda esa labor exhaustiva de investigación se recoge en obras de tirada generalmente muy corta. Él mismo firma personalmente copias que pasan de la imprenta a manos de sesudos lingüistas, a bibliotecas de centros filológicos europeos y a archivos de ciudades que había visitado. Solo una parte muy reducida quedaba para la venta, que se hace, eso sí, a precios exorbitados. Pero la dialectología europea, por llamarla de alguna manera, es una labor inabarcable, titánica, incluso mesiánica. Una búsqueda solo comparable a la de la ballena blanca. Precisamente, Melville publica su obra más universal cuando Louis Lucien gestiona su propia travesía europea. Valgan las palabras del capitán Ajab para ilustrar la singladura de nuestro príncipe: 

El camino de mi resolución tiene raíles de acero por los cuales corre mi alma. ¡Sobre precipicios sin fondo, a través de los corazones áridos de las montañas, me precipito sin desviarme! ¡No hay un solo obstáculo, no hay un solo recodo en los raíles de acero!

No lo hay. En el extremo nororiental de Europa se perderá en la tundra para dibujar sus propias líneas entre el vepsio, el vótico, el ingrio, el livón… Incluso publicará un estudio tras comparar sus casos, declinaciones y conjugaciones con las del vasco. 

Todavía no habíamos hablado del vasco.

El vasco

Aquel primer trabajo suyo en lingüística (recuerden: Specimen lexici comparativi omnium linguarum europaearum) era un pequeño libro de cincuenta y seis páginas repletas de columnas integradas por cincuenta y una palabras en otros tantos idiomas. Pues bien, cada columna iba encabezada y presidida por la palabra vasca. Por supuesto, a Bonaparte le llamaba la atención su singularidad (el euskera es la única lengua europea sin familia conocida), pero, muy probablemente, fue el amor de su vida quien le despertó ese apetito. ¿Recuerdan a aquella florentina a la que se alojó en régimen de pensión completa en la casa de los Bonaparte en Ajaccio? Católico devoto de misa diaria, Louis Lucien nunca rompió los votos, pero la única mujer a la que amó en vida fue Clementina Richard Grandmontagne. Esta francesa del Pirineo conocía a la perfección el euskera por haber vivido en el País Vasco con una hermana suya casada con Claudio Otaegui. Será este maestro guipuzcoano quien se convertirá en uno de los colaboradores más estrechos del príncipe en su estudio de la lengua vasca. 

Si bien en 1850 ya se carteaba con el alcalde de Vitoria, pasan seis años hasta que hace su primer viaje al País Vasco. Lo imaginamos durante su primer sermón, entrecerrando los ojos para no perderse ni un solo matiz de ese torrente aglutinante y ergativo. Pero, en ese primer momento, se tendrá que conformar con distinguir únicamente esos préstamos latinos legados por la Iglesia. Poco más.

Habrá cuatro viajes más en los que el príncipe se entregará en cuerpo y alma a su misión. El propio Otaegui dio fe de ello, de cómo el corso intentaba aquilatar la certidumbre absoluta de las informaciones que recibía. Atosigaba a los informantes con preguntas y repreguntas tan hábilmente formuladas que, decía el guipuzcoano, «ponían de resalto las más leves contradicciones e inexactitudes». Tras una entrevista, uno de ellos le dijo textualmente: «Fortuna que no le ha dado a este, como a su tío, por la guerra porque, si no, ni Dios para en este mundo». Y todo gracias a una mente analítica a la que acompaña un oído «muy fino», según sus colaboradores, uno capaz de detectar matices que pueden ser determinantes, aunque la mayoría no logre escucharlos. Pero sin grabadoras ni discos duros, y navegando entre valles y cerros en un sufrido coche de caballos. O agotadoras caminatas, como esa de diez horas para llegar hasta Otsagabia. Se le hizo de noche, pero, como ocurría en todos los pueblos que visitaba, el cura y el alcalde también saldrán a recibirlo con honores y agasajos. Al fin y al cabo, un Bonaparte siempre es un Bonaparte.

Pero hasta ellos son humanos. En el invierno de 1867-1868 sufre un «ataque cerebral» que merma visiblemente su agilidad intelectual. Los médicos le piden que pare, pero no hay tiempo que perder. «El cuadro del verbo alto-navarro meridional me ha cansado de tal suerte el cerebro que todos sus terminales me hacen el efecto de puntas agudas que se me clavan en mi pobre cabeza», escribe en 1872 en una carta a uno de sus colaboradores.

De un total de doscientas diecinueve publicaciones sobre lingüística, Bonaparte dedicó sesenta y ocho al vasco. La meta final de todas aquellas incursiones en el país del euskera fue su clasificación dialectal y un mapa lingüístico. Según concluyó el príncipe, el vasco quedaba distribuido en tres grupos: occidental, oriental y central, repartidos en ocho dialectos, veinticinco subdialectos y cincuenta variedades. Pasarían más de cien años hasta que ese mapa fuera revisado y actualizado, en 1998, por el investigador y miembro de la Academia de la Lengua Vasca Koldo Zuazo.

Está claro que lo hizo porque le apasionaba, pero también porque contó con los medios para poder hacerlo. A la caída del Segundo Imperio, ya privado de recursos, vive de una asignación que le ofrece la exemperatriz Eugenia, su prima. Más tarde, en 1883, el Gobierno de Gladstone le concede una pensión anual de doscientas cincuenta libras «en atención a los trabajos sobre dialectos de Inglaterra». Suficiente para vivir, pero no para soñar. Ya no hay dinero, ni tampoco salud, para emprender nuevas campañas de exploración lingüística. 

Se va en 1891, a los setenta y ocho años. Lo vemos apagarse, impotente entre miles de cartas y manuscritos repletos de voces aún sin escuchar, sin catalogar. Quedaba tanto por hacer… Poco antes redactó en inglés un pequeño epitafio que se puede leer en su tumba en el Cementerio Católico de Santa María, en Londres. Basta una simple oración:

«Dedicó su vida a la filología comparada».

SUSCRIPCIÓN MENSUAL

5mes
Ayudas a mantener Jot Down independiente
Acceso gratuito a libros y revistas en PDF
Descarga los artículos en PDF
Guarda tus artículos favoritos
Navegación rápida y sin publicidad
 
 

SUSCRIPCIÓN ANUAL

35año
Ayudas a mantener Jot Down independiente
Acceso gratuito a libros y revistas en PDF
Descarga los artículos en PDF
Guarda tus artículos favoritos
Navegación rápida y sin publicidad
 
 

SUSCRIPCIÓN ANUAL + FILMIN

85año
Ayudas a mantener Jot Down independiente
1 AÑO DE FILMIN
Acceso gratuito a libros y revistas en PDF
Descarga los artículos en PDF
Guarda tus artículos favoritos
Navegación rápida y sin publicidad
 

3 Comentarios

  1. Gracias por esto, no sabía de su vida. Seguramente mucho de lo que se conoce de ciertos dialectos es solamente gracias a sus registros.

    Escuchado hoy, de una mujer de una isla vecina: «Siempren hain gente». La g aspirada, la i de hain como la de inglés bit, la n de siempren solo parece «compañía» para la n de hain que marca el plural (hay un gato, hain unos gatos). Hace unos años escuché de casualidad «Su familia tiene que conocelo ella», que en castellano más corriente sería «Ella tiene que conocer a su familia». Y no hay ningún Louis Lucien que esté ocupándose de esto, que pronto desaparecerá en favor del castellano de los doblajes mexicanos de Peppa Pig.

  2. Muy interesante, Roberto. ¿De qué isla estamos hablando?

    • De las islas del archipiélago de Chiloé, en el sur de Chile, yo soy de la isla más grande y ella de la segunda. Dicen que nuestro castellano es anticuado, pero yo diría que es un típico dialecto aislado de América, con cosas conservadoras y otras muy novedosas. Por ejemplo, hay gente mayor que dice asina, agora, cuasi, vide y llama pesetas a las monedas. Pero casi todo el mundo dice salemos en presente y salimos en pretérito indefinido. O pasar es un verbo auxiliar en una aparente copia de un sufljo mapuche: llangküRPAfiñ -> lo PASÉ a caer ~ se me cayó sin querer en un punto del desplazamiento. Saludos.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.