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Viaje con nosotras: el Grand Tour de las literatas europeas

el Grand Tour de las literatas europeas
Augustus Leopold Egg, The Travelling Companions, 1862.

La comparación, tan sobada, del Grand Tour con el Erasmus no deja de ser certera: en la base de ambas experiencias se halla la idea de un viaje iniciático de la juventud europea de clase media alta, destinado a la instrucción inmersiva en otra cultura aunque también ligado a la aventura de afrontar el choque. Pero la noción de tour (o gira), que tuvo su apogeo entre el siglo XVII y comienzos del XIX, implica un largo periplo por más de un país del Viejo Continente, en el que solía ser parada obligada Italia como epítome humanista. Enmarcado en aquel rito, en principio masculino, el caso de las viajeras escritoras —o escritoras viajeras— que contaron sus vivencias es particular y poco conocido. Con su mirada distintiva, ellas contribuyeron a un relato de Europa que caló en sus países y, hasta cierto punto, tiene aún su eco.

Las mujeres de la época viajaban sobre todo en calidad de esposas o hijas, acompañando al varón en sus trayectos por motivos de trabajo o salud. Sus tours carecían, por tanto, de la finalidad formativa, pues cualquier conocimiento más allá del hogar excedía sus competencias. Pero el saber acabará emergiendo de la observación. Aun cuando actúan de comparsa en el viaje, al escribir, lo hacen suyo. Si hoy las imágenes atestiguan cualquier desplazamiento no forzado, por entonces lo visitado no existía si no se traducía en palabras. Así crece la relevancia de diarios, cartas, memorias y crónicas con que las mujeres contribuyen a la literatura odeporica (término italiano de etimología griega para referirse a la travesía o peregrinación). En esos textos muestran mayor libertad que muchos de los personajes femeninos de su tiempo.

Se trata de un doble viaje, geográfico e interior, con el que no solo saltan los muros de su reclusión, sino que ocupan el ámbito de lo escrito, pasando a erigirse en nuevas exploradoras-narradoras del mundo. El que transmiten no es un saber enciclopédico sobre materias dignas de estudio como el de sus homólogos masculinos. Describen la vida en todo su detalle desde una capacidad de percepción y una disposición a la escucha inéditas, atendiendo a la realidad social y a las costumbres cotidianas de cada lugar con una mirada antropológica y etnológica. Por eso y por su relativa autonomía, algunas de ellas han sido consideradas antecesoras del feminismo. «Lo que la mujer desea, Dios lo ampara», cita el refranero la francesa Joséphine E. de Brinckmann. Como algunas otras trotamundos, ya en el XIX, viajaba sola.

«Mientras el mundo está lleno hasta la saciedad de viajes de hombres, todos escritos en el mismo tono y rellenos con las mismas tonterías, una dama tiene la capacidad de encabezar un nuevo camino y embellecer un tema gastado». Esto sugiere la pensadora Mary Astell en el prefacio a las Cartas desde Estambul, de la inglesa Mary Wortley Montagu (1689-1762), precursora de las viajeras escritoras. La propia Montagu aconsejará a su hija que no se fíe de las narraciones que hacen los hombres de sus viajes, pues luego no recuerdan de esos sitios más que la calidad del vino y la disponibilidad de las mujeres. Esa correspondencia nace de sus vivencias como esposa del embajador inglés en el país otomano, lo que le proporcionó un acceso sin precedentes a aquella compleja cultura. La frescura y la franqueza del retrato se nutren del contacto directo con sus habitantes, de su cosmopolitismo y poliglotía, dando forma a una de las primeras obras occidentales que ofrecen una visión de Turquía alejada del exotismo o del paternalismo: «Tal vez sería más entretenido que añadiera unas cuantas costumbres sorprendentes de mi propia invención, pero nada me parece más agradable que la verdad».

La alemana Sophie La Roche (1730-1807) ostenta el título de primera escritora de su país en vivir de esa actividad y procurarse la independencia económica, toda una excentricidad en una época en la que la escritura de las mujeres se solía contemplar como actividad privada y las demostraciones de erudición resultaban sospechosas. Viaja por varios países de Europa con amigas o con la sola compañía de alguno de sus hijos menores, registrando sus agudos comentarios en cuadernos de viaje que más tarde publicaría. En la primera de sus excursiones, con destino a la Suiza de 1784, señala que el buen viajero «no dejará que sus ojos deambulen con la cabeza vacía, sino que observará tierras y gentes en su variedad, comparará las deficiencias y ventajas de esta provincia y aquellas entre sí, y se formará una opinión sobre ellas, siendo más consciente de su propia fortuna o capaz de apreciar más plenamente la prosperidad de los demás». Solo una tríada de muertes, la de su marido en 1788, su hijo menor en 1791 y su hija en 1793, le arrebata la curiosidad por lo foráneo.

Más célebre para la posteridad, la francesa Madame de Staël (1766-1817) cruzó el continente con un innovador enfoque protosociológico y el motor de su personalidad arrolladora. De su amplia trayectoria nómada como desterrada del Imperio napoleónico —quien la temía y la quería lejos— llaman la atención sus estancias en países tan remotos como Finlandia o Rusia. Al territorio de los zares arriba justo cuando Bonaparte trata de invadirlo: «Parece que estamos atravesando un país cuya nación acaba de irse», anuncia. Su vocación filósofa también se filtra en la crónica: «Una se siente en Rusia a la puerta de otra tierra, cerca de ese Oriente del que han brotado tantas creencias religiosas, y que aún guarda en su seno increíbles tesoros de perseverancia y reflexión». Pero lo que más admira de aquel país del este, que considera más cercano al sur que al norte, es la elegancia natural de su campesinado, esa población que «solo conoce la tierra que cultiva y el cielo que contempla».

Llegué, vi, conté

En la versión más o menos fiel de la realidad que presentan, las escritoras viajeras nunca esconden la primera persona del verbo contar. Frente a los exploradores ilustrados que cubren con un manto de ciencia y supuesta infalibilidad sus interpretaciones, ellas proyectan sin complejos su yo en los hechos narrados. De ese modo y conforme avanzan las décadas, el interés literario de sus textos aumenta a medida que supera la seca exposición para tender, conforme al estilo romántico que se iba imponiendo, a la evocación subjetiva. Encuentran su identidad, como autoras y como mujeres, en territorio extraño.

Así le ocurre a la suiza Valérie Boissier (1813-1894), que en Journal d’un voyage au Levant busca, según leemos en el prefacio, «compartir con sus amigos los placeres vivos que ella misma experimentó; aburrir honestamente a su vecino» [la cursiva es del original]. El primer tomo comprende sus incursiones en Grecia, donde recorre sitios como la bahía de Corfú, el yacimiento de Kalamaki, la playa de Vourlia, la ciudad fortificada de Mistrá o el monasterio ortodoxo de Mega Spileo en Kalávrita —ciudad que sería masacrada en la Segunda Guerra Mundial—. Ferviente protestante, la exaltación religiosa convive con la amplitud de miras y, si sus recreaciones del paisaje natural y humano resultan espontáneas, es por la inserción de diálogos y digresiones: «Los griegos tienen una gracia innata; sus brazos, siempre independientes del cuerpo, dan una rara elegancia a sus movimientos. Son el antitipo de nuestros leones parisinos, que parecen, con los codos pegados al pecho, haber tomado por ideal de belleza el esqueleto de un pollo asado». Con su mordaz crítica a la educación, la política, la moral e incluso la inequidad de género, desmitifica la imagen (refinada, idealizada) del país heleno.

En Grecia nacería poco después la italiana Matilde Serao (1856-1927), a la que de todos modos siempre se asocia a Nápoles —destino fundamental del Grand Tour, por cierto—. Allí cofundó el diario Il Mattino, y en ella ambientó numerosos libros de ficción y de no ficción, como su crónica sobre la epidemia de cólera de 1884. Pero también tuvo tiempo de transitar por la Europa de preguerra y trazar reflexiones existenciales. Su modus operandi como literata de viajes lo define en Lettere d’una viaggiatrice, donde asegura que para conocer bien un país «hay que tener el gusto estrambótico y el valor singular de ver hombres, ciudades y cosas, de vivir en medio de ellas, cuando ha pasado su mejor época». Entre otras naciones exploró Francia, desde la casta esnob de Cannes a un París nada mágico en el que contrastan vicio y pobreza, señoras que visten el lujo y costureras que lo tejen. Incluso visita la morgue donde acaban «los muertos desconocidos, víctimas horrendas de la vida horrenda», expuestos en una vitrina para su posible identificación.

Más raro es el destino que dio reconocimiento a la inglesa Edith Durham (1863-1944), quien, tras ocuparse durante años de cuidar de su madre, siguió la recomendación médica de tomarse un respiro en el extranjero. Así se adentró en el sur de los Balcanes, experiencia transformadora que más tarde la llevaría a investigar en profundidad la historia, el estilo de vida, el idioma y el folklore albanés. Su prisma antropológico, un campo que apenas había empezado a abrirse, empapa Las tierras altas de Albania, en el que retrata —literalmente, pues era también ilustradora y fotógrafa— la zona conocida entonces como el Cercano Oriente, envuelta en el misterio, el conflicto y el odio, apartada de lo que se consideraba Europa. Su relato no disimula los peligros que encara, pero se impone la fascinación desprejuiciada por las costumbres de aquellos pobladores con fama de fanáticos. En Albania, escribe, «hay crímenes y vicios; los conozco todos (es decir, confío en que no haya otros). Sin embargo, tiene virtudes primordiales, sin muchas de las bajezas de lo que llamamos civilización».

El sur, el norte y otras leyendas 

Aunque nuestro país no entraba dentro del circuito canónico del Grand Tour, la España del romanticismo se convirtió en un destino exótico para la sociedad victoriana, y no pocas viajeras británicas dejaron por escrito sus impresiones sobre la península y sus moradores. Desde la vecina Francia también llegaron escritoras intrépidas, aunque apenas consideradas hoy día, para recorrer el país durante el siglo XIX y principios del XX. Sí es renombrado el precedente de Madame d’Aulnoy (1652-1705), quien, en su Relation du voyage en Espagne, dejó una mirada, a ratos superficial y basada en leyendas, que alimentaría cierto desprestigio y que hoy día levantaría ampollas, como al hablar de los vizcaínos: «Su idioma (si se puede llamar a esta jerga idioma) es muy pobre; así, una palabra puede significar multitud de cosas, por ello no hay nadie que no haya nacido aquí y que pueda entenderlo». Tal vez por eso una autora como Noémie Cadiot, de pseudónimo Claude Vignon, tiraba de ironía en Vingt jours en Espagne (1885) para quitarnos el aura negra: «¡No asesinan allí a los escritores franceses, gracias a Dios!».

Hablando de alias, una práctica habitual entre las viajeras escritoras que debían ocultar esas dos inquietudes, el más famoso es el de George SandAurore Dupin—, cuya tormentosa estancia en Mallorca le serviría de acicate para repartir estopa a los españoles. Pero otras muchas plasmaron su admiración por el país. Laure Permon (1784-1838) escribe sobre la historia, la botánica o el arte de los que es testigo, alabando el «gracioso caminar de las manchegas» o los cantos de los jóvenes labriegos tanto como el «sublime talento» de Cervantes al inmortalizar aquella provincia. Ernesta Stern (1854-1926), de nombre artístico Maria Star, cruza España admirando su arquitectura y apreciando cuánto difiere el ánimo andaluz del leonés, pero idea un hilo común: «Me ha impresionado profundamente el culto que los españoles tienen todavía por la madre y la esposa, a veces desdeñadas en otros países». Marie Bashkirtseff (1858-1884), de origen ruso pero lengua francesa, incluye en su Diario una estancia breve pero intensa que centra en su principal vocación, la pintura, ejerciendo un juicio implacable: «¡Bueno, ya estamos en la tan cacareada Sevilla! A decir verdad, estoy perdiendo el tiempo aquí. He visto el museo: una sala única repleta de Murillos. Hubiese preferido otra cosa: solo hay vírgenes y otras santidades».

También merece la pena fijarse en los escasos ejemplos de mujeres que, desde estos pagos, se atrevieron a salir para ofrecer su propia impresión de Europa. «Yo no escribo guías; voy a donde me lleva mi capricho, a lo que excita mi fantasía, al señuelo de lo que distingue a una población entre las demás», avisaba la coruñesa Emilia Pardo Bazán (1851-1921), quien amplió horizontes viajando por la España pintoresca y por la Europa diversa. Como corresponsal mantiene su sello naturalista sin asumir preconceptos, atenta a su alrededor, armada de rebeldía. La crónica de su llegada a Núremberg comienza así: «Antes de haber visitado los países nos formamos mil ideas erróneas acerca de ellos y tenemos caprichos y preferencias literarias que luego desmiente la experiencia». Aunque espera oír allí ecos de los cuentos de Hoffmann, lo que descubre es una ciudad gótica no por sus edificios, sino por su color medieval. En Karlovy Vary se le revelan las maravillas de la hidroterapia, y a quienes acusan a las señoras de acudir para adelgazar, contrapone la ridícula dieta de Zola, que temía fallecer de obesidad: «La mujer no tiembla a la puerta del otro barrio. Ha dado hijos al mundo, se ha visto mil veces a la boca del terrible camino». Por cierto, y por restaurar la figura de Murillo, comenta Pardo Bazán —comparándolo al Cervantes de las Novelas ejemplares que «fue propiamente un pintor realista, me parecía indudable desde que vi el Museo Provincial de Sevilla, y han confirmado esta creencia los cuadros de Múnich».

Otra de nuestras consumadas escritoras nómadas fue la almeriense Carmen de Burgos Colombine (1867-1932), nacida al otro extremo del país pero también periodista modernísima y culo de mal asiento. De sus muchos desplazamientos destaca la aproximación a latitudes escandinavas: Dinamarca, Suecia y Noruega. Contraste entre sur y norte, otra vez. Una de aquellas peripecias, en el año 1914, tenía como objetivo llegar a los confines del continente para asistir al sol de medianoche. Aunque una niebla blanca como el Valhalla le impediría verlo de pleno, cuenta la autora noventayochista, inspirada tanto por la geografía como por la mitología nórdica, que el círculo polar ártico «añade una nueva poesía» a la cadena montañosa de las islas Lofoten y esa luz de veinticuatro horas «parece llegar hasta ella para consolarla de su aislamiento». Le queda hambre en los ojos al final de su relato, que resulta estremecedor si pensamos que, poco después, su periplo se verá truncado por la Gran Guerra: «Parece que en el cabo Norte se va a acabar el mundo, que hay un abismo cortado a pico sobre lo infinito del espacio. […] Hay que seguir la ruta del destino; volver al mundo de siempre… tengo que hacer un esfuerzo para poder moverme, para poder cerrar los ojos, librarme de la sugestión de este tinte azul pálido que envuelve todas las cosas en su luz difusa, esa luz infinita del espacio en el que ya no hay un horizonte que nos oculte los astros, en el que nosotros también nos habíamos sentido ilimitados e infinitos». Ilimitadas e infinitas también ellas, las literatas de viajes.

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3 Comentarios

  1. María Pasquín

    Falta Virginia Wolf y su recorrido por España

  2. Faltó también Emilia Serrano, Baronesa de Wilson.

  3. Pingback: Sometimes a coffee 48 – Klepsydra

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