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Saramago antes y después de Cristo

José Saramago, 2006. Fotografía: Luis Davilla / Getty.
José Saramago, 2006. Fotografía: Luis Davilla / Getty.

En unas declaraciones que hizo en 2004, José Saramago afirmaba que la palabra utopía había causado más daños que beneficios. Había llegado el momento de borrarla del mapa: «Si alguna palabra retiraría yo del diccionario sería utopía, porque no ayuda a pensar, porque es una especie de invitación a la pereza». Más que fijarnos en horizontes lejanos era preferible que nos centráramos en el aquí y ahora, en mañana a lo sumo. Eso sería más modesto, más práctico y, sobre todo, más útil. Estas palabras fueron recogidas en el diario mexicano La Jornada, y entonces fueron muchos los sorprendidos. ¿No había dicho el Premio Nobel que entre sus escritores favoritos se encontraba António Vieira, jesuita portugués conocido por sus textos utópicos? ¿Acaso no había calificado él mismo de utopía su novela La balsa de piedra

En dicha novela, la península ibérica se desprendía del resto del continente debido a un extraño corte aparecido en los Pirineos. Nada justificaba esta ruptura geológica; sin embargo, había ocurrido, y ahí estaba la península ibérica, ahora isla, navegando mar adentro «hacia una nueva utopía», más cerca de África y de América Latina de lo que está en la realidad. Como La balsa de piedra se publicó en 1986, el mismo año en que España y Portugal se unían a la Comunidad Europea, muchos la entendieron como una manifestación del autor en contra de la recién nacida Europa de los doce. Saramago explicó en el discurso de aceptación del Premio Nobel que su propósito no era ese, sino señalar que «Europa, toda ella, debería moverse hacia el sur para ayudar a equilibrar el mundo, como compensación por sus abusos coloniales pasados y presentes. De este modo, Europa sería al fin un referente ético». No habían pasado tantos años desde este discurso, ¿por qué renegaba ahora de las utopías? No había quien lo entendiera.

Sin embargo, tal vez nadie debería haberse sorprendido tanto. Como él mismo reivindicó en alguna ocasión, tenía derecho a tener contradicciones. No podíamos culparle por ser humano, quien esté libre de pecado, etcétera. Pero, además, era evidente que hacía tiempo que su escritura había ido cambiando. En lo político, el escritor se mantuvo fiel a sus ideas comunistas hasta el final de sus días; en lo literario hubo al menos dos Saramagos. Lo curioso es que el propio escritor era consciente de ello. Según dijo, el viraje en su narrativa se habría producido en algún punto entre El Evangelio según Jesucristo (1991) y Ensayo sobre la ceguera (1995): «Cuando terminé El Evangelio todavía no sabía que hasta entonces había estado describiendo estatuas. Tenía que entender el nuevo mundo que se me presentó cuando dejé la superficie de la piedra y entré en ella, y eso sucedió con el Ensayo sobre la ceguera»1.

Otra forma de verlo (sin duda, menos poética, pero también más esclarecedora) es considerar que detrás de este paso de la estatua a la piedra había en realidad un cambio de foco. Hasta El Evangelio según Jesucristo, Saramago había prestado mucha atención a las circunstancias (sobre todo, históricas) de su país. No en vano, el epígrafe de uno de sus primeros libros, una cita de Marx y Engels, decía: «Si el hombre es formado por las circunstancias, entonces hay que formar las circunstancias humanamente». Esto hizo que muchos lo consideraran, de forma un tanto reduccionista, un novelista histórico. Estas circunstancias, tan presentes en Levantado del suelo, Memorial del convento o Historia del cerco de Lisboa, fueron perdiendo peso en su narrativa y lo fue ganando el individuo.

Este giro en la literatura de Saramago vino a coincidir con un cambio importante en su vida personal. La publicación de El Evangelio según Jesucristo levantó una buena polvareda en su país. En la novela dibujaba un Cristo más humano que divino, enamorado de María Magdalena y no del todo conforme con su destino. La Iglesia católica consideró que era una ofensa para los sentimientos religiosos y el Gobierno portugués vetó la candidatura de la novela al Aristeion Prize con la excusa de que no representaba a Portugal ni a las creencias de los portugueses. Después de aquello, el escritor decidió fijar su residencia en Lanzarote. Casualidad o no, a partir de ese momento, su narrativa pasó a ser más global, más «deslocalizada», y su país dejó de ocupar un lugar central en ella. También empezó a estar más ligada al presente, un presente cada vez más distópico.

Saramago entraba de lleno en el terreno de las distopías con Ensayo sobre la ceguera. En esta novela, una ciudad entera es asolada por una epidemia de «ceguera blanca». Los sospechosos de haber contraído esta extraña enfermedad son aislados en un antiguo manicomio. La única persona que se salva de la ceguera (o, mejor dicho, la única que conserva la forma de ver perdida) es la «mujer del médico». Esta fingirá que se ha quedado ciega para poder acompañar a su marido en su confinamiento. Allí será la única testigo ocular de lo que ocurre. La pesadilla epidémica de Saramago contrasta con la plaga ideada por Albert Camus. La peste pone de manifiesto que, en circunstancias excepcionales, el ser humano es capaz de sacar lo mejor de sí mismo. La conclusión del narrador de Camus es que hay más cosas dignas de admiración en el hombre que de desprecio. Leyendo la novela de Saramago difícilmente se podría concluir algo así. 

Cuatro años después de la epidemia de ceguera blanca, se produce en la misma ciudad un acontecimiento insólito: más del ochenta por ciento de la población ha votado en blanco en las elecciones municipales. Pese a que hacerlo es perfectamente legal, el Gobierno cree que se trata de una conspiración para acabar con él y no cejará hasta encontrar a los culpables. La mujer del médico, la única que se salvó de la ceguera, será la principal sospechosa. Todo esto se cuenta en Ensayo sobre la lucidez. En esta ocasión, Saramago pretendía hacernos reflexionar sobre la democracia. El hecho de que se dieran por buenas elecciones con un nivel bajísimo de participación, como ocurría con frecuencia en Portugal, o que los Gobiernos tomaran decisiones de gran calado, como participar en la guerra de Irak, en contra de la voluntad mayoritaria del pueblo estaban deteriorando la democracia. Ensayo sobre la lucidez se publicó un año después de la Cumbre de las Azores, y, aunque nunca se alude a ello explícitamente, la guerra contra el terror que se desató tras los atentados del 11 de septiembre puede entreverse de fondo. En la novela se escuchan conversaciones privadas; muchos ciudadanos son interrogados; algunos son sometidos al polígrafo, incluso se sugiere, de forma muy velada, que podrían ser torturados… Todo vale para dar con los cabecillas de la supuesta conspiración que amenaza la seguridad del país. 

En medio de los dos Ensayos, Saramago publicó Todos los nombres (sobre una oficina del registro civil donde figuran los nombres de todos los vivos y todos los muertos) y La caverna (una alegoría sobre los peligros de la globalización y los excesos del capitalismo). El título de esta última alude al mito de la caverna de Platón y el escritor contó que la escribió para que la gente saliera de la caverna en la que vivimos. Pretendía alertarnos de que nos pasamos la vida «mirando imágenes y creyendo que son la realidad». Anteriormente había dicho que escribió Ensayo sobre la ceguera para «recordar a quien lo leyera que usamos perversamente la razón cuando humillamos la vida, que la dignidad del ser humano es insultada todos los días por los poderosos de nuestro mundo, que la mentira universal ocupó el lugar de las verdades plurales, que el hombre dejó de respetarse a sí mismo cuando perdió el respeto que debía a sus semejantes». En mi opinión, el propósito didáctico de sus distopías, por muy loable que pueda ser, acaba convirtiéndose en su peor enemigo. Con frecuencia el narrador actúa como una especie de guía turístico que te indica qué hay a la derecha y a la izquierda del paisaje. Te deslumbra por su don de palabra y su ironía, la mayor parte de las veces coincides con sus observaciones, incluso te cae simpático, pero al final no puedes evitar pensar que sus intromisiones han impedido que disfrutaras plenamente de las vistas. 

Cuando Cormac McCarthy publicó La carretera hubo quien criticó que no se aprendiera nada leyéndola. La novela puede leerse también como una alegoría, pero de ella no se desprende ni una sola lección inequívoca. Más que un defecto, eso me parece una gran virtud. McCarthy se cuidó mucho de borrar las posibles causas de la catástrofe que viven sus protagonistas. En ningún momento sabemos si la situación en que se encuentran se debe a un desastre ecológico o a una hecatombe nuclear. La carretera tampoco puede entenderse de forma indudable como una crítica a los excesos del capitalismo (la supervivencia de los protagonistas depende en buena medida de lo que encuentran en los supermercados, así que la lectura de que sin capitalismo no es posible la vida tampoco puede descartarse del todo). La grandeza de McCarthy, además de su estilo portentoso, es que consigue hacernos pensar en todas esas amenazas de una forma mucho más sutil. La caverna, y en general todas las distopías de Saramago, pese a su innegable calidad literaria, carecen de esa finura.

Personalmente, me interesa más el Saramago de la primera etapa que el de las distopías, el Saramago más preocupado del cómo que del para qué. No deja de ser irónico que el protagonista de la que, para mí, es su mejor novela, El año de la muerte de Ricardo Reis, sea alguien que se sitúe prácticamente en sus antípodas ideológicas. Ricardo Reis, uno de los heterónimos de Fernando Pessoa, era conservador, monárquico y se sentía cómodo con el régimen del dictador Salazar. En la novela una multitud de personajes secundarios cubren todo el espectro ideológico de la Portugal de 1936. El autor les permite que manifiesten sus ideas sin dejar que unas se impongan sobre otras. Las claves para desactivar el discurso afín al fascismo omnipresente en el libro (la maquinaria propagandística de Salazar estaba entonces a pleno rendimiento) se encuentran en la propia novela. Solo hay que dejar espacio al lector para que las encuentre. El tono paródico y el juego intertextual con Borges y el propio Pessoa hacen que la novela sea muy entretenida. Hay que tener en cuenta, además, que al principio de su carrera Saramago escribía poesía, y ese tono más poético es perceptible en las novelas de esta primera etapa. En el caso de El año de la muerte de Ricardo Reis, el fantasma de Pessoa es algo más que un personaje: parece haber poseído a Saramago, impregnando el texto de nostalgia y belleza. 

Hay, sin embargo, algo que se mantuvo constante a lo largo de toda la obra de José Saramago. Me refiero a esos personajes tan suyos, que son capaces de conservar la humanidad hasta en las circunstancias más adversas. Normalmente, pertenecen a las clases más humildes y con frecuencia son mujeres (ahí está por ejemplo esa personificación de la dignidad y la compasión que es la «mujer del médico»). En Historia del cerco de Lisboa, Raimundo Silva podía imaginarse un tiempo en el que el comportamiento humano sería «todo él artificioso», desaparecerían «sin más contemplaciones, la sinceridad, la espontaneidad, la simplicidad, estas bonísimas y luminosas cualidades de carácter que tanto trabajo costaron definir e intentar practicar en las épocas ya distantes […]». Los personajes humildes de Saramago se caracterizan por su sencillez, su nobleza, su decencia, y contrarrestan, de algún modo, esta inercia de los tiempos. Esos rasgos los encontramos en los campesinos de Levantado del suelo; en Baltasar y Blimunda, los enamorados de Memorial del convento; en los protagonistas de La balsa de piedra; en Cipriano Algor, el alfarero de La caverna… El epígrafe de la que sería su última distopía, Las intermitencias de la muerte, decía: «Sabremos cada vez menos qué es un ser humano». Para que eso no suceda, Saramago nos dejó un buen catálogo de personajes que nos recuerdan qué es lo que nos hace personas. Con ellos me quedo.


Notas

(1) Conferencia titulada «De la estatua a la piedra: el autor se explica a sí mismo» (1997). Disponible aquí.

(2) Graff Zivin, E. «Seeing and Saying: Towards an Ethics of Truth in José Saramago’s Ensaio sobre a Lucidez». SubStance 2012; 41(1): 109-123.

(3) Se puede encontrar un análisis más detallado de todo esto en Svensson, F. Ideology and Symbolism in the Novels of Cormac McCarthy. Tesis doctoral. Karlstad University Studies, 2020.

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Un comentario

  1. Agustín Serrano

    «Personalmente, me interesa más el Saramago de la primera etapa que el de las distopías, el Saramago más preocupado del cómo que del para qué…»

    Estoy muy de acuerdo con esa opinión, en un artículo buenísimo.

    Bravo.

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