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El susurro de la lengua: migración, exilio, escritura y lengua materna

susurro de la lengua
Ilustración: Tau.

Cuando Agota Kristof tuvo que emigrar de su Hungría natal a la Suiza francesa, haciendo parte del camino a pie y con su hija pequeña en brazos, no solo perdió su terruño, sus raíces. También perdió su lengua. Más aún, durante el tiempo en el que la vida cotidiana en Neuchâtel la fue sumergiendo en la lengua francesa, la experiencia del exilio —el exilio geográfico, pero también lingüístico— la convirtió en algo que había dejado de ser a los cuatro años. La convirtió en analfabeta.

Hija de un maestro de escuela, inmersa en un universo alfabético desde siempre, su historia se dio a conocer en entrevistas que empezaron a circular luego de que se editaran en español y póstumamente, las tres novelas que conforman la trilogía conocida como Claus y Lucas, así como los textos reunidos en el libro La analfabeta, en el que, entre otras cuestiones autobiográficas, cuenta su experiencia con la lengua extranjera.

Las muchas sorpresas y emociones que depara la trilogía no terminan con la lectura. La novela está, originalmente, escrita y publicada en francés, luego de que la escritora pudiera dejar atrás su condición de analfabeta en esa lengua que había aprendido a manejar con cierta experticia en la oralidad pero en la que por mucho tiempo no pudo leer ni escribir. La sola idea de que alguien pueda escribir ficción en una lengua que no es la materna, aprendida tardíamente, aunque inmersa en el ambiente lingüístico de modo prolongado, incluso definitivo, es un desafío para la imaginación.

Aunque toda experiencia de extranjería lingüística puede antojarse traumática y compleja, la experiencia de la escritura literaria de la que la lengua es parte medular, lo vuelve aún más singular. Ella misma cuenta que eligió el francés para escribir narrativa —en su obra poética, aún la escrita en el exilio, conservó su lengua materna— y no en húngaro, para poner distancia entre su terror y su escritura. Treinta años en Suiza le lleva a Agota poder construir su obra narrativa en francés. Treinta años. Una vida entera.

Imaginar esas novelas —aún leídas en español— en la sonoridad y la forma gramatical que identifica al francés parece un ejercicio de traducción imposible. Algo en el modo desnudo de la prosa, en la sintaxis seca, trabada, en la rudeza distante con la que se narran hechos terribles, un cierto modo ascético de relato del horror parecieran emparentar más a la prosa de Kristof con las lenguas sajonas que con la francesa. En el discurso con el que inauguró el III Congreso de la Lengua Española, en el año 2004, Carlos Fuentes afirmó que el inglés era un idioma práctico y el alemán, profundo. El francés, en cambio, elegante. Y sin embargo, la historia de los gemelos Claus y Lucas durante y luego de la guerra fue narrada en francés, por una sensibilidad alfabetizada por vez primera en alemán.

Kristof y Țîbuleac: la lengua convertida en territorio de resistencia

La escritora moldava Tatiana Țîbuleac también emigró a un país de habla francesa, en su caso, la propia Francia, muchos años después y en circunstancias mucho menos penosas que las de Kristof. Aunque ella escribe en rumano, esa tensión del habitar entre dos lenguas, esa suerte de dubitación respecto de qué lengua elegir es uno de los ejes de su novela El jardín de vidrio en la cual Lastochka, una niña que creció en un orfanato, es adoptada —comprada, a decir verdad— por una mujer sola, nada amorosa y ya mayor que, luego de un tiempo, la inscribe en una escuela rusa. Lastochka se revela frente a la decisión de Tamara Pavlovna, su madre adoptiva. Quería ir a una escuela en la que pudiera conservar su lengua materna, el moldavo. «Elegí los moldavos, los despojos», dice cuando, muchos años después, ya adulta, cuenta la escena. Varias veces a lo largo de la novela, la narradora vuelve sobre la idea de que si hubiera estudiado en la escuela rusa, su vida hubiera sido distinta. Ni mejor ni peor, dice. Otra. «¿Qué dificultad puede entrañar aprender una lengua que ya hablas?», se pregunta, sorprendida por lo difícil que le resultaba sostener su elección. Más adelante, sigue: «Volví a casa llorando, con la antigua lengua enroscada en torno a mí. Si la perdía con tanta facilidad, ¿para qué había luchado tanto por ella?».

Aun cuando una resigna la lengua materna y otra lucha para conservarla, aun cuando en un caso la lengua extranjera aparece en el exilio y en la otra, un mismo territorio geográfico exige hacer esa elección imposible, hay algo en común entre Agota y Lastochka. Las dos eligen una lengua y esa elección es un gesto de resistencia y de rechazo hacia un opresor. Kristof elige la lengua francesa para escribir, esa misma en la que le toca vivir, esa misma, también, en la que cría a sus hijos. En realidad, no se trata precisamente de una elección. «No he escogido esta lengua —escribe—. Me ha sido impuesta por el destino, por la suerte, por las circunstancias». Ya no puede usar su lengua materna —el húngaro, que conservó durante su exilio para la escritura de poemas— y le resulta insoportable la sola idea de escribir en alemán, la lengua del opresor, dice ella, la lengua de la Austria invasora de su tierra natal. Tampoco en ruso, la lengua de quienes la obligaron a dejar su patria. Lastochka elige alfabetizarse en moldavo, su lengua materna, como resistencia a esa nueva vida, como lealtad a su origen, como muestra de distancia respecto del gesto avasallante de su madre adoptiva.

Esa elección conlleva, en ambos casos, una gran dificultad. En el de Kristof, la de crear un mundo literario pensado desde un pensamiento formateado por una lengua, en otra. En el caso de Lastochka, escribir en una lengua y vivir en otra. Es precisamente eso lo que hace que, aún con todo ese deseo puesto ahí, le cueste estudiar la que fue su lengua materna. «El ruso lo escuchaba en la televisión y en la radio. En la calle y en el patio. No recuerdo ninguna canción en moldavo que me gustara más que una en ruso», dice.

Al mismo tiempo, hay una coincidencia más en ambas historias separadas por el tiempo —Kristof se exilió en 1956, mientras que la novela de Țîbuleac está situada en los años ochenta, treinta años después, los años que le llevó a la húngara escribir ficción en lengua extranjera— y por el hilo que distingue realidad de ficción. Kristof y Lastochka rechazan el ruso como lengua de escritura. Del ruso escapaba Kristof en su exilio. Su marido había participado de una revuelta sofocada contra el régimen soviético y lo estaban buscando para encarcelarlo. Más tarde dirá que dos años de cárcel para él hubieran sido mucho menos traumáticos que el exilio. La moldava, en cambio, rechazaba la lengua que no era la de sus padres, la de su vida previa a ser adoptada, la del orfanato, también.

Una resigna la lengua materna y otra lucha para conservarla. Hay algo más que las diferencia. Lastochka elige la lengua en la que escribe. Agota escribe en la lengua en la que le toca: «Estoy obligada a escribir en francés. Es un desafío. El desafío de una analfabeta».

De la búsqueda del origen a la recuperación de la lengua: Austerlitz de W. G. Sebald

Austerlitz, el protagonista de la novela de W. G. Sebald, fue criado por un matrimonio religioso en Inglaterra desde los cuatro años, en los inicios de la segunda guerra mundial. No recuerda nada de su origen, ni siquiera su nombre, hasta que, muerto su padre adoptivo, en la escuela secundaria le revelan su verdadero apellido. Es a partir de entonces que empezará a indagar sobre su propia historia en un camino que dura mucho tiempo, sufre diversas interrupciones y lo lleva a dos escenas tan reveladoras como memorables.

La primera, la que resulta en la emergencia de la lengua materna rápidamente olvidada, extinguida, se sitúa en la antigua sala de espera de una estación de tren a donde entra de casualidad, unas semanas antes de que fuera demolida: la estación a la que había arribado para ser acogido por su familia adoptiva. Recuerda, entonces, la ropa nueva que le dieron ya en la casa, así como la desaparición de una mochila que había llevado hasta la estación. A diferencia de la mochila, que como cualquier objeto desaparece de pronto, la extinción de su lengua materna va sucediendo paulatinamente: mes a mes los sonidos se vuelven menos audibles, y sus arañazos encerrados dentro de él se van interrumpiendo y callando por miedo.

La segunda escena sucede en Praga. Luego de dar con el nombre de sus padres y la dirección donde había vivido su familia, viaja a la ciudad y visita el edificio. Allí se encuentra con una vecina, ya anciana, que había sido su niñera y amiga de sus padres en los años previos a la guerra. Ella lo recuerda. Ambos se emocionan y comienzan una larga conversación en medio de la cual Austerlitz repara en que en algún momento, desapercibido para él, Vera —esta mujer— había pasado de una lengua a otra. En el entusiasmo por contarle todo, ella estaba hablando checo. La revelación le llega con demora a Austerlitz, a modo epifánico. No lo había percibido porque, sin saberlo, entendía el checo, idioma con el cual creía no haber tenido contacto alguno. «Comprendía ahora, como un sordo que, por un milagro, recupera el oído, casi todo lo que decía Vera, y solo quería cerrar los ojos y seguir escuchando sus polisilábicas palabras apresuradas».

Las tres historias —de amor y de espanto— de las que hasta aquí está hecho este tapiz están hilvanadas por los hilos del dolor y del trauma, de la pérdida y del robo, de la resistencia y la voluntad, de la lengua propia y de la extranjera, del exilio, de esa principal angustia del exiliado, como llama Josep María Nadal Suau al temor de decir algo de forma incorrecta.

Y sin embargo. Sin embargo ese temor no es exclusivo de quien tiene que hablar otro idioma.

Clara Obligado, exilada en su propia lengua

«Nunca pensé que podía ser extranjera en mi propio idioma», confiesa sin terminar de superar la perplejidad, la escritora argentina Clara Obligado. Ella había esperado mitigar en algo los traumas de la extranjería cuando también por razones políticas tuvo que exiliarse en los años setenta. Eligió como país de acogida a España, la madre patria, justamente en esa búsqueda. Y sin embargo.

El libro —Una casa lejos de casa— donde cuenta su experiencia del exilio, pero también la historia familiar con la migración y las lenguas, está lleno de anécdotas sobre malentendidos, de situaciones —graciosas cuando son leídas pero angustiantes en extremo en la experiencia— en las que quien habla cree que está expresando algo, que se está dando a entender, pero de pronto cae en la cuenta de que, del otro lado, se escucha un algo distinto. La desilusión toma cuerpo en la comprobación de que esa mentada comunidad hispanohablante unida por los hilos de una supuesta lengua común no es más que una creencia, un imaginario. La desilusión se hace carne cuando se comprueba que son esos hilos, justamente, los que se convierten en una trampa.

La trampa es aún más peligrosa para quienes, extranjeros, buscan empezar una carrera literaria. ¿Cómo escribir? ¿A qué lector escribirle? «Si habla en dos castellanos, debe seleccionar las variaciones con delicadeza, pinzándolas como si fueran las alas de una mariposa», dice. Los alfabetizados lejos de España están entrenados en la recepción de las variantes del español, tienen incorporadas claves de lectura que les permiten ir y venir de una variedad a otra, sin que se resienta el sentido. Sin embargo, Obligado se encontró con un problema diferente. En España el eje es su propio castellano y todo el resto se considera desviación. Desviación, falla, tacha, falta. «La distancia de la lengua madre constituye una problemática personal y literaria, una marca poderosa en la obra de un autor», concluye.

Y sin embargo, para Obligado escribir fue una estrategia de supervivencia. «Escribir para retener el mundo». Escribió, escribe para no perder tanto o no perder del todo la vida que había quedado atrás, en Buenos Aires.

¿En qué lengua «son» los multilingües?, la pregunta de Sylvia Molloy

No todas las historias con varias lenguas tienen el nivel de dolor ni la sensación de destierro de las de Agota, Lastochka, Austerlitz, Clara. La experiencia multilingüe de otra escritora argentina, Sylvia Molloy, no tiene como origen su propio destierro, sino la característica ensamblada de su familia. No se trata de un ensamblaje en el sentido que se le da ahora a la palabra. El matrimonio de sus padres era el de un hijo de inmigrantes ingleses que habían conservado su lengua con una descendiente de familia francesa en la que se había perdido. Molloy, entonces, crece en un ambiente en el que su padre, sus tías paternas, su abuela hablan entre ellos y con ella en inglés mientras su madre solo habla castellano. Esa marca, esa diferencia entre su padre y su madre, deja una huella también en la pequeña Sylvia que recupera la lengua perdida de su madre como una suerte de reivindicación: «No quería que mi padre fuera bilingüe y mi madre no», dice.

No recuerda en qué lengua habló con su abuela paterna por última vez, aunque recuerda la escena y qué se dijeron; se pregunta en qué lengua le hubiera enseñado a hablar a sus hijos, de haberlos tenido; cuál será la lengua de su senilidad si le llega. Porque, finalmente, ¿cuál es su lengua? «¿En qué lengua soy?», se interroga.

Cada persona es un mundo y ese mundo personal está construido por la lengua, las lenguas que le dan forma, que delinean cada uno de los objetos que pueblan ese mundo. Se habita una lengua como se habita un territorio y tal vez sea por eso mismo que los escritores que de un modo u otro se vieron arrojados de su lengua, de la patria que es la lengua, intentan suturar la herida que produjo ese empujón haciendo de esa pérdida, un motivo de escritura. Aun sabiendo que esa herida no cicatriza nunca.

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