Sociedad

Utopías, distopías y nuevas topías

utopías distopías
Natalie Portman en V for Vendetta, 2005. Fotografía: Warner Bros.

Este artículo es un adelanto de nuestra trimestral Jot Down nº 44 «Distopías»

Por favor, no, Jot Down, no me hagáis esto… ¿Un número sobre distopías? No lo pienso leer. Desde luego no os voy a escribir nada. Con la que está cayendo, apenas la pandemia digerida, la catástrofe climática que solo empieza, la guerra en Europa que no termina… ¿De qué vais, de cuarto jinete del Apocalipsis? Con Black Mirror estrenando temporada, El juego del calamar convertida en la serie más vista de Netflix, El cuento de la criada acumulando premios… Mi pareja lleva años avisándome de que no hay nada visible para los optimistas. De que nos falta un guion a los buenistas. Años debatiendo con ella de por qué no se estrenan utopías. De si el huevo o la gallina. ¿Y ahora vosotros también?

Uy, pues a ver si aquí está el tema. Mira, revista de blanco y negro, ¿ponemos un poco de color en este mundo gris? ¿Hablamos, llamadme loco, de utopías? ¿Ordeno un poco nuestras controversias conjugales, nos hacemos terapia y me pagáis el artículo?

La palabra utopía, no desvelo nada, la inventó Tomás Moro en 1516 para titular un libro y la isla en la que imaginó un sistema político-social ideal para organizar la vida de sus habitantes. Y esta letrita u que pone delante de topía, el lugar, sirve para dos posibles prefijos griegos. Puede ser un οu lugar, es decir, un no lugar, o puede ser un eu lugar, un buen lugar. En cuanto a distopía, el lugar difícil o anómalo, la primera vez que se oye en público es cuando la pronuncia en 1868 John Stuart Mill, un filósofo inglés, para meterse con la política de su Gobierno. En los dos casos se trata de imaginar mundos alternativos al real, que pueden ser en otro topos, en otro lugar, aunque también en otro tiempo. En el caso de las utopías, el autor se imagina una sociedad ideal y feliz, en el de las distopías, horrible y alienante. Son definiciones un poco simplonas, aunque de momento nos valen, ya las iremos afinando y pervirtiendo.

El derbi lo van ganando las distopías por goleada. Basta con abrir el catálogo de una plataforma de series, la cartelera del cine o la puerta de una librería. No hay mucho debate. Lo que sí se puede discutir es si la hegemonía de la distopía conducirá a nuestras sociedades a la catástrofe que anuncian las propias obras. Si estas creaciones de la literatura, el cómic, las series, el cine o el pensamiento serán profecías autocumplidas. O si acaso será posible sacar algo bueno de tanta desgracia. Ya que justo es la vuelta al cole, propongo proceder en tres partes, en plan disertación de filosofía, como hacen los alumnos de bachillerato en la selectividad francesa. 

El fin de las utopías o la muerte de la esperanza

O tesis. Donde el autor dice lo primero que se le ha pasado por la cabeza

Es raro ver una utopía publicada o estrenada en el 2023. Decía André Gide que «no se hace buena literatura con buenos sentimientos». Tampoco se hace, o eso interpretan los productores, buen cine ni buenas series. En realidad, con ellos no se hacen libros, pelis ni series, ni buenos ni malos. Ni discursos políticos. ¿O acaso habéis oído, en las campañas de las elecciones generales, en las autonómicas y municipales, proyectos de un mundo mejor?

No me seas ingenuo. Esta es la respuesta que cualquier lector razonable tiene en mente tras leer la última frase. Y esta es el arma más cruel de cuantas se pueden movilizar contra la utopía. 

Lo expresa mucho mejor Juan José Tamayo, teólogo de la liberación, en su artículo «¿Ha muerto la utopía? ¿Triunfan las distopías?»: «Calificar hoy a una persona de utópica no es, precisamente, un halago, y menos aún el reconocimiento de un valor o de una cualidad encomiable. Muy al contrario: es una descalificación en toda regla. Es como llamarla ingenua, no tener sentido de la realidad, vivir colgada de las nubes sin hacer pie en la realidad, ser una ilusa, y otras lindezas similares». Y abre los diccionarios para cabrearse. La Nueva enciclopedia Larousse o el Moliner, que habla de «cualquier idea o plan muy halagüeño o muy bueno, pero irrealizable». Tamayo lo tiene claro, la utopía «ha sufrido un maltrato semántico».

Hemos ridiculizado a los utópicos. Hemos simplificado la definición de su obra para poder llamarlos falazmente ilusos. Y los hemos domesticado desde la banalización del marketing. ¿O hay algo más inofensivo y antiutópico que llamar Utopicus a una cadena de espacios de coworking?

Esta lucha contra las utopías y el vaciado de sus contenidos entrañan peligros. Las utopías que siguen el esquema de Moro empiezan con una primera parte que describe con dureza las miserias del mundo actual, antes de proponer y describir una alternativa, un mundo más justo. No está claro que dicho proyecto sea alcanzable, pero al menos procura al lector una solución, una salida. Tamayo lo llama esperanza, lo que probablemente tendrá que ver con la inspiración religiosa de su reflexión. Si preferís, podemos llamarlo horizonte, que queda más laico. En todo caso, deshacerse de las utopías puede ser más grave de lo que parece. Se lo escribe Luis García Montero a Tamayo: «Renunciar a ella no supone que la utopía desaparezca del mundo, sino que la abandonamos en manos de la injusticia».

Porque, si destruimos las utopías, ¿qué nos queda? Las distopías, claro. Los creadores solo nos ofrecen catástrofes, fines del mundo, totalitarismos, muerte y destrucción. Resignémonos, parece que nos estén diciendo. Cierto es que el contexto no ayuda al optimismo. Tras dos guerras mundiales y el invento de la bomba atómica, ya no se asocian progreso técnico y progreso moral, como hacía Condorcet. Ya en 1978, constataba el filósofo alemán Hans Magnus Enzensberger: «Hoy, solo los tecnócratas avanzan hacia el año 2000 llenos de optimismo, con el instinto infalible de los hámsteres».

También apunta Enzensberger que, si la creatividad del pesimismo siempre ha existido, a partir del siglo XX, cambia. Se ha secularizado: «En el pasado, la gente veía el apocalipsis como la mano de Dios, impenetrable y vengativa. Hoy, aparece como el producto metódicamente calculado de nuestras propias acciones». También ha desaparecido el factor sorpresa: «Nuestro propio fin del mundo se canta a los cuatro vientos». Vemos venir la catástrofe, aunque nos dé totalmente igual, como describen los guionistas de No mires arriba.

Puedo admitir que el contexto de pandemia, guerra y volcán, que diría Pedro Sánchez, no favorece la inspiración optimista. Pero estamos ante el dilema del huevo o la gallina. Las artes y el lenguaje también tienen una función inspiradora, el lenguaje crea una realidad y hay profecías autocumplidas. Googleando «la distopía que anticipó la pandemia» y limitándome a una búsqueda en español, me encuentro con La Valla, una serie de Antena 3, El último día sobre la Tierra, un cómic colombiano, y Mugre rosa, una novela uruguaya. Todas habrían previsto la covid, dicen más o menos las entradas de Google. Evidentemente, en ninguna de las tres obras aparece ningún pangolín, ningún murciélago ni ningún laboratorio de Wuhan compartiendo un virus con millones de terrícolas. Pero tampoco han inspirado al mundo a maximizar la cooperación sanitaria ni la generosidad transfronteriza. No han contribuido a, ni a sus autores se les ha pasado por la cabeza, hacer de este planeta un mundo mejor.

II

Utopía y distopía, dos caras de la misma moneda

O antítesis. Donde el autor expone lo contrario de lo que acaba de decir, como los editorialistas vendidos al mejor postor. O donde matiza, porque la realidad es compleja y es un buen ejercicio de empatía e inteligencia integrar los argumentos que te podría dar un contertulio.

El infierno está empedrado de buenas intenciones.

(Cita atribuida a Bernardo de Claraval)

Les histoires d’amour finissent mal, en général.

(«Les histoires d’A», Les Rita Mitsouko)

Seamos justos. Si las utopías no tienen hoy el éxito que tuvieron hasta hace un par de siglos, lo mismo tienen ellas algo de responsabilidad. Incluso puede ser que las utopías alberguen en su interior las semillas de las distopías. O, dicho de otra forma, ¿son las distopías otra cosa que utopías que terminan mal? Paul Claudel lo tenía clarísimo: «Cuando el hombre intenta imaginar el Paraíso en la Tierra, se hace inmediatamente un infierno muy apropiado».

Lo explica muy bien Hélène Taillefer, que dedicó un artículo a la utopía moderna entendida como «el sueño convertido en pesadilla». Si la utopía pretende asegurarnos la felicidad, «surge un problema notable: el de la definición de la felicidad y la desgracia en una sociedad, cuestión estrechamente vinculada con los factores de felicidad y desgracia. Se suele asociar la serenidad con ideales como la libertad, la igualdad y la justicia. Estos conceptos, aunque todos puedan ser considerados como virtudes en un plan abstracto, suelen entrar en contradicción unos con otros». Y concluye un poco más abajo: «La felicidad tendría un precio, el de la sumisión».

Es verdad. Las utopías literarias sacrifican valores en el altar de la felicidad colectiva. Lo más habitual es que la libertad individual haga de cordero. Taillefer cita el ejemplo más irrefutable. El propio Moro. En Utopía, llega a describir: «Siempre expuesto a los ojos de todos, cada uno es obligado a practicar su oficio o llevar a cabo su ocio de manera irreprochable». A ver cómo se lo toma la Agencia de Protección de Datos.

Otro libro parece un puente perfecto entre utopía y distopía. Año dos mil cuatrocientos cuarenta: un sueño, si acaso hubo es considerada como la primera obra utópica que, en vez de proponer un espacio imaginario en el que desarrollar una sociedad ideal, lleva al lector al futuro. Para preservar la moralidad pública, Louis-Sébastien Mercier, que escribe en 1771, plantea reservar la libertad de expresión a los autores y artistas útiles y edificantes. ¿Y qué propone hacer con las demás obras? «Un auto de fe salvador».

Escribe Mercier: «Por consentimiento unánime, juntamos en una amplia llanura todo los libros que juzgamos frívolos, inútiles o peligrosos. Prendimos fuego a esta masa espantosa como sacrificio expiatorio ofrecido a la verdad, el sentido común, el gusto auténtico». Ciento sesenta y dos años antes de las quemas de libros por los nazis, ciento ochenta y dos antes de la publicación de Fahrenheit 451, la distopía asumida y reivindicada como tal por Ray Bradbury, he aquí un autor que quiere tanto nuestro bien que nos prepara un régimen totalitario listo para usar.

Con estos antecedentes, ¿para qué hablar de las clasiquísimas distopías de la primera parte del siglo XX? Nosotros, de Yevgueni Zamiatin (1924), Un mundo feliz, de Aldous Huxley (1932), 1984, de George Orwell (1949), etc. Acaso para decir que las tres parten del modelo de las novelas utópicas. O para recordar que Huxley calificaba su obra de utopía… y que consideraba la palabra un sinónimo de horror. 

Porque algo tenemos que admitir los amantes de las utopías. Si tienen tan mala fama, también es que en su nombre se han justificado las peores barbaries. Podemos verlo injusto, pero no podemos obviar que el horror del gulag se quiso justificar por las promesas de la utopía comunista. Si el estalinismo se basó en una utopía, no podemos por ello avalar el totalitarismo con Sartre, que, desde el paternalismo elitista, preconizaba «no desesperar a Billancourt» (el municipio obrero de las afueras de París donde se ubicaba la principal fábrica de Renault). Billancourt merece que se le diga la verdad y ya decidirá por sí mismo si se desespera o si busca otro horizonte. Hasta los nazis mancharon el buen nombre de la utopía. Lo explica el historiador alemán Götz Aly en el ensayo La utopía nazi. Cómo Hitler compró a los alemanes.

¿Será que las distopías son el desenlace natural de las utopías? No necesariamente. Hay una forma más optimista de verlo, acaso mejor. Las utopías necesitan de las distopías. Primero porque funcionan como alarmas. De hecho, algunas de ellas se conciben con este propósito. La obra de Émile Souvestre, El mundo tal cual será el año 3000, publicada en 1846, se considera una de las primeras distopías. Resulta que se escribe precisamente para burlarse de los utópicos proyectos de Saint-Simon y Fourier y alertar de sus peligros. «Los hijos de millonarios recibían nueve porciones, y los hijos de mendigos, la novena parte de una, lo que les servía como aprendizaje de las desigualdades sociales. Uno se acostumbraba a exigirlo todo, el otro, a no esperar nada. Maravillosa fórmula, que aseguraba para siempre el equilibrio de la República», ironiza Souvestre.

Hasta Tamayo lo reconoce: «Las distopías tienen que ver también con —y en cierta forma implican— la denuncia social y la crítica política. Es una modalidad de la teoría crítica de la sociedad, de la sátira, de la advertencia apocalíptica». Y los guionistas de Black Mirror lo reivindican: han imaginado perversas innovaciones antes de que se hayan producido.

Existe una última razón para no quemar las distopías en las hogueras que ellas imaginan. Tanto pesimismo llama al optimismo. Si existe el péndulo de las modas, los movimientos sociales y las tendencias culturales, entonces ya nos hartaremos de esa idea de imaginarnos infelices y condenados. Y volveremos al optimismo de la inteligencia, guste o no a Gramsci.

III 

Alegato a favor de nuevas topías

Síntesis. Donde el autor no sintetiza nada sino que añade ideas nuevas que pretenden reconciliar lo irreconciliable, propuestas pretendidamente originales que en realidad ya se veían venir.

Queremos más utopías. Las queremos en nuestras plataformas, en nuestros cines, en nuestras bibliotecas y en nuestros programas electorales. Queremos más ecotopías, porque no se convencerá a nadie de decrecer para salvar la vida humana en el planeta sin un horizonte en el que vivamos mejor y más felices. Queremos más femitopías, porque no se llevará a la mitad de la humanidad hacia la igualdad si no se ve que la redistribución de roles ofrece mejoras para los dos géneros. Desde la utopía literaria nació el pensamiento ecofeminista, desarrollado en España por Alicia Puleo. Queremos más heterotopías, porque acabo de conocer el palabro y, tras leer la Wikipedia, sigo sin entender muy bien lo que es, pero queda bien aquí escrito en el artículo. Queremos más utopías, y las queremos para adultos, despojadas de sus excesos de ingenuidad. Queremos utopías aplicables, operativas ya. Queremos Utopía para realistas, como propone el historiador neerlandés Rutger Bregman.

Y sí, también queremos distopías. Aunque no demasiado. Distopiemos con moderación. Queremos distopías que moderen las utopías, distopías que sean las vigías de nuestras ensoñaciones. Y queremos, a su vez, distopías moderadas. Distopías más finas que las actuales. Distopías ciberpunks, de las que dice Taillefer que «ofrecen una puerta de salida: el ciberespacio como espacio de liberación». Queremos distopías que no aniquilen la esperanza que tan bien defiende Tamayo. Distópicos: añadid a vuestras series capítulos con soluciones. Utópicos: leamos este número 44 sin perder de vista el horizonte. Somos dos caras de la misma moneda, gemelos separados al nacer. Somos Jano, el dios bifronte de los buenos finales.

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7 Comentarios

  1. Juan Carlos

    Excelente articulo

  2. Agustín Acosta

    Si trabajaríamos las utopías, entraríamos al área de la esperanza y por lo tanto pondríamos a prueba nuestra fé, la que fuera.

  3. «Los creadores solo nos ofrecen catástrofes, fines del mundo, totalitarismos, muerte y destrucción. Resignémonos, parece que nos estén diciendo. Cierto es que el contexto no ayuda al optimismo».
    O lo que es lo mismo, todo el futuro de éstos creadores termina con el mundo, la humanidad o su esclavitud, nunca con el fin del capitalismo.
    El lector que juzgue.

    • El capitalismo es ahora como un parásito aferrado a un órgano vital. No puedes matarlo sin aniquilar también a su víctima. Las distopias nos presentan esa realidad. Es el paradigma de una aniquilación que, en el fondo, nos merecemos, precisamente por haber dejado que las cosas alcancen el punto actual.

  4. No sólo está nuestra voluntad. Cuando por luchar por una utopía o por no caer en una distopía vas a la cárcel se genera miedo e indiferencia hacia la causa que se busca. Desde el poder se pretende desmovilizar criminalizando la protesta.

  5. Sería interesante que dierais un repaso a las utopías que existen y con base: el pensamiento regenerativo (o culturas regenerativas), el movimiento solarpunk, libros como ‘No nos sobran las ideas’, ‘Utopía no es una isla’ o ‘Contra la distopía: La cara B de un género de masas’, ‘Sembrando semillas’… El pensamiento de Jacques Fresco… La novela ‘Ecotopía’ o la nueva ciencia-ficción novelada ‘ecologista’… O la clásica de Star Trek con un futuro… son un prisma poliédrico de esas utopías realistas a las que aludís… No se trata del optimismo ciego o de la utopía inverosimil de las comunas de los 60… se trata también de hacer una autocrítica de las utopías para despojarlas de ese poso de ingenuidad, pérdida de tiempo y desesperanza que trae… Porque como diría Manu Chao, citando a Metro de Madrid… ‘Próxima estación: Esperanza’.
    Saludos utópicos

  6. Creo que analizar las consecuencias sólo lleva a actuar reactivamente. Yo hice un trabajo individual buscando la trazabilidad del enigma con la utopía vs la distopia. El lenguaje ha creado un efecto de tracción hacia una utopía de mundo no sostenible, no natural.
    Si a alguien le interesase mi trabajo de búsqueda de la trazabilidad del problema os invito a leer este corto ensayo. Creo que analizar las consecuencias sólo lleva a actuar reactivamente. Yo hice un trabajo individual buscando la trazabilidad del enigma con la utopía vs la distopia. El lenguaje ha creado un efecto de tracción hacia una utopía de mundo no sostenible, no natural.
    Si a alguien le interesase mi trabajo de búsqueda de la trazabilidad del problema os invito a leer este corto ensayo. Case history del primer Metaverso (ideasinimaginables.blogspot.com)

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