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Fargo T2: Camus, el mercado de la muerte y dos pares de zapatos (y 2)

Fargo, temporada 2. Imagen: FX.
Fargo, temporada 2. Imagen: FX.

Viene de «Fargo T2: Camus, el mercado de la muerte y dos pares de zapatos (y 2)»

El éxito era esto

Mike Milligan es un hombre negro en los Estados Unidos de los setenta. Reagan se pasea en autobús y hace campaña mientras él capitanea su pequeño escuadrón criminal al servicio de una mafia de Kansas City que quiere quitarles a los Gerhardt su territorio. Milligan es un hombre reflexivo y dado a los monólogos, quizá porque con sus superiores apenas puede decir palabra más allá de los mansos «Sí, señor» o «No, señor». O quizá porque a los más marginados socialmente es a los que más se les exige para ser admitidos en ciertos círculos. Este desprecio se debe a su raza, claro, e imagínese usted lo competente que debe ser para que en el crimen corporativo se le haya permitido llegar tan lejos, pero también se debe al capitalismo salvaje que él mismo abraza como medio para ascender en la cadena trófica.

En el episodio tres, que directamente se llama «El mito de Sísifo», tal cual, le vemos hablar con su jefe inmediato. Discuten sobre cómo proceder respecto al clan Gerhardt en caso de que rehúsen ceder su territorio y sus competencias. El jefe le contesta: «Si el mercado dicta que los matemos, los matamos. Si dicta que ofrezcamos más dinero, ofrecemos más dinero». Esta dialéctica es la que impera en el prolífico entorno de Milligan, donde una vida vale tanto como lo que pueda comprar. Bien lo sabe él, porque por peligroso que sea, es poco más que un soldado raso en la guerra del mercado. De hecho, lo que pone en marcha su trama (la pugna comercial y consecuente guerra con los Gerhardt) es la escena final del primer episodio, donde el mismo jefe del que antes hablaba expone a los mandamases las razones para masacrar a todo el clan enemigo mediante una presentación con diapositivas. Repito: una presentación con diapositivas. Porque es un negocio, al fin y al cabo, como otro cualquiera. El mercado pide lo que pide, y las deudas en el mercado de la muerte valen el doble. Poco importan el derecho o la realidad de a quién corresponde un bien si este puede tomarse a punta de pistola.

Albert Camus escribe que «si nada puede concebirse claramente antes de que la verdad, al final de los tiempos, haya salido a la luz, toda acción es arbitraria, la fuerza acaba por reinar» (2013, p. 20), y Milligan, que domina ese sistema, planea usar sus destrezas a su favor. Pero debe esperar el momento. Él, a diferencia de Peggy, no se enfrenta al absurdo de la existencia tratando de escapar de él, y mucho menos considerando el suicidio, como Camus se pregunta al inicio de su primer ensayo. Más bien al contrario, «lo propio del hombre absurdo es no creer en el sentido profundo de las cosas. Recorre, almacena y quema esos rostros cálidos o maravillados. El tiempo marcha con él» (Camus, 2012b, p. 96), y tiempo es lo que Milligan tiene para ganarse el respeto de sus superiores. Al pelo le viene que Hanzee, en la guerra desatada, decapite al jefe de las presentaciones con diapositivas y le envíe a Milligan su cabeza. Él, que se acuesta con la hija de Dodd Gerhardt para conseguir información con la que socavar a sus enemigos, le muestra a la joven la obra de Hanzee. Ella se horroriza, pero él afirma ser un optimista, porque «cabría creer que el suicidio sigue a la rebelión. Pero es un error. Porque no representa su desenlace lógico. Es exactamente su contrario, por el consentimiento que supone. El suicidio, como el salto, es la aceptación en su límite» (Camus, 2012b, p. 74), y Milligan juega con los límites sin espantarse por la vacuidad de los motivos ni la futilidad de las empresas.

Observe usted que, en una conversación posterior, en el episodio siete, le dice a la misma joven Gerhardt, después de citar a Louis XVI, que «si el objetivo es matar a quienes te oprimen, ¿qué más da por dónde empezar?». Milligan busca liberarse de las cadenas, pero no rompiendo el círculo, sino convirtiéndose él mismo en opresor. Lo que se interponga en su camino, poco importa, porque el orden de los factores no altera el producto. Subraya también lo curioso que es que en astronomía «revolución» signifique que un objeto celeste da una vuelta completa, mientras que aquí, en la Tierra, signifique «cambio». Le llama la atención por su propia cruzada, y Camus da cuenta de la rebeldía contra el absurdo en los mismos términos:

El hombre en rebeldía, en el sentido etimológico, se vuelve. Caminaba bajo el azote del amo. Ahora planta cara. Opone lo que es preferible a lo que no lo es. Todo valor no conduce a la rebeldía, pero todo movimiento de rebeldía invoca tácitamente un valor (2013, p. 28).

Los valores de Milligan son ajenos incluso para él mismo, porque no los ha elegido, sino que le han venido dados por una estructura impositiva que, para las personas negras, es especialmente cruel. Sus propios superiores le llaman incompetente cuando falla, y vinculan su presunta incompetencia a su pertenencia racial. Pero él aguanta estoicamente. Tiene su propio plan para darle la vuelta al tablero. Solo necesita inteligencia y un poco de suerte. La inteligencia para matar convenientemente al vejestorio que envían para reemplazarlo a mitad de temporada; la suerte para que los Gerhardt se maten con la policía en el penúltimo episodio por la trampa de Hanzee y solo quede él para reclamar el mérito.

Claro que antes, en el mismo episodio en el que Milligan reflexiona sobre la revolución y sobre cómo el orden de escalada en el capitalismo tira a lo irrelevante, tiene un encontronazo con Lou. Dialéctico, quiero decir. No hay aún carnaza legal suficiente para que se tiren trastos a la cabeza o balas al estómago. Pero en ese encuentro, de cuya otra perspectiva hablaré luego, Milligan, como respuesta a la advertencia de Lou de que se retiren, le pregunta: «¿Cree que el capitalismo es un problema?», a lo que él contesta que no, que lo que es un problema es la codicia. En ese momento, Milligan toma una bocanada de aire y expone una historia edificante. Trata de un trabajador que se deja el lomo en una fábrica. Un día, a su jefe se le mete en la cabeza que le está robando, así que al final de cada jornada, cuando sale con su carretilla, registra al trabajador, lo cachea, lo desnuda incluso. Pero no lleva nada. El ojo inexperto concluye que, por tanto, no está robando, pero Milligan confirma la respuesta que Lou ofrece: el trabajador está robando carretillas. La moraleja de esto, nos dice el sicario, es que a veces la respuesta es tan obvia que uno no la ve porque está buscando más allá.

El futuro de Milligan se resume en esa historia. Él, un hombre de acción que ha mostrado destreza y previsión sobre el terreno, debió prever cómo se recompensarían sus esfuerzos. Porque sí, se recompensan. Con los Gerhardt muertos, él se cuelga la medalla, y los mismos exponentes del capitalismo salvaje que lo denigraban por su raza y se dirigían a él con una mezcla repulsiva de paternalismo y desdén ahora le dan palmaditas en el hombro. Palmaditas, digo, de camino a su despacho gris en un edificio de oficinas, donde el mandamás le suelta una perorata sobre las ventajas que tendrá su nuevo puesto. Milligan se muestra contrariado. Creía que estaría sobre el terreno. Que dirigiría las cosas allá fuera, donde siempre ha estado y donde ha logrado hacerse un nombre mientras evadía a enemigos y amigos por igual. Pero esa no es la escalera que él ha remontado durante años. Ahora lo ve. No, el éxito en el sistema que él abraza es estar cada vez más lejos de la realidad. El premio por conocer a las personas es no tratar con ellas. La recompensa por lograr algo es tratar directamente con los bienes impersonales y muertos. El éxito era ir todos los días a la misma oficina y hacer para el mercado de la muerte lo que haría, digamos, para el mercado de lencería masculina comestible.

«Solo queda un negocio en el mundo», le dice el mandamás, «el negocio del dinero. Beneficios y pérdidas. Infraestructura». El nuevo trabajo de Milligan tiene entregas, deadlines, pensión… Y ningún interés existencial para él. «Quizá se considere que una época que, en cincuenta años, desarraiga, somete o mata a setenta millones de seres humanos, debe solo, y en primer lugar, ser juzgada. Y además es preciso que sea entendida su culpabilidad» (Camus, 2013, p. 14), pero Milligan nunca la entendió. No hay culpables en las demandas del mercado porque este tampoco exige responsabilidades, al menos, no a quien puede evitarlas.

Y no hay ascenso en la tarea de Sísifo que no vaya seguido de una inmediata caída al absurdo.

Gary Cooper necesitaba llorar

Cada vez que veo esta temporada recuerdo la nostalgia tóxica de Tony Soprano, el tierno y perdido protagonista de aquella fantástica serie mafiosa que llevaba su apellido, de un modelo de masculinidad que, según él, se ha perdido. Su terapeuta le pedía que hablara de sus sentimientos y él replicaba: «¿Qué ha sido de Gary Cooper, el tipo fuerte y silencioso?». Él no estaba en contacto con sus sentimientos, sostenía el mafioso, solo hacía lo que tenía que hacer, «porque de haberlo estado, no habría podido callarlos. Y entonces habría sido disfuncional esto, disfuncional aquello…». Ya ve usted por dónde voy.

A Tony Soprano podría respondérsele que Gary Cooper nunca fue real. No más que el vaquero de Marlboro, quiero decir. Existen como figuras que cabalgan hacia el sol, y se hacen epítomes de una cultura que no tiene tiempo para que sus trabajadores sean humanos. Apartarse de ella le granjea a uno críticas a su hombría y a no se qué idea del valor o la vulnerabilidad. Lou Solverson, nuestro apuesto protagonista, es Gary Cooper, el tipo fuerte y silencioso, pero en la vida real. Usted y yo podríamos encontrárnoslo mañana comprando el pan. Porque el problema con ese modelo de masculinidad es que la única diferencia entre el tipo fuerte y silencioso y el resto de los mortales es que el primero se calla sus emociones. Y eso es peor para él. Se siente solo y desorientado y amargado, pero expresarlo le granjearía censura. O eso cree. Quizá los culpables sean los Tony Soprano de este mundo, pero el que aquí escribe diría, más bien, que tanto él como Lou Solverson son las víctimas de dicho modelo. Me explico.

Lou viene de la guerra de Vietnam. Allí ha visto cosas, como casi todos los que fueran con los ojos abiertos. Y ya conoce usted el estrés postraumático en la ficción, especialmente para los soldados estadounidenses. Traumas que les quitan el sueño y les resecan el corazón, pero de los que no se habla. No sea que vuelvan. Lou está sometido a este modelo de masculinidad y no lo cuestiona. Tiene una hija y su esposa, Betsy, un cáncer como un demonio. Debe ocuparse de ellas. Él ha de ser el fuerte aquí. Sin embargo, cuanto ve a lo largo de la serie parece alienarle más y más. Su desazón existencial frente al absurdo va exigiendo respuestas que nunca terminan de satisfacerle, pero él no se ocupa de las preguntas, sino de la facticidad, de la tarea que tiene entre manos, del deber que pueda ejercer de distracción para que no se desmorone el castillo de naipes que es su vida emocional.

Quiero que me lo expliquen todo, o nada. La mente despertada por esta exigencia busca y no encuentra sino contradicciones y desatinos. Lo que yo no comprendo carece de razón. El mundo está poblado de esas irracionalidades. Por sí solo, cuyo significado único no comprendo, no es sino una inmensa irracionalidad. Si pudiera decir una sola vez: «esto está claro», todo se salvaría (Camus, 2012b, p. 43).

Eso sí: no le escuchará usted una queja. Lo más parecido a eso lo vemos en el episodio cinco, cuando escolta al mismísimo Ronald Reagan por sus mítines interminables. La serie intercala montajes de esos discursos chovinistas y vacuos en su ensalzamiento de un pseudonacionalismo desmentido por el trato que el propio gobierno dio a los veteranos de Vietnam (Lou entre ellos) con imágenes del clan de los Gerhardt matándose con el de Kansas City. Muy apropiada ironía, que, por otra parte, no haría reír a Lou. Él se ocupa de escoltar al presidente. Es lo único que tiene en mente. Bueno, eso, y quizá a Kierkegaard.

Permítame una brevísima digresión filosófica. Le prometo que valdrá la pena. Søren Kierkegaard (1813-1855) fue un filósofo danés al que se considera precursor directo del existencialismo con el que tendemos a vincular a Camus (erróneamente, en mi opinión, pero no hay tiempo para pararse ahí). Camus recoge su testigo y continua varios de los planteamientos de Kierkegaard respecto al absurdo, llegando a decir de él que «[Kierkegaard] no se cuida de calmar el dolor de la espina que siente en el corazón. […] Es el mismo espíritu del absurdo enfrentado a una realidad que lo supera» (Camus, 2012b, p. 42). Traigo a colación al hermano Kierkegaard (además de porque el episodio cuatro de esta temporada lleva el nombre de uno de sus ensayos, Temor y temblor) porque tiene una obra de profundísimo calado existencial que a Lou le habría venido al pelo leer. Se titula La enfermedad mortal (1849), y no crea usted que me refiero al cáncer de su esposa. Pero en parte sí que me refiero al cáncer de su esposa.

Lou escolta a Ronald Reagan, digo, y en una de estas se encuentran los dos aliviando sus necesidades en un urinario de pared. Cosas de hombres. Allí, en plena orinada, le pregunta el futuro presidente a Lou dónde sirvió. Él, como buen arquetipo de Gary Cooper, no parece cómodo hablando de ello, pero responde, solo para que Reagan se ponga a rajar de sus películas bélicas. Pero Lou no quiere desaprovechar la oportunidad de tener a un potencial «líder del mundo libre» a solas, y trata de hablarle de Vietnam. No lo consigue, y termina diciendo: «Gobernador… Lo que hicimos allí, en la guerra… Y ahora mi mujer tiene un linfoma… En fase tres. Y, últimamente, el estado de las cosas…». Balbucea un par de veces. A esos tipos no se les enseña a expresarse, y especialmente ante un superior (digámoslo así). Al final, Lou consigue articular: «A veces, de noche, me pregunto si la enfermedad de este mundo está dentro de mi mujer, de alguna forma». Ahí está ese sentido de la deuda, como si la humanidad en tanto que tal debiera pagar al mundo, a la naturaleza, al universo, al cosmos vacío de propósito todo el sentido que le quitó con sus acciones. Por ejemplo, con algo tan absurdo históricamente como fue la guerra de Vietnam, la única que a mí me conste que está más o menos aceptada por los estadounidenses como una pérdida de tiempo, esfuerzo y humanidad.

Y aquí es cuando yo le traigo a Kierkegaard:

Así, estar «mortalmente enfermo» equivale a no poder morirse, ya que la desesperación es la total ausencia de esperanzas, sin que le quede a uno ni siquiera la última esperanza, la esperanza de morir. Pues cuando la muerte es el mayor de todos los peligros, se tienen esperanzas de vida; pero cuando se llega a conocer un peligro todavía más espantoso que la muerte, entonces tiene uno esperanzas de morirse. Y cuando el peligro es tan grande que la muerte misma se convierte en esperanza, entonces tenemos la desesperación como ausencia de todas las esperanzas, incluso la de poder morirse (Kierkegaard, 2008, p. 38).

Solo hace falta echarle un vistazo al bueno de Lou para saber que ha visto «peligros todavía más espantosos que la muerte». Pese a ello, él no se desvía del camino recto. Hace lo que de él se espera. Cuando le expresa esto a Reagan, termina preguntándole: «¿Cree usted que saldremos de este lío?». Reagan contesta: «Hijo, no hay un solo reto en la tierra del Señor que no pueda superar un americano». Siéntese y fúmese eso. Lou asiente emulando la emoción que el entonces gobernador acostumbraba a ver en sus mítines. Pero no puede evitar insistir: «Sí. Pero ¿cómo?». Reagan sonríe, le da una palmada en el hombro… y se va.

Y es que no hay un cómo en esta existencia insignificante. ¿Cómo se supera el absurdo? No se supera. Es la condición a la que nos enfrentamos, y así «en el plano de la inteligencia puedo decir, por tanto, que lo absurdo no está en el hombre (si semejante metáfora tiene un sentido), ni en el mundo, sino en su presencia común» (Camus, 2012b, p. 47). Esa presencia la media la aleatoriedad. La misma por la que Peggy atropelló al pequeño de los Gerhardt y por la que Milligan se encontró el trabajo hecho cuando llegó al motel en el que la policía y sus enemigos se habían matado entre sí. La misma por la que, en el episodio cuatro, Lou y Betsy van al médico y a este le falta poco para enseñarles un catálogo de ataúdes, pero en su lugar, les ofrece un tratamiento experimental en una investigación de doble ciego. Es decir, que a la moribunda le darán unas pastillas que bien pueden ser un medicamento o un placebo. Y ella no lo sabrá. Una broma macabra, sin duda, que quizá es la que lleva a Lou a sentarse en el exterior de su casa por la noche, al final de ese mismo episodio. En la primera temporada, ya mayor, le hablará a su nieta de ese momento. Pero ahora, cuando Betsy sale a buscarle, solo alcanza a decir que «el mundo no está equilibrado. Antes distinguíamos del bien del mal. Un centro moral». Si en algún momento fue así (lo cual un servidor pone en duda), voló en pedazos junto a los últimos restos del sueño americano con el napalm de Vietnam.

Con todo, Lou no se aparta de la rectitud y la austeridad emocional y expresiva que marca el encorsetamiento masculino con el que cumple rigurosamente. ¿Recuerda la conversación que antes le he referido con Mike Milligan en la que él le preguntaba si creía que el capitalismo es un problema y Lou respondía que no, que lo era la codicia? Pues permítame referirle ahora la parte de la conversación, la que tiene que ver con Lou. Porque esa interacción empieza con Milligan a punto de embarcarse en uno de sus monólogos filosóficos, y le pregunta al policía: «¿Está familiarizado con la idea del destino manifiesto?». Lou, que es Gary Cooper, el tipo fuerte y silencioso, no es, por ende, muy amigo de los monólogos, así que lo corta de raíz diciendo: «Sí, pero verá: yo tengo dos pares de zapatos. Uno para el verano y otro para el invierno. No debemos tener más de lo que podemos manejar, es a lo que me refiero». Y esto es muy importante, porque a lo largo de la temporada vemos a los personajes aspirar siempre a algo más, querer siempre algo mejor. Nadie parece conforme con lo que es ni con lo que hay, porque el absurdo no proporciona respuestas y los personajes, educados todos en la cultura del consumo como medicina, tienden a buscarlas en lo que Lou llama «ansias de conquista, querer poseer cosas que no deben poseerse». Pero él no. Él solo tiene dos pares de zapatos.

Así, cuando varios policías y él mismo espantan a Hanzee, privándole del corte de pelo profesional que le pedía a Peggy, y vuelven a detenerla a ella y a Ed, la mayoría parece conforme con el operativo de usar al matrimonio como cebo. Ya le he adelantado que eso termina en lo que sería conocido como «la masacre de Sioux Falls» (que también, mire usted qué cosas, es el título de la película sobre indios y vaqueros que se encuentra rodando el mismo Ronald Reagan en la escena inicial de la temporada, en una suerte de adelanto de lo que estaba por venir), pero tal peligro solo lo prevé Lou. El resto de policías toman su prudencia como cobardía. Tanto es así que uno de ellos, que en la primera temporada sería el refunfuñón jefe de Gus Grimly, le dice: «Pensaba que eras Gary Cooper, y resulta que eres Betty LaPlage». Como apunte a esa tentativa de degradación hípertestosterónica, quepa añadir que la tal Betty LaPlage coprotagoniza junto a Reagan la película que le acabo de mencionar.

El caso es que le ignoran y le mandan a paseo. Con escolta incluida, para asegurarse los policías locales de que abandona el estado y no les molesta con su sentido común y su prudencia. Gary Cooper no se hizo famoso por su buen juicio. Pero a Lou le falta tiempo para, nada más cruzar la frontera estatal y avistamiento de mafioso mediante, ignorar toda orden y volver al hotel donde la policía piensa tender la trampa a los Gerhardt. Y si parece un empecinamiento moral propio del arquetipo del héroe clásico, no se extraño usted. Quizá Lou le diría que «si todas las experiencias son indiferentes, la del deber es tan legítima como cualquier otra. Uno puede ser virtuoso por capricho» (Camus, 2012b, p. 90), y su capricho es tan serio y estoico que salta a la comba con la línea que separa el heroísmo de la ingenuidad. Pero estar solo ante el peligro es parte de su trabajo. Así que Lou vuelve, se mete hasta el cuello en el tiroteo, y termina con el hermano mediano de los Gerhardt estrangulándolo con una de las más profundas miradas de loco que haya visto usted nunca. Al hermano en cuestión le apodan Oso, así que figúrese el desequilibrio físico. Lou está inmovilizado y a las puertas de la muerte.

Y entonces, aparece el ovni. Varias veces le he mencionado el ovni. Está de fondo durante toda la temporada, aparentemente, más como una excentricidad que como un elemento temático, pero en realidad, es bastante denotativo. No ya porque también apareciera en la película de los Coen El hombre que no estuvo allí (2001), cuyo protagonista se llamaba Ed, como nuestro carnicero, y era peluquero, como nuestra Peggy, sino porque las reacciones que cada personaje tiene ante la aparición del ovni reflejan muy bien su posición ante el absurdo que describe Camus. Porque, coincidirá usted conmigo, que un ovni aparezca de pronto y se vaya tal como ha venido escapa a la razón, es contrario a nuestros marcos de sentido, y dejaría a cualquiera en el vértigo existencial propio de no tener ni idea de cómo funciona el universo. Sin embargo, aquí tiene una recapitulación de reacciones: Ed, creyente en el sueño americano, en las estructuras y en el orden marcado, lo ve y se queda petrificado. Murmura en dirección a Peggy: «¿Estás… estás viendo eso?». Peggy, que vive ajena a la realidad hasta el punto de tener delirios como el que antes he descrito, ostentando además una relación muy directa e instintiva con el absurdo de la existencia, echa un vistazo y dice despreocupada: «Solo es un platillo volante. Tenemos que irnos». Hanzee Dent, por su parte, frunce el ceño. Siempre fue un descreído y lo que ve es algo extraño. Recordemos que el mago que fue a su colegio cuando era pequeño no le impresionó en absoluto. El ovni, como digo, parece no cuadrarle del todo, pero se recompone rápido para seguir con la caza a Ed y a Peggy. En cuanto a Milligan, llega cuando todo ha terminado, y se pierde el ovni. Es lo que corresponde a su posición y a la escalera del mercado: si ocurre una maravilla que no puede monetizarse, da igual lo maravillosa que sea. 

Y Lou… bueno, Lou aprovecha la distracción del Gerhardt que le estrangula para hacerse con su revólver, que yacía tirado en el suelo relativamente a su alcance, y pegarle un tiro bajo la barbilla. Mano de santo para librarse de alguien. Mientras jadea en el suelo, tratando de recuperar la vida que se le escapaba, Lou observa el ovni con sorpresa. Pero, y esto es lo importante, no con demasiada sorpresa. Más bien, da la impresión de que una parte de él, la parte que no es Gary Cooper, la que reconoce los límites del conocimiento humano, siempre supo que la falta de sentido que vio en Vietnam no era exclusiva de la guerra. Si tal desastre humano y político llegó a ocurrir, ¿es realmente tan extraño que aparezca un puñetero ovni en Dakota del Sur? Tal vez por eso no tarda en levantarse, cargar su arma y salir a la persecución de Hanzee, en su condición de único policía que ha participado y no ha salido mal parado del operativo que él, ya lo avisó, era una estupidez.

Lo que sigue ya lo sabe usted. Llega a la cámara frigorífica. Peggy sale creyendo que va a enfrentar a Hanzee y solo se encuentra con una condena de cárcel y un marido muerto. Lou es el encargado de llevársela detenida. Y durante ese trayecto, por alguna razón, puede que por el ovni, puede que por haber visto cadáveres que, si los apiláramos, llegarían hasta un segundo piso, decide contarle a Peggy una historia de Vietnam. Es hora de hablar de ello. Y conforme habla, la voz se le va quebrando. Sonríe como solo se sonríe cuando a uno se le parte el corazón. Pero la cuestión es que lo que cuenta es, de hecho, una buena historia, con final feliz, sobre cómo una familia logró llegar contra todo pronóstico al barco que debía evacuarlos, aun tirando a su bebé del helicóptero y consiguiendo que sobreviviera, aun lanzándose el padre con dicho helicóptero contra el mar porque era imposible aterrizar en el propio barco, y saliendo vivo de esa inmolación aérea. Lou llora sin dejar de sonreír. «¿Cómo lo hizo?», dice en voz alta. Y al preguntarle Peggy qué quiere decir, Lou se acuerda de cuando Ed, durante su primera detención, le habló de El mito de Sísifo, y responde: «Su marido dijo que haría lo que fuera por proteger a su familia, y yo hice como que no lo entendía. Pero lo entiendo. Es la roca que todos los hombres empujamos. Lo llamamos una «carga», pero en realidad es nuestro privilegio».

Parece ser esta su conclusión ante el absurdo. Porque al llegar a casa está con su mujer, su hija y su suegro, y al día siguiente cumplirá con su obligación una vez más. Empujará la roca, aunque caiga, aunque enviude, aunque cojee, aunque envejezca, aunque le duela. 

Y también yo me sentí dispuesto a revivirlo todo. Como si esa gran cólera me hubiese purgado del mal, vaciado de esperanza, ante esta noche cargada de signos y de estrellas me abría por vez primera a la tierna indiferencia del mundo. Al encontrarlo tan semejante a mí, tan fraterno al cabo, sentí que había sido feliz y que lo era todavía (Camus, 2012a, p. 122).

Conclusión: nada hay más arcano que la historia de un pueblo

Que cada cual recuerde su propia historia como pueda. No serán más que tergiversaciones. Si algo nos enseña Fargo II es que no hay verdad, y no digamos ya «sentido», que podamos aprehender. Los que fueron héroes por ir a Vietnam murieron allí como soldados anónimos, independientemente de que volvieran. Porque esta temporada nos dice que, en realidad, nadie volvió. Es consecuencia directa de confrontar el absurdo: uno se pierde, y nunca encuentra el camino de regreso. No del todo. El camino se cobrará la vida, o la juventud, o el propósito, o la memoria. Por eso, digo, recuerde usted su historia con el menor acomplejamiento posible. Nunca volvió de su pasado, y como decía Milligan, «el pasado ya no puede convertirse en futuro, ni el futuro puede convertirse en pasado». Alabado sea el olvido, entonces. La roca no se va a empujar sola, y preguntarnos si merecemos la condena que nos ha tocado es una inmadurez.

Pero sí le diré, en confianza, que una vez soñé que alguien empujaba una roca cuesta arriba, y varias personas, yo entre ellas, le ayudábamos. Recuerdo que al despertar me pregunté que, si nosotros estábamos ayudando a ese pobre diablo con su roca, ¿quién empujaba las nuestras? Aunque había algo reconfortante en la imagen. Aún lo hay. Quizá signifique algo. O, a la vista del panorama, quizá solo sea una de esas historias que es mejor olvidar.


Bibliografía

Camus, A. (2012a). El extranjero. Alianza.

Camus, A. (2012b). El mito de Sísifo. Alianza.

Camus, A. (2013). El hombre rebelde. Alianza.

Kierkegaard, S. (2008). La enfermedad mortal. Trotta.

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9 Comentarios

  1. Me llevo la lista de lecturas y muchos pensamientos que rumiar de esta segunda entrega. Fargo ya me parecía grande, ahora la siento inabarcable. Pero inabarcable bien!

  2. de ventre

    no estoy de acuerdo.

    el mensaje de la serie está más que claro y desde luego se pasa todo el tema del absurdo por salva sea la parte…

    https://www.youtube.com/watch?v=rcBfnookrZ4

    j

    • Pedro Narcob

      ¡Buenas, de ventre! Gracias por pasarte de nuevo por aquí 😁.

      Y sí, pensé en incluir esa escena, pero no quería hacer el artículo más largo de lo que ya es. Yo diría más bien que la serie en general y esta temporada en particular contraponen distintas visiones y formas de lidiar con el absurdo, como hace el propio Camus en ‘El mito de Sísifo’.

      La de Betsy, como bien dices, es la más expeditiva, desde luego, y se correspondería a grandes rasgos con la que Camus adjudica a la fe. A través de otro personajes se expresan otras. Ya cada cual que saque su visión.

      Muchas por tu comentario, ¡y nos vemos en el próximo!

      Pedro.

      • de ventre

        buf, la tercera temporada me ha dejado un poco frío. no es que esté mal, pero me ha parecido más de lo mismo (y menos de lo que más me gusta a mí: criminales actuando como idiotas)… no sé si me haré el ánimo de ver la cuarta temporada (por muy buena que digan que es la quinta): demasiadas cosas que ver y poco tiempo.

        saludos

        j

  3. Me han gustado mucho los 2 articulos. Me sorprendo como se me han escapado cosas obvias ( como en la historia del trabajador que robaba carretillas) .
    Volveré a ver la serie con estas nueva luces

  4. La T2 de Fargo era una joya hasta ese final que lamentablemente ha creado escuela (hola «Sugar») y que es un deus ex machina cogido con calzador, pinzas y todos los imperdibles que caben en una oficina. Lamentable es poco. La mejor temporada la T1, sin duda. la T4 la más floja y la T5, tan ensalzada, me parece que en su afán de cargar las tintas contra la USA trumpiana acaba siendo una caricatura, con un actor, Jon Hamm, que desde Mad Men está más perdido que un gorrino en un garaje: no te crees ni este ni ningún personaje que ha hecho desde entonces.

  5. GreenMonkey

    El sentido de nuestra existencia, el vacío, la rebeldía, el conformismo, el capitalismo, el patriarcado la guerra de Vietnam etc. Un auténtico repaso de cuestiones filosóficas, históricas y vitales ligadas con sutileza a momentos y situaciones de una de las mejores series que pueda recordar. Brillante análisis de personajes y escenas. La conclusión me ha conmovido. El autor lo ha logrado de nuevo, excelente artículo, sin duda.

  6. Qué disfrute de serie de artículos.
    Por favor no lo deje aquí y continúe con el resto de temporadas con tan magnífica disección de la serie.
    Una gozada leerle.

  7. Miguel Ángel

    Me uno a un comentario anterior, por favor, el resto de temporadas…

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