Ciencias

Teselaciones, el Monstruo las observa, nunca se repiten (Haiku).

alicatados geometria.071
Alicatados de la Alhambra predecesores de las teselaciones de Penrose

Teselaciones,
el Monstruo las observa,
nunca se repiten

La Alhambra de Granada parece un sueño que alguien tuvo hace siglos y que, por alguna razón inexplicable, aún persiste en este mundo. Sus mosaicos, con sus repeticiones sutilmente alteradas, no son solo un alarde de belleza, sino el eco de una verdad matemática que atraviesa el tiempo sin desgastarse. Se dice que los artesanos nazaríes lograron representar los 17 grupos de simetría cristalográfica del plano, aunque nadie puede asegurarlo del todo. No había ecuaciones, ni definiciones formales, solo una intuición geométrica que rozaba lo sobrenatural. Como si las manos que tallaban cada arabesco supieran algo que la mente aún no había aprendido a formular.

En ese tiempo lejano los constructores de mezquitas trazaban patrones sin preguntarse por qué encajaban tan bien. Como si la belleza tuviera su propio instinto, una lógica más antigua que las palabras. Dibujaban líneas que se cruzaban y giraban, repitiéndose, pero nunca del todo, y cada fragmento de pared, cada techo cubierto de filigranas, se convertía en un mapa secreto de algo que no podían explicar. Quizás, en las noches silenciosas, mientras el yeso aún olía a húmedo, alguno de ellos sospechó que estaba tocando la esencia de algo inmenso, algo que se extendía más allá de los muros, más allá del tiempo.

Siglos después, los físicos que estudian la luz y los diseñadores de materiales avanzados buscan lo mismo en las teselaciones de Penrose. Mosaicos que parecen vivos, patrones que nunca se repiten del todo y, sin embargo, siguen una estructura invisible. Ahora hay ecuaciones, modelos computacionales, algoritmos que descomponen la realidad en fragmentos de lógica pura. Pero lo más fascinante de todo no es su utilidad, sino su enigma. La sensación de que, tras cada ángulo, tras cada giro de una baldosa que encaja con otra en una danza infinita, hay algo más. Algo que se escapa en el último instante, como un reflejo en el agua justo antes de tocar la superficie.

Roger Penrose no imaginaba en 1974 que su inquietud por la geometría lo llevaría a descubrir un orden escondido en el caos, en un mundo matemático que parecía estar atado a la repetición. Una pauta que no se repetía y, sin embargo, tenía una estructura secreta, como la corriente subterránea de un río. No fue un hallazgo inmediato, sino un viaje decidido, combinando intuición y rigor matemático en busca de patrones que jamás volvieran sobre sí mismos. Primero fueron seis, luego cinco, y después, cuando todo parecía enredarse en la maraña de lo imposible, quedaron solo dos: el dardo y la cometa. Dos figuras que, como imanes sometidos a reglas invisibles, podían ensamblarse en un mosaico sin principio ni fin, sin repetición exacta, pero con un equilibrio misterioso, como el eco de una música que nadie había escuchado antes.

Mirar estas teselaciones es adentrarse en una simetría que escapa a la intuición, como seguir las ramas de un árbol y notar que, aunque ninguna se repite, todas obedecen una misma lógica. Penrose no buscaba una aplicación, pero las ideas raramente se conforman con quedar atrapadas en un papel. En 1982, Dan Shechtman miró por su microscopio y vio lo que no debía existir: átomos dispuestos en un orden prohibido por la cristalografía clásica, figuras con simetrías imposibles que parecían burlarse de los manuales. Lo llamaron loco. Le dijeron que revisara sus cálculos, que la naturaleza no funcionaba así. Pero la verdad es persistente, y la imagen en su microscopio tenía el mismo extraño equilibrio que el mosaico de Penrose. Los cuasicristales eran la materia replicando la intuición de un matemático, como si el universo hubiera estado esperando a que alguien descifrara su código antes de revelarlo.

Las baldosas de Penrose son también un reflejo del mundo en el que vivimos: una sucesión de momentos que nunca se repiten, pero que encuentran en su irregularidad un ritmo secreto. Nada vuelve a ser exactamente igual, y sin embargo, hay algo que permanece, una coherencia inasible que solo percibimos cuando tomamos distancia. Es la estructura de los copos de nieve, la disposición de las semillas en una flor, el trazo de una nube en el cielo justo antes de deshacerse. Como si todo estuviera escrito en una lengua que apenas comenzamos a comprender.

Como si el universo se plegara sobre sí mismo en un juego de simetrías secretas, las curiosidades de la simetría no se detienen en Penrose. Marcus du Sautoy, en Simetría. Un viaje por los patrones de la naturaleza, nos guía a través de los pasillos oscuros de la matemática, en esas regiones donde la lógica se confunde con el vértigo de lo incomprensible para contarnos la historia de otro gran científico John Horton Conway. Un hombre excéntrico, errático, de pensamiento veloz y caprichoso, capaz de deslizarse entre la geometría y la teoría de números con la ligereza de quien deambula por un sueño. Conway no buscaba el orden, sino el misterio. Lo encontraba en cada ecuación, en cada número, en cada patrón que emergía de la nada con la insistencia de un presagio. Si Penrose descubrió un mosaico imposible, Conway fue el primero en advertir su profundidad. Se sumergió en él con la curiosidad de un arqueólogo que excava en un lugar prohibido, descifrando reglas ocultas, explorando sus reflejos en dimensiones superiores, desentrañando su lógica con la extraña mezcla de rigor y juego que definía su carácter. Pero su mente no se detenía. La simetría no era solo un patrón, era un umbral. Y al otro lado lo esperaba algo aún más inquietante: el Grupo Monstruo.

Hay cosas que no deberían existir, entidades tan vastas que su mera presencia desafía la razón. El Grupo Monstruo es una de ellas. Un coloso matemático descubierto en 1973, un artefacto de simetría tan inmenso que si cada uno de sus elementos fuera un átomo, su masa superaría la del Sol. Contiene aproximadamente 8 × 10⁵³ elementos, un número absurdo, inabarcable, como si la realidad misma temblara al intentar darle un significado. Lo más extraño es que nadie lo buscaba. No se construyó para describir el mundo, ni para resolver un problema práctico. Surgió de la nada, como una criatura mitológica cuyo rastro aparece en las arenas del desierto sin que nadie haya visto nunca su silueta. Conway, con su mente caótica y febril, jugó un papel decisivo en su estudio. Ayudó a construir una representación del Monstruo en 196,883 dimensiones, un número que en sí mismo parece un conjuro. En aquel entonces, su existencia solo tenía sentido en el mundo puro y abstracto de los números. Pero décadas después, la física teórica empezó a notar algo inquietante. El Grupo Monstruo no era solo una rareza matemática. Aparecía, como un fantasma, en ciertas formulaciones de la teoría de cuerdas, en las ecuaciones que intentan describir el entramado más profundo de la realidad.

Hay algo profundamente transcendental en esta exploración incesante de la simetría como si tratáramos de conseguir el equilibro entre el orden y la belleza, encontrar wabi-sabi en las matemáticas, un espejismo. Penrose, Conway, los artesanos nazaríes, todos han seguido ese rastro invisible, buscando ese rincón del universo donde existe un orden secreto, una partitura incompleta que alguien olvidó sobre una mesa y cuyas notas ausentes tenemos que completar. La ciencia, indolente, sigue su curso, indiferente a los escalofríos que sentimos ante el precipicio de todo el conocimiento que, entre los huecos, deja entrever su sombra.

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2 Comentarios

  1. Teselaciones, 5
    el Monstruo las observa, 7
    nunca se repiten. 6

    Al último verso le sobra una sílaba para que pueda ser un haikú.

    Teselaciones, 5
    el Monstruo las observa, 7
    no se repiten. 5

    Voilà l’haiku.

  2. E.Roberto

    Tirar de la lenza para retraerla, sabiendo que en su extremo anzuelo no habrá nada mientras el pez coleteando está a tus espaldas. Lo último que se pudrirá serán sus ojos hirientes sin fondo, el último, lo último que no llegaremos a ver mientras la esfericidad del agua sea Levante o Poniente; ya sin carnada fresca no queda otra cosa que tu carne tibia y salada.
    Lenza es un vocablo que en la emérita RAE no figura. Hermosa palabra para indicar el hilo de pesca de los pibes pobres.
    Tampoco está “aparejo” en su acepción de uno o varios hilos con anzuelos que los pescadores del Parana usaban…. La niña del agua tiene de escamas la cabellera y una lágrima que moja la trenza de su leyenda… la vida es como un dorado que se nos va de las manos cuando menos lo pensamos…yo te he visto pescador en la alborada con guitarra y aparejo, y hay un anzuelo clavado en su boca de madera… cuidado con el aparejo pescador, tal vez esté enganchado un surubí, qué ganas de gritar que yo también nací en la ribera azul del Paraná. Disculpen el desvarío, pero una cosa llama a sus vecinas… como un diseño sin patrón. Lindo artículo, gracias.

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