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El eclipse del padre según Gabriel Albiac

Gabriel Albiac. Foto de Javier Villabrille.
Gabriel Albiac. Foto de Javier Villabrille.

Gabriel Albiac es un lujo de nuestra literatura. De nuestra literatura, digo bien. En esto, me temo, soy un antiguo y considero que es una pobreza recortarle el territorio a la literatura y expulsar de ella disciplinas como la filosofía, la historia, el periodismo, la erudición que siempre le pertenecieron. Siento ante esa jibarización del territorio literario lo mismo que siento cuando los estadounidenses llaman América a su país y, mediante sinécdoque, le roban la denominación original a todo un continente.

No alcanzo a comprender por qué, cuando llega la ronda de grandes premios literarios, en las quinielas de posibles candidatos no aparecen apenas historiadores, filósofos, periodistas, eruditos, como si a lo que ellos han dedicado sus vidas no hubiera sido la literatura; es decir, alguna rama de la literatura que pertenece a esta con tanto derecho como la novela o el poema. (No es raro, por tanto, que en la abundante obra de Albiac figuren varias novelas y un libro de poemas que, lamentablemente, no he podido conseguir, porque siempre que sale alguno en el mercado de bibliómanos viene castigado por un precio que no pagaría uno ni por el rescate de un hijo al que hubiera secuestrado un cártel de sicarios).

Si Albiac es un lujo de nuestra literatura no es solo por la potencia de su pensamiento, sino, fundamentalmente, por la eficacia y personalidad de su estilo. Estilo es palabra que remite a un instrumento de escritura utilizado para marcar, mediante incisión, las tablillas de cera, y está hermanada con otras palabras como estímulo. Hay que decir ya que Albiac es un estilo. Poco español, por cierto, porque no hay en nuestra tradición prosa como la suya (tal vez podríamos ver en su forma de escribir un eco de Azorín: es un Azorín con pulsaciones, por decirlo con un poco de gamberrismo).

Como a nadie se le escapa, en España tenemos la costumbre de considerar como los más grandes prosistas a aquellos que se especializan en ahuecar mucho la voz, florear con conciencia de bonitura sus escritos, enlazar subordinadas sin temor al anacoluto, barroquizarlo todo para que, quizá, no se note que no hay mucho que decir. Confieso que, cuando leo —y lo leo muy a menudo— que la mejor prosa española del siglo XX o XXI la escribe Fulano o Mengano, que parecen pasteleros de la retórica, con prosas muy pomposas y ahuecadas, siento en mi interior que cerca de mí muere un gatito atropellado por un conductor sin carné… en un paso de cebra (o sea, el gatito llevaba preferencia).

Albiac, para su mal, no figura en esa cabalgata de prosistas que consideran que un estilo exige verborragia. De hecho, es justo lo contrario. A veces da la impresión de escribir telegramáticamente. Y, muy heraclitanamente, juega con el rayo, y en medio de cualquier párrafo —en todos sus libros—, de repente, el fulgor de la poesía cegándote: en El eclipse del padre (La Esfera de los Libros), por ejemplo, en medio de unas cavilaciones sobre su tema vertebral —una crítica de la razón woke—, leemos: «Suspensión de los deseos, es decir, filosofía».

Y queda uno cegado por la revelación: ¿la filosofía es una suspensión del deseo? Si la filosofía es el afán, la búsqueda del saber —o sea, de la verdad, por mucho que esta sea un ejército móvil de metáforas, según decía Nietzsche—, entonces esa búsqueda solo puede comprenderse si, en efecto, hay una suspensión del deseo para curarse de que este no imponga a sus anchas una verdad previa que pudiera convenirle. Siete palabras dice Albiac ahí, en medio de cavilaciones; siete palabras le bastan para que uno tenga que cerrar el libro y saborearlas y preguntarse por ellas. Ese tipo de iluminaciones es lo que caracteriza el estilo personal e inconfundible de Albiac.

Es del todo superfluo que se ponga uno ahora a repasar la cabalgata de obras con que nos ha ido enriqueciendo desde hace ya cincuenta años, pero no viene del todo mal recordar que ese estilo que es Albiac es lo suficientemente rico y flexible como para haber producido ensayos políticos, libros de pura erudición como el imprescindible La sinagoga vacía (y déjenme un par de renglones para lamentar que la erudición no sea apenas valorada en nuestra literatura, teniendo como tenemos algunas obras cumbre, desde Los heterodoxos de Menéndez Pelayo al estudio sobre el Génesis del padre Juan Errandonea), la trilogía narrativa sobre su generación —de la que sale uno dándole las gracias al cielo por no haber pertenecido a esa generación tan entusiasmada por los espejismos de los ideales y luego caída al precipicio de la realidad—, a la que hay que agregar su ensayo-diario sobre Mayo del 68 y sus textos de intervención, que es como me gusta llamar a sus columnas periodísticas.

(En una de ellas, de los años ochenta, recogida en Adversus socialistas, da la más feliz definición de comunismo que uno haya leído nunca —comunismo no real, naturalmente, sino ideal—: dice, atacando al ahora consagrado como ejemplo de moderación y sensatez Felipe González, que basta ya de socialismo, que a ver si por fin se llega al comunismo con conciencia de lo que este significa: trabajar menos, vivir mejor).

Columnas periodísticas que uno leía, cuando entonces, en El Mundo, luego en La Razón, en el ABC después, ahora en El Debate (espero que no tarde en recopilarlas en volumen), y desde luego sus ensayos uniformes —por llamarlos de algún modo claramente inexacto—, como Elogio de la filosofía o el reciente El eclipse del padre.

Imposible no acabar esta ristra con el que, para mí, es uno de los grandes libros publicados en esta década, aunque no haya tenido la recepción que creo que se merece: En tierra de nadie, unas memorias imponentes que son también una puerta de entrada a su obra entera; un relato tan sombrío como luminoso de una vida que, por supuesto, ajeno a la ficción de que el tiempo es una línea sobre la que se desarrolla un relato perfectamente ordenado —y, por lo tanto, esquiva la vanidad de las autobiografías—, va dando saltos adelante y atrás para presentarnos no solo una existencia particular, sino, fundamentalmente, la inmersión de esa existencia en una época en cuyos episodios más notables —es decir, aquellos que transforman lo que fue vida en mera historia— esa existencia tuvo parte.

Es de ese libro extraordinario del que cito ahora un párrafo:

La paternidad no es el acto biológico que resulta de la combinación de espermatozoides y óvulos: eso, como mucho, es química. Paternidad es el largo esfuerzo de otorgar una lengua común y, con ella, el sistema cerrado de leyendas y mitos y el universo simbólico que de un pequeño mamífero hace un humano. En el instante en que adulto y niño se adoptan mutuamente, la humanización inicia su destino.

Si cito este párrafo de las memorias de Albiac no es solo porque en él aparece noción tan imprescindible para abordar su nuevo libro como la de la lengua, sino porque, además, tengo la impresión —puede que equivocada— de que tanto el libro anterior del autor, su Elogio de la filosofía, como este, están enlazados de algún modo, íntimamente, decididamente, con sus memorias. Como si fueran tentáculos de ellas, como si las completara o extendiera por otras sendas.

No extraña, así, que el libro comience con una anécdota impagable —no haré spoiler, aunque no creo en los spoiler: todos sabemos que al final crucifican a Jesucristo y eso no quita para que leamos los Evangelios— que no solo tiene que ver con la condición de profesor de filosofía en la que se ha ejercitado Albiac durante décadas, sino también con la figura del Padre y con la lengua, a través de un célebre fragmento de Heráclito.

Comencé a leer el libro de Albiac y, como mi religión bibliómana me impide subrayar libros, iba anotando en un cuaderno nombres y citas y momentos (me alegró estúpidamente que un capítulo protagonizado por Jim Morrison, cuyos poemas traduje hace años, sucediera justo cuando yo cumplía diez días de estancia en este planeta). Paré en algún momento, absorbido por la propia lectura, pero hasta ese momento he aquí la lista de lo anotado: Posiciones de Althusser, Telémaco de Fénelon, Obsession de Brian De Palma, Blade Runner de Ridley Scott, La familia de Luis Cernuda, Paul Verlaine y Rimbaud, Claude Lévi-Strauss, El Yo soberano de Élisabeth Roudinesco, los libros de Guillermo Brown, Edipo en Colono de Sófocles, Andersen, la Carta al padre de Kafka…

Si me hubiera parado, como pedían las ganas, a meterme en los textos que Albiac citaba —y alguna vez me paré, para leer el ensayo sobre Freud y Lacan de Althusser, por ejemplo—, hubiera tardado un año en leer el libro completo. Destaca un fragmento de Freud en el que reconoce que, al pensar en la figura de Edipo, a quien de verdad tenía en mente era al Hamlet de Shakespeare, que también, por supuesto, es examinado por la lente incansable de Albiac.

Bien sabían los promotores del movimiento woke la importancia de la lengua cuando sus primeros éxitos en la conformación de un estado de opinión que les fuera favorecedor se produjeron en el terreno de la violencia de género gramatical: ¿quién sospecharía siquiera que aquel verso de Pedro Salinas, «qué alegría más alta vivir en los pronombres», se iba a convertir de repente en un campo de batalla sin que importase afrentar a la gramática?

La cuestión del género como constructo social (según la OMS: «los roles socialmente construidos, comportamientos, actividades y atributos que una sociedad considera como apropiados para hombres y mujeres») tuvo ocupados a muchos representantes de las ciencias sociales durante el siglo XX, desde la antropóloga Margaret Mead —que utilizó una palabra que a mí me parece más acertada que género, que es la palabra temperamento (en su libro Sexo y temperamento en tres sociedades primitivas, de los años treinta del siglo pasado)— hasta el psicólogo John Money, que en los años cincuenta, en su estudio sobre el hermafroditismo, defiende que:

La expresión rol de género se usa para significar todas aquellas cosas que una persona dice o hace para revelar que él o ella tiene el estatus de niño u hombre, o niña o mujer, respectivamente. Esta incluye, pero no está restringida, a la sexualidad en el sentido de erotismo.

Pero de John Money mejor no hablar: era de aquellos que no se conforman con teorizar y quiso llevar sus conclusiones teóricas a la práctica. Y, según cuenta Roudinesco, se las avió para conseguir que los padres de un bebé al que se le había hecho un estropicio durante la fimosis le cediesen a la criatura, a la que amputó sus órganos y crió como niña. Al llegar a la adolescencia, la criatura se suicidó.

Fue, sin embargo, en los años ochenta cuando despertó —por hacer un juego de palabras— la razón woke. Y Judith Butler, que en el libro de Albiac recibe su justo correctivo, comienza a publicar estudios —por llamarlos de algún modo— que luego recogería en su famoso El género en disputa, en los que defiende que no solo el género es un constructo social, sino también el sexo. Por eso, hacia la década de los ochenta se comienza a potenciar la idea del género desvinculado de su base biológica, es decir, el sexo.

Según Butler, el género no es una categoría con un sentido estable, sino que es performativo y cobra existencia en la medida en que un conjunto de actos lo materializan. Al carecer de estatuto ontológico, se deduce, pues, que se puede cambiar tanto de sexo como de género.

Albiac, haciendo pie en un arsenal de textos clásicos que revivifican nuestra tradición y vienen a demostrar magníficamente que un padre no es solo ley, o autoridad, o espejo, sino que sobre todo es un ayer anterior a quien seamos, es rotundo en este Eclipse: género solo lo tienen las palabras, las personas no podemos tener género ni falta que nos hace.

Sería absurdo suponer que porque decimos la casa o el coche, la primera es mujer y el segundo, hombre. Aparte de los problemas inherentes en el terreno de la traducción de las palabras que cambian de género —y en un idioma son masculinas o neutras y en otro son femeninas—: un barco puede ser femenino en inglés, así que, cuando nosotros decimos que «el Queen Mary ha zarpado, estará ya en alta mar», un inglés traducirá Queen Mary has sailed. She will already be at sea (cierto que también podría escribir It will already be…).

Todo esto puede parecer una mera cuestión lingüística, pero cuidado con las palabras. Cualquiera sabe que no es lo mismo que yo me acerque con un cigarrillo entre los labios a alguien que está fumado y le diga «Fuego», a que quien diga «Fuego» sea un capitán de artillería de una batería del ejército ruso o quien comanda un pelotón de fusilamiento. Del mismo modo, no es lo mismo que las palabras y los géneros combatan y diluciden conceptos, mitos, símbolos en discusiones académicas, que pasen a figurar en el texto de una ley.

También Albiac, en el collage de textos que nos propone y comenta pausada y lúcidamente en su libro, incluye unas páginas de literatura de terror (la literatura de terror no son las novelas de miedo, sino leyes que atentan contra el sentido común y hacen harapos de la lógica). Copia en su libro la ley actual según la cual cualquier persona de 16 años puede acudir a las instancias oportunas del Estado y ejercer su derecho a ser castrado. Ahí ya las palabras no están cercadas por las vallas de la ficción o la no ficción, por los muros de la academia o las sombras de la taberna donde se pronuncien: ahí las palabras, al hacerse ley, transmutan la realidad, afianzan el disparate y definitivamente eclipsan al padre.

(Padre es la individuación visualizable del Destino: aquello de lo cual nadie escapa, define Albiac en alguna página. Sabemos que en Freud la figura del padre quedaba solventemente cuestionada, contribuyendo así a su declive, y que el psicoanálisis nace no para salvar esa figura del padre, sino más bien para dar cuenta de los efectos que pueden proceder de tal declive. Lacan afeaba a Freud que el desplazamiento de Dios al padre destilara una mayor autoridad para esa figura, bien a través del amor o del odio al mismo, volviéndolo núcleo del dilema neurótico. A partir del diálogo con otros discursos, como los discursos sobre la sexualidad femenina encarnados por el feminismo, Lacan se ocupa de declinar la figura del padre hasta hacer de ella misma un síntoma, lo que el movimiento woke aprovecha para lanzar una de sus consignas: es necesario abandonar la era del padre).

Es imposible no leer el texto de esa ley que permite la castración de menores sin otro requisito que el hecho de que «se sientan» algo distinto a lo que la biología quiere que sean —y ahí está el dislate principal: en el pedestal legislativo que se le pone al verbo sentir, es decir, literalmente, «experimentar sensación por medio de los sentidos», para ponerlo por encima del verbo ser, que en puridad no necesita de ninguna sensación: yo soy andaluz y, por lo tanto, no tengo por qué sentirme andaluz, como no me siento canoso ni me siento sexagenario— sin preguntarse: ¿cómo hemos llegado aquí?

Albiac, en su libro, nos cuenta cómo hemos llegado aquí, y lo hace componiendo una exquisita antología de textos que comenta con su bisturí analítico y sus relámpagos poéticos, que nos convencen de la necesidad de erguir el tronco sobre nuestras raíces. Un libro que puede servir también como florilegio o antología de algunas páginas indispensables de nuestra cultura (y como lección de cómo exprimir textos para sacar de ellos, mediante comentarios, más literatura).

Apilando textos, examinando películas, injertando experiencias, aliando erudición y brillantez analítica, confecciona un monumento que, mucho me temo, tiene ya algo de monumento funerario.

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3 Comentarios

  1. Me preguntó ¿era mejor que el «sentir»del médico, en una cultura dimórfica en el sexo como la nuestra, permitiera la castración de bebés con un sexo exterior ambiguo?

    Puedo convenir con Albiac en que el uso de la palabra género lleva a confusión pero también creo que la biología se reifica, y se tiende a confundir la epísteme con la ontología, entender como lo dado el conocimiento que hacemos. La biología es una disciplina académica que conoce desde su perspectiva, pero socialmente se toma de una manera esencialista como lo que es «real» y «natural». Y cuando invocamos esas dos palabras deberíamos percatarnos que estamos tocando, si se me permite la metáfora, los mimbres de nuestra ideología.
    Aunque de manera interesada, porque la biología conoce desde hace décadas lo que otras culturas llaman tercer sexo. Los llamado síndrome de Turner o el de Klinefelter entre una ingente variedad de posibilidades de que no armonicen los distintos niveles en los que la biología estudia el sexo: genético, cromosómico, hormonal, gonadal interno, o gonadal externo.

  2. tikismikis

    ¿Porqué pone «solol» cinco veces?

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