Cómics Arte

Chris Ware, o cómo dibujar lo que no vemos

Cartel de la exposición «Chris Ware. Dibujar es pensar». Del 3 abril — 9 noviembre 2025

Chris Ware me enseñó a ver. Y no me refiero a ver mejor, ni más nítido, ni con mayor atención. Me refiero a ver lo que antes no existía para mí. O, mejor dicho, lo que existía, pero no tenía forma. Como cuando en el colegio te cruzabas todos los días con alguien y años después, al mirar una foto de grupo, descubres que estaba allí. En la fila de atrás. Mirando a la cámara con una expresión entre perpleja y tímida. Nunca hablaste con él. Nunca lo mencionaste en casa. Nunca supiste nada de su familia. Y sin embargo estuvo ahí todo el tiempo. Chris Ware dibuja exactamente eso: lo que estuvo ahí todo el tiempo y no supimos mirar.

Visitar la exposición del CCCB, Dibujar es pensar, comisariada con la delicadeza minuciosa de Jordi Costa, ha sido como atravesar una rendija del tiempo y encontrarme a solas con todas las versiones de mí misma que creía olvidadas. Ha sido como entrar en una casa de espejos emocionales donde el reflejo no te devuelve la imagen presente, sino una constelación de pasados personales: la adolescente que descubrió Jimmy Corrigan con el deslumbramiento de quien encuentra en el silencio ajeno un eco íntimo; la universitaria que se quedó fascinada por Fabricar historias cuando pensaba que La vida instrucciones de uso era el sumun de la arquitectura narrativa; la adulta que vio en la portada otoñal de The New Yorker, para el día de Acción de Gracias de 2023, no solo a Ware, sino a una versión propia que ya ha aprendido a no prestar atención a lo que no necesita ser mirado. Cada sala es un pliegue de memoria, un pasillo con luz tenue que me ha mostrado no solo la obra de Ware, sino la forma en que esa obra había tejido —sin que yo lo supiera— parte de mi educación sentimental.

cover story ware thanksgiving
Portada de The New Yorker correspondiente al 27/11/2023 dibujada por Chris Ware

Cuando me encontré con Jimmy Corrigan, como obsequio del más raro —y probablemente más lúcido— de mis amigos, no sospechaba que se pudiera escribir así un cómic. Creía que ya lo había visto todo en viñetas, que el medio tenía sus límites claros, sus ritmos establecidos, sus formas sabidas. Pero me bastaron unas pocas páginas para sentir que algo se estaba quebrando: me atrajo el formato, apaisado y silencioso como un cuaderno olvidado en un escritorio; el dibujo de la cubierta, tan geométrico, tan preciso, como si alguien hubiese medido con escuadra el dolor; y ese subtítulo que ya encerraba todo: «el chico más listo del mundo», una ironía inmensa, brutal, lanzada contra el cielo sin esperanza de respuesta. Me quedé por esa paleta apagada, sin concesiones al brillo, por esos edificios antiguos que parecían observarlo todo desde una distancia impasible; me quedé por ese silencio incómodo entre padre e hijo, que no se resolvía nunca, que no crecía ni estallaba, solo persistía. Era un silencio que no pedía ser llenado, sino aceptado, como se acepta el ruido del frigorífico en la cocina de noche.

Muchos años más tarde, con Rusty Brown me pasó algo parecido. Rusty fue el primero que me habló de los que no hablaban. Los invisibles del aula. Los que parecían vivir al margen del relato principal. Era un niño con mirada perdida, una familia disfuncional, una afición compulsiva por los juguetes. En la exposición, entre los paneles dedicados a Rusty Brown, se repetía el motivo visual de los copos de nieve: bellos, únicos, condenados a deshacerse. Ware construye con esa metáfora una especie de tratado de fragilidad humana. Pero también de ternura. De resistencia secreta. Lo que me fascina de su manera de contar es que no hay personajes secundarios. Todos son protagonistas de su propia herida. Aunque el relato no les preste atención todavía. En Rusty Brown hay un capítulo dedicado a Joanne Cole, profesora de banjo y mujer negra solitaria, cuya historia está narrada con una cadencia joyceana, en torrente de conciencia visual. Esa generosidad narrativa, ese impulso por darle densidad a lo que otros aplastan en una caricatura, me parece uno de los gestos más nobles que puede tener un artista.

En la exposición hay una sección consagrada a Fabricar historias, ese artefacto imposible —mitad caja de juegos, mitad mausoleo doméstico— que reúne catorce objetos editoriales en distintos formatos y no impone un orden de lectura, como si Chris Ware quisiera obligarnos a experimentar la vida del mismo modo en que realmente sucede: sin índice, sin flechas, sin moralejas. El corazón del proyecto es un edificio de tres plantas en Chicago, una suerte de La vida instrucciones de uso dibujada con escalpelo y compás, donde cada habitación encierra una historia apenas visible, una vida contenida en el hueco entre dos viñetas. Pero también, inevitablemente, recuerda a esa parodia que fue 13, rue del Percebe, donde el edificio servía para el gag acumulativo, la caricatura en serie. Ware toma esa misma idea estructural —el bloque como multiplicador narrativo— y la expone al desgarro del tiempo y la pérdida. Aquí no hay chistes. Aquí vive, por ejemplo, una florista con una pierna ortopédica que va dejando atrás, sin estridencia, sus sueños artísticos, como quien se quita los abrigos que ya no necesita. Ware la observa sin lástima, con una precisión tan brutal que duele. No quiere que sintamos pena. Quiere que la reconozcamos. Que sepamos que alguien así existe —que ha existido—, en ese apartamento al que nunca llamamos. Y que su historia, aunque nadie la narre, también merece una caja. También merece ser armada, desplegada, abierta con cuidado como se abre una carta que nunca llegó. Hay algo profundamente ético en la mirada de Ware. Un rechazo a la espectacularización. Una obstinación por contar lo minúsculo. Por eso me emociona tanto su vinculación con el ragtime, esa música sincopada que parece construida para acompañar a los tímidos. En una vitrina había portadas que había diseñado para discos del género, páginas donde la melodía se volvía línea. Y entonces todo cobra sentido: su manera de organizar la página como una partitura, su obsesión con las estructuras, su desconfianza hacia la expresividad gratuita.

Hay una parte de la exposición que me reveló a un Chris Ware que no conocía, como si hubiera estado escondido detrás de todas esas estructuras perfectas esperando a que alguien mirara más despacio. Me refiero a Quimby the Mouse, esas tiras en apariencia absurdas, un slapstick metafísico heredero de Krazy Kat, donde un ratón y un gato se persiguen entre equívocos, golpes y melancolías sin palabras. No era el Ware del diseño quirúrgico ni del duelo silencioso, sino uno más críptico, más íntimo y juguetón. Y sin embargo, al verlas entendí que también ahí estaba la herida: una carta sin destinatario escrita desde Austin, pensando en su infancia en Omaha y en su abuela. Un modo de sujetar el recuerdo antes de que se disolviera del todo. Lo mismo me ocurrió con Touch Sensitive, su inesperada incursión en el cómic digital. Nunca habría imaginado a Ware trabajando con un iPad, pero ahí estaba esa pieza muda, construida para ser tocada, que hablaba justamente de lo escurridizo del tacto: de cómo un gesto puede ser caricia o golpe, puente o abismo. Ese experimento —que más tarde transformaría en papel, como si necesitara dejar huella física de lo efímero— me resultó curioso por lo inesperado. Descubrí que lo esencial en Ware no es el formato, sino la mirada: una mirada que observa sin juzgar, que disecciona sin herir, que toca sin ruido. Da igual dónde lo ponga: papel, pantalla o maqueta. Si es suyo, siempre habla de nosotros.

Y luego están sus portadas para The New Yorker, que en la exposición aparecen como pequeñas ventanas clavadas en la pared del tiempo. Cada una parece condensar en una sola imagen lo que otros necesitan cientos de palabras para insinuar: la soledad disfrazada de rutina, la fragilidad bajo la eficiencia, el absurdo en el corazón mismo de la modernidad. Ware no ilustra la actualidad: la interroga. Y lo hace sin grandilocuencia, con una economía de formas que multiplica el impacto. Una bicicleta solitaria en una azotea, una familia absorta en sus pantallas mientras cae la nieve tras el cristal, una fila de humanos esperando en un entorno sin alma. Todo parece estar en su sitio y, sin embargo, algo chirría, algo falta. Como si Ware dibujara el reverso de los ideales urbanos, ese eco incómodo que queda después de los discursos sobre progreso. Una portada suya no es un comentario político: es una grieta elegante por la que se cuela la pregunta que nadie quiere formular.

Tras salir de la exposición, no he podido evitar pensar en los compañeros que tuve en clase y nunca saludé. En los que tenían una carpeta rota, o se sentaban solos, o no sabían jugar al fútbol. En los que eran raros. En los que no hablaban. Me pregunté cuántos Rusty hubo cerca de mí sin que lo supiera. Cuántos Jimmy. Y si alguna vez, aunque fuera sin querer, fui parte del decorado para ellos. Una figura borrosa que no hizo nada por verlos. Por eso, cuando pienso en lo que ha hecho Chris Ware con su obra, no pienso en un estilo ni en una estética. Pienso en un acto de justicia. En un archivo afectivo de vidas no vistas. En una forma de devolver presencia a lo que la lógica de lo brillante, lo exitoso o lo productivo deja fuera. Ver esta exposición no es solo recorrer la trayectoria de un autor. Es aprender a ver. A detenerse. A desmontar los automatismos de la mirada. Es, en el fondo, una forma de pedir perdón. Y de prometer que, a partir de ahora, sí vamos a mirar. Aunque sea tarde. Aunque duela. Aunque la persona que debimos ver ya no esté.

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2 Comentarios

  1. E.Roberto

    ¡Qué artículo, señora. Remueve piedras cotidianas. Muchas gracias. …son esas preguntas que se quedan en el nido, literalmente nido, de ramas secas, hierbas frágiles, plumas viejas como tu corazón. ¿Qué hace mi vecino haciendo lo mismo desde que lo descubrí? Un descubrimiento, sí, porque antes no estaba, ¿dónde andaba?, ¿cómo llegó? ¿Tendremos parientes comunes en el neolítico, algún proto mamífero huidizo para compartir? Y pensar que ahora nos une un quebradizo buenos días y nada más. Cuánta gente puebla las fotos con gente que no conozco pero que conocí. Muertos en vida o la vida que con su tiempo mata al olvidar. Hay un pibe en la foto de fin de curso, atrás, en la última fila que se me fue al olvidar su apellido, no su nombre y esto es todavía peor. Era el único que me evitaba, se avergonzaba de mis fanfarronadas de pre adolescente exuberante. ¿Qué será de él?; hablaba poco, un genio para los cálculos y geometría, escribía a escondidas y era el único a quien su madre lo esperaba al salir. Las burlas eran para el otro día .

  2. Georgetown

    ¡Excelente artículo! «Chris Ware me enseñó a ver…» ya con ese comienzo sabía que nos ibas a deleitar con un texto al mismo tiempo técnico y conmovedor. Sigo a Chris Ware desde sus inicios y siempre me maravillo su capacidad de reinventar el lenguaje del comic, sobre todo apostando por el pasado (en la exposición hay muchas muestras de sus referentes). Y la exposición una maravilla, fui con mi niña de 9 años y la disfrutó un montón…sobre todo porque mucho de lo que veía lo asociaba con material que tenemos en casa. Muchísimas gracias por el artículo, Laura. Lo imprimí y lo guarde junto al catalogó de la muestra!!! Un saludo enorme!!!

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