Economía Política y Economía

Sigue el camino de cubitos de hielo

Cubitos de hielo
Fotografía: François Lochon / Getty.

Mujer del sur, llevo tatuados a fuego decenas de julios infernales. De esos que otros solo imaginan. Donde, al aspirar, las narinas crepitan y lo peor es la claridad cegadora, aplastante. Pueblos blancos, cal nívea, brillantes salinas. Quizá compartamos la luz brutal, cenital, con los polos. O sea incomparable. 

En la antípoda de mi experiencia térmica, siento una atracción magnética por los desiertos de hielo. Improbable la ocasión de recorrerlos un día, quién sabe si incapaz de soportar el frío de escarcha, me he visto a mí misma caminar a un adelante sin puntos cardinales sobre su nieve dura, crujiente, entre la ventisca. Es un sueño diurno, consciente y recurrente. 

Me pasa, además, que estuve dos años y medio viviendo en un libro cuajado de ellos. Al empezar a escribirlo lo llamé El iglú de la sonámbula, luego cambió a La carta del iglú, jamás lo publiqué. No me lo publicaron, para ser exacta. Pero sigue vivo en mí, como un inquietante niño medio nacido, un hijo frágil, mal parecido, poco dotado, al que una no solo no deja de amar, sino que protege y guarda con más calor e intimidad porque siente su necesidad, porque es el más apegado, el incapaz de volar. En él, una mujer que recurría al glacial sistema de la reproducción asistida, era arrastrada por dos hombres que irrumpían en su vida, de forma extraña y coordinada, a una espiral de desequilibrio, deseo y peligro. Vagaba por territorios polares metafóricos y literales. Fuego y hielo, fuego y hielo, fuego y hielo. Anhelo y rechazo, dando vueltas como la bengala en la oscuridad de un crío enloquecido. Chispas que no queman, que enganchan e hipnotizan. En un momento dado, ella, Lea, encuentra en un bolsillo trocitos de papel. Añicos. Reconoce los Copos de ceniza. Versos del torpe poema que escribió para aquel de los dos que orquestó la situación, el que la amaba y hería porque quería seguir siendo un maldito infeliz de por vida.

Abres la boca
del horno en el que ardo.
Y te aplicas,
con furor desaforado,
a echar dentro
paletadas de nieve.

Tiemblo.
Me haces temer
que la escarcha me congele.
Luego pienso:
«Está en la naturaleza del fuego
fundir el hielo».

El frío existe,
es cierto.
Pero también el anhelo
de cobijarnos, de abrazarnos,
la necesidad de esa calidez fraterna.

Es más irracional negarlo
que aceptarlo y permitirse
la sonrisa, el alivio, el descanso
de, al fin, por una vez y para siempre
—para el «siempre» humano—
haber encontrado
quien nos proteja con su abrazo.

Perdón si trasluce vanidad,
presunción o egoísmo.
Hablo por mí, desde luego
—¿por quién podría hacerlo?—
Pero creo que el hallazgo,
por lo extraordinario,
merece contener el llanto,
ser celebrado.

Y frente a todo
lo que escribo y pienso,
siento mis huesos helados
y me pregunto:
¿Por qué exponerme al riesgo?
¿Qué espero?
¿Voy a tomarme el tiempo de averiguarlo?

El alud justo de tiempo sin respuesta, de negativas y, luego, de tantas otras experiencias, de proyectos y libros nuevos sepultó el manuscrito invernal. Pero mi pasión polar sigue intacta mientras la inmensidad que yo sueño virgen, jamás pisada, se adelgaza, derrite y resquebraja al mismo ritmo que aquí, en mi sur andaluz, el desierto avanza como contagiado por el gran hermano Sáhara. 

Recibimos la noticia de que Rusia acaba de inaugurar ¡la ruta comercial ártica! Y la pantalla se llena con la vomitiva imagen de un inmenso buque que raja el mar helado en pleno invierno.

La denuncia del colapso climático no solo se ha abierto paso en los medios de comunicación de masas, sino que incluso está de moda. Pero las críticas y proclamas, dentro del túnel de ruido en que vivimos, se anulan a sí mismas. Son ecos huecos en bucle. Datos, números, profecías suicidas se funden a nuestro contacto como precipitación sin entidad para cuajar. Aturdidos por el sinsentido, de pronto, recibimos la noticia —que agencias, televisiones, radio o diarios dan como magnífica— de que «Rusia acaba de lograr la proeza técnica de inaugurar ¡la ruta comercial ártica!». La presentadora del telediario de la cadena pública no salta de alegría —para saltar y reír hay que estar viva—, pero sus labios se redondean para pronunciar la «u» perfecta, una «o» prodigiosa y se abren luego con las «A» y «a» sin que una sílaba, ni bocanada se le haga bola en la garganta. El contenido de las palabras no parece decirle nada. Da paso al vídeo y llena la pantalla un inmenso buque que raja el mar helado en pleno invierno. Lo descuartiza. Es vomitivo. El crimen hará estallar un enloquecido copycat. Legión de imitadores seguirán su estela destructiva. Eso es lo que aplaude la pieza snuff de La 1, fingiéndose aséptica, mientras los espectadores almuerzan. 

Otra monocorde voz femenina lee las palabras que, aunque nadie se fije, firma como redactor un tal Juan Francisco Molina:

El deshielo acelerado del Ártico puede hacer posible en un futuro próximo el tráfico de barcos durante la mayor parte del año por la llamada Ruta del Norte. El logro del carguero ruso es un primer paso en la apertura de una nueva vía navegable entre Asia y Europa por Siberia que supone un ahorro de cinco mil kilómetros y diez días de navegación respecto a la ruta habitual por el canal de Suez. La pérdida de masa helada, debido al cambio climático, facilitará también el acceso a grandes reservas naturales.

Nuestro ojo ve un glaciar desplomándose.

Acto seguido, el experto, en este caso Jordi Torrent, director de Estrategia del Puerto de Barcelona, comenta con rostro y tono distendidos lo mucho que conviene a Rusia acceder, gracias a esta ruta, a combustibles fósiles y gas natural, además de ascender a potencia marítima mundial. 

No hay duda —añade resuelto— de que, en veinte o treinta años, nos guste o no, por culpa del cambio climático [la incipiente ruta ártica] va a ser una realidad.

Lo dice con un conformismo jeroglífico. Incomprensible. Porque, dejando aparte la nimiedad del desastre medioambiental, atentos solo al negocio, que es lo importante ¿no es cierto?, a los puertos mediterráneos como el barcelonés les viene fatal que el flujo marítimo migre del canal de Suez al Ártico. Claro, que, ¿acaso aspiran Barcelona, Valencia, Algeciras, Marsella, Venecia, Trieste, Atenas, Tánger, Argel, Orán, Alejandría, etc., a ser, de aquí a treinta años, más que puntos de una cartografía hundida? Espacios naufragados como la Atlántida mítica.

Si quisiéramos tener una remota posibilidad de que las playas de España no se retranqueen hasta La Mancha, habría que actuar ya para revertir ese cambio climático, esa fusión de los polos, que intelectos-faro como el citado Torrent dan por sentada. Sin embargo, seguimos quietos. Peor, avanzando en círculos. Porque si tecleas «Ruta Ártica» en internet verás que el océano Ártico ya fue cruzado por un mercante gasístico, sin ayuda de rompehielos, en pleno invierno, en 2018, ¡hace cuatro años! La noticia no es ni nueva, así que ni es noticia. Este lustro es una constelación de hitos destructivos del mar helado que antes solo se navegaba por ciertos tramos, en contadas ocasiones, siempre en verano.

¿Queréis reír y que la risa se os hiele en los labios? Son justo nuestras instituciones de la Unión Europea las que, en su apuesta por energías menos contaminantes que el carbón y el petróleo, se han convertido en gran motor de la extracción e importación rusa… ¡de gas licuado del Ártico! 

En muy resumidas cuentas, el espesor del hielo ha pasado de casi cuatro metros en los años ochenta al actual metro y medio. La flota pesquera ya faena más allá del umbral de los 78° norte y captura alrededor de una tonelada anual de bacalaos antes inalcanzables.

Shhh. Escucha un segundo: plop (silencio), plop (silencio), plop. Es la gota malaya de nuestra terquedad, de nuestra locura, de la vanidad kamikaze de élites que creen que ellos no pagarán el precio. Mejor, que les saldrá a cuenta librarse de tanta chusma que sobrepuebla la Tierra. Así serán menos para el reparto de la tarta (aunque sea una tarta tóxica, envenenada). Prevén beber y brindar hasta el final (hielo picado para las copas habrá de sobra). Pero ¿y después, cuando el cubata se agüe? No tendrán margen para inventar cómo salvarse cuando se les pase la cogorza. 

Shhh. Oye otra vez: crrrrrr, jrahhhh, jmmmm. El doble espejo convexo que corona y asienta nuestro planeta canica se cuartea. Sus pobladores, ese caleidoscopio en blanco, pardo y moteado de osos, zorros, lobos, liebres polares, caribúes, pingüinos, charranes, búhos nivales, focas, leopardos marinos, petreles, albatros, peces plateados… Esa miríada de seres del frío máximo muere de gélido capitalismo.

Solo hay, creo, una letra de Jorge Drexler que yo no ame. Es la de su hermoso tema «Despedir a los glaciares»:

Y cuando el momento llegue honremos nuestras heridas.

Celebremos la belleza que se aleja hacia otras vidas.

Y aunque la pena nos hiera que no nos desampare.

Y que encontremos la manera de despedir a los glaciares.

(…)

Y cuando el momento llegue honremos nuestras heridas.

Levantemos nuestras copas por cada causa perdida.

Y un aleluya recorra las pantallas de los bares. (¡A-le-lu-ya!)

Y que encontremos la manera de despedir a los glaciares.

No, mejor no la encontremos. Neguémonos a avanzar si es hacia la extinción. Demos marcha atrás, consumamos, devoremos, devastemos menos. Nada permanece, cierto, todo es cambio —como tantas veces y tan bien nos ha cantado el uruguayo—, pero también forma parte de la vida, incluso es ley de vida, bracear con todas nuestras fuerzas contra la deriva. 

¿Podemos de verdad aceptar un mundo sin polos helados? ¿Con lo que supondría? ¿No compartís vértigo de vacío y orfandad ante esa perspectiva? Igual que cuando nos pintan como inevitable la luna colonizada y urbanizada, la luna de asfalto y fábricas, sin capacidad ya de reflejar la luz solar. ¿Robaremos a la gente futura ese faro flotante, la misteriosa cara iluminada? ¿Lo haremos mientras fundimos los prodigiosos círculos polares?

Hormigón, petróleo, cemento, gases de efecto invernadero, radiaciones cancerígenas, incendios y riadas, inundaciones, tsunamis, pandemias y aire irrespirable, competitividad y dinero ¿son demasiado tentadores para sacrificarles la vulgar bola de tierra, agua y hielo que nos crea y recupera, nos vuelve a crear y reintegra, nos nace y da sepultura desde un principio cuyo fin nos empeñamos en acelerar? 

Olvidamos dónde está nuestro hogar y vagamos desorientados. Sin cerebro, corazón, ni valor para regresar al origen que sabemos, por instinto, nos conviene. Como la troupe del espantapájaros, hombre de hojalata y león que hacían piña con Dorothy/Judy Garland en El mago de Oz. El mantra que a ellos los guiaba a la utopía era el célebre: «Sigue el camino de baldosas amarillas». Anticipemos el timo del urdidor entre bambalinas, de los falsos magos tramoyistas. Del sistema que nos envuelve y atrapa para que no veamos cuánto necesitamos cuestionarlo y cambiarlo. Démonos cuenta de que nuestros adoquines de cristal se derriten y seguirlos no nos llevará tras ningún arcoíris, sino flechados al abismo. Librémonos del afán distópico que nos ha poseído.

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Un comentario

  1. ¿Fuego e hielo?, ve y recorre Islandia. España fue habitada por íberos y celtas, por tu forma de añorar naturalezas debes ser una celta.

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