
Hay una extraña melancolía en pensar que el cosmos, este escenario inmenso donde las galaxias parecen moverse al ritmo lento de una coreografía que solo entienden la gravedad y la energía oscura, también tiene fecha de caducidad. No la conocemos, pero sabemos que existe. Y la certeza no llega por revelación poética, sino por algo mucho más prosaico: ecuaciones.
El universo no siempre ha sido este lugar frío donde la materia se agrupa en islas luminosas empeñadas en alejarse unas de otras. Hubo un tiempo, dicen los cosmólogos, en el que todo era más caliente, más denso y más cercano, hubo un tiempo en que todo era un caldo primordial que no dejaba hueco ni para el silencio. Pero la expansión, ese gesto fundamental inscrito en su propio tejido, fue imponiéndose, primero con modestia, luego con una ambición que ni el más optimista de los astrónomos de los años noventa había sospechado. Cuando en 1998 se descubrió que esta expansión no solo continuaba sino que aceleraba, el universo perdió para siempre la posibilidad de un final tranquilo.
Desde entonces, la muerte del universo dejó de imaginarse como un acto teatral súbito, o un desmoronamiento, o una implosión, o un fogonazo final, para convertirse en algo mucho más inquietante: un proceso administrativo de largo recorrido. Un desahucio térmico. Una burocracia entrópica. La segunda ley de la termodinámica, esa señora severa que nunca concede segundas oportunidades, nos recuerda que el desorden total no es solo una tendencia estadística, sino un destino.
La idea es sencilla, aunque incómoda. Cada proceso físico que ocurre a nuestro alrededor —el calor que se escapa de una taza, la luz que una estrella derrama, la fusión que convierte hidrógeno en helio— contribuye a aumentar la entropía general. No hay marcha atrás. Y aunque ahora mismo el cosmos nos parezca joven, brillante y lleno de proyectos, ya está escribiendo su testamento energético. Lo hace despacio, como quien cuenta historias para pasar el tiempo. Pero incluso antes de hablar de su final —antes de la oscuridad perpetua, la desintegración o el desgarro— conviene entender por qué sabemos que ese final es inevitable. Porque la cosmología moderna, con sus telescopios espaciales y su obsesiva costumbre de mirar muy lejos para ver muy atrás, ha dibujado un panorama que no admite demasiadas interpretaciones alternativas: el universo se expande, la energía oscura impulsa la aceleración y la entropía dicta la dirección del tiempo. Y en ese contrato cósmico no aparece en ningún sitio la palabra permanencia.
El Big Freeze: el universo se apaga en silencio
Si una pregunta a los cosmólogos cuál es el final más probable del universo, no suelen apostar por cataclismos espectaculares ni reveses dramáticos. Nada de llamaradas finales ni trompetas apocalípticas. El universo, dicen, morirá como mueren las bombillas viejas: no con un estallido, sino apagándose poco a poco. Ese final tiene un nombre que parece sacado de una mala novela de anticipación —Big Freeze—, pero en realidad es la consecuencia más sobria de todas. Una muerte por enfriamiento. Un universo que sigue expandiéndose hasta que ya no ocurre nada.
El principio de esta historia es sencillo. Las galaxias se alejan unas de otras porque el espacio mismo se estira. Esa expansión no es un viento ni un empuje sino una propiedad geométrica del propio cosmos. Y lo que hace especialmente desalentador al Big Freeze es que la responsable de la aceleración, eso que llamamos energía oscura, no muestra señales de querer detenerse. El espacio crece, las distancias aumentan y la densidad de materia disminuye como una fiesta que va quedándose sin invitados.
En un primer acto, el más amable, las estrellas se apagan. No todas a la vez —las estrellas, incluso cuando mueren, conservan un fuerte sentido del individualismo—, sino siguiendo el orden natural que marca su masa. Las más pequeñas, las enanas rojas, lo harán dentro de billones de años, con esa tenacidad casi cómica que siempre han tenido para estirar su combustible nuclear.
Más adelante, las galaxias ya no interactuarán entre sí. No habrá colisiones, fusiones ni danza gravitatoria. Las distancias serán tan grandes que la luz, aunque testaruda, tardará tiempos absurdos en ir de un lugar a otro. La noche será no ya oscura, sino irrelevante. No habrá nada que ver.
Y después está lo peor, lo que realmente define al Big Freeze: la energía térmica del universo se equilibra. La temperatura se aproxima al cero absoluto —sin alcanzarlo jamás— y todo proceso físico que requiera un desequilibrio energético, desde encender un fósforo hasta formar una estrella, se vuelve imposible. El universo entero entra en una jubilación eterna. No habrá derrumbe ni explosión, solo una condena al tedio cósmico. Partículas aisladas, fotones cada vez más fríos y un tiempo que continúa avanzando pese a que ya no tiene nada que contar. Una muerte silenciosa. Quizá la más inquietante de todas precisamente por eso, porque no parece una muerte, sino una prolongación infinita de la nada.
El Big Freeze es el final más probable porque la energía oscura parece comportarse de forma estable —como una especie de fuerza contable que mantiene su cuota fija en el balance del cosmos—. Pero hay dos alternativas más dramáticas, y aunque hoy son minoritarias en la conversación cosmológica, siguen estando dentro del catálogo de posibilidades teóricas. Son el equivalente a esos giros argumentales que no esperamos, pero que la trama deja técnicamente abiertos: el Big Crunch y el Big Rip. Uno imagina el universo cerrándose como un puño y el otro deshaciéndose como una cuerda vieja.
El Big Rip: el universo que se desgarra a sí mismo
Para que el Big Rip ocurra, la energía oscura tendría que ser algo más inquietante de lo que sospechamos: no solo estable, sino cada vez más dominante, con una ecuación de estado w<−1w < -1w<−1. A este comportamiento se le llama energía fantasma —nombre que suena a relato gótico, pero que responde a una formulación matemática muy seria—. Si el universo tuviera este tipo de energía oscura, la expansión acelerada no solo continuaría, sino que se volvería salvaje.
Primero se romperían las galaxias, incapaces de mantener unidas sus estrellas. Luego las estrellas perderían a sus planetas. Más tarde los átomos mismos dejarían de sostenerse. Llegaría un instante final —el time to rip— en el que incluso el espacio-tiempo se desgarraría. El universo acabaría en un espasmo metafísico: nada quedaría unido a nada.
¿Es probable? Según los datos actuales, no demasiado. Las observaciones del fondo cósmico, de supernovas y de estructuras a gran escala indican que www está peligrosamente cerca de −1-1−1, pero no por debajo. Aun así, la posibilidad permanece como un recordatorio de que el cosmos puede ser más extraño de lo que estemos preparados para admitir.
El Big Crunch: el universo desanda sus pasos
La otra opción es casi romántica en comparación. El universo podría detener su expansión y empezar a contraerse. Esto requeriría que la densidad de materia y energía fuese mayor que el valor crítico. O que la energía oscura cambiase de signo y dejara de empujar para empezar a frenar. Si eso ocurriera, la gravedad ganaría la partida y todo el cosmos iniciaría un regreso lento pero implacable hacia sí mismo.
Primero las galaxias se acercarían. Luego las estrellas. Después todo se comprimiría en un caldo de densidad creciente. Y el universo terminaría como empezó: en un estado extremadamente caliente y compacto. No sería exactamente un segundo Big Bang, pero sí un borrón final que cerraría la historia donde la abrió.
Los datos actuales descartan esa densidad crítica. El universo no parece cerrado ni destinado a contraerse. Pero la física permite el escenario, y por eso sigue en la lista de finales posibles, aunque sea un final improbable.
El último bostezo del cosmos
Después de que las últimas estrellas se apaguen —un futuro tan remoto que hace que incluso la palabra «remoto» parezca un gesto de optimismo—, el universo entrará en un periodo sin luz, sin actividad estelar, sin química, sin estructuras que evolucionen. Un cosmos donde ya no suceden procesos relevantes. Un lugar físicamente deshabitado, más cercano al silencio térmico que a cualquier metáfora sugerente.
El paisaje será extraño incluso para los estándares cósmicos. Las enanas blancas, reliquias apagadas de estrellas corrientes; las estrellas de neutrones, aquello que quedó de las más masivas; y los agujeros negros serán los últimos habitantes. Las primeras se enfriarán hasta convertirse en enanas negras, objetos hipotéticos porque aún no ha pasado suficiente tiempo en el universo como para que cualquiera de ellas exista. Pero llegarán: masas de carbono y oxígeno cristalizado, frías como una metáfora obvia pero físicamente exacta.
Los verdaderos protagonistas, sin embargo, serán los agujeros negros. No porque hagan nada —su época de engullir estrellas habrá terminado hacía eones—, sino porque tienen una despedida peculiar: se evaporan. Stephen Hawking demostró que incluso los agujeros negros tienen fugas: en su frontera cuántica se escapa una radiación ínfima que les va restando masa con la paciencia de un funcionario del infinito. Uno estelar tardaría unos diez mil trillones de trillones de trillones de años en desvanecerse. Es una cifra absurda incluso antes de pronunciarla, pero es la escala temporal adecuada para la muerte del cosmos. Cuando el último agujero negro termine de evaporarse, el universo quedará poblado solo por partículas subatómicas dispersas y fotones fríos. Aquí surge otra pregunta, más especulativa pero completamente científica: ¿los protones son estables? La teoría del gran unificación predice que podrían desintegrarse, con una vida media superior a 103410^{34}1034 años. No lo sabemos. Los experimentos no han detectado ninguna desintegración. Pero si los protones resultaran inestables, el universo perdería incluso sus átomos, descomponiéndose en un polvo aún más elemental.
Sea cual sea la respuesta, el final es igual de dramático en su ausencia de drama. El universo continuará expandiéndose mientras la temperatura se aproxima a cero absoluto sin alcanzarlo jamás. No existirán estrellas, ni átomos, ni agujeros negros. La entropía habrá hecho su trabajo con la precisión burocrática que la caracteriza. Y el tiempo —esa costumbre humana que el universo imita a regañadientes— seguirá transcurriendo aunque ya no haya procesos que lo marquen.
En ese silencio térmico, sin luz ni memoria, el cosmos habrá agotado todas sus posibilidades. Ningún Big Crunch, ningún Big Rip. Solo una quietud eterna, una colección infinita de distancias, y partículas tan aburridas que cuesta decir si «existir» sigue teniendo algún sentido para ellas. El universo morirá, sí, pero lo hará como tantas cosas importantes. Sin testigos, sin ceremonia y sin una conclusión que nos permita cerrarlo con un punto final satisfactorio. Una muerte sin relato. O, quizás, un relato que se diluye hasta que ya no queda nada que contar.









Fascinante y aterrador. No exagero un ápice si digo que se me ha estropeado la mañana si es que no, el día completo. Estos temas me llevan a un estado de melancolía desazonante que trato de enmascarar en el día a día, ayudado por los problemas más cercanos y hasta cierto punto «comprensibles» con los que todos lidiamos. Hay algo, entre muchas otras cosas referidas al tema que nos ocupa, que me asombra hasta ponerme la carne de gallina y es el hecho de que los humanos hayamos podido llegar hasta aquí en el conocimiento de algunas de estas vertiginosas y como repito, fascinantes y aterradoras (al menos para mí) cuestiones.
Voy a prepararme un café y a comer algo porque todo esto me ha pillado a traición y en ayunas. De cualquier modo, agradecido por la lectura, María. Saludos.
El Universo empezó con el Todo surgiendo de la Nada y terminará con la Nada ocupando el Todo.
Yo apuesto por el big crunch. De esa forma, la expansión y posterior contracción del universo serían solamente un latido en su historia
Escalofrío literario casero-cósmico. Menos mal que podemos cobijarnos en el arte, y desde esa insignificancia poder decir a modo de revancha que, si el Universo posee entropía destructiva nosotros podríamos mejorar nuestra empatía de barrio que nos viene de “fábrica”, o sea antes de nacer. Inquietante artículo que, como siempre me lleva a una pregunta recurrente: hablamos del universo, o sea de uno solo, el que vemos o intuimos. ¿No habrá otros? ¿El mecanismo o dinámica del o de los universos no será eterno, dormir y despertarse? Y es acá que asocio este terror cósmico a una tonadita de mis pagos con su estribillo, en honor De Alberdi, un barrio cordobés , “… se prende y se apaga la luz de un balcón…” y entre una y otra cosa podemos ver y sentir “…la carita blanca de la luna…” o “…el guardapolvo blanco de fino doctor…”. Gracias doña María por este excelente (e inquietante) artículo.
Tres estimulantes, aún siendo cortos, los dos primeros comentarios de Jordi_BCN y Rafa y el más largo de E. Roberto. Es extraño pero al leerlos esta mañana, me han servido de consuelo al sentirme «acompañado» ante el vértigo que experimenté ayer. Gracias, amigos y un saludo afectuoso.
De nada, un placer.
Querido Maestro, la primera vez que leí sobre esa posibilidad sentí también un enorme desasosiego. Pero las teorías cosmológicas son conjeturas con los fundamentos
que se tienen ahora, y en ese sentido bien pudiera pasar que aparezca un nuevo Einstein que nos diga que no tenemos ni puñetera idea, que estamos interpretando mal, y que todas las cosas que tienen patidifusos a los físicos de hoy, para él estén más claras que el agua. Yo he resuelto tomármelo con calma. Desde hace tiempo los cosmólogos nos dicen cosas que ningún libro serio de ciencia ficción se atrevería, por parecer despropósitos inverosímiles. Sosiéguese vuesa merced, que bien podría pasar como con la nutrición, que los alimentos como el café, los huevos, el chocolate, pasan de ser los villanos a ser los buenos de la película en un santiamén, y viceversa, dependiendo de cual sea el último estudio. Le mando un fuerte abrazo.
Gracias a Usted y a su desasosiego mañanero que es el mío. No estoy solo en este mundo de locos, son pocos pero lo menos que son es no ser mudos.
Siempre es un gusto leer estos articulos…
—un futuro tan remoto que hace que incluso la palabra «remoto» parezca un gesto de optimismo—
Observo con pesar que en lo que escribí antes asumí que el próximo revolucionario de la física sería un hombre. Deseo fervientemente que sea una mujer la que ponga patas para arriba a la ciencia.