Cine y TV

Las dos caras de Sergio Leone, 1ª parte: el niño

Duelo final

«Desde que era un niño pequeño he visto un montón de westerns de Hollywood en los que, si eliminas mentalmente los papeles femeninos, la película se vuelve mucho mejor»

Suena muy infantil pero no lo digo yo, lo decía el propio Sergio Leone: en aquellas tres películas que le hicieron célebre, la “trilogía del dólar”, todo era como un juego entre críos despeinados con las rodillas sucias. Un superficial duelo de egos —el propio Leone lo describía con un “a ver quién mea más lejos”— basado en el precepto “¡niñas no!”, que refleja la intención de eliminar todo factor de civilización y sentido común en el juego.  Por un puñado de dólares fue la primera de sus películas que pude ver y no hace falta que describa la honda impresión que un film así puede causar en un niño: desde las sombras chinescas de los créditos iniciales, acompañada por silbidos sacudidos con el estruendo de unos disparos, hasta esa seca narración desprovista de todo aquello que a los niños nos sobraba en los westerns tradicionales porque no lo entendíamos: melodrama, moralejas, historias de amor, reflexiones filosóficas, mensajes políticos… la “trilogía del dólar” era cine infantil, pero para adultos. Pura fantasía irresponsable y despreocupada. Puro espectáculo pueril. Puro juego.

Vemos un polvoriento pueblo; está en la España de los sesenta, pero por lo que respecta a los espectadores es la Arizona del siglo XIX. Un hombre vestido con un poncho pasa junto al carpintero que construye los ataúdes del pueblo. Sin dejar de caminar le dice: “prepara tres ataúdes”. Después se planta frente a unos pistoleros, que se habían reído de él cuando llegaba montando una mula. Entre sonrisas, comienza a hablar:

«Quería hablaros sobre mi mula. Se enfadó mucho cuando le disparasteis entre las patas. Mirad, yo comprendo que sólo estabais jugando, pero mi mula… sencillamente no lo entiende. Pero si os disculpáis…»

Los pistoleros ríen. Todos menos uno, que intenta interpretar cuál es el sentido de semejante provocación venida de alguien que en principio parece poco más que un idiota. El hombre del poncho levanta la mirada mientras suenan unas breves notas de flautín. Ya habíamos visto su cara varias veces durante esta película —no en vano es el protagonista— pero ahora nos lo muestran en primer plano. Su rostro parece curtido a fuego; su sonrisa ha desaparecido, tiene arrugas en torno a sus ojos y brilla un hirviente verde en su mirada. Se aparta el poncho dejando ver un revólver.

«No creo que esté bien que os riáis. Mirad, a mi mula no le gusta la gente que se ríe. Tiene la loca idea de que se están riendo de ella. Pero si pedís disculpas, como estoy seguro de que vais a hacer, podría convencerle de que en realidad no era esa vuestra intención.»

La provocación ha llegado al punto de no retorno. Acaban las risas y empieza un tiroteo. El hombre del poncho mata a los cuatro pistoleros que tiene enfrente. Y luego regresa por donde había venido, diciéndole al constructor de ataúdes: “Me equivoqué. Eran cuatro ataúdes”.

En menos de tres minutos acaba de nacer una estrella del séptimo arte, acaba de renacer un género al que se consideraba muerto y acaba de aparecer un nuevo esbozo de genio en el firmamento cinematográfico. Escenas de seca desnudez como este duelo de palabras, miradas y tiros, cautivarán al público y conseguirán que un director italiano le dé un giro copernicano al más estadounidense de todos los géneros. Esta secuencia pone los cimientos de la visión que un tal Sergio Leone tenía sobre el western: una visión que ningún norteamericano hubiese podido crear de la nada, porque estaba basada en la herejía, en la profanación de símbolos nacionales. El western era ahora la recreación con revólveres de las estúpidas disputas del patio de un colegio, con una imagen hiperrealista y una música afilada que le daban la vuelta a los viejos conceptos. Muy a pesar de Leone —quizá no tanto a su pesar—, su apellido y las polvorientas llanuras del Lejano Oeste van a estar unidos para siempre. Pero hay más.

Espadas, sandalias y cartón piedra: la mejor escuela de cine posible

¿Cuál es exactamente la diferencia entre un artesano y un artista? Uno puede consultar ambos términos en el diccionario, pero el diccionario no lo puede responder todo porque no entiende de contextos. ¿Sabe el diccionario lo mucho que significó en el mundo del cine, durante varias décadas, el ser tildado de lo uno o de lo otro? El artesano, se decía, es eficaz; pero el artista tiene talento. ¿Cómo distinguirlos? No resultaba fácil, aunque la distinción entre artesano y artista quizá se dibujaba en la línea que separa al cineasta que filma lo que le encargan de aquel otro que puede filmar lo que él quiere. Es, al final, una cuestión de éxito y dinero. No es que esto no tenga lógica, pues un artista tiene más libertad cuanto mayor es su poder y la riqueza de su expresión crece junto con su libertad. Especialmente un artista que necesita tantísimo dinero para poder expresarse como un director de cine, cuyos juguetes —pues todo arte es un juego— son, con mucho, los más caros. Así que, al menos bajo este criterio, durante un tiempo Sergio Leone fue solamente un artesano.

Sergio Leone
La energía de Sergio Leone en los rodajes agradó a los productores norteamericanos durante sus inicios en el «peplum» y fue característica durante toda su carrera.

A mediados de los cincuenta los adinerados equipos de producción de Hollywood comenzaron a desembarcar en Italia para rodar grandes superproducciones históricas. Era la nueva moda del “peplum” —o como la llaman los americanos, el cine de “espadas y sandalias”—, con sus argumentos basados en la Antigüedad clásica de Roma, Grecia y Egipto, o en la fantasía mítica de reinos que nunca habían existido. Los equipos de rodaje estadounidenses aprovechaban losbajos costes de Italia y sacaban partido a la tradición cinematográfica local alquilando estudios y contratando técnicos italianos que cobraban salarios modestos. Uno de aquellos técnicos se llamaba Sergio Leone y había trabajado como ayudante para directores nacionales de la talla de Vittorio de Sica. Pero nada, ni aun el talento de De Sica, podía compararse al aprendizaje que supuso ponerse a las órdenes de los americanos. Sergio Leone participó como asistente de dirección en varias celebérrimas superproducciones de Hollywood rodadas en Italia (Ben-Hur, Quo Vadis, Helena de Troya). Pese a su total ignorancia del idioma inglés se hizo notar entre los equipos de producción extranjeros por su desenvoltura estratégica —especialmente en el manejo de extras— y por su habilidad para terminar su trabajo con cierto toque personal, con algo más que la simple eficiencia del empleado industrioso pero sin imaginación.

Habiendo destacado entre el cuerpo de ayudantes terminó haciéndose cargo de segundas unidades para filmar secuencias aisladas en algunos de aquellos grandes filmes, aunque más tarde, como buen italiano (o eso decía él) mintió sobre sus méritos, intentando atribuirse algunas de las escenas más famosas que habían realizado otros. Leone pretendía que él, a cargo de la segunda unidad de filmación, había rodado la inolvidable carrera de cuádrigas de Ben-Hur, algo que era manifiestamente incierto. Una gran mentira, aunque no supera los legendarios embustes de Federico Fellini. Aun así, es cierto que Leone sí se hizo cargo de otras secuencias de masas y acción, y que su trabajo fue apreciado por los productores norteamericanos.

Finalmente, gracias a su buen hacer, llegó a ejercer como primer director en tres de aquellos peplum, aunque en una escala más modesta. Los últimos días de Pompeya, El coloso de Rodas, y Sodoma y Gomorra son las tres primeras películas de Sergio Leone. Iban de lo pasable a lo simplemente correcto —El coloso de Rodas no está mal— y estaban destinadas a un consumo popular, aunque eso no facilitaba que sus directores se convirtiesen en nombres reconocibles. De hecho, en los créditos de alguno de aquellos filmes se omitió el nombre de Leone porque había sustituido al director titular cuando este había caído enfermo, y no tenía fama suficiente como para merecer un sitio en el cartel. Aquel Sergio Leone era, pues, un artesano del cine. Y no debía ser de otro modo, porque en el complejo mundo del rodaje no hay mejor manera de convertirse en artista que pasando por los sótanos antes de encaramarse al podio. Eso sí; no todos los artesanos llevan en su interior la semilla del artista. No todos los directores que empezaron como él en aquella fiebre del “peplum” supieron aportar algo nuevo o impactante. Leone, a su manera, estaba gestando el embrión de una revolución.

Las películas “de romanos” (o de griegos) que dirigió son como un documental en que podemos observar su paso por la universidad del cine. No vemos aún al Leone visionario de unos pocos años más tarde, pero podemos entender los desafíos que supuso filmar aquellas películas dotadas de complejos diseños de producción —decorados, masas de extras, efectos especiales—y lo mucho que tuvo que aprender para satisfacer a los productores. Sus “peplum” debían distinguirse de la avalancha de infectos subproductos de serie B que estaban apareciendo en Italia a la sombra de la moda iniciada por Hollywood. No se trataba solamente de decidir dónde colocar la cámara, sino ser capaz de coordinar toda una gran producción con eficacia militar para contrarrestar la tendencia natural de un gran rodaje a terminar en el caos. Todo al modo clásico del antiguo cine norteamericano, esto es, aprendiendo a golpes y sobre el terreno. Leone siempre había admirado el cine hollywoodiense y tuvo la inmensa fortuna de crecer bajo su directa influencia, trabajando en las propias entrañas del leviatán americano hasta que el leviatán decidió marcharse de Italia.

Pronto llegaría el momento de procesar esa influencia americana e italianizar, o mejor dicho europeizar, su cine. La metamorfosis a la que Leone sometió al western sólo podría haberse hecho en un país europeo y latino, con un director europeo y latino y para un público europeo y latino. Pudo haber sido un español, pudo haber sido un francés, pero terminó siendo un italiano porque la Historia así lo determinó. Todo en la biografía de Sergio Leone es como una alineación planetaria y las casualidades le impulsaron a la gloria con una precisión milimétrica. Estaba hecho para ser grande; los dioses quisieron que fuese grande, y para no faltar a los designios de la fatalidad, fue grande.

Una carta de Akira Kurosawa

Morricone y Leone
Ennio Morricone formó una pareja indisoluble con Sergio Leone: música e imágenes que se acoplaron a la perfección.

Leone no inventó el “spaghetti western”. Solamente se acercó al género cuando el “peplum” pasó de moda y dejó de interesar al público. Rodar películas del oeste era la nueva corriente destinada a abastecer salas de cine de modesto calado por toda Italia, con títulos de digestión fácil basados en la acción y los tiros. Nadie esperaba encontrar “arte” en aquellas películas; se las consideraba meros entretenimientos que buscaban satisfacer a una generación de italianos que había crecido leyendo tebeos americanos, novelas baratas de pistoleros y fantaseando con el inhóspito universo del Far West. Pero sin alardes. En Estados Unidos, de todos modos, el cine se estaba dejando de tomar en serio el género, aunque el público americano —para quien el western es parte indisoluble de su identidad folclórica— seguía apreciándolo en televisión. Nada nuevo podía inventarse en las praderas del Oeste, que el cine había desgastado a lo largo de décadas de uso y abuso. Los italianos se limitaban a entretejer una pobre imitación de los clichés americanos de siempre, con presupuestos lo más ajustados posible y tratando de ocultar (sin éxito) que eran películas italianas. Sergio Leone firmó su primer western con un pseudónimo anglosajón; una película de serie B destinada a sesiones populares. Poco importaba quién la dirigía siempre y cuando camuflase su zarrapastroso apellido mediterráneo con un buen nombre falso que sonase muy americano, una costumbre común en Italia y también en España. Lo importante era contar con un protagonista estadounidense, lo más alto y rubio posible, para darle a todo el asunto una cierta credibilidad. Había que obviar el hecho de que aquello estaba filmado en España con actores transalpinos e ibéricos. El proyecto de Leone era una película de vaqueros con la que entretener a una audiencia poco exigente. Se necesitaba un actor americano, porque nadie quiere ver a un pistolero con cara de concejal de Nápoles; no como protagonista, al menos.

La primera elección de Leone, Henry Fonda, era una superestrella legendaria que no se iba a dignar a rodar una película barata a las órdenes de un italiano desconocido que de todos modos jamás podría pagar su caché. También Charles Bronson declinó la oferta porque el guión de Por un puñado de dólares le pareció horrible. Richard Harrison, que había protagonizado ya algún “spaghetti western” y era una fugaz estrella del momento en Italia, también declinó el ofrecimiento porque conociendo ya lo caótico de los rodajes en aquel país, no quería volver a trabajar con equipos íntegramente italianos. Leone no podía tener a los actores americanos que anhelaba. La casualidad le trajo a Clint Eastwood, un actor televisivo de segunda fila conocido en su país por la serie Rawhide pero cuyo futuro era más bien incierto. Su prestigio internacional era completamente nulo. No era el actor que Leone quería. Sus filmaciones no le habían convencido porque le había parecido “demasiado blando”. Eastwood era desgarbado y no sabía caminar como Henry Fonda o Gary Cooper; tampoco tenía el pétreo rostro de alguien que parece recién salido de una prisión colonial, como Charles Bronson. Pero Leone no tenía a nadie más. Sin embargo, sin menoscabar el mérito del gran Clint, una vez Leone se hizo a la idea de que debía dirigir a aquel actorucho de segunda, emergió una de las más sorprendentes cualidades del director: la capacidad para estudiar a un actor, caracterizarlo y convertirlo en lo que su película iba a necesitar.

Eastwood, por su parte, tampoco estaba entusiasmado por la idea de embarcarse en el rodaje de un western cutre escrito y filmado por italianos. Para un norteamericano, el concepto parecía absurdo, como para nosotros una versión de Curro Jiménez rodada por coreanos. El actor únicamente aceptó la oferta porque le ofrecía la ocasión para visitar España junto a su mujer, como una especie de vacaciones cinematográficas. No esperaba que aquello fuese un trampolín para su carrera y de hecho, como pensaba que la película iba a ser un desastre, confiaba en que nadie en los Estados Unidos tendría noticia jamás de su existencia. Eastwood tomó un avión y se preparó para la incógnita que suponía embarcarse en un rodaje en los exóticos desiertos de Almería.

El hombre sin nombre
Leone no quería a Clint Eastwood en su película, pero al final su encarnación de «el hombre sin nombre» se convirtió en un icono de la cinematografía universal.

Otra casualidad puso a Leone a trabajar codo con codo junto al compositor Ennio Morricone, con el que había ido a la misma escuela en Roma; incluso habían compartido el mismo aula y se habían sentado en pupitres situados uno a pocos metros uno del otro. Dos de los más grandes artistas italianos del siglo XX, que alcanzaron juntos la gloria, se habían ignorado completamente mientras convivían en un mismo aula. De hecho, Leone ni siquiera le recordaba y tuvo que ver una antigua foto de la clase para convencerse de que, en efecto, Ennio Morricone había sido su compañero. Pero al grano: cuando comenzaron a trabajar en aquel su primer film juntos, Leone le pidió a Morricone que escribiese imitando el estilo del famoso compositor ruso Dmitri Tiomkin, cuyas bandas sonoras experimentales habían triunfado en Hollywood. A Morricone, muy interesado por la música de vanguardia, no le costó demasiado llevar a cabo el  cometido. Y su música se adaptó al cine de Leone con enigmática precisión. Era la pieza que faltaba en una triada milagrosa. Leone, Eastwood y Morricone eran el cohete, el astronauta y el combustible de Por un puñado de dólares. Por separado jamás hubiesen podido despegar de la misma manera.

Por un puñado de dólares era la adaptación de Yojimbo, una película del director japonés Akira Kurosawa, quien estaba haciendo estragos entre la crítica occidental y a quien Leone, como casi todos los cineastas del momento, admiraba con fervor. Dado que nadie esperaba que aquel “spaghetti western” tuviese demasiado éxito o saliese nunca de Italia y España, nadie se molestó en pedir los derechos para la adaptación a la productora japonesa. Así que Por un puñado de dólares fue, legalmente hablando, un plagio en toda regla. Pese a lo previsto, el gran éxito llegó. De manera gradual, pero llegó. Las salas donde se proyectaba la película estaban al principio medio vacías, como solía suceder con la serie B. Sin embargo, el boca a boca empezó a funcionar y pronto el film se convirtió en un fenómeno comercial que con el tiempo terminaría explotando más allá de la propia Italia, atravesando fronteras para conquistar Europa. Esto produjo que el nombre anglosajón ficticio que figuraba como director fuese retirado de los carteles, para incluir el nombre verdadero, Sergio Leone. Cuando Kurosawa tuvo noticia de que una copia de su película estaba triunfando en Europa, envió una carta muy formal al director italiano diciendo que, aunque había visto su versión y le gustaba, iba a demandarle por plagio si no llegaban a un acuerdo. Leone, exultante tras leer el elogio de uno de sus ídolos y con su característico entusiasmo pueril, ignoró toda la parte legal de la carta y empezó a enseñársela a todo el mundo… lo cual sólo ayudaba a airear todavía más el espinoso asunto del plagio. Aunque Leone no veía más allá: a Kurosawa le había gustado su versión, ¿qué podía importar el asunto del plagio? Se había hecho un nombre en el cine y sus ídolos le estaban reconociendo. Lo demás, que lo diriman los tribunales. Finalmente, claro, se tuvo que llegar a un acuerdo para que los japoneses se llevasen la parte del dinero que les correspondía.

Almería: la menos americana de las Américas

Lee Van Cleef
Leone rescató a un acabado Lee Van Cleef, que se convirtió en otro de los grandes rostros de su cine y pudo vivir una inesperada etapa de estabilidad profesional.

El éxito de Por un puñado de dólares le permitió tener un presupuesto algo más desahogado para rodar un segundo western con Eastwood, La muerte tenía un precio. El cineasta demostró, una vez más, su capacidad para reconvertir actores desconocidos o acabados en iconos de la pantalla cuando rescató a Lee Van Cleef, un secundario marginado en Hollywood a causa de su alcoholismo, y le transformó en uno de los rostros definitivos del Far West. Además, Leone empezó a usar una nueva técnica para concebir su cine. Morricone escribía y grababa la música antes de empezar la producción. después Leone filmaba con aquella música en mente, e incluso la hacía sonar en pleno rodaje, algo que era posible porque en Italia no se filmaba con sonido directo y no había que guardar silencio en los platós, hecho que siempre sorprendía a los americanos. Aquella forma de proceder permitió que la música y las imágenes alcanzasen un grado de comunión pocas veces visto en una pantalla. Para Sergio Leone la banda sonora era importantísima; aunque carecía por completo de talento musical —Morricone dijo de Leone que era una de las personas “menos musicales” que había conocido en su vida— sí tenía un fino instinto para saber cuándo el clímax musical demandaba un clímax visual en consonancia. Morricone le tocaba al piano lo que iba componiendo y Leone, incapaz de hablar en términos musicales o de proponer alternativas, se limitaba a ir indicando si aquello era lo que él quería o no. Pese a su nulo oído musical sabía cómo rodar y montar sus película para seguir el dictamen de la música. De hecho, muchas secuencias de sus films están “indirectamente dirigidas” por Ennio Morricone. A la gente no solía importarle quién compone la banda sonora de un film, y menos en aquel tipo de cine, pero en las películas de Leone la música era tan impactante, tenía tanto protagonismo y condicionaba tanto la acción que el público prácticamente consideraba a Leone y Morricone como un tándem artístico.

La muerte tenía un precio consiguió un éxito todavía más resonante y extendió la fama de Leone; además, en Estados Unidos transformó a un “conocido” Eastwood en una auténtica estrella. Así, para la tercera y última película que hicieron juntos, El bueno, el feo y el malo, Leone contó con un presupuesto al nivel de Hollywood y pudo filmar escenas mucho más grandilocuentes, como aquella voladura de un puente con dinamita que por error se produjo antes de tiempo y proyectó toda una cortina de cascotes sobre los actores protagonistas, que no estaban preparados para cubrirse (una cámara que estaba ya encendida rodó la secuencia y el resultado fue, cómo no, espectacular). Leone redondeó el célebre dúo Eastwood-Van Cleef con otro actor norteamericano, Eli Wallach, a quien, para disgusto de Eastwood, Leone concedió el verdadero protagonismo del film. Leone y Wallach se entendieron de maravilla durante el rodaje, algo que nunca había pasado con Clint Eastwood; la relación entre estrella y director terminó de estropearse debido a los celos profesionales de Eastwood y la actitud despectiva de Leone.  Aunque esto no impidió que El bueno, el feo y el malo fuese para algunos la mejor película de Leone hasta entonces, y desde luego la de mayor éxito.

La reacción de los críticos internacionales ante los westerns de Leone fue muy variopinta. En Europa se le adoraba, especialmente entre la crítica francesa, y se le consideraba un vanguardista revolucionario. Algunos incluso le tildaban ya de “genio”. En Estados Unidos, sin embargo, la recepción más ambigua y se hablabn de su cine con reservas e incluso, a veces, con tono despectivo. Ciertos comentaristas americanos consideraban —no sin cierta razón— que el western era “su” cine, su historia, su folklore, y que Leone, un extranjero, estaba saltándose las reglas no escritas de esa piedra angular de la identidad nacional. Um género que era la gran parábola sobre el origen de los valores morales de la sociedad americana, la gran epopeya nacional de donde nacían sus mayores héroes. Y las películas de Leone carecían de moralidad; ningún personaje era lo bastante ejemplar como para ser considerado un héroe. Sólo El bueno, el feo y el malo, que estaba salpicado aquí y allá con algunas moralinas y su cuota de melodrama, fue mejor aceptada. Por lo demás, aquellos críticos vieron en Leone a un invasor cultural, alguien que subvertía el espíritu de la aventura épica americana, destilándola hasta dejar sólo la acción despojada de todo significado trascendente.

Estas opiniones no eran ilógicas, pero fallaban a la hora de captar el trasfondo de aquellas tres películas. En realidad Leone no se alejaba tanto de los clichés del género, sino que mostraba una imagen caricaturizada de esos clichés. Por otro lado, también estaba bosquejando una aproximación realista a lo que debió haber sido el “salvaje Oeste” más allá de la idealización hollywoodiense. En sus películas la gente del Oeste era fea y estaba sucia, tal y como podía verse en las fotografías de la época. Como Leone no era americano, no sentía la necesidad de embellecer o idealizar aquel pasado; intentaba mostrarlo tal y como le parecía que debió de haber sido. Tampoco estaba familiarizado con las convenciones morales propias del cine americano y por ello las transgredió sin pretenderlo, haciendo que sus películas resultasen bastante más violentas y escabrosas que las de Hollywood. Por ejemplo, la norma de no filmar en un mismo plano al personaje que dispara una pistola y al que recibe el disparo era algo que Leone no conocía. A los críticos americanos les chocaba esa forma tan directa de mostrar la violencia. Pero el público la recibió mejor. La crudeza de Leone era algo nuevo e inquietante, pero fascinante.

Eli Wallach
Eli Wallach fue uno de los actores favoritos de Leone, especialmente por su habilidad para encarnar a Tuco, el cínico y callejero mexicano que hizo de «El bueno, el feo y el malo» una aventura picaresca en toda regla.

Al público americano le gustaba el cine de Leone porque, a pesar de que rompía convenciones históricas nacionales que tenían casi un estatus sacrosanto, se aferraba en el fondo a muchos clichés clásicos del western, especialmente aquellos relacionados con la acción, que los americanos habían disfrutado durante su infancia y adolescencia de manera similar a como los había disfrutado Leone. El director dijo muchas veces que imaginaba aquellas películas como juegos infantiles y que sus actores, más que buscar la profundidad de los personajes, se comportaban como niños que escenificasen un mundo fantástico de pistoleros en donde la acción era destripada de significados y se consideraba valiosa por sí misma. Leone, en sus propias palabras, proyectaba lo que había sentido e imaginado mientras correteaba gritando “¡bang! ¡bang!” por las callejuelas de Roma. El Oeste de Sergio Leone, o por lo menos el de la trilogía del dólar, era un Oeste infantil, simple, directo y sin grandes pensamientos filosóficos detrás. Era un juego de avaricia, envidias, celos y venganzas: tsentimientos y motivaciones propios del universo de lo pueril y que no trascendían más allá. Leone acababa de despojar al western de toda madurez intelectual y sólo así consiguió que alcanzase una nueva madurez artística. Quizá los críticos estadounidenses tenían problemas con esto, pero los espectadores, tras una respuesta inicial de cierta perplejidad, captaron la idea a la perfección. Eran americanos, sí, pero sabían lo que Leone trataba de conseguir.

Su éxito produjo que en Europa el “spaghetti western”, cuyo futuro había sido dudoso antes de la irrupción de Leone, renaciese y se convirtiese en un género de elección. Empezaron a rodarse infinidad de película. En Almería, como sabemos, se desarrolló toda una industria a la sombra de Leone. Continuamente se rodaban y estrenaban westerns de bajo presupuesto que imitaban —casi siempre mal— el estilo del italiano. Estaban, cómo no, protagonizados por actores americanos desconocidos; cada director o productor intentaba encontrar un nuevo Clint Eastwood. Pero mientras docenas de películas menores imitaban el estilo de su “trilogía del dólar”, Sergio Leone estaba ya listo para dejar atrás esa etapa. Sabía que podía ir mucho más lejos. Desgraciadamente, no todo el mundo estaba preparado para seguirle en esa senda.

En la segunda parte de este artículo hablaremos de la traumática madurez artística de un Sergio Leone que filmó sólo tres películas en quince años, caracterizadas por el atrevimiento artístico, el fracaso en las taquillas estadounidenses, las controvertidas mutilaciones de las productoras, la adoración de unos críticos y la completa incomprensión de otros, y el cómo dejo pasar algunas grandes películas que desgraciadamente nunca llegó a filmar y con las que ahora ya sólo podemos soñar.

Sergio Leone

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18 Comentarios

  1. dondaniel

    Genial artículo, ahora tengo ganas de ver sus películas.

    Salud

  2. Pingback: Jot Down Cultural Magazine | Las dos caras de Sergio Leone, 2ª parte: el hombre

  3. Este artículo es una hija bastarda y descafeinada de «Sergio Leone» de Carlos Aguilar.

    • Es mas, hay frases calcadas y curiosidades del podcast de La orbita de Endor dedicado a la trilogia del dolar.

      • He mirado por mera curiosidad y ese episodio del mencionado Podcast salió al parecer en el 2012, cuando este artículo salió en el 2011.

        Entre eso y que no he leído el libro de Aguilar (sí otros libros, obviamente), los lectores nunca dejan de sorprenderlo a uno.

  4. Oscar Jimenez Nina

    Me parece un excelente articulo…

  5. Pingback: Debo ser muy buena presa cuando tengo tantas escopetas apuntándome. «Esta no es una historia real. O sí»

  6. Que Artículo más espectacular, que descripción tan dedicada y minuciosa a la obra del magnífico Leone.

  7. No se si esto se considera Spam, pero bueno, borrarlo si así lo consideráis…
    48 años despues, aparecen las tumbas principales de Sad Hill Cemetery:

    http://www.panoramio.com/photo/105251058

  8. Morricone no está mal, pero de ahi a ser uno de los grandes artistas italianos del SXX hay un trecho. Que queda para Nino Rota, entonces?

  9. Estaba leyendo este artículo y al llegar al final, he pensado rabioso «ahora a esperar meses a que salga la segunda parte». Que agradable sorpresa

  10. Pingback: 'Por un Puñado de Dólares': la revolución del "spaghetti western" - Zona Boom

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