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¿Por qué leer los clásicos?

Foto: Corbis.
Foto: Corbis.

«Clásico». La palabra en sí ya impone. Al escucharla es inevitable sentir un temor casi reverencial, un máximo respeto: nos vienen a la mente libros de naturaleza colosal, tan irreductibles en apariencia como el Caballo de Troya o Moby Dick, libros que han contribuido a esculpir el mundo con el vigor de sus inmortales palabras. Muchos han sido los autores y pensadores que, con mayor o menor exactitud, han tratado de precisar lo que es un clásico, llegar a su núcleo duro para poder por fin dar con una respuesta definitiva mediante la que solventar una problemática duradera. En efecto, la cuestión de qué requisitos debe colmar un libro para ser considerado como tal ha sido una constante en la historia de la literatura y la crítica y, si bien hay muchos factores a tener en cuenta, no necesariamente acumulativos, decir que existe un único patrón definidor es más bien discutible. Resultará evidente que si nos seguimos preguntando acerca de qué es un clásico y, por ende, por qué leerlos, solo puede indicar que nadie lo sabe a ciencia cierta: ni el lector común ni el literato más versado. Que la pregunta siga siendo relevante únicamente significa que todos estamos, para bien o para mal, igual de confusos en torno a la cuestión.

Con esa acidez tan suya, Mark Twain escribió que un clásico es un libro que la gente elogia pero no lee; un libro, en suma, que todo el mundo quiere haber leído y nadie quiere leer. Es fácil acomodarse respecto a un clásico, de ahí la triste mordacidad con la que Twain se expresa: precisamente porque permean nuestra cultura desde tiempo inmemorial, darlos por sentado es algo que puede ocurrir sin dificultad alguna. Esto es un gran error, pero es que, para muchos, «clásico» es con frecuencia sinónimo de todo lo que un clásico no debe ser. En ocasiones asociamos el término con aquellos libros que profesores sin clemencia imponen a reticentes estudiantes, libros cuya temática y significado se analizan hasta la saciedad por parte de académicos vestidos con chaquetas de tweed, etc.; en definitiva, asociamos a los clásicos con aquellos libros muertos, polvorientos y aburridos cuyo hábitat natural parece ser el intelectualismo más rancio o el rincón más recóndito de una estantería olvidada. Pero no nos equivoquemos: más allá de estas percepciones, tan comprensibles como equivocadas, es necesario que nos enfrentemos a los clásicos sin miedo alguno y, sobre todo, con mucha normalidad. Un clásico, al fin y al cabo, no deja de ser un libro, con todo lo que eso entraña.

Hace tiempo, escuché decir a alguien o quizá lo leyese que únicamente leía libros de autores fallecidos. En principio puede parecer una postura exagerada, pero dicha afirmación tiene también cierta trascendencia puesto que, de algún modo, es una gran manera de seleccionar qué leer y qué no leer. El tiempo, crítico literario por excelencia, nos hace el gran favor de separar el trigo de la cizaña, dictando sentencia cual juez imparcial en cuanto a la verdadera calidad o importancia de algo. Lo que queda, lo que siempre permanece, son los clásicos, fuente inagotable de calidad, conocimiento y, ante todo, humanidad. Me gusta pensar que si seguimos leyendo a Shakespeare, Dostoievski o Lorca en la actualidad es por algún motivo en concreto.

Pero, ¿qué es un clásico y por qué debería importarnos? ¿Debe importarnos acaso? En su magnífico libro Por qué leer los clásicos, Italo Calvino comienza su tesis personal proponiendo algunas definiciones de lo que constituye un clásico, dentro de las cuales la más conocida y citada quizá sea aquella que sostiene que «los clásicos son esos libros de los cuales se suele oír decir «Estoy releyendo…» y nunca «Estoy leyendo…»». Un clásico es un libro que se presta a incesantes revisiones e interpretaciones; un libro, en palabras del propio Calvino, que nunca termina de decir lo que tiene que decir, de ahí que su potencial recorrido se antoje infinito.

Sin embargo, mientras que el genial autor italiano tituló su ensayo como una contundente afirmación justificada por multitud de razones, prefiero formular el asunto como un interrogante: esto es, en lugar de «Por qué leer los clásicos», mejor «¿Por qué leer los clásicos?» Ante todo, porque el tema no debe abordarse como si de una rotunda aseveración se tratara, sino, en cambio, como una pregunta huidiza, fundamental cuyas respuestas son tan variadas como opinables.

Porque en serio, ¿por qué leer los clásicos? ¿Debemos leer los clásicos en absoluto? ¿Qué le puede aportar a usted una epopeya en verso de hace milenios o una novela gótica sobre una joven huérfana que se enamora perdidamente del taciturno Rochester? ¿Podemos aprender algo de el Quijote que no sepamos ya? En definitiva, ¿por qué debería perder el tiempo leyendo un clásico si, en su lugar, puede dedicarse a leer otras cosas más recientes y novedosas o, mejor aún, a no leer siquiera? Los clásicos no le curarán ese horrible dolor de espalda, ni le aliviarán de sus cargas económicas, ni pondrán fin a guerras, ni solucionarán todos los problemas del mundo. Los clásicos no son útiles; los clásicos, realmente, no sirven para nada.

Mark Twain escribiendo en la cama. Foto: Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos (DP)
Mark Twain. Foto: Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos (DP)

En un ensayo publicado en Le Constitutionnel, el 21 de octubre de 1850, el crítico Charles Augustin Sainte-Beuve escribió que lo importante de un clásico es que «nos devuelve nuestros propios pensamientos con toda riqueza y madurez […] y nos da esa amistad que no engaña, que no puede faltarnos y nos proporciona esa impresión habitual de serenidad y amenidad que nos reconcilia con los hombres y con nosotros mismos». En «Sobre los clásicos», ensayo incluido en Otras inquisiciones, Borges escribió que un clásico es aquel libro que una nación o un grupo de naciones o el largo tiempo han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término». Acaba diciendo que un clásico es «es un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad». Los clásicos, en consecuencia, ayudan a proporcionarnos unos cimientos muchas veces necesarios para aprender a discernir lo bueno de lo meramente oportuno.

Los clásicos cuentan con su privilegiado estatus por acometer una tremenda hazaña, aquella consistente en perdurar durante largo tiempo en la memoria colectiva como algo de significativa importancia. Así, su principal atributo quizá sea su marcada universalidad, una universalidad que, dadas sus cualidades intrínsecas (la Real Academia Española define el adjetivo «universal» como aquello «que pertenece o se extiende a todo el mundo, a todos los países, a todos los tiempos»), ha logrado pervivir a lo largo de los años. El clásico de verdad, sin embargo, no es aquel que se resiste al devenir del tiempo por su ya descafeinada influencia, por su supuesta importancia literaria o debido a sus rompedoras innovaciones estilísticas de antaño. Antes bien, clásico es, sencillamente, aquel libro que continúa transmitiendo su mensaje con tanta o más fuerza como lo hizo el día de su publicación: un clásico no es un libro de una sola voz, sino de una ilimitada pluralidad de voces.

De nada sirve un libro si hoy en día no tiene nada que decir; por eso los clásicos tienen que saber transformarse. Un Clásico con mayúsculas nunca se mantiene quieto, nunca reposa en su vieja gloria sino que se renueva continuamente conforme a las exigencias de cada época. Es un libro que, a base de una férrea voluntad, se niega a desaparecer: en un intento desesperado por sobrevivir, alentado por el cometido de ser recordado, sus páginas se fuerzan a un movimiento constante con el fin de nutrirse de su entorno y renovar la fuerza de sus palabras, manteniendo intacto su valor originario, incluso acrecentándolo, y logrando de esa manera llegar a nuevos lectores a los que sorprender. Un libro hermético, un libro cerrado y ensimismado, es un libro sin valor alguno; un libro estático es más cadáver que libro.

Los clásicos, por tanto, deben aspirar a ser una opera aperta, como diría Umberto Eco: en su caso, su rol de receptor es tan crucial como el de emisor. Solo así podrán leerse en clave contemporánea, solo así podrán permanecer relevantes. El clásico de verdad es el que dice tanto del mundo presente en que vivimos nosotros los lectores como del mundo pasado sobre el que escribió su autor. Tal y como escribió Azorín, en los clásicos nos vemos a nosotros mismos e, idealmente, ese «nosotros» nunca cambia. Un clásico no es un libro definido por su tiempo, sino un libro que define a su tiempo; de ahí que muchas veces digamos que por ellos no pasa el tiempo, porque son ellos los que transcurren plácidamente con él. Al releer el pasado ese pasado sobre el que tanto se ha escrito sucede que, en muchas ocasiones, estamos en realidad leyendo acerca del presente, sobre el que tanto queda por escribir.

Pero ¿puede un clásico dejar de serlo o, por el contrario, se trata de un estatus tan excepcional como inmutable? De la misma manera que hay clásicos que aparentemente surgen de la nada, creo que otros pueden ir desapareciendo lentamente con el paso del tiempo al perder relevancia, por cualquier motivo. Así opinaba Borges, al mantener que «las emociones que la literatura suscita son quizá eternas, pero los medios deben constantemente variar, siquiera de un modo levísimo, para no perder su virtud. Se gastan a medida que los reconoce el lector. De ahí el peligro de afirmar que existen obras clásicas y que lo serán para siempre». Ningún clásico, por tanto, tiene la eternidad asegurada: algunos, de hecho, tienen fecha de caducidad.

Sylvia Plath. Foto: DP.
Sylvia Plath. Foto: DP.

Sea como sea, no temamos a los clásicos. No tengamos miedo de la palabra en sí, ni para aceptarla ni para usarla. Y, sobre todo, no nos engañemos: no es necesario que transcurran siglos para que un clásico en potencia sea un clásico en toda regla. Si algo nos ha enseñado el siglo XX es que la literatura moderna está repleta de ellos, gracias a novelas como El gran Gatsby, El ruido y la furia, Lolita o Cien años de soledad; poesía como la de Antonio Machado, T. S. Eliot o Sylvia Plath; o relatos cortos como los escritos por Flannery O’Connor, Mario Benedetti o Raymond Carver. La lista es interminable. En definitiva, no esperemos a que los demás digan que un libro es un clásico para atrevernos a decirlo nosotros mismos: sin ir más lejos, en lo que llevamos de siglo hemos podido leer joyas como Las asombrosas aventuras de Kavalier y Clay, de Michael Chabon, La carretera de Cormac McCarthy, Austerlitz de W. G. Sebald, Middlesex de Jeffrey Eugenides y un largo etcétera. Estemos tranquilos, porque clásicos habrá siempre.

De las catorce definiciones que hizo Calvino, puede que la más reveladora si no la más poética sea la undécima, mediante la que ubica la esencia de los clásicos en el plano subjetivo del lector mismo: «tu clásico es aquel que no puede serte indiferente y que te sirve para definirte a ti mismo en relación y quizás en contraste con él». Así pues, un clásico de verdad, al margen de cánones y de aprobaciones oficiales por parte de las autoridades literarias, es aquel que nos cambia irremediablemente, aquel que se convierte en parte íntegra de nuestro ser desde su lectura en adelante, un libro, en definitiva, que, más allá de la última página, nos acompaña como un fiel amigo al que siempre podemos consultar en situaciones de crisis. Un clásico es un libro del que podemos depender ciegamente, lo cual es algo de un valor inconmensurable.

No obstante, los clásicos únicamente deben actuar como meros puntos de referencia, no como objetos de obligatoria lectura y admiración; no hay nada más despreciable que una lectura forzada. Leer un clásico debe suponer un acto placentero, producto de la libertad más absoluta, y no un via crucis que nos hunda sin misericordia en la desazón intelectual. A los clásicos hemos de llegar por nuestra cuenta, sin prisa pero sin pausa; y, si uno no le convence, enhorabuena. Eso significa que tiene criterio propio, pilar esencial en el que ha de apoyarse todo buen lector.

Así las cosas, es posible que un clásico no sea un clásico porque todos están de acuerdo en que es lo es, sino porque nos habla a nivel personal a cada uno de nosotros los lectores: al que lee en su cuarto a las dos de la mañana bajo la luz de la mesilla de noche, al que abre el libro nada más entrar en el vagón del tren, al que lee en silencio mientras su familia ve la televisión, a todos sin excepción, de manera individual. Si un libro clásico o no no le dice nada, sencillamente no es un buen libro. Calvino nos advierte: «si no salta la chispa, no hay nada que hacer: no se leen los clásicos por deber o por respeto, sino solo por amor», razón por la que afirma que, en consecuencia, no nos queda más opción que la de inventarnos nuestra biblioteca ideal de nuestros clásicos. Aunque a priori parezca contradictorio, reconocer que no todos los clásicos han de serlo (es decir, admitir sin que nos tiemble la mano que hay «clásicos» aburridos y mediocres) es el primer paso para alcanzar la libertad como lector. Los clásicos han de liberarnos, pero a veces también pueden amordazarnos a su merced en contra de nuestra voluntad. No todos los clásicos son capaces de hablarnos a todos por igual: en vez de los clásicos, por tanto, quizá sea más apropiado hablar de «mis clásicos».

Es probable que todas estas observaciones, en vez de proporcionar respuestas concluyentes, no hagan sino dar pie a más preguntas todavía, suscitadas todas ellas por ese intangible halo de misterio del que los clásicos se alimentan. A la pregunta inicial, pues, de «¿Por qué leer los clásicos?», respondería que, a decir verdad, no lo sé del todo: me imagino que se reduce a que, en último término, es preferible leerlos a no leerlos siquiera, pero esto es una impresión más intuitiva que racional. En todo caso, si algo está claro es que los clásicos nos hacen más humanos y, por ello, más libres como personas; y que, con toda probabilidad, será en los clásicos donde, algún día, pueda materializarse esa preciosa frase de Cervantes:

En algún lugar de un libro hay una frase esperándonos para darle un sentido a la existencia.

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38 Comentarios

  1. “En la acepción habitual de la palabra, un clásico es una obra literaria cuyos méritos estéticos, visión moral o relevancia para la condición humana han sido universalmente reconocidos”.—Kenneth Rexroth en ‘Cita con los clásicos’: http://www.pepitas.net/libro/cita-con-los-clasicos

  2. Duluoz de la Cruz

    Me sobra la mención de Mario Benedetti en el artículo, lo demás es una gran aproximación al concepto de clásico, que yo creo que no se puede concretar del todo, sólo tantearlo.

    • Victor Hugo Catalán M

      Un clásico para tí puede no serlo para mi, o viceversa. Para mi, no para tí, tal como expresas, Mario Benedetti es un clásico al que releo, sus cuentos dicen de su tiempo y del mío, de su geografía y de la mía, y como alguien dice, sus poemas, sus cuentos, me leen a mi cada vez que yo lo leo a él.

  3. Es muy bueno leer los clásicos por su valor inmutable, debe ser un ejercicio de salud mental, aunque también hay que saber decirle no a algunos de ellos.
    En lo personal no me entra Twain ni con calzador.

    De repente podemos encontrar nuevos clásicos, propongo «La Paloma» de Suskind, o «Solitario de Amor» de Cristina Pero Rossi.

    Gracias por el artículo, lo reelere indudablemente.

    • Joseph, ¿has leído de Twain «Roughing It»? Si no, léelo y después dime tu opinión. Un libro extraordinario, con humor, realismo, sabiduría y mucha humanidad.

  4. Una reflexión estimable. Gracias. Hace tiempo que llegué a esa misma conclusión de que los clásicos son y sólo pueden ser «mis» clásicos. Y para mi, creo, un libro llega a clásico cuando cumple un par de características:
    Una: El autor está muerto y el libro sigue vivo. El libro y sus personajes se han hecho más vivos, más importantes, más imprescindibles para otras personas que el propio autor.
    Y dos: Después de leerlo quiero conservarlo, y tenerlo físicamente al alcance de poder releerlo cuando quiera y lo necesite.

  5. ¿Clásicos Benedetti, Carver, etc.? No sé. Yo entiendo que para alcanzar el status indiscutido de clásico se precisa el referendo de, por lo menos, dos generaciones. Si no, puede haber sorpresas: http://antoniopriante.wordpress.com/2014/09/07/arte-fama-posteridad/

  6. Buen artículo.

  7. ¿»El caballo de troya»? Joder, después de eso es imposible seguir leyendo el artículo, amigo…

  8. Lo que dices de «Hace tiempo, escuché decir a alguien —o quizá lo leyese— que únicamente leía libros de autores fallecidos» lo dice uno de los personajes de Tokyo Blues de Murakami.

    Puede que te venga de ahí.

    Abrz

    • Eso de leer solo libros de autores muertos – lo de «fallecidos» es para las esquelas de sociedad – es tan viejo como el gusto por el vino de antiguas añadas. Para empezar, todos los clásicos están muertos… y eso que están mucho más vivos que los de última generación.

    • Efectivamente, hace no mucho un amigo me recordó ese pasaje del libro… creo que puede ser eso (lo leí hace tiempo).

      ¡Gracias por comentar!

    • En realidad, Schopenhauer fue el que dijo que leía solo los libros publicados con 50 años de antigüedad. Por eso de que el Tiempo es el mejor Juez. Esto lo cita Borges en uno de sus ensayos, creo.

  9. No sé si os ha pasado alguna vez, de estar leyendo un libro y «sentir» que estáis navegando con un clásico. El libro no ha terminado pero el talento que desprende su escritura y la profundidad con la que nos atrae te avisa: disfruta amigo, porque esto es un clásico.

    Para mi un clásico no es un libro que se lee rápido, pero es un libro que te permite surfear emocionalmente de página en pàgina. Sin parar de asombrarte.

    Mi último clásico: Jo confesso (Yo confieso) de Jaume Cabré

  10. Miguel Faus

    Muy buen artículo. A mi me gusta lo que dice Harold Bloom: que las tragedias de Shakespeare, por ejemplo, son «clásicos» porque Hamlet y Falstaff están más vivos que cualquiera de nosotros.

    • Algo parecido dice Oscar Wilde de los personajes de Balzac en «La decadencia de la mentira» (genial, como todo Oscar Wilde).
      Dice que Rastignac o un portero cualquiera, que hay muchos en Balzac, como el portero de «El primo Pons» están más vivos que muchas personas que el conocía en vida. Por lo tanto Bloom reelaboración de la frase de Wilde.

  11. Gran artículo y preciosas frases contenidas en él. Soy lectora de clásicos por amor, y a menudo me siento desubicada. En los clásicos sigo buscando las frases que dan sentido a mi existencia y las encuentro bastante a menudo. Gracias.

  12. Yolanda Aparicio

    Francamente, al principio me gustó esa diarrea mental con la que me ilustrabas, mencionando los por qué, porqué, ¿por qué? y por porque, pero tras terminar con la lectura, me he quedado como estoy.

    Clásico es aquel que perdura, lo reeditan y la gente lo lee porque aprende o porque sencillamente da sentido a algunas cosas que hasta el momento de la lectura no lo tenían.

    Un erudito no dice qué es un clásico, sino que lo dicen aquellos lectores que han quedado enamorados de una obra, que pese a estar escrita en castellano antiguo o en algún otro idioma, les ha enamorado.

    Sólo sé que no se nada, a esa conclusión es la que llego tas la lectura de tu artículo.

  13. Pingback: ¿Por qué leer los clásicos? | Animal Político

  14. Cristina

    Me ha encantando.

  15. Ha sido una auténtica gozada leer el artículo. Gracias.

  16. Un «clásico» consiste en un texto que fue escrito en griego hace más de 2500 años.

  17. Hans Castorp

    Creo recordar que William Hazlitt escribió un ensayo -una selección publicada por Alba- en el que defendía su preferencia por los autores finados. :-)

  18. Muy buen artículo, me ha parecido realmente bueno, y he disfrutado leyéndolo. A parte que estoy muy de acuerdo con lo que has dicho.

    Un saludo

  19. Pingback: La eterna pregunta: ¿por qué leer a los clásicos?

  20. nibelungo

    A mí me parece innegable el hecho de que el concepto de «clásico» es una dimensión subjetiva y que depende de las circunstancias de cada uno en un momento concreto. A mí por ejemplo ha habido libros considerados clásicos que me he leído en un momento y me han parecido un soberano coñazo pero les he dado una segunda oportunidad años más tarde y me han encandilado. El momento vital es determinante en la percepción que tenemos de un libro y no me refiero sólo a leerlo siendo un adolescente o un adulto sino a situaciones más concretas como por ejemplo leer un libro en una etapa difícil de la vida o en una etapa en la que uno es completamente feliz.
    Dicho lo cual «clásicos» que empecé a leer y dejé a medias (y mira que me molesta dejar un libro a medias pero lo que nunca haré es leer algo en contra de mi propia voluntad) y tengo pensado retomar en un futuro: La Divina Comedia, Guerra y Paz, Cien años de soledad.

  21. Creo que fue Faulkner el que dijo que nadie se interesaba por su prosa hasta que recibió los 30.000 dólares del Nobel. A partir de entonces sí, escribía magníficamente bien.
    Es lo que hay, el lector medio no lee clásicos y no está preparado para hacer un análisis crítico de lo que lee. Sencillamente lee todo aquello que cae en sus manos y es aceptado por la masa de lectores.

    En otro orden de cosas, ciertamente, si es imposible ponerse de acuerdo acerca de la verdadera utilidad de los clásicos, será porque no la tienen. Pero… ¿Es necesario que tengan una utilidad?
    Yo no leo otra cosa que clásicos por la sencilla razón de que cuando salgo de ellos buscando novedades, buscando qué es lo que la gente «normal» lee, me retiro de nuevo a mis clásicos decepcionado. Sencillamente dejo que sea el tiempo el que me recomiende qué leer.

  22. Pingback: Por qué leer los clásicos | Alfredo Berbegal Vázquez

  23. Pingback: Por qué leer los clásicos – Alfredo Berbegal Vázquez

  24. pedro ramos

    ¿Podría el autor del artículo, o algún lector, indicarme de dónde exactamente está tomada la frase de cierre, que atribuye a Cervantes? Ni la recuerdo (y he leído toda su obra) ni reconozco su estilo. Si mi opinión vale algo, yo diría que es claramente más moderna, incluso actual. Del siglo XVII (o XVI) no me parece.

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