Arte y Letras Historia

La Revolución de los Claveles: la flor de la temporada

Fotografía: Henrique Matos (CC).
Fotografía: Henrique Matos (CC).
La primavera ilumina una tarde clara y limpia en Lisboa. Celeste Caeiro siente los rayos del sol atlántico en los cabellos y la nuca, y también en los reflejos del enorme ramo de flores que lleva sujeto con dificultad y que apenas le permiten fijarse en sus pisadas. Trota apresurada por las estrechas calles del Chiado hacia el restaurante donde trabaja como camarera y encargada del ropero. Mañana es 25 de abril y se cumple un año desde que el establecimiento abrió sus puertas. Los dueños quieren celebrar el aniversario con flores. Quieren llenar la sala de flores. Colgarlas de las paredes y poner un ramillete en cada mesa. Una flor para cada comensal. Cuando Caeiro llega al local, el gerente casi no es capaz de distinguir su diminuta figura de metro cincuenta y cuarenta kilos detrás de las docenas de flores. «Solo hay claveles» dice la camarera mientras se recompone el vestido y acomoda sus gafas, «es la flor de la temporada».

A las 22:55 horas del 24 de abril de 1974, el periodista João Paulo Diniz colocó la aguja sobre un disco de vinilo en la cabina de su estudio en Emissores Asociados de Lisboa. La canción que sonaba era «E depois do Adeus», un tema interpretado por Paulo de Carvalho y compuesto por José Calvário con letra de José Niza. La pieza había representado a Portugal en Eurovisión y se emitía a menudo por todas las radios del país pero, sinceramente, era bastante mediocre. De hecho, su participación en el festival que se celebró en Brighton un par de semanas antes se había saldado con un más que merecido último puesto. El alcance de la emisora apenas llegaba a la capital y algunas poblaciones del cinturón urbano, así que para los pocos lisboetas que la escucharon no significaba nada especial. Tan solo la canción de moda.

Para el mayor Otelo Saraiva de Carvalho significaba todo. Significaba el comienzo y significaba una llamada telefónica. «¿Están preparados?» preguntó desde su despacho en el cuartel de La Pontinha en Lisboa. «Estamos preparados» contestó el capitán Fernando José Salgueiro Maia, al mando de la Escola Prática de Cavalaria en Santarém, a cien kilómetros al norte de la capital.

Salgueiro Maia aún no había cumplido treinta años pero ya era veterano de guerra. Militar de carrera, desde 1968 había combatido en la Guerra de Ultramar. En Mozambique y en Guinea-Bisáu. No eran guerras coloniales, eran las guerras de independencia de Mozambique y Guinea-Bisáu, como también lo era la de Angola. En África vio cosas que no querría haber visto. Hizo cosas que no querría haber hecho. Aldeas devastadas y niños muertos. A su regreso a la metrópoli en 1973, Maia quería contarlo todo a todo el mundo. Pero en el Portugal salazarista solo estaba permitido el silencio.

«Ahora solo hay que esperar hasta que escuchemos la segunda señal» añadió Saraiva de Carvalho antes de colgar. Y la segunda señal también era una canción.

«No habrá fiesta» dice el encargado del restaurante. «Fuera hay una revolución, así que hoy no abriremos. Recoged vuestras cosas y marchaos a casa». Durante un instante, Celeste Caeiro mira las docenas de claveles que compró la tarde anterior. Como le da pena que puedan estropearse, coge un par de ramilletes y se marcha del local. Pero no se marcha a su casa. Quiere salir a las calles de Lisboa. Quiere compartir ese día con el resto de los portugueses. Aunque conserva la sonrisa y el optimista entusiasmo de la juventud, Caeiro tiene ya cuarenta años, es madre soltera y milita en el clandestino Partido Comunista Português. Si de verdad hay una revolución, ella quiere ver lo que está pasando.

A las 00:25 horas del 25 de abril de 1974, Rádio Renascença emitió una canción por todas sus emisoras. Por todo el territorio portugués. Era «Grândola, Vila Morena», de José «Zeca» Afonso. «Grândola, vila morena / Terra da fraternidade / O povo é quem mais ordena / Dentro de ti, ó cidade / Em cada esquina um amigo / Em cada rosto igualdade».

Zeca Afonso había grabado el tema por primera vez en 1971, pero enseguida se incluyó en la lista de canciones prohibidas por el régimen junto a otras muchas, varias de ellas también compuestas por Afonso. Por eso se convirtió en símbolo de la ciudadanía y de la oposición al Gobierno. Y por eso se siguió cantando aunque fuese de forma casi furtiva. Cuando la escuchó como cierre del concierto que Amália Rodrigues dio el 29 de marzo en el Coliseu de Lisboa, el mayor Saraiva de Carvalho decidió que sería la señal definitiva del comienzo de la revolución. Para Salgueiro Maia significaba armar una columna y marchar los cien kilómetros que les separaban de la capital.

A bordo de uno de los blindados que recorrían la madrugada portuguesa, Maia recordaba la formación dos años antes del MFA, el Movimento das Forças Armadas. Eran varios militares jóvenes, en su mayoría capitanes veteranos de la Guerra de Ultramar que ya no creían en la guerra ni en el Gobierno. Que no creían en un Estado Novo que llevaba ya cuarenta y ocho años de dictadura fascista esclerótica y anquilosada. Seis años desde que Marcelo Caetano sustituyó a Salazar como Presidente do Conselho. Cuatro desde la muerte del primer dictador. Un régimen gobernado por la PIDE, la policía política. Un país gobernado por el silencio.

Maia recordaba el primer intento de golpe de estado, el Levantamento das Caldas del 16 de marzo, que fracasó en el mismo día y que provocó la aparición de decenas de espías gubernamentales en los cuarteles del país. Pero cuando escuchaba las ruedas del carro golpeando la maltrecha gravilla de la carretera, Maia supo que el camino ya no podía pararse. Que no había espionaje que les detuviera. Que ese día cambiaría el país para siempre.

El joven capitán era socialista y creía en el pueblo. Creía en un ejército al servicio del pueblo, no en una estructura militar para someterle. No entendía un país con un 30 % de analfabetismo que gastaba casi la mitad de su presupuesto en mantener unas colonias a base de arrasar sus aldeas y matar a sus niños. Maia creía en la voz de los ciudadanos. En definitiva, creía en la democracia. Por eso el golpe militar tenía que ser incruento. Y por eso, cuando a partir de la tres de la madrugada, comandos afines al MFA se infiltraron en las principales emisoras de radio del país, como la propia Renascença que pertenecía a la Iglesia católica, comenzaron a emitir llamamientos para que la población no saliera de sus casas y para que la policía no interfiriese en las acciones de las tropas.

Pero el pueblo estaba tan harto de agachar la cabeza como lo estaba Maia. Estaba harto de un silencio triste y espeso que duraba casi cincuenta años. Querían gritar todos. Querían gritar junto a los Capitanes de Abril.

Son apenas las ocho de la mañana y, por las calles de Lisboa, Celeste Caeiro se mezcla con miles, con decenas de miles de personas. Suben por la Rua Augusta y la Rua dos Sapateiros. Gritan justicia. Gritan libertad. Gritan igualdad. Cuando llega hasta Rossio las cabezas apenas le dejan ver los camiones y los carros blindados que ocupan la parte norte de la plaza. Y los militares apenas pueden evitar que los civiles se arremolinen a su alrededor. Diría que ni siquiera quieren apartarse de ellos. Ni les apuntan ni les amenazan y estos les contestan con vítores y con besos lanzados al aire.

Fotografía: Centro de Documentação 25 de Abril (CC).
Fotografía: Centro de Documentação 25 de Abril (CC).
Cuando la columna armada del capitán Fernando José Salgueiro Maia llegó a Lisboa, el golpe ya era un éxito. Las guarniciones de Oporto, Faro y Braga decidieron ponerse del lado del MFA y tomaron con inusual calma aeropuertos y aeródromos, además de las diversas instalaciones del Gobierno civil. El pueblo se alineaba con los militares rebeldes, y los propios militares de Lisboa, incluida la Marina y la Fuerza Aérea, se adherían al golpe a medida que avanzaba la madrugada.

A las 16:00 horas del día 25 de abril de 1974, tras ocho horas de cerco tenso pero pacífico, el presidente Marcelo Caetano aceptaba las condiciones de Maia, pero solo accedería a rendirse ante un oficial de alta graduación. Lo hizo ante el general Antonio de Spínola, uno de los líderes del MFA, aunque de ideología conservadora. Spínola acudió al Cuartel do Carmo en el centro de la ciudad y, a las 17:45 horas, certificó la capitulación del Gobierno. Como los Capitanes de Abril no querían venganza ni represión permitieron que, esa misma noche, Caetano y la mayoría de ministros del régimen volaran al exilio en Brasil.

Había caído el Estado Novo. Había caído la dictadura más antigua de Europa y se abría un proceso que, no sin dificultades, concluiría con la celebración de elecciones un año después y con la aprobación de la Constitución el 2 de abril de 1976.

La democracia llegaba a Portugal gracias a una revolución militar, pero una revolución en la que solo hubo cuatro muertos, y a manos de la PIDE. Una revolución en la que el ejército dio la espalda a su propia condición intrínseca. Una revolución que sería recordada por un símbolo de la primavera. Porque, mientras en Vietnam se lanzaban bombas de napalm, cohetes de mortero y ráfagas de ametralladora, los militares del ejército portugués solo tenían claveles en sus fusiles. Era la Revolução dos Cravos.

Celeste Caeiro atraviesa la aglomeración de almas entre asombro, risas y empujones y se acerca a uno de los blindados donde un grupo de jovencísimos soldados descansa con cara de frío y cansancio. Llevan toda la madrugada en un estado de calma tensa y saben que su misión aún no ha terminado. «¿Qué es esto? ¿Qué está pasando aquí?», pregunta Caeiro. «Vamos para el Cuartel do Carmo, donde está Caetano, el presidente» le responde uno de los militares con los hombros encogidos. «¿Podrías darme un cigarrillo, por favor? Son ya muchas horas de guardia» añade. La mujer no fuma, así que no tiene tabaco para ofrecerle. Mira a ver si hay algún estanco o algún bar abierto para comprar un paquete, pero aún es demasiado temprano y está todo cerrado. Le sabe mal no darle un cigarrillo al soldado, pero sí tiene algo para ofrecerle. «Solo tengo flores» dice mientras le alarga un clavel. Uno rojo. Son casi las nueve de la mañana del 25 de abril de 1974 y la diminuta figura de Celeste Caeiro, con sus gafas y su vestido de flores, se pone de puntillas para llegar a la cubierta del tanque. El soldado estira el brazo, recoge la flor y la coloca cuidadosamente en su fusil. Pronto, los demás militares quieren repetir el gesto y piden claveles a los lisboetas y los lisboetas les regalan la flor de la temporada. Tallos verdes en los huecos de los cañones. Pétalos de primavera donde deberían salir balas.

Tierra de fraternidad. El pueblo es quien más ordena. En cada esquina, un amigo. En cada rostro, igualdad.

Fotografía: Centro de Documentação 25 de Abril (CC).
Fotografía: Centro de Documentação 25 de Abril (CC).

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10 Comentarios

  1. «Había caído el Estado Novo. Había caído la dictadura más antigua de Europa y se abría un proceso que, no sin dificultades,…»
    Básicamente, que el país estuvo al borde de una guerra civil durante el 1975

    • Cierto. ¿Alguien llegó a pensar que era posible una segunda Cuba en Europa, en plena Guerra Fría? Si no lo permitían en América Latina, aun a costa de promover sanguinarios dictadores, cómo lo iban a permitir en un país miembro de la OTAN. Los militares revolucionarios portugueses eran muy ingenuos.

  2. Pingback: La Revolución de los Claveles: la flor de la temporada

  3. Que más se puede decir¿! que «… O povo é quem mais ordena…»

    Informativos de la RTP en el 25 Abril
    https://www.youtube.com/watch?v=N-PS3V5Hrek
    https://www.youtube.com/watch?v=MOFrjP8bX_c

  4. Pingback: 25 de Abril – Revolución de los claveles en Portugal. Por Pedro Torrijos | Comisión de Exiliados Argentinos en Madrid (CEAM)

  5. Bellisimo artículo.Para cuando algo así en España?

  6. Zeca Afonso tuvo muchas canciones que fueron censuradas, pero ésta no era una de ellas. Precisamente por eso la escogieron, porque era de un autor polémico pero la canción estaba autorizada y podían ponerla sin llamar (demasiado) la atención.

  7. Pingback: Rodrigo Cuevas: «El folclore es tan permeable que lo deja pasar todo» - Jot Down Cultural Magazine

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