Deportes

Guía del hincha mundialista

Foto: Cordon Press.
Foto: Cordon Press.

A estas alturas de partido, cualquier futbolero con un mínimo de kilómetros de bus y de años de grada —de pie— se habrá dado cuenta de algo fundamental: en este Mundial no hay pancartas. Banderitas de países sí, fotogénicas caritas pintadas también, y crestas coloridas y mucho atrezo de parque temático, pero no pancartas, la salsa de la vida en el partido que se juega unos metros por encima del césped. Un Mundial sin palabras impresas en telas colgadas es como un partido sin goles. Especialmente en Sudamérica, donde se echan de menos las históricas leyendas argentinas y brasileñas, aunque también las italianas y hasta alguna inglesa y alemana. Pero sobre todo brota la morriña pensando en la pancarta por excelencia de los mundiales de los ochenta y noventa: en Brasil no se ve «John 3:16», y eso al hincha mundialista lo pone a la altura del portero titular de Holanda antes de una tanda de penaltis. No por la cita evangélica de Juan a la que aludía la leyenda en negro sobre amarillo, ni tampoco por devoción a su escribiente, el estrambótico Rainbow Man, que paseaba su peluca multicolor por los fondos de Dios, del estadio Corregidora de Querétaro al Pontiac Silverdome de Detroit pasando por el San Nicola de Bari.

En realidad, el tema chirría por la uniformidad, una de las obsesiones de la FIFA. El ente futbolístico elaboró un código de conducta en el que se prohíbe entrar con pancartas de más de dos metros. Y entonces los pocos mensajes de ánimo supervivientes menguan hasta convertirse en cartulina A-3 de las de serie cutre yanqui con manifestación de cuatro personas delante de un juzgado. También se prohíbe, atención, llevar «rollos o grandes cantidades de papel». Así que ni se les ocurra soñar con algo mínimamente parecido a aquella catarata de papelitos que dejaron blanco el césped del Monumental de Núñez en la final del 78. Confórmense, a cambio, con jóvenes barbados pertrechados con cámaras GoPro embutidas en pértigas para hacer selfies a dolor, o japoneses cívicos recogiendo basura, bien por ellos, por cierto. Metidos en harina, los dueños de la fiesta también prohibieron las vuvuzelas —loado sea Blatter por una vez—. Y el tabaco y el alcohol. Bueno, el alcohol sí, pero no la marca de cerveza patrocinadora de la FIFA, vendida a precio de oro líquido, cómo si no. Pero ya no sorprende. La anestesia funciona. Reconozcámoslo, este tema es solo la puntita del iceberg de los asuntos realmente importantes derivados de un evento que por demás es un alarde de modernidad. Las treinta y dos cámaras por partido podrán mostrarnos maravillas a una fracción ínfima de segundo, frame a frame. Algunos tienen para sí, de hecho, que hay lesiones que no existen a velocidad humana pero que las cámaras luego revelan como intervenciones asesinas. Pero ni un millón de spiders ni superslows podrán registrar jamás el significado completo del abrazo de gol con los amigos ni la sutileza del rugido que baja de la tribuna en pleno contraataque. Hoy parece que lo único no restringido sigue siendo la voz, aunque va camino de ello por los inaceptables excesos discriminatorios de algunos pocos.

Las canciones futboleras son, dirán muchos, esos berridos de las tribus uniformadas por marcas millonarias que parecen no tener cerebro, borregos en masa que se dejan llevar por pulsiones irracionales. Seguramente sea eso, sin más explicación. Sí. Eso es el fútbol. Pero, curiosamente, lo socialmente inaceptable encuentra su indulto mayoritario en las Copas del Mundo, sobre todo cuando le toca ser el más fuerte a la selección del barrio. Por eso nos atrevemos a desglosar los tópicos de algunas aficiones del Mundial alrededor de sus comportamientos y también de sus cánticos. Muerto el tifo y la pancarta, queda la música, cada vez también más homogénea pero que también vale la pena conocer por países. Despójese de los prejuicios y déjese llevar.

Brasil

Ante la tesitura de arriesgarse al caos por el tráfico infernal que sufren las ciudades brasileñas o disfrutar de felices días de sol y fútbol, que ya el PIB se recuperará por otro lado, las autoridades locales tuvieron los olímpicos bemoles de entonar, con voz de jilguero, un pregón inédito: «Cada día que juegue Brasil es festivo». Item más: «Cada día que haya partido en esta ciudad es festivo». Y por supuesto se mantienen los días no laborables oficiales. O sea, que en los treinta y dos días de mundial, entre fines de semana y acueductos futboleros, en algunas sedes no quedaron días ni para ir a la playa. Pero es que en el Mundial en Brasil todo el mundo (todo el mundo) es futbolero. De repente se ve una masa amarilla por las calles. Los más visten camisetas, en barrios nobles el último modelo de la marca estadounidense que los viste, en suburbio y favela trajes más añejos y/o apócrifos, pero siempre de la selección canarinho (que no canarinha, un invento). El Mundial es para muy pocos y los que son, tienen. Así que en los estadios el gasto per cápita de cotillón verdeamarelo aumenta. Al fin y al cabo, si pagan entradas más caras que el salario mínimo del país bien pueden llevar anillos con la cara bruñida de Neymar o las botas incorruptas de Luis Gustavo, el estilista. Pero todos, dentro o fuera del campo, ricos o despojados, dominantes y dominados, repiten un cántico común. Lo compuso un señor llamado Nelson Biasoli, en 1949, para unos juegos entre un colegio brasileño y otro alemán y pega desde entonces cuando entra la selección pentacampeona en el campo. Se llama «Eu sou brasileiro» y la letra se completa con «con muito orgulho, com muito amor». Fácil y pegadiza, ayer, hoy y siempre, sinónimo de pasado de moda, a juicio de los hinchas. Las redes sociales estallan estos días intentando crear algo que iguale a los otros países latinoamericanos, que les adelantan por la derecha en cuestión de canciones. Marcas comerciales y canales de televisión se esmeran en inventar jingles disfrazados de himnos, pero no lo consiguen. Poco futuro le vemos en este apartado al magnífico tema crítico con el Mundial de Edu Krieger, el viralizado Desculpe, Neymar.

Mientras pergeñan nuevos rompepistas, sigue la cantinela del orgullo y el amor. Puro corazón. Y poco más.

Argentina

Muchos amantes de la literatura y el fútbol creen que el mejor intérprete de esa relación es el argentino Roberto Fontanarrosa. Con el afortunadamente cada vez más divulgado 19 de diciembre de 1971 superó el Negro las ya altísimas barrreras que él mismo se había impuesto. Se contaba en ese cuento que un grupo de chavales hinchas del club Rosario Central secuestraba a un señor achacoso y mayor, el Viejo Casale, conocido en el barrio porque nunca había visto perder a Central frente al otro equipo de la ciudad, Newell’s Old Boys. En la ficción, por cábala —superstición futbolística, en Argentina—, se lo llevaban de la ciudad de Rosario a Buenos Aires a ver el partido contra Newell’s que coronó la historia, hasta hoy, de Central, el del cabezazo en plancha de Aldo Pedro Poy. Curiosamente, no era una final, sino una semifinal. Pero era contra el eterno rival y qué importa el título. Argentina. El señor moría en pleno éxtasis del gol, pero los chicos, lejos de compungirse, festejaban que el Viejo Casale había muerto de la mejor forma posible. El reflejo de todo aquello llegó a este Mundial de la mano de otra familia fanática de Central, y de la selección. Lo cuenta Santiago Llach en la revista argentina Brando. El autor cuenta que los hijos de Michael Finn, sabiendo que su padre había asistido a los partidos que llevaron a la selección argentina a ser campeona en el 78 y el 86, y nunca más, le cortaron un mechón de pelo al cuerpo. Y lo entregaron a un amigo, uno de esos hinchas de River Plate que van de ciudad en ciudad brasileña pareciera que sin rumbo. Ese señor porta el mechón de pelo de Michael Finn con la única esperanza de que Lionel Messi levante la Copa del Mundo como antes lo hicieron Passarella y Maradona. Cada vez más creen, a pies juntillas, que eso sucederá por el mechón de cabello de Finn. Por ese folclore inexplicable para el resto del mundo la hinchada argentina llena libros, ocupa videotecas. Y por eso tiene más espacio en este texto.

Hasta este Mundial, la selección argentina tampoco andaba sobrada de cánticos. O al menos comparada con la mística de sus clubes. En los noventa triunfaban en las canchas argentinas Los Fabulosos Cadillacs, Los Auténticos Decadentes y hasta Fito Páez y Calamaro (con peligrosas incursiones de ay, Xuxa, y ay ay, el «Tractor Amarillo» de Zapato Veloz). Con el cambio de siglo se incorporó como una apisonadora la cumbia a las canciones. Siempre hubo cositas extranjeras (de Scorpions a Bonnie Tyler pasando por Roberto Carlos), pero las canchas argentinas no recordaban una irrupción tan brutal como el «Decime qué se siente», que no es otro que la adaptación criolla del «Bad Moon Rising» de la Creedence Clearwater Revival, incorporada al cancionero desde hace casi tres años ya, pero ahora multiplicado por el Mundial. Comenzó cantándolo la hinchada de San Lorenzo, con ganada reputación de pioneros de hits. Siguió River Plate, y enseguida llegó la contrapartida de Boca Juniors, que aprovechó el tirón del momento para mofarse del descenso del rival. Y así el tema alcanzó a todas las categorías del fútbol argentino y tuvo mil letras antes de que el mundo las descubriera. Y hasta llegó a la militancia juvenil kirchnerista, porque, para quien no lo sepa, en la política de ese país se canta en mítines y manifestaciones como en un estadio.

Hoy Internet manda. Muy al contrario de lo que sucedía cuando las hinchadas se copiaban cantitos cara a cara cada domingo en los estadios, ahora se tarda solamente unos segundos en ver la imagen del móvil de turno y se propaga más rápido que la cepa del virus de la gripe aviar. Ocurre que en Brasil ha explotado en la delirante legión que sigue a la selección argentina, la que llegó por caravana, bus reconvertido, un Citroën dos caballos del 72 (todo verídico) o de rodillas, y recorre una ciudad tras otra sabiendo que no van a entrar a ver el partido. Les da igual. Manifiestan el delirio en los banderazos (concentraciones multitudinarias para dar ánimo al equipo) como el que se precipitó en la playa de Copacabana antes del primer partido del Mundial, contra Bosnia. Las victorias y el efecto viral hicieron el resto.

No le sienta bien a todo el mundo la canción, incluso dentro de Argentina. Aducen los críticos que la letra se mofa de una selección —Brasil— y que desde el capítulo narrado en la canción, el gol de Caniggia en los octavos de final del 90, siguieron dos títulos mundiales brasileños por ninguno argentino. Pero también es cierto que por primera vez Argentina tiene un Mundial al lado de casa con el rival sentado al lado en todos los partidos. Y a eso no le pueden dejar de sacar punta. El resumen es que la canción se ha convertido en himno no oficial y parece que el equipo se contagia, si no en juego, en afinación y ritmo vocal al compás del bracito pendular. Tal está siendo el alcance del «Decime qué se siente» que hasta la marca deportiva de Brasil salió al frente con una animación de Ibrahimovic para desafiar a la hinchada de Messi que, sí, se llega a cantar a sí mismo junto a sus compañeros, los más hinchas de su hinchada.

Alemania

El hincha alemán es, sobre todo, numeroso. Y ruidoso. Entre las listas de países con más viajeros siempre está ahí y en este Mundial no es excepción. Ha sido la selección clasificada en semifinales que más ha viajado (Bahía, Fortaleza, Recife, Porto Alegre, Rio de Janeiro y ahora, Belo Horizonte) y allá por donde ha pasado ha encontrado la complicidad brasileña. Razones no le faltan: en un arranque marquetinero que le ha supuesto millones de euros, la marca que lo viste decidió lanzar una camiseta alternativa del equipo teutón con franjas horizontales rojas y negras, «inspirado», según nota oficial, en la camiseta del club más popular de Brasil, Flamengo, que dice tener tantos hinchas como millones de habitantes tiene España. Multipliquen los ceros en euros. Tal ha sido la dicha, imaginamos que coincidente, que Alemania juega contra Brasil vestida de Flamengo. Flalemanha, como la llaman ya en Brasil, conquista por corrección y fiesta estructurada. Como sus cánticos. En las antípodas de Argentina, van a lo fácil. Y se hacen escuchar explotando los hits sin letra más famosos de Europa. El «Seven nations army» de White Stripes, adaptado para el fútbol hace ya más de una década por hinchas del Brujas, sigue sonando entre los alemanes, que en general, y en los estadios, se conforman con el clásico «Deutschland, Deutschland», como suena. Los alemanes destacan, sin embargo, por todo lo contrario de lo que carecen otros hinchas: un respeto por las minorías, no solo raciales sino sexuales, más allá de lo institucional —la pancartita, ahí sí, de la FIFA contra el racismo—. Y mientras, siguen cantando. Y bebiendo. Y llenando estadios.

Holanda

Tener una reina argentina con miles de locos enfrente vestidos de celeste y blanco parece complicado. Para los holandeses es todo lo contrario: saben lidiar con situaciones de ese calado o peores. Y si no que se lo digan a Van Gaal. Como le sucede a los alemanes y a los países del norte europeo, la hinchada holandesa es de las pocas que representa la cara más típica del hincha de su país. Suelen ser agradecidos hasta el extremo con su selección, como ya demostraron en el multitudinario recibimiento que le dieron tras perder la final de 2010, como si fueran campeones. Se hacen acompañar de charangas —la más famosa, Factor 12—, hacen coreografías casi sudamericanas y casi siempre ejercen el hooliganismo light, de calvos en masa a topless en un país donde está prohibido y tienen una curiosa costumbre no siempre agradable: a cada gol tiran la bebida hacia el cielo. Siempre, eso sí, de naranja. Incluso la reina argentina.

EE. UU.

Mientras el equipo de Estados Unidos parece crecer (¿solo parece?), en la grada ocurre un proceso parecido. Al mismo ritmo que la MLS cobra entidad y sus hinchadas y rivalidades también (ojo al noroeste Portland-Seattle), hay una nutrida representación de aficionados que reproducen el nacionalismo que vemos en los Juegos Olímpicos. Vestidos de Elvis, de texanos o de Bruce Springsteen en Born in the USA, los estadounidenses futboleros son, sin duda, la cara más mestiza del país. Poco WASP, mucha mezcla y ciertos toques de animación propia, alejándose de modelos importados y apostando por sus clásicos estribillos («U-S-A») mezclados con un cántico creado, horror, por una cadena de televisión, que resume muy bien el estilo de animación estadounidense. Incluso el humorista Will Ferrell se animó a aleccionarlos a su estilo en un vídeo que suma millones en YouTube.. El «I believe that we will win» ya forma parte de Brasil 2014. Aunque eso sí, jugaron como nunca y perdieron como siempre. La próxima tal vez.

México

Los reyes del folclore. Viéndolos animar y moverse por las ciudades son hermanitas de la caridad si los comparamos a argentinos o ingleses, por ejemplo. Les gusta el atrezo: sombreros charros, bigotón a lo Pancho Villa y matraca. Si brasileños son añejos en cánticos qué decir de los mexicanos, que tienen el «Alavín alaván» (para ellos, alavío alavá) como estandarte y de ahí pasan al «Cielito lindo» sin pudor. Ingenuidad simpática que se vuelve obsesiva cuando al portero del equipo oponente le gritan «Puto» cuando saca de puerta. Aun en la insistencia de que no es un insulto homófobo, supieron driblar el intento de la FIFA por acallar el grito, y algunos pasaron entonces a gritar, cada vez que un arquero sacaba de meta… «Pepsi». Claro, la otra marca de cola que no patrocina al organizador del Mundial. Como holandeses y centroamericanos, son generosos con los esfuerzos de su selección por más que ni a tiros consigan colarse más allá de cuartos de final. De entre los latinoamericanos, sin duda los que se desplazan con más dinero en el bolsillo y los que más mullido duermen, con un dato que a veces pasa desapercibido: son la segunda hinchada más numerosa del Mundial, si sumamos los que vienen de México (décimo país en venta de entradas) y los que vienen de Estados Unidos (segundo, del que se calcula que casi la mitad son mexicanos de origen). Algún día esperan que el «sí se puede» se les haga realidad. En este torneo les sobraron tres minutos.

Colombia

Viendo el recibimiento que le brindaron a la selección cuartofinalista en Bogotá, en una estampa que parecía más una pintura expresionista abstracta que una foto de una plaza repleta, se entiende por qué Colombia fue lo que fue en Brasil. Más allá del campo, en la grada el interminable mar amarillo dio espectáculo como nunca hicieron. En avión, caravana, coche o a dedo, como tantos chicos que se alojaron en la estación de buses de Río de Janeiro durante semanas, los colombianos disfrutaron casi tanto como sus jugadores. Bailan como Armero, saltan porque si no «no vino al Mundial» y la fiesta es inolvidable y diversa en caras, matices y canciones como es el propio país cafetero. Hay banderas de Nariño, Armenia, Putumayo, Cali, Barranquilla. Cincuenta mil hinchas en el partido contra Costa de Marfil. Casi tantos en el resto, y si les dejaban serían cien mil. Bailan vallenato y salsa, de Rebelión a la Pantera Mambo, usan canciones folclóricas y les añaden el matiz futbolero argentino, como casi todo el continente. Y como casi todos, cambiándoles el tono. No importa. Y lo que más carne de gallina pone seguramente sea el himno a capella. Lo puso de moda Brasil en la Confederaciones de 2013, cantar más allá de la versión abreviada FIFA. Y lo continuó la arrebatada Colombia.

Inglaterra

Suele no entendérseles a la segunda caipirinha, o sea, a los cinco minutos: el hair of the dog, la primera copa que mitiga la reseca del día anterior, los deja borrachos de nuevo y arrastran —aún más— las erres. Se fueron rapidito con la clásica cruz de San Jorge. Pero esta vez los ingleses pasaron medio desapercibidos en las ciudades de los grandes focos del Mundial. Más Manaus y menos capitales. En Río, incluso, y a pesar de tener a su selección alojada y entrenando en dos puntos básicos para el turismo en la ciudad, no se dejaron ver como otras veces. Quizás por una tendencia creciente desde finales de los ochenta. La limpia de las gradas británicas después de Heysel y Hillsborough se hizo a la manera que más tarde copiaron otros países de Europa y hoy hace la FIFA: elevando el precio de las entradas porque al proletario los despachos lo presuponen violento. Aun así, y pese a todo, lo poco que duraron se les escuchó con su repertorio de atrezo (y de voz). Y se fueron como vinieron: sin entendérseles a los cinco minutos y con fair play generalizado. Pero dejaron sus perlas, como aguantar dos minutos un «Hey Jude» sostenido dedicado a England, que ya es mérito.

Chile
Al contrario de sus ídolos, no llevan tantos tatuajes y gomina, pero corren que se las pelan, como quedó demostrado en el inopinado asalto a Maracaná del 18 de junio. Es la hinchada chilena un reflejo en lo sociológico de lo que es el país: una mezcla de inmigración europea con una raíz poderosa de pueblos originarios. Hay camionetas 4×4 con rubios chilenos que son alentados desde la acera por un grupo de chilenos a pie, con mochila y malabares, de los que han dormido durante semanas en la estación de buses de Río, más morenos e igualmente educados, rectos y repetitivos en el cántico. El «chi chi chi, le le le», también llamada Ceacheí, también se convirtió en lo más repetido por los brasileños. No tenía una repercusión así desde el rescacte de los treinta y tres chilenos de Copiapó, tantos como el año en que se creó el cántico, ahora muy reformado, y que resume el tono nacionalista de un país que se alza entre accidentes geográficos y telúricos, el polo sur, el desierto de Atacama y el océano Pacífico. En el estadio también, a toque de rebato. Y así también en su interior, en una suerte de San Fermín sin toros al grito de «Vamos Chile» que se comió cualquier otra imagen hasta que fueron detenidos y deportados.

Uruguay

Instalados en una montaña rusa, empezaron sufriendo, continuaron festejando tras sufrir y terminaron casi muertos. Y no solo por Suárez y su boca indómita, sino por la violencia contenida entre las costuras de la camiseta más ceñida de la historia de los mundiales. Como dijo alguien, menos mal que los pantalones de los futbolistas uruguayos no siguen la moda de las camisetas. Con el tema del maracanazo, explotado incluso hasta por la marca que los viste, los charrúas confirmaron que los brasileños les tenían respeto, por no decir pánico, y en varios estadios se encontraron con carteles de hinchas con la imagen de los cazafantasmas, en alusión al espectro del 50, que nunca se terminó de ir. Como siempre, sorprendieron por su fiereza en el campo hasta que Luis se pasó de mordida, pero en la grada siguió escuchándose el rugido clásico del «Soy Celeste», ojo, una letra simple que también usan equipos de Argentina y que tiene una música inusitada, alejada de la tradición brasileña o chilena comentada antes: es el sesentero «Let the sunshine» —sin línea de bajos, eso sí—, segunda parte del medley con «Aquarius» del musical Hair, mucho antes de que Raphael le metiera más pasión que fonética anglo.

España

A falta de himno cantado, normalmente el hincha español tensaba las dos cuerdas vocales a partir de un «lo» y dos «lorolos». Con eso y el «Kalinka» travestido de rojigualda bastaba. Acompañaba Manolo el del Bombo y hacían coros hinchas barbudos vestidos de faralaes y toreros de tres en tres y un teléfono góndola por montera, si hace falta. Esta vez hubo pocos y pasaron un Mundial —una primera fase…— sin pena ni gloria, como el equipo. Brasil 2014 fue para los españoles como el clima de Curitiba: triste y gris. Rusia y su «Kalinka» está más cerca.

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5 Comentarios

  1. Pingback: Guía del hincha mundialista

  2. El hincha español, el de verdad, el sudoroso de barriga cervecera y camiseta ombliguera (es decir, que marca ombligo), es mucho de cantar aquello del «alcohol… alcohol… alcohol, alcohol, alcohol… hemos venido a emborracharnos, el resultado nos da igual», que vino de Cádiz, como tantas genialidades.

  3. Las manifestaciones de los fanáticos de latinoamérica son cada vez más desagradables, no me refiero al folclor de cada país, al colorido que aportan.

    Me refiero a las fervorizadas expresiones descalificativas contra el rival en turno, y en donde se escucha de todo: racismo, discriminación, actitudes propias de gamberros.

    Pero sobretodo, la ausencia total de autocrítica de las distintas asociaciones y confederaciones que integran ese bloque.

    Se echan de menos esas mantas clásicas tipo «tu sei tutta la mía vita»… o algo así.

  4. Me ha gustado mucho el artículo, tiene sus toques de sarcásmo, pero no se aleja mucho de la realidad. Una guia de lo que te encuentras en un mundial al 100 %

  5. El artículo es muy bueno e interesante! Se aproxima bastante a la realidad

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