Arte y Letras Cómics Entrevistas

Antonio Navarro: «Sin la ficción no podríamos vivir»

Antonio Navarro

La publicación de Homónimos, su celebrada última obra, ha dado mucho que hablar entre la crítica especializada. Ha servido de paso para traer de vuelta al mundo del cómic a Antonio Navarro (Madrid, 1959), convertido desde hace tiempo en exquisito autor de culto con tendencia a prodigarse poco por las librerías por culpa del pluriempleo.

A lo largo de los años ochenta, tras un breve paso por el mundo del fanzine y el cómic underground, Navarro se convirtió en asiduo de revistas hoy míticas como Rambla, Cimoc o Cairo, firmando en esta última la serie Simone, uno de sus trabajos más aplaudidos.

Pero, al margen de su reconocimiento como guionista y dibujante, Antonio Navarro es sobre todo uno de los nombres fuertes de nuestra animación, habiendo trabajado para Spielberg y Disney, participando a su vez en notables producciones nacionales e internacionales, como Fievel va al Oeste, Tarzán o Hércules. En 2003 dirigió el largometraje Los Reyes Magos, todo un hito técnico dentro del cine español de animación.

Sus experiencias profesionales en el extranjero sumadas a su profundo conocimiento del mundo del cómic, la animación y la publicidad lo convierten en un conversador único para comprender mejor los entresijos de la industria del entretenimiento.

Hasta la reciente publicación de Homónimos llevabas aproximadamente diez años apartado del mundo del cómic. ¿A qué has dedicado todo este tiempo libre?

Entre álbum y álbum mío siempre ha habido grandes hiatos, de alguna manera ha sido una norma en mi carrera. El por qué es muy sencillo: los cómics, como negocio, son una cosa complicada. El poder vivir con una cierta tranquilidad de hacer cómics es algo que me ha ocurrido muy pocas veces en la vida. Así que siempre he tenido, entre medias, que hacer otras cosas más alimenticias, para entendernos. Cuando yo daba mis primeros pasitos profesionales había una industria del cómic potente, basada sobre todo en las revistas periódicas de quiosco, que gozaban de cierta salud más que nada porque había un número de lectores importante que sostenía todo aquello. Pero incluso en esa época tuve que dedicarme a hacer otras cosas, como trabajos para publicidad, etc… Ese es un continuo para mucha gente de nuestro gremio. Muchos dibujantes acabaron haciendo ilustraciones, que estaban mejor pagadas que los cómics. Lo que yo he venido haciendo desde que empecé en esto ha sido adaptarme a las circunstancias para poder acomodarme luego, de la mejor manera posible, para hacer cómics, que es realmente lo que me interesa.

Y en concreto, en los últimos años, por responder a tu pregunta, cuando no estaba haciendo publicidad estaba haciendo dibujos animados, y ahora, últimamente, dedicándome a la docencia, que es lo que por fin me ha permitido tener una cierta holgura, no tener que dedicar todas las horas del día a lo mismo, de modo que ahora puedo hacer cómics de la manera que a mí me apetece hacerlos: con mucha calma, dándole vueltas a las cosas… Te podría incluso decir que desde que empecé a tener la idea de Homónimos hasta que el libro se publicó he estado seguramente diez años trabajando en el proyecto. Eso no quiere decir que haya estado ocho horas al día siete días a la semana durante diez años seguidos haciéndolo, claro.

Cuando entrevistamos a Juan Díaz Canales le pedimos al final que nos recomendara un cómic, el mejor que había leído en los últimos tiempos, y nos dijo tu Homónimos, que todavía no se había publicado. ¿Te esperabas una recepción de crítica y público tan contundente?

Uno siempre pretende hacer las cosas lo mejor que puede, pero las expectativas las sitúa donde las puede situar. Como yo soy ya perro viejo, llevo mucho tiempo en esto, no suelo pensar que a la gente le vaya a entusiasmar mi trabajo porque, en fin, hay gente para todo, habrá gente a la que no le guste lo que hago, seguro. Así que la recepción que pueda tener mi obra es un poco lo de menos, no es la razón por la cual se hacen las cosas. Por supuesto que es una alegría recibir críticas consistentemente buenas de Homónimos, pero por hablar del caso de Juan, que en efecto lo leyó antes de que se publicara y me dijo que le había parecido muy bueno, como en el fondo es mi amigo, tampoco sabía uno si… [risas].  

¿Qué queda hoy día del Antonio Navarro que se curtió a mediados de los setenta publicando en fanzines?

Bueno, en el Antonio Navarro que aparece en Homónimos hay mucho de aquel, claro, porque en el fondo el álbum es una colección de autorretratos de «otros», así entre comillas, pero que tratan cosas que a mí me interesan. El sustrato de la historia gira en torno a cuestiones como la identidad, la pertenencia, qué nos convierte en nosotros, reflexiones que yo he pretendido que los lectores hagan por su cuenta al hilo de las distintas historias concretas que se van contando en el cómic y en todo eso estoy yo, evidentemente. No diría como Flaubert, que dijo aquello de «Madame Bovary soy yo», pero casi [risas].

Y en términos más genéricos, lo cierto es que sigo sintiéndome muy cercano al Antonio Navarro que en los años ochenta se fue a Barcelona con su carpeta bajo el brazo a llevar sus dibujitos para publicarlos en Rambla. Me siento muy muy cerca de él, porque este mundo para mí ha sido siempre una cosa vocacional. Desde que tengo uso de razón he querido dibujar tebeos, y ese entusiasmo es algo que perdura.  

Antonio Navarro

Colaboraste en Zikkurath, un fanzine hoy muy apreciado por los lectores de ciencia ficción en España.

Mi colaboración en fanzines duró en verdad muy poco, lo que pasa es que en aquella época medio año era toda una vida. En Zikkurath comencé a colaborar de forma un tanto rocambolesca. Escribí una carta a una revista que se llamaba El Globo, que era una especie de versión española del Linus. Hablamos de antes de morir Franco, ¿eh? En aquella época, con catorce añitos, mandé una carta a El Globo con mis dibujitos para que la revista me los publicara. Y lo hicieron. Fue luego a raíz de esa carta que se puso en contacto conmigo la gente de Zikkurath, que era gente mayor que yo, rondarían ya los treinta años. La cosa es que en la carta que me publicaron en El Globo falsearon mi edad. Yo dije que tenía catorce pero ellos pusieron diecinueve, porque era una revista para adultos y no podían mostrar que tenían lectores menores de edad. Así fue como yo publiqué en Zikkurath con quince años.

¿Recuerdas lo primero que publicaste allí?

Fue una cosa muy delirante. Una historia sin palabras, de ciencia ficción obviamente, porque el fanzine era temático, y que recuerdo que gustó mucho hasta el punto de que los originales fueron subastados a los lectores. A la vez hice unas tiras cómicas con un personajillo… Lo mismo en casa todavía conservo algún Zikkurath de la época. Luego, si mal no recuerdo, un poco más adelante, se hizo revista, se vendía en el quiosco y todo.

Por aquella época, a mediados de los setenta, también hice un fanzine con tres amigos que se llamó Comic-Arte. Uno de los tres sigue siendo además muy amigo mío, Raúl García, con quien he coincidido en Londres, en Estados Unidos… Nos conocimos en el Rastro, comprando y vendiendo tebeos, y hablando de lo que nos gustaba: que si Enric Sió, que si Guido Crepax… Como nos gustaba lo mismo, nos lanzamos a hacer aquel fanzine, que fue una cosa totalmente autoeditada.

Todos estos fanzines pioneros se reivindican ahora como parte de la contracultura. ¿Lo veíais así?

Estábamos ahí, sí. Todos hemos corrido delante de los grises y tal… [risas], pero yo creo que con relación a mi grupo de influencia no éramos conscientemente contraculturales. Estábamos más en la línea de aquellos que, estando por supuesto a favor de la libertad de expresión, en el sentido más amplio del término, querían acceder al universo de cosas que se publicaban en Europa y Estados Unidos. Sabíamos además lo que estaba ocurriendo en el mundo del cómic underground, así que lo que queríamos realmente era ser profesionales del medio, cada uno con sus referentes, que podían ser tan diferentes como Hugo Pratt o Guido Crepax. Por este motivo, no creo que fuéramos pretendidamente contraculturales como sí lo podían ser los de El Rrollo enmascarado, por ejemplo, u otros artistas que luego se integraron de algún modo en la línea que defendió El Víbora. Nosotros éramos gente que quería profesionalizarse y veíamos el fanzine como un medio para darnos a conocer, haciendo de paso lo que nos gustaba.  

¿Se conocían entonces en Madrid propuestas como las de El Rrollo Enmascarado?

Sí, sí. Date cuenta de que en el Rastro estábamos todos juntos. Ceesepe, nosotros… convivíamos todos. También allí se podían encontrar cosas de fuera. Había que saber en qué lugares, pero lo cierto es que por aquella época comenzaban a publicarse en España, muy tímidamente, algunas cosas, como la revista El Globo, de la que te hablaba antes, o la revista Zeppelin, que imitaba los formatos europeos… Luego, en Madrid, había algunas librerías que importaban material, creo que un poco con desconocimiento de lo que eran porque yo recuerdo perfectamente que mi padre me compró, cuando yo tenía catorce o quince años, libros de Valentina, de Guido Crepax, en italiano, claro.

Y luego estaba la librería Tótem.

Tótem se abrió a finales de los setenta, fue algo posterior a lo que hablaba antes, pero se convirtió en efecto en la librería de referencia de todas esas publicaciones periódicas españolas que empezaron a nutrirse de material europeo, material que nosotros ya conocíamos pero no el gran público. Te hablo de revistas como Métal Hurlant y todo eso… Esa librería nació a partir de ahí, sí, pero te confieso que yo no era de los más asiduos, porque por aquel entonces había tenido ya mucha relación con el llamado Club DHIN, el Club de Dibujantes de Historieta e Ilustradores Nacionales, que era una especie de pseudosindicato alrededor del cual se reunían, con su carnet y su número de socio, muchos profesionales del medio, la mayoría de Barcelona, que creo era donde institucionalmente estaba la sede del club, aunque en Madrid se creó una delegación donde recuerdo haber estado con Alfonso Azpiri, Chiqui de la Fuente… Nosotros éramos entonces socios junior, porque todavía no habíamos empezado a publicar profesionalmente. Y alrededor de aquel club se formó un núcleo importante de profesionales, también de aficionados al medio, porque había por allí un señor que traía material importado y nos decía: «En la librería Mafalda puede encontrarse tal cosa», y allí que íbamos corriendo. Mariano Ayuso, que luego abrió Tótem, fue uno de los miembros del Club DHIN. Él, como estudioso que ha sido siempre del medio, sacaba entonces el fanzine Comics Camp, Comics In, que luego fue el Sunday, donde publiqué alguna historieta.

Me imagino que de ahí surgió aquel álbum colectivo llamado Expresión Fantástica, donde también participaste.

Más o menos. Ese álbum fue una marcianada [risas]. Lo publicó B. O., una editorial que sacaba sobre todo cómics clásicos. En realidad quien llevaba esa editorial era la gente de la librería Mafalda, de la que te hablaba antes. La verdad, no tengo muy claro si las ediciones de clásicos americanos que sacaron eran muy legales o no, no sé si pagaban derechos y tal. No estoy seguro, ¿eh? No quiero yo levantar falsos testimonios [risas], pero, sí, fueron ellos quienes nos propusieron hacer aquel cómic: «Oye, vosotros que sois chavales jóvenes, ¿por qué no hacéis una cosa?». Y así salió.

Antonio Navarro

¿Como empiezas a colaborar en Rambla? Viviendo en Madrid, lo lógico hubiera sido que te ficharan los de Madriz.

La industria del cómic estaba entonces en Barcelona. Aún existía lo que se llamaba el cómic de agencia, gente que vivía de hacer obra para Inglaterra, para Estados Unidos… Estamos hablando de un momento en que la historieta española se empieza a exportar a través de una serie de dibujantes que publican mayoritariamente fuera de aquí, pero la industria española propiamente dicha estaba en Barcelona, que era el sitio al que había que ir y allí que me fui, metafóricamente hablando, porque en verdad seguí viviendo en Madrid. Hoy día, en tiempos de internet, quizás pueda sonar algo lejano el que, para darme a conocer, tuviera que ir primero a Barcelona físicamente. Cuando uno quería hablar entonces con un editor no le quedaba otra que ir a verlo en persona. Tenías que hablar con él cara a cara, no podías mandarle una carta y esperar a que te contestara. Entonces fue eso lo que hice: concerté telefónicamente una cita con Luis García, me llevé mi carpetita, se la enseñé, vio lo que yo hacía y allí mismo me dijo: «Esto te lo voy a publicar». Así fue como empezó todo.

¿Y al Cairo cómo llegas?

En Rambla me curtí mucho, fueron años en los que mejoré sustancialmente mi trabajo. Cuando vi que tenía ya un nivel publicable pensé que había que dar el siguiente paso intentando entrar en una empresa un poco más establecida. Rambla además tuvo problemas al final, hasta el punto de que la revista terminó cerrando, así que contacté con Norma para presentar mis dibujitos, para hacerme ver, vamos, y los pillé justo retomando el segundo lanzamiento de Cairo. La revista había tenido ya una primera etapa, que estuvo dirigida por Joan Navarro, y para la segunda, que dirigió Rafa Martínez, quisieron meterle una línea editorial ligeramente distinta. El Cairo original, gracias la pasión que sentía por él Joan Navarro, era muy cercano al canon establecido por Hergé. Durante la segunda etapa la revista se abre más. Rafa vio que mi trabajo podía encajar en esa nueva línea editorial y empezaron a encargarme cosas.

¿Qué te parecían todos aquellos encendidos debates teóricos sobre la línea clara y la línea chunga que se dieron entre los lectores de Cairo, El Víbora, Madriz…?

Yo no participé nunca de esos debates. Me reía de hecho mucho, porque en el fondo de la línea chunga y la línea clara… en fin, quien lea Homónimos verá que me cachondeo de eso un poco. Para mí solo hay historias que me interesan o historias que no me interesan, lo de la línea gráfica me da igual. Sí es cierto que desde fuera puede parecer que un determinado estilo gráfico responde a una determinada postura sociocultural o política, pero, por ejemplo, uno de los representantes por excelencia de la línea chunga es Max, o al menos lo era, que ha terminado dibujando línea clara en el sentido más puro.

Recuerdo que al hilo de esto, Antonio Altarriba nos comentó que si bien aquel debate le parecía también absurdo sí que sirvió, de algún modo, para poner el cómic en boca de todos. Hasta en televisión se discutió este tema.

Eso es cierto. Es más, eso sigue pasando, porque, en el fondo, ocurre igual con el término «novela gráfica», que es un término estrictamente comercial que solo sirve para situar un producto, para que a determinado público no le dé vergüenza comprar cómics. Para nosotros el cómic, el tebeo o la novela grafica siempre ha sido lo mismo. Lo de la línea chunga y la línea clara no fueron más que peleas entre teóricos. Fue una época además muy delirante, porque se firmaban manifiestos y cosas así. Como te digo, fue un debate en el que nunca participé.

En Cairo nació tu personaje Simone, que de algún modo te pone en el mapa. ¿Cómo surgió aquella historieta?

En Cairo publiqué inicialmente haciendo historias cortas. Fue algo que hice también en Cimoc, donde colaboré un tiempo. El caso es que en Cairo comenzaron a tener peso ciertos personajes que tenían que ver con el mundo de la aventura, muy en la línea de Hugo Pratt, como el Dieter Lumpen de Jorge Zentner y Rubén Pellejero, lo que tuvo gran repercusión en el mercado francés, sobre todo cuando la revista À Suivre, una publicación periódica que representaba todo lo culminante en el mundo del cómic franco-belga, empezó a publicar material original de Cairo. Cuando a mí se me plantea la posibilidad de iniciar una serie propia, presenté la idea de Simone, que respondía evidentemente a un universo dependiente del de Hugo Pratt y de la novela de aventuras. Aquello gustó en Francia y empezaron a publicarlo allí, lo que fue sin duda un paso sustancial para que la serie se consolidara.

Al personaje de Simone lo retomas para El tiempo arrebatado.

Sí, está ahí presente y ausente a la vez. El tiempo arrebatado fue producto de una necesidad casi biológica de hacer cómic después de haber pasado muchos años fuera de España, en concreto en Estados Unidos, donde estuve haciendo cine de animación. El título de hecho juega con cierto doble sentido. Por un lado, me pregunto dónde estaría ahora mi personaje; por otro, yo venía de haber estado trabajando en cosas profesionalmente muy interesantes y, en cierto modo, gratificantes pero que me habían demandado un esfuerzo enorme, que no me había permitido dedicarme a otras cosas. Así que cuando volví a España decidido a hacer un cómic me pareció interesante retomar el personaje de Simone, a un nivel simbólico más que nada, porque los protagonistas de la historia son otros, así como apoyarme en la que era mi situación personal de entonces para contar algo, porque mucho de lo que ocurre en ese cómic, más allá de la peripecia de la historia, tiene que ver conmigo.

Lo cierto es que tu obra gráfica es muy metanarrativa.

Supongo que eso tiene que ver con mi manera de construir las historias, aunque, si te digo la verdad, no lo sé exactamente, tendría que psicoanalizarme para ello [risas]. Pero, sí, desde siempre me ha interesado mucho la relación entre lo imaginario y lo real, reflexionar sobre qué es la ficción, la realidad de lo narrativo, en qué consiste narrar, qué hace que a los seres humanos nos guste contar cosas, de que nos relacionemos siempre contando historias, por qué el mundo de la ficción nos es tan cercano, hasta el punto de que sin la ficción no podríamos vivir. Son todas preocupaciones «existenciales» mías, de modo que es normal que estén presentes en todo lo que cuento.

Sin embargo, en tu obra audiovisual estas reflexiones, esta forma de narrar, no están presentes. ¿Por qué?

De la misma manera que de niño, con cinco años, tenía muy claro que yo lo que quería era dibujar tebeos, tuve también claro muy pronto que quería hacer cine. En definitiva lo que quería era contar historias y por ahí ha ido mi profesión. No obstante, existe una diferencia crucial entre el cómic y el cine: mientras que para hacer un cómic lo único que uno necesita es tiempo, papel, un lápiz y algo de talento, para hacer cine necesitas, además de talento, un montón de dinero. Son por tanto dimensiones técnicas muy diferentes. Las industrias de ambos medios, y aquí hablo ya en concreto del cine de animación, que es la que conozco, son también muy distintas, no se parecen en nada. Es por tanto imposible tener la misma libertad de acción en un cómic que en una película de animación. Dicho lo cual, si se dieran las circunstancias, si yo pudiera algún día permitirme no hacer una película por encargo, como son las que he hecho, sino hacer cine de animación llamémosle de autor, no diría que no. Pero creo que es algo poco probable que pase.

Antonio Navarro

Me ha sorprendido saber que tus primeros pinitos en el mundo de la animación los diste de la mano de Hanna-Barbera. ¿Cómo surgió aquello?

Trabajando para Hannah-Barbera fue como gané mi primer cheque profesional. Aquello surgió porque en Madrid, a finales de los años setenta, se montó un estudio que se llamó Filman, donde se forjaron muchos de los grandes profesionales del cine de animación en España. Gente como Manual Galiana, Paco Alaminos o el propio Raúl García, que han trabajado en producciones internacionales. Todos ellos surgieron de aquel pequeñito estudio que montaron dos personas que trabajaron efectivamente para Hanna-Barbera en Norteamérica y se vinieron a España con el acuerdo de traerse trabajo de allí. Fue uno de los primeros estudios de servicios para empresas internacionales que hubo en el mundo de la animación. Nada más abrirse, se corrió la voz de que buscaban dibujantes. Yo, que lo que quería era dibujar como Moebius, me vi ahí dibujando a los Paw Paws, que eran una especie de Ositos Amorosos [risas]. Pero, oye, te pagaban.

Las cosas que hice allí fueron para ganarme la vida, pero me sirvieron para aprender mucho. Sin esos conocimientos no hubiera luego podido hacer lo que hice después. Son trabajos que no tienen un especial interés vocacional, pero me permitieron aprender de gente valiosísima cosas que de otro modo no hubiera aprendido nunca.

Aunque tu trabajo para Hanna-Barbera no fuera vocacional, luego has participado en muchos productos relacionados con la animación y el mundo infantil.

Es cierto, pero obedece más que nada al hecho de que en la industria de la animación el cine infantil es lo que sostiene todo el engranaje. Por más que haya ejemplos notables de cine de animación para adultos, si te quieres dedicar a esto y ganar dinero te va a tocar hacer, sí o sí, cine infantil. Digamos entonces que las distintas producciones donde yo he estado describen más que una línea propia de interés una clara progresión profesional: el pasar de hacer una serie de televisión a hacer luego algo que tiene más que ver con el cine, de hacer un largometraje con un cierto presupuesto a trabajar para Disney, etc. Una cosa me ha llevado siempre a la otra. Empecé trabajando con Hanna-Barbera, luego estuve haciendo decorados para Cruz Delgado, y de ahí me surgió la posibilidad de irme a Londres cuando Spielberg creó Amblimation, un estudio con el que pretendía hacerle la competencia a Disney. El estudio se localizó en Londres porque Spielberg quería explotar el talento europeo. Acudimos profesionales de muchos sitios, italianos, belgas, franceses, ingleses por supuesto… Para mí fue un salto sustancial, porque me permitió hacer películas mainstream. Trabajé en la producción de Fievel se va al Oeste, por ejemplo. Ese estudio, mucho tiempo después, se convertiría en Dreamworks, toda vez que su principal núcleo se formó con la gente que estaba trabajando en Londres en Amblimation. Dreamworks hubiera sido de hecho mi destino natural, pero cuando pasó aquello yo ya hacía tiempo que me había ido a Disney. Como ves, es todo una deriva de habilidades profesionales y de contactos, de gente que te empieza a conocer y tal, pero no es que yo haya tenido un interés personal en el mundo de la animación infantil.

¿Llegaste a conocer a Spielberg?

Sí, sí, lo vi en una reunión que tuvimos. Pero nos prohibieron hacer fotos y que nos dirigiéramos a él personalmente. Ese día nos contó un proyecto que tenía en aquel momento en preproducción: la versión animada del musical Cats. Nos lo vendió diciendo que iba a ser nuestro Fantasía. Pero luego no se hizo.

En todas estas producciones, ¿cuál era tu labor?

En el mundo de la animación yo he estado siempre más o menos enmarcado en lo que se llama preproducción, que abarca una serie de oficios que tienen que ver con la elaboración de storyboards, que, para entendernos (aunque no es así) sería como hacer el cómic de la película. Tú vas montando, plano a plano, qué cosas suceden en la película y otros se dedican a hacer layouts, que es un poco como hacer de cinematógrafo de la historia. Son quienes deciden cómo se establece la puesta en escena, cómo se diseñan los decorados, cómo se desenvuelven los personajes, las cámaras… En Fievel va al Oeste, por ejemplo, yo trabajé haciendo el layout.

¿Y en Disney?

A Disney llegué un poco por suerte. Estuve allí viviendo en Los Ángeles muchos años, al termino de los cuales o me volvía a España o me estallaba la cabeza. Fueron años intensos profesionalmente, pero la ciudad nunca me gustó. Me estaba haciendo tebeos encima, la verdad [risas]. Aprendí muchísimo de gente con un talento increíble, pero mi trabajo allí no era demasiado creativo, en la medida en que me limitaba a contar las historias de otros, lo que era agradable, sin duda, y tenía que ver con mis capacidades, pero claramente no es lo mismo contar las aventuras de Tarzán o Hércules que contar mis intereses más profundos.

Te cogió también una etapa de Disney un poco rara, ¿no?

Industrialmente hablando, el momento en el que yo entré en Disney fue y será irrepetible. Fue un momento de gloria absoluto. Es más, estoy convencido de que gracias a las circunstancias que se dieron entonces me ficharon a mí. Si no se hubieran dado yo no habría entrado allí. Date cuenta de que todo coincide con el momento en el que se crea Dreamworks, que estaba al lado de Disney, cinco bloques más allá. La competencia que se creó entre ellos hizo que ambos quisieran tener en sus filas a cualquier profesional de nivel, por lo que la lucha por atraer talento fue feroz. Se manejaban unos salarios que no se van a repetir nunca. Así que yo entré en Disney con unas condiciones inmejorables.

Luego es cierto que los títulos que se facturaron en los años en que yo estuve, y me imagino que por ahí va tu pregunta, no fueron los mejores. Gracias a La sirenita Disney renació, empezó a vivir su segunda época dorada. Es una época en la que se incorpora la cuestión musical, gracias a Alan Menken y Howard Ashman, que renuevan por completo el cine de Disney, lo hacen popular. Por más que las películas se basaran en clásicos y por más que su formato fuera el del musical, nacen ahí una serie de películas conceptualmente nuevas, no solo para Disney. Pero para cuando entré yo ya me di cuenta de que lo que estábamos haciendo era repetir una fórmula. Y las fórmulas, por regla general, ya se sabe, se terminan agotando.

La última película que hice para Disney fue Fantasía 2000, y para cuando me propusieron hacer El planeta del tesoro ya dije que no. Estábamos en pleno salto del milenio, veía además que la técnica del 3D irrumpía con una fuerza brutal e iba a haber cambios enormes en la industria. Y Disney no supo qué hacer frente a eso. Pixar, en cambio, sí.

Antonio Navarro

Estando en Disney te tocó un día visitar Disneyland.

Eso fue una locura. Sucedió porque en la película en la que yo estaba trabajando entonces, la que finalmente fue El emperador y sus locuras, hubo una crisis. En principio iba a ser otro tipo de película, pero cambiaron al director, cambiaron de todo y en esa pausa, como no sabían qué hacer con nosotros, nos pusieron a hacer otras cosas que no eran lo nuestro. La gente de Disneylandia estaba en aquel momento preparando toda la promoción de Mulán, y en lugar de acudir a la empresa que normalmente le hacía esos diseños decidieron encargarme a mí el trabajo. Tuve entonces que diseñar todas las carrozas del desfile de Mulán de Disneylandia [risas]. Esto derivó en algo más raro todavía, porque por lo visto uno de los diseños que hice gustó mucho e hicieron unas serigrafías, en edición muy limitada, y me llamaron para que fuera a Disneylandia a firmarlas. Fue un momento muy marciano para mí, porque ver a toda esa gente gastándose doscientos dólares en una serigrafía de una carroza de Disneylandia firmada por mí, era una cosa… [risas]. Al final aproveché aquella visita para ver Disneylandia por dentro, me metí por todos los recovecos.

A tu vuelta de Estados Unidos te pones a dirigir Los Reyes Magos, una película de animación por su factura y presupuesto insólita para la industria española de entonces. ¿Cómo acabas ahí metido?

Esa película fue épica de hacer [risas]. Habría que escribir un libro algún día. Fue de nuevo un encargo y con ella pasó lo mismo que con El emperador y sus locuras: despidieron al director, la película no funcionaba…. Yo, que había vuelto a Madrid y estaba ya relamiéndome, pensando en ponerme a hacer un tebeo, me vi ahí metido de la forma más rara. Un buen día me llamó a mi teléfono particular una señora con acento francés y me dijo: «¿Quieres dirigir una película de doce millones de euros de presupuesto?». Así tal cual, ¿eh? [risas]. Le dije que me lo pensaría, y me lo pensé mucho, la verdad. Al final me pareció que podía ser toda una experiencia y que quizás yo podría aportar algo a esa situación de crisis que tenían, con un estudio de cientos de personas parado. Me pareció que había tantos retos ahí que valía la pena intentarlo, siendo muy consciente por otro lado de en lo que me metía. Todos éramos conscientes de que aquello era un producto. No era más. Nosotros mismos decíamos que la película era «garrafón de Disney». Eran esas además las consignas de las coproductoras, que por un lado era española y por otra franco-belga. Debo confesar también que dije que sí al proyecto en parte porque me hablaron de una siguiente producción en otros términos, que me parecían mucho más interesantes, pero, como era de prever, nunca hubo esa segunda producción.  

Al margen de todo esto puedo asegurar que el equipo lo dio todo, porque desde el principio quisimos que la película tuviera la factura del mejor nivel de animación posible, contando con un presupuesto que si bien era alto para nuestra industria lo cierto es que podía ser la décima parte del de una película de Disney. Y creo, honestamente, que anduvimos cerca. Porque, más allá de la valoración que pueda tener a otros niveles, en el aspecto técnico es una película sobresaliente.  

¿Por qué, después de la experiencia con Los Reyes Magos, no has seguido dirigiendo?

Por la misma razón por la que soy consciente de que a mí me llamaron para hacer esta película porque había trabajado en Disney, me han llamado luego de algunos otros sitios para dirigir cine y tal, pero digamos que el statu quo que tengo en este momento no lo había tenido antes, que puedo por fin disfrutar de cierta tranquilidad y tengo el tiempo relativo para poder desarrollar mis proyectos más personales a la vez que me gano la vida haciendo cosas que no me demandan tanto. Es por esto que ahora mismo no pienso meterme en otros proyectos que no sean los míos propios.

La docencia es además algo que me parece interesantísimo. Creo que puedo ser útil a mis alumnos, puedo contarles cosas que les puede interesar. Es un trabajo que me gusta y no me demanda tanto esfuerzo como dirigir una película. Dirigiendo Los Reyes Magos terminé en el hospital. A mi segundo de a bordo le dio un infarto. Hacer que diez millones parezcan cien cuesta mucho. El esfuerzo que supone hacer un producto de encargo, a estas alturas, no me merece la pena.

Antonio Navarro

Cómic, publicidad y animación: ¿las ves como patas de una misma mesa creativa?

No. Son lenguajes distintos. Ni siquiera son lenguajes hermanos, son primos hermanos. Lo único que los aglutina es la narrativa secuencial, que es además un elemento muy genérico, porque el cine es también así. Pero toma el lenguaje del cine y compáralo con el del cómic, por ejemplo. Ahí se va más fácil. Aun así, muchos de mis alumnos, que están ahora aprendiendo a narrar cosas a través del cine, tienen una gran dificultad para diferenciar el lenguaje del cine del lenguaje del cómic, lo que sería el storyboard de la película. La manera de lidiar con las elipsis, con la continuidad entre planos… ahí ves claro que los lenguajes se separan por completo. Por eso digo que son primos hermanos.

La publicidad para televisión, por otro lado, es un hecho que tiene mucho que ver con el cine, porque al final lo que haces son storyboards para que luego se filmen, para que luego se conviertan en anuncios. El lenguaje de la publicidad es un lenguaje claramente cinematográfico, es audiovisual cien por cien. En publicidad trabajé sobre todo a finales de los ochenta en el mundo del bocetismo, hice muchos anuncios de televisión. Me contrató una agencia de publicidad, que me encargaba hacer los storyboards para un anuncio, por ejemplo, o unos bocetos para unas vallas publicitarias, y eso es lo que la agencia utilizaba para venderle el anuncio a la marca comercial, al dueño del producto. Una vez se compraba la idea, el spot lo hacía una productora de cine que tenía su propio equipo de rodaje, yo ahí ya no intervenía. Lo mío servía para que el cliente se hiciera una idea de cómo podía ser el anuncio. Hice muchos, como te decía, para grandes marcas como Repsol, Coca-Cola… Fue en una época además en la que la industria publicitaria estaba muy fuerte. Luego todo se vino abajo.

De todos modos, si te das cuenta, yo he estado metido en todos estos berenjenales por un solo motivo: el dibujo. El que yo sea dibujante es lo que me ha permitido ganarme la vida en un medio u otro.

¿No has diseñado nunca videojuegos?

Sí, he diseñado algunos, pero, si te digo la verdad, no me gustan. He jugado muy poco. Ahora mismo diseñar videojuegos está tan cercano al cine que en el fondo tienen el mismo interés profesional, no digo que no. Es una industria que mueve montones de dinero y que tienen montones de fans, entre ellos mis alumnos, pero yo nunca he sentido curiosidad por ellos. Me consta que hay cosas muy interesantes ahí desde el punto de vista estético, gráfico, cosas con una narrativa elaboradísima, a otros niveles, pero como usuario, como consumidor, los videojuegos no me ha llamado nunca la atención.

Volviendo a tus cómics, noto en ellos influencias literarias muy fuertes.

La literatura es algo que me parece fundamental. Soy por otro lado lector de todo tipo de literaturas. Este tema lo hablo mucho con mis alumnos, que por regla general tienen referentes relacionados con la animación. Cuando hablo con la gente del cómic, sus referentes suelen ser gente del cómic, pero yo creo que cualquier medio de expresión es fuente de inspiración y enriquece tu discurso, hagas lo que hagas, ya sean poemas épicos o tebeos de humor. Por otro lado, en la medida en que yo soy quien escribe mis propias historias, pienso que tengo que tener referentes literarios, claro. Y cuantos más heterodoxos sean, mejor. Me ocurre igual con el cine: disfruto lo mismo con Alfred Hitchcock o John Ford que con David Lynch.

A nivel gráfico me ocurre igual. Tengo la teoría de que cada historia demanda un grafismo. Obviamente no soy el único que piensa así. El maestro Alberto Breccia era un tío que con ochenta años estaba cambiando de estilo a cada historia que hacía. Yo he intentado huir siempre del encasillamiento, de fabricarme un arquetipo, un producto Antonio Navarro, que comercialmente seguro es un error, pero como tampoco he vivido de esto nunca, me lo he podido permitir. En Por Soleá, por ejemplo, que surge de una historia corta que publiqué en la revista CO & CO, cogí ciertos clichés del cine negro, como la femme fatale, el falso culpable y tal, y los mezclé con una estética propia de la España profunda de la posguerra. En ese cómic, gráficamente, hay un cambio radical con Simone, por ejemplo, pero es algo que yo busco. La historia, además, nació de una canción de Serrat, «Romance de Curro ‘el Palmo’». Se trata de una inspiración lejana, porque la historia en sí no tiene nada que ver con la de Serrat, pero a modo de homenaje a la canción sí que le pongo al personaje Curro, sí que hago que la Soleá trabaje en el guardarropa… Son solo guiños, pero ayudan a darle cuerpo a la historia.

Para finalizar, recomiéndanos un tebeo, uno clásico que creas que todo el mundo debe leer.

Lo lógico es que os recomiende algo de Tintín, del que soy un fanático porque me he criado con él, algo como Tintín en el Tíbet o El Loto Azul, que son dos monumentos, pero por decirte otra cosa, creo que todo el mundo debería leer los libros de Marsupilami de André Franquin.

Antonio Navarro

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