Arte y Letras

Las Marquesas: arte en el fin del mundo

Paul Gauguin Trois Tahitiens
Paul Gauguin, Trois Tahitiens ou Conversation.

Ils parlent de la mort
comme tu parles d’un fruit
ils regardent la mer
comme tu regardes un puits
les femmes sont lascives
au soleil redouté
et s’il n’y a pas d’hiver
cela n’est pas l’été
la pluie est traversière
elle bat de grain en grain
quelques vieux chevaux blancs
qui fredonnent Gauguin
et par manque de brise
le temps s’immobilise
aux Marquises

«Les Marquises», Jacques Brel (1977)

Cuando Jacques Brel viajó en velero a las lejanas islas Marquesas solo esperaba disfrutar de sus últimos años de vida en un lugar donde nadie lo conociera. A Brel le acababan de diagnosticar un cáncer de pulmón y lo único que deseaba era alejarse de la popularidad y de la ajetreada París, su ciudad de adopción. En cuanto pisó la isla de Hiva’Oa tras un largo viaje en velero se dio cuenta de que allí, en el fin del mundo, había encontrado el paraíso. Nadie sabía quién era.

«En estas islas donde la soledad es total he hallado la paz», confesó el cantautor belga, enamorado de la naturaleza salvaje de Hiva’Oa, de sus acantilados abruptos y de la autenticidad de su gente. Navegar en velero —el Askoy— y pilotar un avión bimotor que servía de taxi aéreo entre Hiva’Oa y Tahití se convirtieron en sus grandes pasiones tras instalarse en la pequeña población de Atuona junto a su última compañera, Maddly Bamy, que le acompañaba en aquel retiro voluntario a la Polinesia Francesa.

En 1977, Brel regresó a Francia para grabar su último disco, una declaración de amor a la isla que le había devuelto la ilusión por cantar y donde el tiempo parecía detenerse, aunque no lo suficiente como para frenar una enfermedad que seguía avanzando. En Les Marquises, su séptimo y último álbum, Brel derrochó energía, a pesar de que su cuerpo se apagaba por momentos.

Ya con una salud muy debilitada, decidió regresar a Hiva’Oa, la isla del Pacífico donde había encontrado la felicidad ayudando a la población a transportar cartas, medicinas e incluso enfermos a otras islas del archipiélago. Unos meses después, el artista belga fue trasladado a un hospital de París, donde fallecía el 9 de octubre de 1978, pero su corazón seguía tan unido a la isla que fue enterrado en Atuona, respetándose su voluntad. Esta pequeña población le ha dedicado un museo al cantante que alberga, entre otros recuerdos, su avioneta y el aeródromo de la isla lleva el nombre de Jacques Brel en recuerdo al cantante más querido de las Marquesas. 

Pero Brel no fue el único en enamorarse de este recóndito lugar del Pacífico, la tierra firme más alejada de un continente. Hiva’Oa era desde mucho tiempo atrás el hogar de navegantes solitarios, de artistas que, como Brel, buscaban el aislamiento y el anonimato. Su belleza mística y misteriosa lograba atrapar a todo aquel que llegaba a la isla y algunos ni siquiera volvían a casa. Preferían el silencio de la isla, la lejanía, la quietud de aquel entorno mágico, al mismo tiempo desértico, para buscar la inspiración y trabajar en sus obras. 

Brel no hizo otra cosa que seguir los pasos del artista francés Paul Gauguin, otro de los genios creativos que se sintió seducido por las Marquesas y plasmó en sus obras la belleza natural de estas islas, su último refugio. Gauguin llegó por primera vez a la Polinesia Francesa en 1891; sentía la necesidad de salir de Francia en busca de nuevas aventuras y paisajes exóticos que le permitieran, según dijo, «vivir como un salvaje». A excepción de una visita a Francia entre 1893 y 1895, el artista permaneció el resto de su vida en la Polinesia, donde su obra cobró fuerza.  Huyendo de la fría Europa —«¡Qué vida tan tonta, la forma de vida de los europeos!»—, se instaló primero en Papeete, capital de Tahití, donde pintó algunos de sus lienzos más conocidos como Mujeres de Tahití, El árbol grande o Mujer con una flor. 

En 1901 decidió proseguir con su aventura y, buscando el edén, se trasladó al archipiélago de las Marquesas, en concreto a la isla de Hiva’Oa. Gauguin anhelaba encontrar en la isla nuevos escenarios para sus obras y, sobre todo, la paz y la calma que nunca halló en Francia. No obstante, lejos de aquel paraíso de ensueño que tenía en la cabeza, se encontró con los abusos de las autoridades coloniales francesas sobre la población local. Enfermo de sífilis, sacó fuerzas de donde pudo para enfrentarse al gobierno y defender a los habitantes de la isla. 

El artista francés se había construido en Atuona una casa a la que llamaba Maison du Jouir (casa del placer) y donde viviría sus últimos años acompañado de su esposa Pau’ura. A pesar de su mal estado de salud, en Hiva’Oa fue capaz de pintar algunos de sus lienzos más hermosos, como Muchacha con abanico o Jinetes en la playa, un recuerdo a las obras de carreras de Degas, además de realizar tallas y esculturas. Gauguin murió en 1903 y en el cementerio de Atuona reposan los restos del pintor posimpresionista, que soñó con un mundo mejor en Hiva’Oa y la realidad le hizo topar con los abusos coloniales. 

Además de canciones y obras de arte, las Marquesas también pueden presumir de ser fuente de inspiración de novelas y poemas. Antes de convertirse en un referente de la literatura juvenil, Herman Melville todavía tenía mucho mundo por descubrir y, con veintidós años, decidió embarcarse en el ballenero Acushnet para recorrer las aguas del Pacífico, una aventura que le marcaría para siempre y que le llevaría a descubrir uno de los parajes más vírgenes del planeta, las islas Marquesas. 

En 1841 recaló en la isla de Nuku Hiva y quedó embriagado por la exuberante vegetación y el carácter de su gente. Melville convivió con el clan de los Taipi, que practicaba el canibalismo, y aunque en algún momento temió que lo devoraran, su destino fue muy distinto. Lo trataron tan bien que se enamoró de los habitantes del valle de Taipivai, sorprendido por sus dotes para la música, el baile y los tatuajes, y su desinhibición sexual. Aquellas experiencias en las Marquesas inspiraron a Melville, a su regreso a Estados Unidos, para escribir al menos media docena de novelas entre 1846 y 1851. Taipi es una de las obras en las que el escritor narra sus vivencias en aquel recóndito lugar del planeta y cómo lo abordaron un grupo de mujeres desnudas a su llegada al puerto para darle la bienvenida: «¡Qué visión para nosotros, marineros! ¿Cómo evadir tal tentación? ¿Quién podría pensar en lanzar al mar a estas cándidas criaturas cuando habían nadado millas solo para recibirnos? Estas mujeres sienten verdadera pasión por el baile, y su gracia y espíritu salvaje sobrepasan todo lo que he visto hasta ahora».

El canibalismo y las orgías que Melville describe en Taipi motivaron que los editores norteamericanos rechazaran en un primer momento publicar el manuscrito por considerarlo poco creíble. Otro de los tripulantes del ballenero decidió entonces enviar una carta a un periódico de Buffalo en la que certificaba la veracidad de las historias narradas y aquella misiva, junto con el hecho de que la edición británica funcionara bien, llevó finalmente a Wiley & Putnam a publicar la obra en Estados Unidos con la condición de eliminar algunos fragmentos.  

Tras su estancia en las Marquesas, Herman Melville prosiguió con su aventura en el mar antes de regresar a Estados Unidos y empezar a escribir Taipi, considerada la primera novela de los Mares del Sur. Fue tal el éxito del relato que durante muchos años el escritor fue más conocido por Taipi que por la novela dedicada a la ballena más famosa del mundo, Moby-Dick.

También el novelista, poeta y ensayista escocés Robert Louis Stevenson navegó hasta las Marquesas buscando su particular isla del tesoro. «No viajo para ir a un lugar en particular, sino por ir; viajo por el placer de viajar, la cuestión es movernos», declaró antes de iniciar el que sería su gran viaje.

Stevenson partió desde San Francisco el 20 de junio de 1888 junto a su mujer y su hijastro y, tres semanas después, recaló en Nuku Hiva, «la isla más bonita y, con diferencia, el lugar más inquietante del mundo», según sus propias palabras. 

El poeta describe en el primer capítulo de En los Mares del Sur, crónica de curiosas aventuras y anécdotas, cómo la magia de la isla, la belleza de la bahía de Hatihe’u y la brutalidad de la naturaleza lograron hechizarlo desde un primer momento: «La primera experiencia nunca puede repetirse. El primer amor, la primera salida del sol, la primera isla de los Mares del Sur… son recuerdos únicos que conmueven un sentido nunca antes experimentado». También en una carta enviada a Sidney Calvin en julio de 1888 el autor relata su felicidad en la isla: «El clima es delicioso y el puerto uno de los lugares más bonitos que uno pueda imaginar».

Stevenson era un apasionado de los viajes, aunque estos fueran sin rumbo, y, después de tres semanas en Nuku Hiva, tuvo claro que la aventura debía seguir. Había llegado el momento de seguir navegando y, a bordo del elegante Casco, partieron hacia Hiva’Oa, donde el autor de La isla del tesoro siguió recopilando información para la que sería su gran crónica de viajes, En los Mares del Sur. A pesar de que la salud nunca le había acompañado —empezó a estar enfermo ya de niño—, el escocés siguió navegando y descubriendo nuevos lugares hasta sus últimos días, planteándose la vida como una aventura sin fin pero sin olvidar su Edimburgo natal. «Tanta prisa tenemos por hacer, escribir y dejar oír nuestra voz en el silencio de la eternidad que olvidamos lo único realmente importante: vivir», confesó poco antes de morir. 

También abducido por las Marquesas quedó, siendo todavía un niño, Jack London al descubrir los relatos de Melville y tuvo claro que, en cuanto pudiera construirse un barco, viajaría a las lejanas islas. En 1907, London hizo realidad su sueño infantil y encargó la construcción de un velero de quince metros. Así, a bordo del célebre Snark —tomó prestado el nombre del título de un poema de Lewis Carroll el maestro de las novelas de aventuras partió desde San Francisco hacia las islas del Pacífico. Waikiki, Molokai y Maui, del archipiélago de Hawái, fueron algunas de las paradas del Snark hasta que, dos meses más tarde, la fiesta llegó a Nuku Hiva y lo que allí encontró poco (o más bien nada) tenía que ver con la visión romántica de Melville en sus relatos.

Al poco de llegar, London y sus acompañantes asistieron a un banquete en el que los comensales envolvían la carne en hojas verdes y la llevaban al campamento del mismo modo que tiempo atrás transportaban la carne humana. El escritor también tuvo la oportunidad de convivir con los habitantes del clan de los Taipi y, en lugar de encontrarse con las mujeres de espectacular belleza que describía Herman Melville en sus obras, se topó con una población afectada de lepra y tuberculosis. Si bien la realidad era muy distinta a lo que Jack London había imaginado en su infancia, nunca se arrepintió del viaje y plasmó aquella experiencia en su libro de relatos El crucero del Snark

Decía Herman Hesse que la mitad del romanticismo de un viaje no es más que la espera de una aventura. En las Marquesas, el lugar más alejado de todas las partes del planeta, todavía queda espacio para aventureros y artistas en busca de nuevas experiencias que alimenten sus obras o enriquezcan sus vidas. Y aquellos que no puedan viajar hasta el fin del mundo siempre pueden leer las peripecias de Melville y Stevenson en el sofá de casa y seguir soñando con el paraíso.

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