Sociedad

Como si galoparan sobre sus caballos

Niños en la escuela de Tskhiri en la castigada región de Mingrelia.
Niños en la escuela de Tskhiri, en la castigada región de Mingrelia.

Clanes que luchan a orillas del mar Negro; un cliché postsoviético en sepia. Abjasia es también un país pequeño en el que todos se conocen, literalmente.

Imaginamos que Verne habría usado esas imágenes en sepia para ilustrar su viaje, pero es sabido que no llegó a pisar casi ninguno de aquellos lugares que tan escrupulosamente documentó a lo largo de su obra. Tampoco le hizo falta viajar a Abjasia, para eso estaban sus personajes. Como Keraban, al que llamaban «el testarudo»; ese rico comerciante de tabaco que rompe en cólera cuando, a orillas del Bósforo, descubre que tiene que pagar un impuesto para llegar hasta su casa en el lado asiático. A pesar del valor casi simbólico de la tasa, el tabaquero desafía al policía de aduanas con un insólito itinerario: 

Atravesaré Turquía, el Cáucaso y Anatolia y llegaré a Escútari sin haber pagado una sola moneda de vuestro impuesto». Así comienza una fantástica aventura alrededor del mar Negro. Tras dejar atrás los Balcanes y la península de Crimea, Kerabán llega a la misteriosa Abjasia, justo a mitad de travesía. Se presenta a sus ojos como una provincia aparte, situada en plena región caucásica donde, dice, el nativo permanece todavía en un estado casi salvaje, y su lengua carece de vocabulario suficiente para expresar las ideas más elementales. Como es habitual en toda su obra, Verne describe la Abjasia de hace cien años con gran minuciosidad: las distancias entre las aldeas y pueblos, indicadas siempre en leguas y verstas, los frescos de los templos ortodoxos, y alguna que otra comida «bañada en una sopa agria y sazonada con kéfir y azafrán. 

Keraban pasó por allí a finales del XIX, cuando la destrucción causada por los rusos durante la ocupación del Cáucaso era aún patente. Verne da cuenta de ello en su relato, pero resulta paradójico pensar que el bretón apenas habría encontrado diferencia alguna cien años más tarde. Son las huellas de otra guerra las que le habrían provocado esa sensación de déjà vu.

Al igual que en Moldavia o en Chechenia, el desmoronamiento de la Unión Soviética en 1991 trajo consigo el enfrentamiento entre sus antiguos inquilinos. Los abjasios pusieron sobre la mesa una propuesta confederal que les permitiera vivir junto a los georgianos, pero la respuesta de Tiflis fue clara: «Georgia para los georgianos», espetó orgulloso Zviad Gamsajurdia, el primer presidente de la Georgia independiente.

Estalló un conflicto breve pero brutal que se saldó con miles de muertos y la deportación de todos los georgianos que vivían en Abjasia —la mitad de la población— en 1993. Los años siguientes fueron terribles para los expulsados, pero también para los abjasios; nadie en el mundo admitía la existencia de una pequeña república a orillas del mar Negro, lo cual se tradujo en un embargo internacional que casi asfixia a toda la población. El primer balón de oxígeno no llegaría hasta 2008, cuando Rusia inauguró la lista de países que reconocen a Abjasia. Los otros son Nicaragua, Venezuela y tres islas-Estado polinesias. 

Cuarentena permanente

Se podría decir que Abjasia es un como un continente del tamaño de Navarra: las aguas del mar Negro pueden superar aún los 20 grados mientras que las del lago Ritsa, a pocos kilómetros pero todos cuesta arriba, están a punto de congelarse. Uno puede bañarse en un palmeral con los picos nevados del Cáucaso haciendo sombra sobre la playa. Tal cual. 

Un atractivo añadido de esta costa puede estribar en las dificultades para hollar sus playas. Allá por 1920, una cuarentena permanente hacía el acceso por mar imposible, pero siempre hay alguien que acaba por abrirse camino. En su obra autobiográfica Historia de una vida, el periodista y escritor ruso Konstantín Paustovski recuerda que el barco en el que viajaba rumbo a Odesa realizó una parada no prevista en Sujumi. 

«¿Qué lugar es este? ¿Un milagro? ¿La isla de Tahiti? ¿Quizás el archipiélago de Samoa?», exclamó el viajero, sin apenas dar crédito a lo que veía desde el ojo de buey de su camarote. Bajar a tierra estaba terminantemente prohibido debido a la misteriosa cuarentena, pero el ruso se las ingenió para convencer al oficial de aduanas de que le dejara pasar un día en Sujumi. «El policía me dijo que dejara todo mi equipaje en el camarote, como garantía de mi vuelta», recuerda el audaz periodista. Y así lo hizo, una vez hubo guardado todo el dinero que llevaba encima en el bolsillo de su chaqueta. Aquella excursión de un día se convertiría en una estimulante estancia de dos años.

El periodista ruso describe a los nativos: «Gente que rara vez se baja del caballo y se expresa mediante una lengua gutural que recuerda al graznido de las águilas».

Paustovski no tendría hoy dificultad alguna para hacerse entender. La lengua franca de los aproximadamente doscientos cincuenta mil habitantes de Abjasia es el ruso. Hasta Fazil Iskander, el poeta nacional, ha escrito toda su obra en la lengua de Pushkin. Si bien es posible imitar hoy a aquel aventurero saltando a uno de los cargueros turcos que abastecen a la pequeña república, se puede acceder al territorio por tierra tanto por Rusia como por Georgia. En cualquiera de los casos, resulta imprescindible un visado que se obtiene rellenando unos documentos por internet, y que es mucho más asequible para el visitante occidental que un visado multientrada ruso. 

Así las cosas, las opciones se reducen a Georgia, atravesando la zona de contacto entre dos entidades que, si bien ya no se lían a tiros, siguen oficialmente en guerra. Otra de las características de los llamados conflictos congelados es que todos se esfuerzan por guardar las apariencias: los georgianos hacen como si no hubiera un país al otro lado del río Inguri, mientras que los rusos, que son los que controlan el acceso a la orilla abjasia, insisten en que Abjasia es un país soberano.

Otro desafío cotidiano en el paseo
Otro desafío cotidiano en el paseo.

Parte 1

Los recién llegados

Hemos leído todo lo que ha caído en nuestras manos de Abjasia, desde los clásicos hasta los tópicos, e incluso hemos llegado hasta la misteriosa Sujumi. Ahora es cuando nos sentamos en un bar y esperamos a que pasen cosas. Es una forma tan legítima como cualquier otra de empezar, quizás la mejor. 

El sitio se llama Barista y ofrece un café italiano, crêpes y muffins, entre otras cosas, tanto dentro como en una terraza acristalada justo en la corniche de la capital abjasia. De no ser por la cerveza local —Sujumskoie nada la distinguiría de una cafetería «global» al uso en el centro de Barcelona, París o Moscú. Dana, una de las tres camareras, habla inglés. Explica que llegó de Damasco hace cuatro años, en uno de los dos aviones que el Gobierno abjasio fletó para «repatriar» a quinientos como ella. Tenemos que entrecomillar, porque ni Dana ni el resto de los que se subieron a esos dos aviones en Beirut habían estado antes aquí. 

Son descendientes de aquellos que buscaron refugio en Oriente Medio cuando las tropas del zar invadieron el Cáucaso, a principios del siglo XIX. Doscientos años más tarde, la despoblada república de Abjasia brinda una oportunidad de comenzar una nueva vida a aquellos sirios que puedan acreditar un origen norcaucásico; una campaña que trae a la mente la imagen de judíos de todo el mundo desembarcando en el aeropuerto de Tel Aviv. 

Dana, no obstante, dice que esperaba otra cosa; que no acaba de encontrar su sitio:

«Es tranquilo, no hay guerra, pero poco más se puede decir. He tenido que aprender ruso a marchas forzadas y me paso todo el día en el trabajo por un sueldo que apenas nos da para vivir a mí y a mis dos hijas», explica la damascena, que no ve el momento de volver a su ciudad natal.

Si bien Dana se sincera desde el primer día, son pocos los sirios que se muestran dispuestos a hablar de un tema tan aparentemente controvertido como el de su integración en la tierra de sus antepasados. Apenas nadie quiere dar su nombre completo, y menos ser fotografiado. «Aquí nos conocemos todos», recuerda Dana. 

Tiene razón. Los encontramos trabajando en restaurantes, tiendas de ropa o haciendo trabajos de enmarcación, y también los vemos rezar en la mezquita, pero todos tienen siempre «mucho trabajo» o «mucha prisa». Dana contacta con Basima por teléfono y le habla de nosotros. Aun así, ha necesitado cuatro días para pensárselo antes de pasar por el Barista.

Fue su bisabuelo el que dejó atrás Abjasia y llegó hasta Siria antes de que se llamara así. Basima, damascena del 71, nos habla de una vida anterior, de cuando excavaba en Palmira con Khaled Asaad, al que el Estado Islámico decapitó con una espada frente a una multitud. Antes de aquello, había trabajado durante ocho años en el Museo Internacional de Damasco, y también de profesora de secundaria. Pero de ahí la echaron por un comentario desafortunado sobre Asad delante de sus alumnos. A su marido tampoco le gustaba que su mujer no lo acompañara a las manifestaciones a favor del régimen cuando empezó todo, o que no cubriera su cabello con un hiyab. Y habría más.

La convivencia resultaba insoportable, y su separación coincidió con el inicio de los combates en Damasco. Pelear por la custodia de tres criaturas en aquellas circunstancias era todo un desafío, pero nada comparado con lo que vendría después. 

«En julio de 2012 me llevé a mis hijos de casa de mi suegra y viajamos hasta Daraa —cerca de la frontera con Jordania—. Estaba embarazada de mi cuarto hijo», recuerda Basima, aún incrédula ante una de las pocas veces que la fortuna le ha sonreído en los últimos años. 

«El paso fronterizo estaba cerrado, pero uno de los guardas había sido alumno de mi padre y tenía muy buen recuerdo de él. Me dijo que esperara y, una semana más tarde, pude cruzar a Jordania».

Como el resto de los refugiados sirios en Amán, Basima también pidió visados en casi todas las embajadas, pero el único sitio al que podía viajar era a la tierra de sus antepasados. Voló a Moscú, donde la retuvieron durante doce horas y perdió la conexión a Krasnodar —sur de Rusia—. Con un bebé pequeño colgado del pecho y sin un rublo en el bolsillo, un norcaucásico al que encontró en el aeropuerto compró los cuatro billetes de avión que necesitaba para llegar a su destino.

Hoy vive en una casa que el comité le ha cedido a las afueras de la capital, y sobrevive gracias a la solidaridad de la comunidad, porque lleva cinco meses sin cobrar su sueldo de profesora. A pesar de las dificultades, dice que jamás volvería a Siria.

«Siria era mi país y Palmira era mi vida, pero allí ahora solo veo sangre».

Como el resto, prefiere no dejarse fotografiar, pero no se despedirá sin pedirnos una foto juntos para el recuerdo.

El baloncestista

Al igual que Dana, Basima ha eludido el tema, pero ambas dejan claro que no están conformes con la labor del Comité de Repatriación. Los pisos prometidos por la Administración abjasia a los sirios tardan demasiado en llegar, lo mismo que los trabajos, las ayudas económicas por hijos, por casarse en Abjasia… Ocurre desde que el programa se iniciara nada más acabar la guerra, entonces con abjasios de Turquía. Son gente como Dunya, quien encontró la forma de salvar el muro del que, dice, es el comité «más corrupto de Abjasia». 

«Antes, a cada negativa de esta gente a darme lo que me corresponde según nuestra Constitución, llamaba directamente al presidente; solo así conseguí la casa, el trabajo, los cincuenta mil rublos que nos correspondían a mi mujer y a mí por habernos casado en Abjasia y, más recientemente, la asignación por nuestro primer hijo», explica este abjasio de treinta y cinco años y dos metros de altura. 

Dunya, que asegura tener un 75 % de sangre kurda, se define como un «nacionalista turco». Además, es asesor del presidente de Abjasia en Asuntos Internacionales, profesor de Ciencias Políticas en la universidad, trabaja esporádicamente con alguna de las ONG en la zona y juega a baloncesto, «más por dinero que por gusto». Semejante capacidad de trabajo apenas le reporta el equivalente a trescientos euros al mes —el espresso está a un euro en el Barista—. 

Dice que podría hacer como algunos de sus compañeros en la universidad: cobrarles a sus alumnos cien dólares por aprobarles la asignatura. 

«Les digo a mis alumnos que se quejen al jefe del departamento, pero se me ríen a la cara. Luego que se lo expliquen al rector, pero me dicen que ese es el peor…», relata el «retornado». Como se resiste a cobrar por los aprobados, Dunya se tiene que enfrentar a un acoso continuo por parte de los suspendidos y sus padres. Y no es para tomárselo a broma:

«Me buscan en el despacho o me paran por la calle para saber cuál es mi familia, buscar un parentesco donde no lo hay para recurrir al chantaje emocional de los lazos tribales. Tengo que escuchar cosas del tipo “Pero si somos familia, ¿cómo puedes suspender a mi hijo?”».

La corrupción en la universidad, apunta, apenas es una anécdota comparada con la del Comité de Repatriación. Ya nos avisó sobre cómo será nuestra entrevista con ellos. Todo empezará con un solemne discurso de Beslan Andreievic, el presidente, antes de llegar siquiera a preguntar nada. Hablará de la historia milenaria de Abjasia; de la guerra con Georgia, la diáspora, «repartida en cincuenta y tres países…». El encendido alegato final en favor de la independencia de Cataluña no había entrado en las predicciones del baloncestista, pero sí que el número exacto de «repatriados» seguiría siendo una incógnita.

«Las cifras de retornados son secretas; solo le puedo decir que han llegado entre diez mil y veinte mil desde el comienzo del programa en 1993», esgrimía Alexeievic. Tampoco había datos de los que habían vuelto a Turquía o Siria, o una estimación aproximada del número de viviendas cedidas a la diáspora. Secreto.

Abdul Kadir, otro abjasio de Turquía y encargado del Barista, decía conocer las razones del comité para ocultar las cifras: «Se niegan ayudas a gente a la que le corresponde por ley, pero ese dinero acaba saliendo, y ocurre lo mismo con las viviendas; ahí está el verdadero negocio: ¿sabes cuántas quedaron vacías tras la guerra?», explica el hostelero, ya listo para bajar la persiana de la cafetería. 

El antiguo balneario de Sujumi antes lugar de descanso para las élites soviéticas y hoy parada de fantasmas.
El antiguo balneario de Sujumi, antes lugar de descanso para las élites soviéticas y hoy parada de fantasmas.

Parte 2

Los de casa

No hay visita a Abjasia sin parada en el lago Ritsa, una de las «postales» por excelencia de la república. Las primeras nieves amplifican el silencio en este rincón del Cáucaso en el que, por supuesto, Stalin también tenía una casa de veraneo. Valery, el guarda de la hoy casa-museo, nos enseña las estancias en las que destaca un piano que perteneció a Nicolás II, el último zar de Rusia, y la ausencia de una cocina.

«Stalin odiaba el olor a comida, por eso se la traían de la orilla opuesta del lago», apunta el chaval, señalando el embarcadero desde una hermosa balconada de madera. Eran los tiempos en los que el ruido de las explosiones anunciaba a los lugareños que el líder del país más grande del mundo estaba en uno de sus lugares más recónditos: como no podía ser de otra manera, el georgiano más poderoso que ha conocido la humanidad pescaba con dinamita. 

En esta misma casa recibía la visita de Lavrenti Beria, otro conocido personaje que se convertiría en azote de sus pueblos vecinos, abjasios incluidos. Es difícil pensar que la política de deportaciones masivas, que masacró y desubicó a naciones enteras, pudiera haberse concebido en un lugar tan idílico. 

Ya hemos mencionado antes que prácticamente toda la nomenklatura se dejaba caer por Abjasia y, a veces, con invitados igualmente ilustres. El propio Castro vino en 1963 invitado por Jruschov, en una visita profusamente ilustrada en un libro de fotos. Se publicaron mil ejemplares el pasado año, pero nunca llegó a comercializarse. 

«Quisimos entregarle uno en mano a Fidel, pero murió antes que pudiéramos hacerlo», lamenta Viacheslav Chirikba, impulsor de la iniciativa. Lo hizo durante su mandato como ministro de Exteriores de Abjasia, entre 2011 y 2016.

Desde la cafetería del hotel Ritsa, el exministro pasa las páginas de un libro que bien podría tratarse de un álbum familiar: Castro bebiendo vino abjasio de un cuerno junto con el hermano de su abuelo; Castro vestido con burka y papaja —espaldero y sombrero típicos del Cáucaso—, posando con el tío de su mujer… No todos son parientes suyos, pero los conoce por sus nombres y el de las familias a las que pertenecen. 

La familia, el clan, sigue teniendo un gran peso en la fracturada política abjasia. Están los Shamba, los Chachba y, sobre todo, los Ardzinba, hegemónicos en casi todos los ámbitos de la sociedad. Esa naturaleza aún tribal de los abjasios es la que estuvo detrás de los incidentes de 2014, cuando unas protestas obligaron a dimitir al entonces presidente Alexander Ankvab, provocando nuevas elecciones que auparon a Raul Jadyimba al poder. 

«Tras el reconocimiento de Rusia en 2008, la amenaza exterior, la georgiana, disminuyó, pero aumentaron las tensiones internas», resume Chirikba. Durante su etapa como ministro de Exteriores siguió tocando todas las puertas en busca de aliados y, sobre todo, de reconocimiento. Si bien admite que este último es prácticamente un imposible, dice que se trata de una cuestión de «hechos consumados».

«El que solo seis países reconozcan a Abjasia como un país soberano no quita que este lo sea a todos los efectos, y lo cierto es que, a día de hoy, estamos completamente desvinculados del antiguo poder central en Tiflis», subraya tajante el abjasio. Chirikba recuerda que una ley soviética aprobada en 1990 reconocía el derecho de Abjasia a la secesión en caso de que Georgia abandonara la URSS. «Fue el colapso repentino del 91 el que impidió que la ley se ejecutara evitando la guerra».

Si bien la relación con Tiflis es nula, no puede decirse lo mismo de sus canales con Moscú. El despliegue de tropas rusas por todo el territorio y la enorme embajada que Rusia ha levantado en el mismo centro de Sujumi son muestras más que elocuentes del lado hacia el que se inclina la balanza. 

De acuerdo, la UE ha aportado más de cincuenta millones de euros a Abjasia desde 2008, pero no es más que una décima parte del dinero que Moscú ha puesto sobre la mesa. A pesar del apoyo militar, político y económico del vecino del norte, él asegura que a Rusia «no le importan demasiado ni la democracia ni los derechos humanos en nuestro país».

No podemos dejar de mencionar que fue el propio Chirikba el impulsor del programa de «repatriación» de la diáspora siria. Cuatro años después de traer a esos quinientos sirios abandonaría la vida política para volver a la universidad, donde dobla como profesor de Relaciones Internacionales y de Lingüística, su especialidad y su pasión. Entre otras muchas lenguas, ha estudiado el euskera; se presentó con un diccionario ruso-vasco manuscrito la primera vez que lo conocimos, en el otoño de 2006, y sería él mismo el autor del primer diccionario abjasio-euskera cinco años más tarde. 

Más que el análisis comparativo entre lenguas que, dice, pueden tener un origen caucásico común, es la propia supervivencia del abjasio la que le quita el sueño. ¿Qué puede hacer un idioma que apenas hablan cien mil personas ante otro, el ruso, que cuenta con más de ciento cincuenta millones de hablantes? No es fácil, sobre todo teniendo en cuenta la extrema dificultad del abjasio para aquellos cuya lengua materna es el turco, el ruso o el armenio. Lo más preocupante, continúa Chirikba, es que los propios abjasio-hablantes recurren con demasiada frecuencia al ruso. «Los vascos tenéis una frase que resume a la perfección lo que está ocurriendo aquí: “una lengua no se pierde porque los que no la saben no la aprenden, sino porque los que la conocen no la hablan”», recita de memoria el lingüista el verso convertido casi en eslogan del poeta vasco Joxean Artze.

Antes de despedirnos, Chirikba caminó con nosotros hacia el Barista por el paseo marítimo, donde un grupo de krishnas rusos parecía haber hipnotizado a media docena de perros callejeros. No obstante, su letanía era incapaz de ralentizar siquiera el paso firme de las dos señoras del nordic walking. Las veíamos pasar casi todos los días, lo mismo que a las gitanas que vendían flores y banderas abjasias. Según Chirikba, eran de Crimea. «Cuando vuelven los gitanos uno ya entiende que existe cierta normalidad en el país», bromeó el abjasio, hablando totalmente en serio. Luego nos hizo dar un rodeo hasta las ruinas del Dioskurias, antes de la guerra un restaurante de lujo donde uno podía cenar sobre los restos sumergidos de la una vez próspera colonia griega de Dioscuríade. Hasta aquí, hasta la antigua Cólquide, llegaron Jasón y sus argonautas en busca del vellocino de oro. También lo hizo Estrabón y su ejército de setenta traductores, uno por cada lengua que se escuchaba en este cosmopolita enclave hace más de dos mil años. 

Parte 3

Los otros

A los abjasios les encanta contar a los visitantes la leyenda que justifica la belleza natural de su país. Dios ya había repartido el mundo entre los distintos pueblos para cuando llegaron. «Teníamos huéspedes que atender», justificaron su retraso los abjasios. Conmovido por su hospitalidad, Dios les ofreció el terreno que se había guardado para sí mismo: un trozo de paraíso en la tierra. 

El relato no deja de tener su gracia, e incluso gana interés cuando descubrimos que los georgianos también lo hacen suyo, y sin cambiar una sola coma. Lo cierto es que la historia de ambos pueblos se entrelaza en reinos comunes como el de los Leónidas y los Bagrátidas —entre los siglos X y XIII—, pero también colisiona violentamente, sobre todo bajo los caprichos de foráneos como Stalin, quien anexionara la pequeña Abjasia a Georgia en 1931, o de Putin, que selló definitivamente su desmembración de Tiflis, reconociéndola en 2008. 

Mientras georgianos y abjasios se amaban y odiaban a partes iguales durante siglos, seguía llegando gente de tierras vecinas al territorio: colonos, o exiliados rusos por el norte, comerciantes turcos por la costa o, por el este, armenios que huían del genocidio en Anatolia, a principios del siglo XX. Estos últimos son, junto con los mingrelios, las dos comunidades más numerosas tras los abjasios. La convivencia no siempre es fácil. 

Un apellido abjasio —de esos que cuentan con el patronímico en «-ba»— eximirá a más de uno de una multa por velocidad, un privilegio del que los armenios, por ejemplo, no gozan. Y es algo realmente injusto cuando oímos que la mayor parte de los accidentes los provocan los primeros. Fue un policía de tráfico el que nos dijo que los abjasios conducen «como si galoparan sobre sus caballos, siempre midiéndose con los demás», mientras que los armenios tienen fama de ser conductores muy prudentes. También se dice que estos últimos son disciplinados en el trabajo, y que la trayectoria política del país está en sus manos: se les acusa de votar en bloque, mientras los abjasios, siempre tan viscerales, tan caucásicos, son víctimas de su propia división interna. 

Monitorear dichos comicios es una de las labores que desarrolla el Centro para Programas de derechos Humanos, una ONG fundada en 1994 tras la guerra y financiada con fondos del Reino Unido y de la UE. Liana Kvarchelia, una de sus fundadoras, insiste en que la negativa de la comunidad internacional a aceptar la «nueva realidad» es la fuente de muchos otros problemas a los que se enfrentan los abjasios. «Si bien Rusia fue la primera en reconocer a Abjasia —continúa Kvarchelia—, Moscú no le da ninguna importancia a que la democracia germine aquí».

Arda Inal Ipa, también cofundadora de la ONG, interviene para subrayar que la corrupción es uno de los problemas más preocupantes y de más difícil solución.

«En cualquier otro país se encausaría a los responsables, pero el nuestro es demasiado pequeño. ¿Cómo llevar a juicio a un familiar, o a un vecino, o a un amigo cercano?», explica la activista. El sistema hunde sus raíces en el tribalismo:

«Si perteneces a un clan importante, si tienes veteranos en la familia, o mártires, entonces tienes el poder para hacer lo que quieras».

Son aseveraciones como estas las que han levantado la sombra de la sospecha sobre Kvarchelia, Inal Ipa y sus colaboradores. Dicen estar acostumbrados a que les acusen de ser «espías georgianos», pero no temen por su integridad física. 

«A veces no es fácil apuntar hacia los problemas y sus responsables, pero tampoco vivimos con miedo a ser “purgadas” por hacerlo», admiten.

La zona muerta

Uno de los temas más espinosos sobre los que trabaja la ONG es el de los cerca de diecisiete mil pasaportes que Sujumi retiró a residentes de Gali, una localidad cercana a la frontera de facto con Georgia. La mayoría en esta zona deprimida del país cuenta con un pasaporte georgiano, que es el que les permite cobrar unas exiguas pensiones desde unas furgonetas dispuestas para ello en la frontera. 

«Para esta gente es una cuestión de mera supervivencia, sobre todo ahora que las cosechas han sido arrasadas por una plaga de chinches», apunta Inal Ipa. Nos han dicho varias veces ya que es ese insecto, y no la corrupción o la falta de reconocimiento internacional, el problema más acuciante de Abjasia. Si el turismo estival y la inversión rusa son las fuentes principales de ingresos de la mitad oeste de Abjasia, el este, entre Sujumi y Georgia, sobrevive casi exclusivamente del cultivo de la mandarina. Y la chinche ha acabado con casi todas.

Aún antes de la plaga, Gali y el resto de las zonas limítrofes con la frontera eran una «zona muerta» para los sujumitas. Pregunten en la capital, sobre todo a las generaciones más jóvenes: prácticamente nadie conoce esa región de Abjasia, a menos de cien kilómetros hacia el este. 

«¿Para qué ir si no hay nada allí?», nos dirá más de uno. Y no les faltará razón. Las casas quemadas de los que perdieron la guerra se asfixian ahora entre los zarzales y la mala hierba que crece sin control. Lugareños con sacas cargadas con lo poco que han podido rescatar de la plaga esperan en los márgenes de la carretera, a menudo durante horas, a que alguien los lleve de vuelta a su casa en mitad de ninguna parte. Nos da la sensación de que a algunos los vimos cuando atravesamos la zona tras cruzar desde Georgia. Entonces también llovía.

La mayoría de los que viven en la zona muerta son mingrelios. Solo la mala fortuna ha querido que esas tierras que hoy devoran las plagas y la mala hierba se hayan hundido en la falla geopolítica que separa a Abjasia y Georgia; a Rusia de Occidente. Viven a ambos lados. Su lengua, el mingrelio, es pariente del georgiano, pero, a diferencia de este último, no cuenta con una norma escrita propia. También se diferencian del resto de las tribus caucásicas por el hecho de que, en la miríada de guerras locales, los campesinos mingrelios siempre se ponían de parte de los turcos. Los nobles de la capital y los comerciantes se alineaban con los rusos. 

En cualquier caso, hay que decir que nunca ha existido un sentimiento nacionalista mingrelio significativo, y que la mayoría de ellos se identifica con su identidad georgiana. Sin ir más lejos, Zviad Gamsajurdia —recuerden, el primer presidente electo de la Georgia independiente—, era un mingrelio de Georgia. Entre los mingrelios nacidos en el lado abjasio de la frontera estaba Lavrenti Beria. Esos apellidos característicos terminados en «-ia», en contraposición al «-ba» abjasio, son los que, a ojos de muchos, distinguen a unos de otros en sus pasaportes, pero lo cierto es que ambos pueblos han convivido durante al menos dos mil años en la región: su sangre se ha mezclado durante siglos; hay abjasios con apellidos mingrelios y viceversa. Esto es lo que nos contó Chirikba, uno de los que más ha estudiado del tema.

Desgraciadamente, el integrador discurso del exministro no es algo que comparta la mayoría. Organizamos la visita a Gali —así es como llaman los locales a su ciudad— a través de contactos en el lado georgiano porque los mingrelios desconfían de todo lo que viene de Sujumi. Nana nos recibe con una mesa repleta de jachapuri —la empanada de queso local—, pepinillos, mandarinas y chacha —el aguardiente del Cáucaso—. A sus setenta y nueve años, es una de entre los diecisiete mil a los que se les retiró el pasaporte abjasio hace dos años. 

En su día, Nana guardó una cola durante días, con la ayuda de familiares y amigos, para conseguir un pasaporte abjasio a cambio de entregar el georgiano. El funcionario lo destruyó con ceremonia delante de ella, pero ambos sabían que se trataba de un gesto puramente simbólico: a Nana no le llevó más de un día recuperar su pasaporte georgiano al otro lado de la frontera.

«Cobro una pequeña pensión de Tiflis, y la asistencia médica al otro lado es infinitamente mejor que aquí. ¿Qué otra cosa podría hacer?», justifica la anciana.

Tras descartar una intervención armada para recuperar el territorio perdido, Georgia ha optado por una estrategia de seducción cuya cara más visible es el distrito comercial levantado a escasos metros de la frontera: galerías con supermercados abarrotados de productos y modernas cafeterías, pero también farmacias e incluso un pequeño hospital. Todo vale para ganarse los corazones y las mentes no solo de georgianos y mingrelios al otro lado, sino incluso de los abjasios.

Un pasaporte abjasio no cambiaría sustancialmente la vida de una anciana de Gali que ni siquiera recuerda cuándo estuvo en Sujumi la última vez. No obstante, ser legalmente extranjera en su propia tierra implica que tanto la casa en la que nos recibe como las tierras colindantes no podrán ser heredadas por sus hijos. 

«Quieren que nos vayamos y que no volvamos jamás», dice la anciana, entre gajos de mandarinas. La fecha del retorno anterior ha sido precisamente la maniobra legal a la que se ha agarrado la Administración abjasia resucitando una ley aprobada en 2005 según la cual todos aquellos que no hubieran vivido en Abjasia entre el 94 y el 98 no tenían derecho a la nacionalidad. Cuarenta mil de entre los doscientos mil expulsados tras la guerra volvieron a Abjasia, la mayoría aquí, a Gali.

La la identidad local también se desvanece en las escuelas, donde el georgiano ha sido suplantado por el ruso. Aunque todo es aún más complicado.

«Hasta cuarto de primaria la mayoría de las asignaturas son en abjasio, pero a partir de ahí la educación continúa en ruso, con el georgiano como asignatura», explica Lana Goglia desde la escuela de Tskhiri. 

El Danish Refugee Council, una de las ONG que trabaja en esta parte del Cáucaso, ha ayudado cambiando las ventanas y acondicionando un baño, pero habrá que hacer mucho más para que los cincuenta y ocho niños de este colegio aguanten dentro de clase con temperaturas por debajo de los cero grados durante el invierno. Pero no es tanto la precariedad de los colegios abjasios como la eliminación por decreto de la enseñanza en georgiano la que ha hecho que muchas familias de la frontera manden a sus hijos a la escuela en Georgia. Durante la semana, los pequeños se alojan con familiares al otro lado de la frontera, generalmente en Zugdidi, y vuelven a casa cada fin de semana. Goglia dice entenderlo «perfectamente».

«Tanto los alumnos como nosotros tenemos dificultades con el ruso y, sobre todo, con el abjasio. Hablamos mingrelio en casa, pero soñamos con poder volver a estudiar y enseñar en georgiano», explica la veterana maestra, desde un despacho húmedo y desconchado que preside una bandera abjasia. «A veces me pregunto quiénes somos realmente».

En el Museo de la Guerra de Sujumi de cuando los partes de guerra se escribían a máquina.
En el Museo de la Guerra de Sujumi, de cuando los partes de guerra se escribían a máquina.

Acabando

Pedimos una entrevista con el presidente de Abjasia, Raul Jadyimba, desde el primer día, pero ya se nos informó entonces de que estaba fuera, y que no se conocían las fechas exactas de su vuelta. Pasó lo mismo con el ministro de Exteriores y, a modo de compensación, nos ofrecieron a Kan Taniya, el viceministro. Uno no espera variaciones sustanciales en el discurso de unos y otros, por lo que tampoco nos importó demasiado. Pero cuando investigamos a Taniya por internet nos dimos cuenta de que el suplente era la mejor opción.

Este joven pertenece a esa generación de abjasios completamente desvinculada de Georgia: ni habla georgiano, ni ha estado jamás al otro lado de la frontera oriental. Sujumita del 87, Taniya tenía apenas cinco años cuando estalló la guerra contra Georgia. Dice que aún recuerda el estruendo de los aviones y de los combates, y a sus padres diciéndole que todo era un juego, que no se preocupara. Nos explicó todo esto en el inglés perfecto que usó para la entrevista, aunque repitió que su italiano era mejor. Una beca le permitió licenciarse en Ciencias Políticas en la Universidad de Florencia, de donde pasó a trabajar en la embajada italiana en Montecarlo. Fue el omnipresente Chirikba quien le propuso trabajar para el ministerio. Ocupa su puesto desde noviembre de 2014.

Durante una entrevista en la que se mostró más que cordial, Taniya habló de lo terribles que fueron los años de la posguerra y de que, hasta 2005, los enfrentamientos armados en la frontera, así como los robos y secuestros, estaban a la orden del día. 

Ya entrando en materia, no dudó en reconocer abiertamente que la corrupción en el país era una lacra. «Somos pocos, nos conocemos todos…», se justificaba él también. Luego le quitaba hierro al asunto con una frase cargada de ironía muy popular durante su época de universitario: «En Abjasia no hay corrupción, sino entendimiento mutuo».  

Respecto a la cuestión de los pasaportes, «la ley es la que es»: está permitido tener un pasaporte ruso además del abjasio, pero no uno georgiano. 

«Las herencias, aún sin un pasaporte abjasio, se pueden transmitir siempre y cuando los nombres de los herederos estén recogidos en las escrituras», aseguró Taniya, antes de hablar de una reciente normativa que permitirá a los indocumentados obtener un permiso de residencia. «Tendrán los mismos derechos que el resto excepto el de votar y el de presentarse a las elecciones». 

Nada más acabar la entrevista caímos en la cuenta de que a Taniya lo habíamos visto antes en el Barista, y más de una vez. Se lo comentamos a Dana en la cafetería al día siguiente. 

«Si tenéis la sensación de que conocéis a casi todos aquí, pensad que os conocen ya todos a vosotros», nos dijo la siria durante el segundo café del día.

Los abjasios se quejaban de que los periodistas raramente pasaban más de tres o cuatro días; que venían «a tiro hecho», buscando la misma foto del barco encallado en la playa a doscientos metros del Barista, o de la famosa cabina de teleférico suspendida en el vacío desde el 93 en Tkvarcheli. Para disgusto de muchos, sobre todo de los fotógrafos, ambos elementos paisajísticos fueron retirados hace un año. Ahora búsquense la vida para ilustrar lo de que Abjasia es «un satélite en órbita circular desde el colapso soviético», por citar otro cliché del catálogo. 

Quizás también fuera Verne, el gran clarividente, el que mejor trazara la trayectoria de aerolito de la guerra fría. En su novela Héctor Servadac, un cometa roza la Tierra arrastrando consigo una pequeña parte del norte de África. Sobre este nuevo planeta a la deriva viajan una guarnición francesa, un destacamento de ingleses de Gibraltar, un grupo de españoles, un judío, una niña italiana de Malta… Al principio nadie entiende lo que ha pasado hasta que pronto descubren que los días son más cortos, que la gravedad es menor y que el sol sale por poniente. Los conflictos se vuelven secundarios cuando todos finalmente comprenden que están condenados a vivir juntos en un planeta ajeno.

Con la ayuda de un vino blanco moldavo tras varias cervezas abjasias, divagábamos sobre en qué punto se encontrarían los abjasios. ¿Entendían lo de la gravedad? ¿Y nosotros? ¿Había amanecido realmente por Georgia, o lo había hecho desde Rusia? Fue entonces cuando vimos a Irakli, un prometedor ajedrecista de veintidós años al que habíamos conocido cinco días atrás, haciéndonos señas desde la calle:

«¿Vais a estar aquí dentro de una hora? Tengo algo muy interesante que contaros».

Esperamos. 

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5 Comentarios

  1. muy interesante artículo

  2. Qué excelente hoja de un «cuaderno de viajes»! Probablemente estas poblaciones pertenecían a la estirpe de los escitas, esos grupos guerreros que tanto se nombran en la literatura antigua: diestros jinetes que vivían prácticamente sobre sus monturas, temibles con sus arcos y flechas y que comían carne cruda. Usted ha nombrado, porque era inevitable, a Jason y el vello de oro, pero permítame agregar, ya que el artículo evoca un problema aun no resuelto, que la mujer que volvió con él, Medea, es el primer caso de intolerancia racial: las mujeres griegas la despreciaban por ser «bárbara». Gracias por la lectura.

    • Cimex Lectularius

      Pobre mujer Medea, qué vida de caca vivió y qué mal rollo tuvo siempre a su alrededor… eso no quita que Medea mató a sus hijos para joderle la existencia al marido, ¿eh?

  3. Gracias a ti por leer, Eduardo. Haces bien en recordar a Medea porque se nos olvida la importancia del Cáucaso en al mitología griega. De hecho, basta rascar un poco para descubrir las sagas Nart bajo el barniz. Respecto a los escitas, hablamos de tribus indoeuropeas (no caucásicas, por lo tanto) de las que los descendientes más directos serían los osetas (llamados también «alanos» en el pasado). Un saludo.

  4. Fantástico artículo Karlos ¡Enhorabuena!

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