Sociedad

El corresponsal: algunas consideraciones sobre el trabajo de esos afortunados que trabajan lejos de sus jefes

JDS 30corresp
Foto: Cordon Press.

Este artículo forma parte de Cada mesa, un Vietnam, a la venta en nuestra tienda web.

El corresponsal, entendido como el periodista que reside de forma estable en un país extranjero e informa sobre él, es un hombre-orquesta. Ha de dominar todos los palos del oficio porque su ámbito de trabajo no es temático, sino geográfico. Se trata de un empleo muy bonito y, a poco que uno se lo tome en serio, bastante angustioso. El corresponsal está físicamente lejos de sus jefes. Esa es una gran ventaja. Pero también está lejos de sus compañeros y del público para el que trabaja. Ignora si lo que hace es bien recibido o simplemente soportado. Actualmente puede caer en la tentación de mirar si se dice algo de él en las redes sociales: desaconsejo vivamente esa práctica, porque combina narcisismo y masoquismo y conduce al bloqueo.

Hay quien dice que el oficio de corresponsal está en extinción. Eso es falso. Siempre habrá (hasta donde es posible prever) grandes medios y los grandes medios siempre tendrán corresponsales. Ocurre que los grandes medios tienden cada vez más a captar una clientela global; lo que se extingue, probablemente, es el corresponsal costumbrista dedicado a explicar a la gente de su pueblo lo exótica que es la gente en otro pueblo. Lo que cuenta ha de ser igualmente relevante y comprensible para un argentino y para un egipcio. Solo los medios con cierta vocación global pueden permitirse corresponsalías; los demás, o, mejor dicho, aquellos que sobrevivan entre los demás, deben concentrarse en un periodismo de cercanía y, por tanto, no necesitan gastar dinero en pagar los gastos de unos tipos que viven en ciudades carísimas. Me desentiendo en este texto de cuestiones como la explotación del corresponsal freelance que cobra unas monedillas por cada pieza y al que desde la redacción se miente y estafa de forma sistemática: examinar esas vergüenzas corresponde al derecho laboral y a veces al penal. Bien pagado o mal pagado, el trabajo de un corresponsal no cambia.

Siguen unas cuantas recomendaciones prácticas. Me permito exponerlas porque dando tumbos por ahí he conocido corresponsales extraordinarios y alguna cosa creo haber aprendido de ellos. En algunos aspectos del oficio no he podido aprender y hablo de virtudes de las que carezco.

Hay que conocer el idioma del lugar, evidentemente. En un futuro no muy lejano el móvil podrá ayudarnos a obtener traducciones simultáneas decentes, y en caso de extrema necesidad se puede contar con un intérprete, pero nunca habrá mejor opción que hablar el idioma. Y bien. El nivel mínimo permite leer la prensa, escuchar la radio o los informativos de televisión, hacerse comprender por la gente y ser capaz de realizar entrevistas que vayan más allá del diálogo para besugos. Con el nivel correcto se cazan las conversaciones ajenas en los bares o los transportes públicos (en el oficio eso no se llama cotilleo, sino trabajo de campo), se captan los matices y se logra una cierta intimidad con los interlocutores.

Eugenio García Gascón será, mientras permanezca allí, el mejor corresponsal español en Jerusalén. Otros quizá tengan mejor pluma, o más gracia para escoger los temas. Él sabe árabe y hebreo. Además, acumula décadas de experiencia en una región extremadamente compleja. Me corroía la envidia cuando veía en su casa la prensa popular israelí, esa que utiliza juegos de palabras y titulares con doble sentido, que yo nunca llegué a pillar. Cualquier excursión por los territorios palestinos era más fructífera con él, y con el árabe que había estudiado en Damasco, que en solitario. Yo me las arreglaba con el inglés y con un hebreo rudimentario (la mayoría de los palestinos en Israel, Cisjordania y Gaza hablan hebreo, por pura necesidad, aunque no aconsejo andar por Gaza chapurreando ese idioma); en cualquier caso, hay que aspirar a más. Un buen corresponsal ha de entender los suspiros, las interjecciones y, en esa zona del mundo, ha de saber cuándo un «sí» significa un «no» (casi siempre) y cuándo un «no» significa un «sí» (algunas veces).

Esto, sin embargo, no es una ciencia. No hay reglas inapelables. José Martí Gómez, que aterrizó en Londres con un inglés de andar por casa, fue un excelente corresponsal. Contaba con la ayuda de sus hijas y, sobre todo, con su instinto. El tipo hacía unas crónicas interesantísimas y, por supuesto, rigurosas. Pero hay que ser Martí Gómez para conseguirlo. Los periodistas normales tenemos que resignarnos a estudiar vocabulario y gramática. Incluso Martí Gómez, con todo su talento, frecuentaba unas clases que ofrecía el Ayuntamiento y que procuraban a sus amigos estupendos ratos de diversión: contaba anécdotas tronchantes de sus compañeros de curso, que, según la idea que me hice yo a partir de sus relatos, constituían un grupo variopinto de muyahidines afganos, latinoamericanos de selvas exóticas y chinos de acento impenetrable.

Como no siempre hay tiempo para ir a clase, yo utilicé en varias corresponsalías el sistema del desayuno. Se localiza a un estudiante local, se le invita a desayunar cada día y se le paga lo que se pueda, a cambio de lecciones. En Roma, Andrea Alunno me ponía deberes (cuántas de esas fotocopias habré rellenado en la sala de prensa del Vaticano o en los pasillos de la Cámara de diputados) y me hacía repetir, repetir y repetir. Se lo agradeceré toda la vida.

El idioma es muy importante.

También son esenciales las fuentes informativas. Los grandes corresponsales tienen buenos contactos políticos y económicos. En épocas de inestabilidad, cuando el régimen local corre el riesgo de quebrarse y cualquier hipótesis resulta plausible, las fuentes habituales (que para el corresponsal de a pie, no nos engañemos, son la prensa del país, los portavoces y los profesores universitarios) dan para poco.

Mi epifanía en la materia se produjo el 15 de julio de 1991. Yo llevaba dos días en Londres, mi primer destino en el extranjero. Los líderes del Grupo de los Siete (las grandes potencias económicas) mantenían una reunión en Lancaster House, junto al palacio de Saint James, y habían invitado a Mijaíl Gorbachov, que aún presidía ese monstruo agonizante llamado Unión Soviética. Le quedaban pocos meses. Gorbachov viajó al Reino Unido para pedir ayuda. No se la dieron. En fin, en ese momento los periodistas no sabíamos nada. Ignorábamos si en Lancaster House se brindaba o volaban los cuchillos. Nos habían encerrado en el centro de congresos Queen Elizabeth II, en Westminster, y allí esperábamos, mansos y resignados, cada uno en su pupitre, que alguien nos trajera un papel o nos dijera algo. Cubríamos aquello, para El País, Ricardo Martínez de Rituerto, el corresponsal saliente, Pilar Bonet, la corresponsal en Moscú, y el corresponsal novato, que era yo.

Charlábamos y especulábamos. Empezaba a hacerse tarde. Ricardo y yo intentábamos pergeñar alguna idea genérica que nos permitiera titular algo que no resultara demasiado ridículo y redactar un texto más o menos vacuo, de esos con los que nunca se acierta pero tampoco se cometen errores de bulto. Pilar Bonet, que no era la alegría de la huerta y no era tampoco una periodista de las que se conforman con generalidades, se desinteresó de nuestras maniobras defensivas: levantó el teléfono, marcó un número y mantuvo una conversación en ruso. Colgó, volvió a marcar y volvió a hablar. Hizo unas cuantas llamadas mientras nosotros la observábamos como quien observa un oráculo. Al terminar, nos contó lo que estaba pasando en Lancaster House. Había hablado con varios miembros de la delegación soviética. ¡Se le habían puesto al teléfono! ¡En plena cumbre del G-7!

¿Cómo se consigue eso? Ayuda el tiempo. Por entonces, Pilar Bonet llevaba una década como corresponsal en Moscú y antes había cubierto para Efe los países del bloque socialista. También se logra con tenacidad, con respeto a las fuentes, con profesionalidad, con buen periodismo. Y, sin duda, con un medio importante detrás. La gran mayoría de los corresponsales jamás llegan a tener, en materia de acceso informativo, el nivel que alcanzó Pilar Bonet en Moscú. Pero hay que intentarlo.

Conocí a Francisco Eguiagaray, al que llamaban Paco, en Sofía. Estaba sentado en el bar de un hotel, con un vago aspecto de batracio, trasegando grandes cantidades de champán búlgaro. Yo era un joven periodista de El País al que habían enviado a una reunión del Comecon, el bloque comercial soviético. Corría enero de 1988. Eguiagaray me ofreció una copa de champán. Era un brebaje dulzón, de paladar áspero, realmente horrible. «Está bien, ¿verdad?», preguntó. No sé si me tomaba el pelo. Parecía gustarle de verdad. En días siguientes comprobé que sí, que le gustaba.

También comprobé que Francisco Eguiagaray lo sabía todo. Un remoto acuerdo decimonónico entre bandas balcánicas, un oscuro poeta checo del siglo XVIII, un bonito puente medieval en un rincón de Moldavia: aquel tipo conocía hasta el último pliegue pasado y presente de lo que fue el Imperio austrohúngaro. De hecho, se sentía austrohúngaro. No lo era, era un viejo falangista, doctor en Filosofía, corresponsal veterano en Moscú y Viena; quizá el Imperio austrohúngaro no habría acabado tan mal como acabó si hubiera contado con sus servicios.

Conocía el pasado y el presente, y eso le permitía intuir el futuro. Auguraba que el imperio soviético iba a hundirse; de hecho, en aquel momento, estaba ya en agonía. Predecía que Yugoslavia iba a reventar, cosa que no imaginaba casi nadie más. Aquel hombre sabía. Le admiré desde el primer minuto, por su sabiduría, por sus sarcasmos y, para qué negarlo, por la entereza con que ingería aquello a lo que atribuía el nombre de champán.

Yo no sospechaba entonces que iba a trabajar en el extranjero la mayor parte de mi vida. Solo disfruté de Eguiagaray (que, dicen, podía ser muy puñetero y llevaba la contraria por sistema, aunque conmigo fue amabilísimo) aquellos largos días de enero en Sofía, atrapados todos por una tormenta de nieve que mantenía paralizados aviones y trenes. Acabé saliendo de Sofía a bordo de una avioneta de Correos pilotada por un borracho que sobrevolaba los montes Balcanes rozando las cumbres, con los ojos cerrados y riendo a carcajadas; de no haber tenido tanto miedo, me habría pasado el viaje hasta Burgas vomitando en el cogote del piloto. En fin, eso no viene muy a cuento. Pero las aventuras absurdas también forman parte del trabajo del corresponsal.

El hombre de ojos saltones, panza rotunda y sonrisa desencantada me enseñó, entre las brumas etílicas del champán asesino, que un corresponsal nunca sabe lo suficiente del país o la región sobre los que informa. Hay que aspirar a la erudición. Hay que leer de forma compulsiva. Hay que saber de cada cosa el porqué, y el porqué de ese porqué. Dudo que vuelva a existir un corresponsal español como Eguiagaray, un hombre de otra época, pero conviene ser consciente de que ha habido periodistas así, quizá aún los haya, y es necesario imitarlos.

La gente que ha viajado poco, o ha viajado mal, cree que todos los países se parecen ya bastante. Es fácil pensar eso si uno no se aleja de los aeropuertos, los hoteles, las avenidas comerciales y las zonas turísticas. Pero es falso. Ni siquiera los países europeos, tras tantos años de unión, tantos Erasmus y tantos vuelos baratos, se parecen demasiado entre sí. El humano es fundamentalmente el mismo en todas partes; las sociedades y las culturas son muy distintas. Por eso el corresponsal ejerce en cierta forma como intérprete: ha de explicar al público (sus lectores, sus oyentes, o lo que sea, estén donde estén) cómo es el lugar donde vive y trabaja. La información en crudo y al por mayor, ese galope de titulares urgentes que brincan cada pocos segundos en las redes sociales, abruma y desorienta. Deforma la realidad hasta convertirla en un caos. Un buen corresponsal ofrece contexto. El contexto significa mejor comprensión y, además, sosiego. Cabe precisar aquí que en este artículo no se habla de corresponsales de guerra, actividad que se aborda en otras páginas, sino de corresponsales de paz, por tumultuosa que sea la sociedad que escrutan.

Tomás Alcoverro asistió al multitudinario entierro de Gamal Abdel Nasser en El Cairo y poco después se instaló en Beirut. Hace de eso casi medio siglo. Háfez el-Ásad acababa de dar un golpe de Estado en Siria, Sadam Husein era un vicepresidente iraquí reputado por su violencia y su astucia, Irán se llamaba Persia y tenía un rey o sah llamado Mohammad Reza Pahleví, Líbano era aún conocido como «la Suiza de Oriente» y no sospechaba que iba a sufrir veinticinco años de guerra civil salvaje, y Sayyid Qutb, el fundador ideológico de lo que hoy conocemos como yihadismo, había sido ejecutado poco antes en una cárcel egipcia. Israel celebraba su victoria en la guerra de los Seis Días. Era otro mundo.

Existe un viejo debate sobre si los corresponsales deben eternizarse en una misma plaza o si es mejor renovarlos para que no pierdan la frescura en la mirada. Hay argumentos a favor de una y otra cosa. Yo nunca pasé más de cinco años en una corresponsalía; el diario para el que trabajaba entonces, El País, era partidario de la renovación (con excepciones) y a mí me parecía bien ir saltando de un sitio a otro, porque eso me proporcionaba de vez en cuando el subidón de adrenalina propio del enviado especial, que no es otra cosa que el pánico asumido como una ventaja del oficio.

Tomás Alcoverro es, por supuesto, un argumento viviente a favor del corresponsal de larga duración. Su acumulación de experiencias y conocimientos, su propensión a inmiscuirse en la Historia con mayúsculas (aunque sea en notas a pie de página: cuando la gigantesca estatua de Sadam Husein fue derribada en Bagdad, logró que alguien le cortara el brazo alzado y se lo llevó; no pudo trasladarlo hasta Beirut porque el brazo sobresalía varios metros del maletero del coche y era imposible pasar la frontera con la mano de Sadam saludando a los aduaneros) y su talento como paseante (no duden que pasear bien constituye un talento) le han convertido en una autoridad en Oriente Próximo.

Decía antes que el corresponsal ejerce la función de intérprete. La gracia de Alcoverro radica en su amor por los paisajes libaneses y sirios (sospecho que él diría aquí que son lo mismo) y en su habilidad para revestirlos de glamour. Alcoverro tiene el ojo del Hollywood clásico. Donde un observador poco avisado ve tan solo un riachuelo sucio y flanqueado por basuras, Alcoverro percibe el río donde se mojó los pies tal héroe antiguo o donde una vez él mismo tomó una placentera merienda, capta la belleza oculta bajo la basura y la resalta. Por seguir con la metáfora hollywoodiense, su mirada reúne la ambición estética de un Carl Theodor Dreyer y la sonrisa doméstica del Federico Fellini de Amarcord. Así es como durante décadas ha traducido él para los lectores de La Vanguardia lo que ocurre en una región del mundo muy atormentada y, en general, bastante polvorienta. Cada intérprete tiene su estilo.

Sin estilo no hay buen corresponsal. Y el estilo va mucho más allá de la técnica literaria, la voz o la presencia física. ¿Qué mantuvo Rosa Calaf durante sus muchos años como corresponsal televisiva? El estilo. Era una profesional impecable y, además, desarrolló un inimitable estilo Calaf, elegante y comedido, como en su momento, de forma muy distinta pero no menos eficaz, lo hizo Jesús Hermida.

El corresponsal es un reportero polivalente. Su ámbito no es temático, sino geográfico. Tiene que hacer frente a cualquier cosa que ocurra en su zona. Evidentemente, se dan a veces situaciones críticas porque nadie sabe de todo. Paloma Gómez Borrero, la excelente persona e institución romana fallecida hace poco, era muy divertida contando aquella ocasión en que tuvo que realizar para una radio un directo telefónico sobre un partido de fútbol: habló unos cuantos minutos sin llegar a descubrir hacia qué lado del campo atacaba cada equipo. Gómez Borrero tenía muy clara la cuestión de la polivalencia. Pero también sabía que cada corresponsalía tiene uno o varios puntos fuertes y que el periodista, por más todoterreno que sea, hace bien en especializarse en lo que constituye la esencia de su plaza. En Washington se trasiega política, en Bruselas se ingieren cantidades monstruosas de informes, números y confidencias, en Pekín se palpa cómo crece el músculo de la nueva potencia mundial. En Roma, capital de la política experimental y evanescente, está el Vaticano.

Paloma Gómez Borrero no llevaba muchos años en Roma cuando Karol Wojtyla irrumpió en el Vaticano. Era un hombre joven, carismático, dispuesto a desarrollar su visión mística del catolicismo y a plantear batalla ideológica al comunismo. Fue una revolución. Y ella supo acercarse al foco revolucionario. Las bromas sobre la novia del papa, que difundía la propia Gómez Borrero, reflejaban su posición privilegiada como periodista vaticana. Cualquier corresponsal se habría acostumbrado a disfrutar de esa posición y a aprovechar sus contactos.

Gómez Borrero (cuesta no llamarla Paloma, pero es una cuestión de respeto) no se limitó a eso. Aplicó el principio del reportero polivalente al muy restringido ámbito del Vaticano. Mientras otros hacíamos lo que podíamos con las encíclicas, las batallas de poder y, en su momento, con la durísima agonía de Juan Pablo II, Gómez Borrero, que tenía ya aprobadas esas asignaturas, porque contaba con información de primera mano, pasaba a tomar café con el sastre del papa, preparaba una pasta en casa para un grupo de monseñores, visitaba unas obras en el Palacio Pontificio, ayudaba a un cardenal a comprarse unos zapatos o iba de excursión con monaguillos. No paraba quieta. Siempre disponía del detalle jugoso y la anécdota divertida que iluminan una crónica. Y los compartía con sus compañeros, como si no le hubieran costado horas y horas de trabajo. Digamos, de paso, que Ryszard Kapuściński tenía bastante razón con lo de que para ser buen periodista hay que ser buena persona. La bondad constituye una virtud profesional. Robert Fisk, que fue un corresponsal gigantesco, habría sido aún mejor con un pequeño aliño de modestia.

Si quiere dejar una cierta marca, si quiere que el lector (o el oyente, etcétera) le identifique con un cierto lugar o un cierto tema, el corresponsal ha de alcanzar la excelencia en algo específico. Tal vez, con suerte, logre hacer dos, o tres, o cuatro crónicas memorables. Eso ya es mucho.

Cuando trabajaba en París a mediados de los noventa, mi compañera Mábel Galaz se presentó con una nota de Feliciano Fidalgo. Había que dársela a un caballero cuyo nombre no recuerdo, maître en Lipp. La nota estaba en un sobre cerrado. Fuimos Mábel y yo a Lipp, preguntamos por el caballero, apareció y le dimos el sobre. Lo abrió. Leyó la nota. Una lágrima resbaló por su mejilla. Guardó la nota en el bolsillo. Nos preguntó si nos quedábamos a cenar, respondimos que sí, se acercó a la mejor mesa (entrando a mano derecha, la que se reservaba a François Mitterrand), echó con educación pero de forma inflexible a un pobre señor italiano que estaba a medio plato y nos sentó a nosotros. Nunca sabré qué decía la nota. Pero sí sé quién fue Feliciano Fidalgo.

Pintoresco, disparatado, ingenioso, entrañable, incapaz de comprender el valor del dinero (propio o ajeno), con un talento asombroso para formular la pregunta adecuada en el momento preciso, Feliciano Fidalgo encarnó París. El resto de Francia le daba un poco igual. Lo suyo era París. Había llegado a finales de los cincuenta, había dormido en la calle, había trabado amistad con los exilados españoles, había husmeado en los palacios y los tugurios, se convirtió en corresponsal de Ya y en 1976 entró en el equipo fundacional de El País. Conocía a todo el mundo, literalmente, y lo sabía todo de todos. Era uno de esos tipos que suscitan la confidencia y a los que la gente, como aquel maître de Lipp, ama para siempre. Sospecho que, llegado un momento, dejó de leer periódicos porque eran los periódicos los que le leían a él. Su fiesta de despedida, en 1985, con presencia del presidente de la República, fue un acontecimiento social de primera magnitud. Estuvo pagando la factura prácticamente hasta su muerte.

Feliciano Fidalgo funcionaba con una mecánica laboral muy parecida a la de un gacetillero de la prensa rosa. Eso le hizo único. Marcel Proust redactó muchas notas de sociedad y eso le ayudó a escribir En busca del tiempo perdido. Fidalgo fue a muchas cenas y muchas fiestas, lo cual le permitió conocer por dentro, de forma íntima, una sociedad tan complicada como la parisina, y además le proporcionó un montón de noticias exclusivas. Cuento todo esto para llegar a una conclusión obvia: un buen corresponsal necesita una vida social, cuanto más intensa, mejor. Y no me refiero en absoluto a las redes sociales. Me refiero a lo contrario: a estar físicamente allí donde los que mandan se quitan la máscara y, in vino veritas, cuentan lo que no deberían contar jamás.

El corresponsal, decíamos, está lejos de la redacción. Sus jefes, ahora, creen saber más que él porque, como cualquiera, reciben un flujo de información continuo. A menudo se le encargan temas sin preguntar su opinión, se le quiere convertir en una terminal de producción constante pegada al ordenador y sin contacto con la realidad (la actualidad periodística no es la realidad), se le exige que alimente con banalidades la voracidad digital y, en fin, se le desaprovecha. Debido a todo ello, al corresponsal le conviene tener el carácter necesario para defender sus criterios personales. Ha de pelear y ha de mantener el entusiasmo.

José Comas, llamado Pepe, corresponsal en Alemania en tres etapas distintas, con una enorme experiencia como corresponsal y enviado en otras plazas, fue peleón, puntualmente colérico y entusiasta. Amaba su trabajo. En 1981, con Polonia bajo la ley marcial, logró entrar en el país, cerrado a la prensa extranjera, al volante de un camión cargado de naranjas. Cuando fui redactor en la sección internacional de El País me tocó soportar el furor con el que propugnaba sus temas. «Si no me publicáis esto, os desacreditaréis eternamente como periodistas y dentro de un siglo aún se reirán de vosotros», me dijo una vez por teléfono. Se habilitó espacio para su crónica, claro. No siempre tenía razón al protestar, pero siempre hacía bien en protestar.

Mantuvo el entusiasmo por el oficio cuando se le diagnosticó un cáncer de los complicados. Siguió haciendo su trabajo hasta donde le fue posible y, además, empezó a enviar a sus amigos lo que luego su viuda, Ana Lorite, publicó como Crónicas del linfoma. Se convirtió en corresponsal riguroso de su propia enfermedad. Su primera crónica sobre el acontecimiento empezaba así: «Los médicos han diagnosticado en Berlín que José Comas, de sesenta años, corresponsal en Alemania del periódico español El País, padece un linfoma de tipo maligno que responde al nombre de No Hodgkin. Se trata de una afección en la cual se forman células cancerosas en el sistema linfático, según la definición del National Cancer Institute de Estados Unidos». En fin. Eso es un corresponsal.

A veces, en casos extremos, la dialéctica con la redacción degenera en batalla. Es una batalla desigual entre alguien que está solo y una estructura que se convierte en un monstruo de cien cabezas. Puede ocurrirle a cualquier periodista cuando la verdad que ofrece choca con los intereses empresariales. Pienso en Ricardo Ortega, aquel gran corresponsal de guerra al que Antena 3 envió como corresponsal a Nueva York antes del 11 de septiembre y que, por honestidad y experiencia, explicó una y otra vez a los telespectadores que la invasión de Irak era una salvajada absurda basada en mentiras. El Gobierno de José María Aznar, sin embargo, era partidario de la invasión.

Ortega perdió su trabajo. Luego perdió la vida en Haití. Lo que no perdió fue la decencia. Quizá sea esta la lección más importante.

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9 Comentarios

  1. Hace un montón de años (quizá 35), escuchando en casa una crónica De Francisco Eguiagaray para Radio Nacional, yo, que era un pipiolo, alucinaba oyendo a aquel hombre distinguir entre Checoslovaquia y Hungría y los países más al este, porque decía que los primeros habían pertenecido al Imperio Austrohúngaro, eran el corazón de la vieja Europa y el asunto tenía su importancia.
    Leer los nombres de toda esa gente que cita Enric González es un montón de recuerdos de voces e imágenes de un mundo que ya no existe. La
    Me repito, pero un solo artículo de este hombre, vale la suscripción de todo el año. Muchas gracias.

  2. Hace un montón de años (quizá 35), escuchando en casa una crónica De Francisco Eguiagaray para Radio Nacional, yo, que era un pipiolo, alucinaba oyendo a aquel hombre distinguir entre Checoslovaquia y Hungría y los países más al este, porque decía que los primeros habían pertenecido al Imperio Austrohúngaro, eran el corazón de la vieja Europa y el asunto tenía su importancia.
    Leer los nombres de toda esa gente que cita Enric González es un montón de recuerdos de voces e imágenes de un mundo que ya no existe.
    Me repito, pero un solo artículo de este hombre, vale la suscripción de todo el año. Muchas gracias.

  3. Maestro Ciruela

    «Eguiagaray me ofreció una copa de champán. Era un brebaje dulzón, de paladar áspero, realmente horrible. «Está bien, ¿verdad?», preguntó. No sé si me tomaba el pelo. Parecía gustarle de verdad.»
    ¡Je, je, je…! ¡Genial, y el artículo un gozo para el espíritu! Gracias.

  4. Excelente.

  5. Como siempre, una maravilla, unos minutos de interesante, amena y divertida lectura.
    Gracias!!

  6. ¡Qué artículo, señor! Un pequeño capo lavoro. Discùlpeme la fantasía, pero aun sabiendo que no es corresponsal de guerra, mientras leía, cada vez con un escalón más de imprevistos, me imaginé que todos estos partes de “guerra mundana” los hacía metafóricamente escondido detrás de una roca en un desierto ignoto, con bombas y balas que rebotaban, gritos e insultos y usted sudando y angustiado por saber si la información llegaba o no. La magia de la escritura. Permítame recordar al grande Montanelli que prefirió abandonar su querido cotidiano para no ser un dependiente de Berlusconi. De este dio una definición lapidaria con respecto a su vanidad: si en los matrimonios, por los homenajes, quería ser la esposa, en los funerales quería ser el muerto. Una lectura fantástica. Muchas gracias.

    • Enric Gonzalez fue brevemente corresponsal de guerra, si no recuerdo mal, en el Congo. En una de sus cronicas, o relatando mucho despues aquellas andanzas, resultaba descorazonador las historias que contaba sobre una mujer local a la que atropello un camion militar repleto de soldados delante suyo…para que seguir. su corresponsalia en Nueva York es de sobra conocida, y viviendo en esa misma cuidad desde have 12 anyios, sigo a rajatabla su premisa de andar siempre embobado con la cabeza hacia arriba admirando los rascacielos y con un lapiz y un mapa siempre tratando de descifrar los antiguos barrios del downtown

  7. Constantino

    Ricardo Ortega fue teniendo cada vez más la suerte de espaldas. Su vida se convirtió en uno de esos días en que todo termina saliendo de mal en peor, hagas lo que hagas. Y para postre, olvidó el consejo del sabio Martín Tapias: «No te pongas nunca delante de los americanos».
    Hace un año:
    https://www.jotdown.es/2019/11/no-te-pongas-nunca-delante-de-los-americanos/

  8. Pingback: Los corresponsales, en Jot Down |

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