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Philby & Philby

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Kim Philby, Moscú, 1968. Fotografía: Getty.

Raya diplomática y corbata a juego bajo la mejor de las sonrisas. «La última vez que hablé con un comunista, sabiendo que era comunista, fue en algún momento de 1934», respondió Kim Philby. Aquella rueda de prensa se sigue utilizando por la inteligencia británica como lección magistral en el arte de la mentira. 

Fue en la mañana del 8 de noviembre de 1951 cuando, desde el salón de la casa de su madre en Londres, Philby se vio obligado a explicarse en público sobre sus supuestas lealtades a Moscú. La larga cadena de fracasos de cada operación encubierta en suelo soviético, unida a dos inoportunas deserciones de sendos agentes dobles cercanos a Philby, pusieron a este contra las cuerdas en el ecuador de su carrera. Por supuesto, el maestro del engaño salvó sus naves; de hecho, aún faltaba más de una década para que el mundo descubriera que Kim Philby fue el mejor en lo suyo.

Pero empecemos por el principio. Harold Adrian Russell Philby nació en el Punyab en 1912 porque su padre, Hillary Saint John Philby, era un administrador colonial además de explorador, arabista, escritor y reconocido ornitólogo que llegó a ser asesor personal de la casa del rey Saúd en los albores de la satrapía del Golfo. Philby padre encarnaba a la extravagante y decadente élite británica del ocaso del imperio en busca de una notoriedad que se extinguía y, en cierta forma, Philby hijo heredó esa pulsión. También un seudónimo, Kim, que su padre sacó de la popular novela de Rudyard Kipling. Aquel niño indio de origen irlandés que espiaba para los británicos en el XIX se reencarnaría en un oficial británico que espiaba para Moscú en el XX. El nombre quedó para siempre. 

Será durante su adolescencia cuando, en palabras del propio Philby, se imprime en él una «sólida escala de valores»; cuando encuentra una «conexión emocional» con los pobres y los desfavorecidos que le desengancha de los «ricos y arrogantes». Los suyos. Su precoz ateísmo escandalizará a su abuela, y también a su padre, cuyo orientalismo llevó a convertirse al islam. Kim lo idolatraba y detestaba a partes iguales. Nunca recibió muestras de afecto de aquel hombre siempre ausente, tan solo una educación formal que había de abrirle las puertas de Westminster y Cambridge. Allí estudia historia y economía en el Trinity College, y también marxismo. A principios de la década de los treinta, el fascismo está al alza por toda Europa y, para muchos, el comunismo será el único muro de contención. Kim también lo cree. Es precisamente uno de sus tutores quien lo orienta hasta hacerle llegar a la filial de la Internacional Comunista en Viena, donde su camino se cruza con el de Litzi Friedmann, una joven comunista austríaca de orígenes judíos. Se casarán pocos meses más tarde, y será ella la que medie en el encuentro más decisivo de su carrera. 

En un banco del londinense Regent’s Park, Philby espera a Otto —nombre en clave de Arnold Deutsch—, quien no es sino el jefe de reclutamiento de la inteligencia soviética en Gran Bretaña; el arquitecto de lo que se convertiría en el círculo de Espías de Cambridge (Philby, Burgess, Maclean, Blunt y Cairncross). En un segundo encuentro, Otto le pregunta a Philby si estaría interesado en trabajar como agente encubierto para la causa comunista. «No puedes pensártelo dos veces cuando te ofrecen un puesto en una fuerza de élite», justificará su respuesta el inglés en sus memorias. La suya es también la historia de alguien que busca siempre los clubes más exclusivos. 

Las instrucciones de Otto son claras: además de espiar a su padre —Moscú nunca encontró nada de interés en él—, Philby deberá cortar toda comunicación con sus antiguos contactos comunistas y significarse públicamente como filofascista. Labrarse una carrera de periodismo ayudará, y no tarda en unirse a la redacción de la Anglo-German Trade Gazette, una revista mensual financiada por el Gobierno nazi. Aquel grupo de opiniones en las antípodas de las suyas le ofrece una pantalla política perfecta, tanto que incluso llega a conocer al propio Von Ribbentrop (entonces ministro alemán de Exteriores) en uno de muchos viajes a Berlín. Entretanto, su relación con Litzi se rompe sin rencor, no así su compromiso con el comunismo, al que sigue sirviendo bajo su disfraz de filonazi. Su reputación le lleva hasta la guerra civil española donde, por supuesto, informa desde el bando nacional. Se salva por los pelos de morir durante la batalla de Teruel cuando, comiendo bombones y bebiendo brandy en la víspera del año nuevo, un proyectil republicano se lleva la vida de tres corresponsales que se encuentran a su lado. Acabará recibiendo la Cruz Roja al Mérito Militar de manos del propio Franco, una curiosa forma de reconocer una cobertura de prensa para el enviado del británico The Times cuya misión principal fue tener informado a Moscú. El de España es un primer capítulo en su autobiografía, My Silent War (1968), en el que el inglés no hace mención alguna al episodio de la bomba, pero sí a un encontronazo fortuito con la guardia civil en Córdoba, adonde había viajado para ver una corrida de toros. «Uno se puede anticipar al peligro de una misión arriesgada, pero es el incidente más insignificante el que, a menudo, te pone contra las cuerdas», escribirá Philby en sus memorias. 

En la primavera de 1940, The Times envía a su periodista estrella a Francia para unirse a la Fuerza Expedicionaria Británica como corresponsal de guerra. Para entonces, Philby ya ha memorizado las minuciosas instrucciones para ponerse en contacto con la inteligencia soviética en París. Tanto él como su contacto tendrán que acercarse a las oficinas de Thomas Cook con un ejemplar del Daily Mail. «¿Dónde está el café Henri?», preguntará Philby, a lo que su interlocutor responderá: «Está cerca de la Place de la République». La información recopilada sobre la potencia y localización de los efectivos británicos y franceses llegará a la embajada de Moscú en París con la misma puntualidad que el lechero cada mañana. De vuelta en Londres, Philby ingresa en el MI6, el equivalente británico de lo que pronto se convertirá en la CIA al otro lado del charco. Será una carrera fulgurante en la que pasa a la Sección D como instructor de sabotaje; de ahí a la Sección 5, especializada en contrainteligencia ya como subdirector, para acabar dirigiendo la 9, centrada en «actividades anticomunistas». En Moscú siguen pellizcándose para confirmar que no se trata de un sueño.

Era un hombre metódico y concienzudo, aunque la palabra más utilizada para definirlo fue siempre «encanto». De modales extraordinarios, Philby despliega su carisma preguntándote por la operación de cadera de tu madre mientras te sirve una copa, y luego otra; se acuerda de los nombres de tus hijos, de sus éxitos académicos y deportivos, y te escucha siempre desde lo más profundo de esos ojos azules con los que te adula sin necesidad de abrir la boca. Y luego está ese tartamudeo ocasional tan particular, esa falsa muestra de fragilidad que te impide sentirte apabullado por su presencia, y aún menos desconfiar de ella. ¿Otra copa?

Pero no por todo ello deja de ser un individuo altamente resolutivo. Está a punto de ser descubierto en varias ocasiones, sobre todo tras la deserción de Volkov, un agente soviético, en 1945. Avisa a Moscú, y Volkov es eliminado in extremis en Estambul, justo cuando estaba a punto de embarcar hacia Occidente. A pesar de sobresaltos más o menos llamativos, la Segunda Guerra Mundial acaba con los sueños de Hitler y Mussolini, y la Orden del Imperio Británico en la solapa de Kim. Dado que el viejo sueño del inglés de derrotar al fascismo —al menos el más evidente— se había materializado, ¿no podía haber dejado de espiar para los soviéticos entonces y disfrutar del baño de honores y prestigio en su isla natal? No. Ben Macintyre, autor de la mejor biografía sobre el personaje (Un espía entre amigos, Crítica, 2015), lo explica en dos palabras: «Estaba enganchado».

Ecuador

En 1947, Philby es destinado a Estambul junto a su segunda esposa, Aileen, como primer secretario del Consulado Británico, un eufemismo más para el que se encargará de supervisar agentes en Anatolia. El Telón de Acero también pasa por ahí, pero los planes británicos de infiltrar agentes en la Armenia y Georgia soviéticas se ven siempre inexplicablemente truncados cuando estos son interceptados nada más cruzar la frontera. Por supuesto, nadie piensa entonces en Philby, ni tampoco cuando aquellos comandos albaneses entrenados en Gran Bretaña sufren la misma suerte en la Albania de Hoxha. La «Operación Valuable», que había de hacer caer el primer naipe del castillo que formaban los países del este, fue uno de los mayores fiascos de los servicios secretos británicos y estadounidenses. ¿Pueden ir aún mejor las cosas para Moscú? Sí: Philby acaba destinado a Washington como comandante conjunto de la Comisión Angloestadounidense, el oficial de enlace entre el MI6 y la CIA. No habrá operación de ambos servicios que no cuente con su supervisión. Lo del lobo al cargo de las ovejas. De todas.

El despacho de Philby se encuentra en la embajada británica, pero no es raro dar con él en los cuarteles de la CIA, el FBI o el Pentágono. Y por si quedara algún cabo sin atar, siempre está su casa en Nebraska Avenue, donde los secretos de los agentes americanos desbordan entre ríos de whisky. Actuaciones de la CIA para mantener a raya el comunismo en Grecia y Turquía; operaciones secretas en Irán, el Báltico, Guatemala, Angola, Indonesia… Todo acaba como en Albania, o Ucrania, donde volvía a desaparecer un nuevo grupo de insurgentes, esta vez en los Cárpatos. Nada escapa al radar más infalible de Moscú en Occidente. Nadie sirve alcohol con el método y la determinación de Kim. 

El desastre es tal, que se descarta la idea de establecer agentes en suelo soviético, pero el cerco se empieza a estrechar peligrosamente en torno a Philby a comienzos de los años cincuenta. Las deserciones de Maclean y Burgess fueron «el caso de los diplomáticos desparecidos» para la prensa británica, hasta que ambos volvieron a sacar la cabeza en Moscú. Los fuertes vínculos de Philby con los desertores, especialmente con Burgess, se convierten en un indicio más para los que apuntan a que la mayor brecha en la inteligencia está, como no podía ser de otra manera, en su cerebro. Philby se ve obligado a renunciar a su cargo entre el ruido de sables de la guerra entre el MI6 y el MI5 (servicio de seguridad). Los primeros vienen de escuelas privadas y de los claustros de Oxbridge; son hijos de diplomáticos, clérigos, militares de alta jerarquía, aristócratas o administradores coloniales como Saint John. Los segundos reclutan entre antiguos soldados y agentes de policía, hombres rudos de Manchester, de Sheffield, de Bristol, que ignoran si se puede vestir un chaqué en una recepción nocturna o el orden de los cubiertos durante esa cena. Es una lucha en la que los plebeyos piden la cabeza de Philby mientras los caballeros cierran filas a su alrededor.

Además de un engaño de manual, la rueda de prensa de 1951 fue también una nueva victoria pública para las élites británicas. Hasta el propio primer ministro, Harold Macmillan, abogó por la integridad de Philby en el Parlamento en 1955. 

Tras ser totalmente exonerado, Kim se reincorpora al servicio desde Beirut, donde vuelve a ser un espía disfrazado de periodista. En una de muchas fiestas, Flora Solomon, uno de los pilares de la comunidad judía en Gran Bretaña, menciona a un reportero que no oculta sus simpatías hacia los árabes —los soviéticos apoyaban a los países y regímenes árabes, para intentar contrarrestar el apoyo brindado por Estados Unidos a Israel—. 

«¿Cómo es posible que el Observer recurra a un hombre como Philby? ¿No saben que es comunista?», observa Solomon, una ardiente sionista a la que irritan sobremanera los artículos del inglés. No tarda en explicar que este intentó reclutarla hace mucho para la causa comunista. Aquello llega a oídos del humillado MI5, que espera venganza agazapado. 

Por razones que aún se desconocían, aquel hombre que se había jactado siempre de poder espiar independientemente de la cantidad de alcohol que consumiera empezó a perder el control. Ahora se dedica a insultar y acosar a los invitados en fiestas de las que se despierta inconsciente en el sofá, o incluso herido tras caerse en el cuarto de baño. El alcohol había sido un instrumento eficaz para engrasar conversaciones de las que extraer secretos, pero también una fórmula mágica que permitió a Philby duplicarse a sí mismo con éxito durante décadas al servicio de Moscú. Ahora pareciera verse devorado por su propio monstruo. Hasta su tercera mujer, que también bebía en cantidades industriales, comenta que su marido «ha dejado de tomarse la bebida con alegría». 

En agosto de 1962, la pareja viaja a Jordania en unas vacaciones que llevaban tiempo preparando. Pocos días antes de su vuelta, Philby dice que ha de regresar a Beirut de inmediato sin dar ninguna explicación. Pasaron muchos años antes de saberse que aquel viaje coincidió en el tiempo con el de Yuri Modin a Oriente Medio. El que fuera en su día supervisor de Philby le avisa de la deserción de Anatoli Golitsin, un oficial de alto rango del KGB que acabaría alertando al MI6 del grupo de los cinco de Cambridge. Para mayor sorpresa de los plebeyos del MI5, serán nuevamente los señoritos del MI6 los encargados de gestionar aquel asunto. Nicholas Elliott, amigo íntimo de Philby desde la más tierna juventud, consigue arrancarle una confesión a medias y se programa un interrogatorio adicional para la última semana de enero de 1963. Pero Philby se desvanece días antes. El Dolmatova, un buque carguero soviético que hacía una escala en el puerto de Beirut, zarpa tan apresuradamente que parte de su carga queda desparramada por el muelle.

Ocaso

Una revisión médica exhaustiva, un apartamento de cierto lujo para los estándares soviéticos y un estipendio de doscientas libras mensuales fue lo que recibió Philby al poco de pisar Moscú. Lejos de celebrarse fastuosas ceremonias para recibir al héroe que había servido leal durante tres décadas, Kim se encuentra a sí mismo sin rango alguno, como un agente retirado que carece ya de interés para nadie. Por si fuera poco, pesa la sombra de la duda sobre él: ¿podría tratarse de un falso agente doble? ¿Era un agente triple que seguía sirviendo a sus amos en Londres? Sus movimientos serán constantemente vigilados por un guardaespaldas y pasarán diez años hasta que le dejen pisar la Lubianka, el cuartel general de los servicios secretos rusos. 

Philby insiste en que ya se encuentra en su patria, que de Gran Bretaña solo echa en falta «a algunos amigos, la mostaza Colman’s y la salsa worcester» pero, en palabras de un oficial inglés del KGB, sigue siendo «inglés hasta la médula». En su apartamento moscovita, el exiliado plancha los ejemplares de The Times cuando llega —a menudo con semanas de retraso—; escucha el canal internacional de la BBC, desde el que también sigue el críquet; cumple con el ritual del té de las cinco y el del whisky escocés a todas horas. Cuando la resaca se lo permite, escribe sus memorias e incluso sale a pasear en su americana de tweed de pata de gallo y su inseparable bufanda Westminster.

«Qué largas deben de ser las noches de Philby en Moscú», llegó a declarar Ronald Reagan. Sabemos que sí lo fueron para su mujer: Eleanor acabará desandando el camino a través del Telón de Acero. Su marido retoma la amistad con Donald Maclean, quien ya habla ruso con fluidez —lleva en Moscú desde su deserción en 1951— y trabaja como analista de política exterior británica. Philby no tarda en seducir a Melinda, la esposa de este, aunque será un romance fugaz. El exceso de alcohol y la falta de sueño casi acaban con su vida ya antes de que él mismo lo intente cortándose las muñecas, pero su ánimo cambia cuando George Blake, otro compañero de exilio, le presenta a Rufina Ivánova. Es veinte años más joven que él, pero eso no impide que se convierta en su cuarta esposa.

Una vez despejadas las dudas sobre sus verdaderas intenciones en Moscú, los últimos años de Philby transcurrirán plácidos entre arengas motivadoras a reclutas del KGB, o a la selección soviética de hockey. También se le concedió la Orden de Lenin, lo que le acredita como candidato para el exclusivo club de aquellos que han recibido las más altas distinciones de tres países distintos. Murió el 11 de mayo de 1988, fue enterrado en un cementerio reservado a héroes y demás prohombres de la Unión Soviética (muy cerca de donde yace Ramón Mercader, el asesino de Trotski) y el servicio de correos soviético imprimió un sello en su honor. En 2011, la inteligencia rusa inauguró una placa en la que, de forma consciente o inconsciente, se mostraban dos rostros de Philby mirándose de perfil. 

Se han escrito docenas de libros sobre el que muchos consideran el mejor espía de la historia, y su vida ha inspirado otros tantos personajes de ficción, como aquel topo soviético en Tinker, Tailor, Soldier, Spy, publicado como El topo en España, de John le Carré. Los que conocieron a Philby en persona aseguran que este no tuvo escrúpulos morales sobre los agentes que traicionó durante su carrera. «Siempre hay víctimas en una guerra», le dijo a Phillip Knightley, uno de tantos biógrafos. Pero quizás uno de los que mejor lo conoció fue Graham Greene, quien llegó a estar bajo su mando en el MI6. Greene tamiza así el concepto de «traición» de su compatriota y antiguo supervisor: «A ojos de Philby, su labor había de contribuir al beneficio de su país, Gran Bretaña. Era un poco como la visión de aquellos católicos ingleses que colaboraron con España durante el reinado de Isabel I», explica Greene en el prólogo que incluye la autobiografía de Philby. 

Kim se desmarcó de la polémica con un epígrafe que se podía haber dedicado a sí mismo: «Para ser un traidor, primero hay que pertenecer, y yo nunca lo hice».

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7 Comentarios

  1. Philby se enganchó al espionaje como yo me he enganchado a este maravilloso artículo. Gracias.

  2. Extraordinario artículo. . Un lujo.

  3. Constantino

    Un traidor es como un idiota, un personaje que mancha todo su entorno. Tira piedras en contra de los suyos sin que en el fondo se sepa muy bien el porqué, aparte del engreimiento de ser más inteligente que los demás, pues tampoco termina por creerse del todo el sistema en favor del que trabaja. Y viceversa. Una vez en Rusia, nadie se fiaba de un personaje así.
    Recomiendo la lectura de “El simpatizante” de Viet Thanh Nguyen.

    • La leí hace un par de meses. Bastante floja, mucho lugar común, poca imaginación.

      No hay traición si se cree en algo. Un blanco oculto entre azules es un blanco discreto.

      Gloria a Philby y a todos los luchadores comunistas.

      • Constatino

        Hay traición si traicionas a los tuyos. Y si lo haces por sentirte intelectualmente superior, estás engreído y ofuscado.
        A propósito de los comunistas, recuerdo dos anécdotas. Una cuando el guardia de un campo de concentración en el Gulag preguntó a un preso político:
        – ¿A cuántos años estás condenado?
        – A quince – respondió el preso.
        – ¿Por qué delito? – replicó el guardia
        – Por ninguno – contestó el preso agachando la cabeza.
        – No mientas -dijo el guardia-. Por ninguno solo te hubieran caído diez años.
        Y la otra, cuando tras recibir a una delegación georgiana en Moscú, Stalin se puso a buscar su pipa. Como no la encontraba, y aprovechando que la delegación se encontraba en los pasillos del Kremlin, envió a Lavrenti Beria con este encargo:
        – Ve tras la delegación y averigua cuál de ellos se ha llevado mi pipa.
        Beria, obediente, salió corriendo y al rato Stalin encontró su pipa debajo de unos papeles. Llamó a Beria y le dijo:
        – Laurenti, no te preocupes que ya he encontrado mi pipa, la tenía aquí mismo, entre mis papeles.
        – Demasiado tarde camarada -respondió Beria-, la mitad de la delegación reconoció haberse llevado tu pipa, y la otra mitad murió antes de que cesasen los interrogatorios.
        Esa es la gloria de sus luchadores comunistas. Patéticos payasos.

        • Jmsanchez1990

          Estoy seguro de que chistes de esos podemos hacer de todos los regímenes y paises extremizados. Una de las características del totalitarismo de cualquier signo es la coacción y la tortura para conseguir sus propositos y la represión absoluta de los pensamientos contrarios al impuesto.

          Otra cosa es que en paises como EEUU, al no haber cambiado de regimen, se haya lavado la cara de las acciones de la CIA…

        • Patéticamente payaso es utilizar esos chistecitos mediocres.
          Caricaturas de ese tenor se pueden hacer de cualquiera, también de los neoliberales, de los reaccionarios, de los progresistas o de los que posturean permanentemente de ir de neutrales y/o apolíticos.
          Aquí en España frente a la dictadura de Paco hubo unos «atletas morales», en expresión de Vázquez Montalbán, que precisamente fueron los luchadores comunistas.
          Comunistas fueron Buero Vallejo, Óscar Niemeyer, Sciascia, el recién fallecido Morricone, por citar cuatro gotas de un océano.
          Citaré también a los miles y miles, cientos de miles al menos, que, aparte de soviéticos, eran sinceros comunistas y que lucharon y triunfaron sobre el nazismo.
          Yo creo que patético payaso aquí sólo está usted, Constantino.

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