Sociedad

El mundo no está loco (o al menos no más loco que antes)

Salvador Dalí mundo
Salvador Dalí, 1959. Fotografía: Getty.

El mundo está loco, o cualquiera de sus variables, ya sea «estamos todos chiflados», «nos vamos a la mierda» o «nos fuimos al carajo», es una conclusión recurrente cuando se ponen encima de la mesa temas sociales o políticos —si es que acaso no es lo mismo— de difícil digestión. Cuando se convierte en noticia una nueva forma de interacción, cuando se alza al nivel de síntoma un hecho cualquiera propio de estos tiempos o cuando ocurre, en general, algo que nos cuesta todavía entender, se concluye por la calle del medio: el mundo está loco. 

El mundo, en realidad, está loco desde hace un montón de tiempo. Cada generación que no comprendía algo de los cambios que le avasallaban decidía culpar al mundo y su deriva mental. Siempre es el mundo el que padece un brote psíquico. Y de ahí viene todo lo demás. Hay que admitir que, al menos, es cómodo. 

Lo que pasaba hasta hace poco es que casi nadie se enteraba de lo que ocurría más allá de los límites de su barrio o aldea. Y, por tanto, muy pocos eran conscientes de lo loco que se estaba volviendo el mundo. Los cambios, cuando llegaban, aturdían, pero lo hacían de forma sigilosa. No había forma de articularlo; la incomprensión generalizada o la indignación (si es que la había) no llegaba a formar gran ruido. ¿A quién se le comentaba lo mucho que te enfadaba que las mujeres pudiesen ir solas por la calle? Como mucho se lo decías al vecino, a un parroquiano despistado que veías en la taberna. Poco más. ¿Cómo se mostraba la indignación una vez despenalizada la blasfemia? Pues o eras un pequeñoburgués con capacidad de plasmarlo negro sobre blanco y llegar a más gente o estabas apañado. 

Pero eso no significa que los enfados e indignaciones no estuvieran ahí, prestas al combate. El mundo siempre ha estado loco. O, lo que es lo mismo, a la gente, a las gentes de todas las generaciones que han pasado por este teatrillo, siempre les han molestado, ofendido o irritado los cambios. Pero raramente lo han podido expresar. O al menos expresarlo cómodamente, sin necesidad de tomar la Bastilla. Eso sin tener en cuenta lo ya comentado: la mayoría de esas gentes ni siquiera se enteraban de los susodichos cambios. Suficiente tenían con comer tres veces al día y no morir por la infección de una uña rota. 

El cuento ha cambiado de un tiempo a esta parte. Ahora sí, queridos amigos, ahora sí podemos expresar lo muy loco que está el mundo. Podemos expresarlo aquí y ahora, rápidamente, mientras cagamos o sin levantarnos de la cama. Lo puede hacer cualquiera, desde un intelectual reputado hasta un indigente ideológico con parafilias sexuales. Y llegar a miles de personas al instante. ¿No es tremendo? Es de locos, qué duda cabe.

El resultado es que el ruido es mayor que nunca. Y eso nos hace percibir que, dentro de la deriva frenopática, el mundo ha alcanzado su cima. Pero —aquí llega el pero—: no, el mundo no está más loco que antes, ni las cosas nos indignan más, ni somos más intolerantes, ni nos ofendemos más fácilmente, ni el planeta se está yendo por una cloaca. Simplemente ocurre que nos estamos enterando de todo y lo estamos expresando en voz alta casi al mismo tiempo. Y eso es más de lo que estamos preparados para soportar. 

Por primera vez en nuestra existencia tenemos conciencia, en tiempo real, de lo que ocurre a nuestro alrededor y podemos interactuar con estos hechos expresando nuestra opinión (casi siempre negativa) sobre los mismos. Estamos mirándonos en un estanque, estamos viéndonos crecer, cambiar, mutar como humanidad en tiempo real. Eso no hay especie que lo soporte. Y nos ha tocado a nosotros. Estamos madurando en vivo y en directo. Y nadie nos está explicando cuándo y cómo termina esto. Somos un adolescente recién llegado a su nuevo instituto. 

Se llama internet, redes sociales, canales de comunicación… Se llama estar interconectados. Se llama estar cenando en un restaurante peruano y enterarte de que hay un golpe de Estado en Turquía. Abrir un regalo de Navidad y ver un vídeo de cómo lapidan a una mujer en Afganistán. Ya había golpes de Estado y lapidaciones. De hecho, había muchas más, en muchos más sitios. Pero no nos enterábamos. Ahora lo hacemos y nos enfada y opinamos. 

El resultado es que, a base de gritarnos a nosotros mismos y por primera vez escucharnos claramente, nos estamos creyendo que somos una sociedad más indignada e intolerante que nunca. Y no es verdad. Las sociedades anteriores, en cuanto que menos formadas y más supersticiosas, se revolvían, enfadaban e indignaban contra los cambios con muchísima más facilidad que ahora. Pero no tenían un tuit a mano. 

Por primera vez nos vemos retratados. Hay que tener en cuenta que no todo lo que nos llega, nos enfada y nos indigna (es decir, nos hace percibir el mundo como loco y a nosotros mismos como unos inquilinos que jamás fueron tan inestables como hoy) tiene importancia. De hecho, la mayoría de las cosas que asaltan nuestros dispositivos de aquí y ahora son o bien mentira o bien no significan una mierda ni tienen la más mínima trascendencia. Pero las elevamos a la categoría de hecho global, de síntoma, aunque sean anécdotas. 

Es el reverso más oscuro de la era privilegiada de la comunicación: hay, tal vez, demasiada. Y aún estamos aprendiendo a seleccionar. En esa tormenta cualquier idiota suelta una barbaridad (sobre todo políticos y más concretamente políticos idiotas) y se está hablando de ello una semana. Alimentamos cualquier gilipollez. Y hacemos de ella un todo, como si antes no se dijeran gilipolleces. Lo que pasa es que la mayoría, por suerte, se perdían como lágrimas en la lluvia. Supongo que ya aprenderemos a ignorar lo que merece ser ignorado. O como rapean Los Aldeanos: «Si te hago caso te voy a tirar un cabo». 

Con todo esto nos vemos reflejados como humanidad. Y nos abochornamos. Y decimos que el mundo está loco. Cuando ya lo estaba. Estaba mucho peor. 

Yo creo que por primera vez somos conscientes de que, como especie, como sociedad global, estamos en pañales. Somos, tal vez, la primera generación que tiene capacidad para compararse de manera más o menos fiable con lo que deberíamos ser, lo que aspiramos a ser o lo que probablemente lleguemos a ser. Y tenemos la posibilidad de ver al instante lo lejos que nos queda, todo lo que nos falta por recorrer. Y eso desespera. 

Internet, la infinidad de canales de comunicación, hacen de espejo. Y un espejo suele deprimir a casi todos. No es que antes las cosas fueran mejores. No es que antes las sociedades no se indignaran y molestaran (de hecho, lo hacían más). Es que ahora nos enteramos. Eso, por suerte, tiene un lado positivo. Al menos estamos poniendo todas nuestras opiniones encima de la mesa. Y al hacerlo, al ver lo patéticos que todavía somos, generamos un debate que tiene por objeto mejorar. Y opino que lo estamos haciendo. Queramos o no, de una discusión siempre se aprende. Se aprende a ser mejores. Poco a poco. Nadie dijo que iba a ser fácil. 

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3 Comentarios

  1. Hola. Estamos ante un cambio de época . Crisis migratoria, medioambiental, tecnológica, social. Cada cambio requiere q lo viejo se retire y comience a andar lo nuevo. Es en ese espacio de tiempo cuando la crueldad , da la cara

  2. Estoy muy de acuerdo. Pero el tema es la «impaciencia»… Hay más tolerancia tal vez, pero muchísima más impaciencia, porque se vive muy aprisa y con mucha ansiedad. Todo cambio social lleva su tiempo, y en especial, va ocurriendo gradualmente. No es que de un día para el otro por un simple twit, así nada más, ya todo va a ser distinto… Primero los problemas se identifican, y luego gradualmente se van corrigiendo. Pero el proceso no es simultáneo ni instantáneo. Eso es lo que me irrita que la gente no entienda.

  3. Espejos, sí, pero además son espejos deformados, como los del callejón del Gato de Luces de bohemia. A ver si llegan extraterrestres para dejar de mirarnos el ombligo.

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