Arte y Letras Historia

De la cruz a la raya todo tiene cabida

cruz
Fotografía: Cordon Press.

Jesús Aguirre, segundo marido de la duquesa de Alba, fue nombrado comisario del pabellón de Sevilla de la Expo’92 por el entonces alcalde de la ciudad, Alejandro Rojas-Marcos. De una colaboración extraordinaria pasaron a una bronca monumental a propósito del Tesoro del Carambolo (Tartessos) y de unas copias que debía haber realizado el joyero Yanes y que nunca se llevaron a cabo.

La destitución del comisario a raíz del incidente fue fulminante —«me siento destituido porque cesar es un verbo transitivo»— y se sustanció a través de la prensa. El cesado escribió una carta sin firmar poniendo a caer de un burro al regidor quien, en un acto oficial, le preguntó si era él, por un casual, el autor de la misiva; Aguirre, en voz muy alta y para sorpresa de los estupefactos asistentes, le espetó: «de la cruz a la raya». Acto seguido le dio la espalda y continuó bebiendo de su cóctel como si nada. La cosa acabó en los tribunales.

Un provecto intelectual, elevado a aristócrata, presa de la ira.

Hasta hace unos años era costumbre, al redactar una carta, poner una cruz al principio (para que Dios guiara el mensaje) y, tras el corpus, la fecha y la firma; a veces, se dibujaba una raya debajo de la rúbrica. Esta manera de estructurar los escritos daría origen al dicho popular «cruz y raya» que equivale a terminar con algo o con alguien con quien ya no se quiere mantener relación. 

La expresión fue también cabecera de una revista literaria editada durante la Segunda República y ha caído en desuso como lo ha hecho la práctica de escribir en papel y enviar físicamente, ensobrado y sellado, lo que nos pasa por la cabeza, el recuerdo a los amigos y familiares, el intenso ardor que nos provoca en el cuerpo la recreación del ser amado, el enfado, las malas noticias y las muestras de cortesía en fechas señaladas. 

Han nacido el correo electrónico —inmediato y gratuito—, Whatsapp o Telegram y hay que ir con los tiempos, o sea, permanecer continuamente conectados, escribir y responder casi de manera simultánea sin permitir un tiempo de reflexión que, en ocasiones, sería más que prudencial. Las plantillas de los servicios postales han sufrido el mayor recorte de su historia de dos siglos y tienden a desaparecer (o a transformarse). Es la vida.

Las cartas, como forma de comunicación, ya nacieron con la propia escritura y eran, como lo siguen siendo, una conversación entre ausentes: he ahí su función básica. Hay mucha bibliografía y prolijos tratados sobre sus formalidades, tipologías y usos, cuando no han sido ellas mismas vehículo literario —Les liaisons dangereuses, Choderlos de Laclos, 1782— u objeto artístico —Muchacha leyendo una carta, Vermeer, 1657—. 

Los gobernantes de las sociedades que inventaron este instrumento en el Creciente Fértil las utilizaron para administrar sus imperios. La forma primitiva que se empleaba era dar instrucciones orales a un mensajero que debía transmitirlas, con la mayor fidelidad posible, acompañadas de breves pasquines de arcilla o papiro que se entregaban en mano. El viajero Herodoto recogió esta costumbre persa que difundió a su vuelta a Grecia y que se extendería posteriormente a todo el ámbito mediterráneo.

Apenas se conservan cartas privadas de la Antigüedad si comparamos con la cantidad de epístolas públicas que interesaron a los teóricos, empeñados en darle estructura a lo que necesariamente debía ser más pensado que las palabras que se lleva el viento porque escribir también es poner orden.

Se atribuye al griego Demetrio de Falero la enumeración de las primeras normas que regularían el género al sugerir que los mensajes fueran sencillos, breves, reflejo del alma de quien los escribe y adecuados al destinatario a quien van dirigidos.

A partir de estas recomendaciones, casi ningún autor se pudo contener y menos el hiperactivo Cicerón que estableció la distinción entre las Epistolae negotiales, de carácter público, que podían tratar de cualquier asunto y las llamadas Litterae familiares, de contenido privado; también se le imputa la estructuración en tres partes que, mutatis mutandi, sigue teniendo la correspondencia: la inscriptio o salutación, la dispositio o cuerpo del escrito y la susbcriptio o despedida, fecha y localidad. Si se nos ha olvidado algo o queremos apostillar lo escribimos más allá del final precedido de la siglas P. D. —post data para los latinos— o P. S. —post scriptum para los anglosajones—.

La tradición de escribir correos y enviarlos a destinatarios tuvo siempre esas dos vías de expresión, lo público y lo privado, más una tercera en la que resulta difícil distinguir un aspecto de otro como ocurre, por ejemplo, con las cartas latinas que Petrarca escribió en el siglo xiv donde mezclaba autobiografía, moral y política.

Las epístolas (cuya etimología procede del griego enviar un mensaje) se utilizaron para moralizar, adoctrinar e instruir y las hay por millones, recogidas, clasificadas y analizadas por los doctores del ramo. Muchas de ellas tendían a la ficción y eran lugar propicio para la retórica del haz lo que yo digo pero no lo que yo hago. Los archivos guardan testimonios, a veces muy pomposos, de las relaciones de carácter institucional que se han utilizado para construir la historia aunque no siempre sirvieran para su auténtica reconstrucción.

Las litterae ciceronianas, las cartas privadas, son menos numerosas, bastante menos, pero muy jugosas para componer la intrahistoria: gracias a ellas hemos conocido aspectos de la intimidad de personajes públicos, de sus vínculos y de la influencia que estos han podido tener en los asuntos de estado o en la firma de tratados solo porque los mandamases se caían bien o, por el contrario, no se soportaron. 

El dicho común de las cuentas del Gran Capitán procede precisamente de la carta que Gonzalo Fernández de Córdoba, un cordobés de Montilla, le envió en 1506 al rey Fernando el Católico —para quien había luchado más allá de la valentía en la campaña de Nápoles— después de que este le pidiera cuentas de los gastos realizados en dicha empresa: «en picos, palas y azadones, cien millones, y cien mil más en guantes perfumados para preservar a las tropas del hedor de los cadáveres del enemigo»… No se tenían en mucha estima y el Gran Capitán acabó retirándose a Loja donde murió lejos de las glorias que habrían merecido sus servicios a la corona. 

Un guerrero aguerrido y temerario hundido en la tristeza de no haber obtenido el reconocimiento personal del rey, su señor.

La mayoría de las litterae relatan penas o alegrías, hablan de amor o de afecto, desnudan emociones de la persona que las escribe y son, casi siempre, ajenas a los aspectos públicos del personaje. Al leerlas reconocemos la universalidad de los sentimientos que trascienden tiempo y espacio y tienen la virtud de alinearnos de inmediato con aquellas palabras que nos estremecen si nos tocan el corazón o nos resuenan en la misma clave. Así nos llegan, directas al hipotálamo, aun habiendo sido redactadas años ha.

Hijicos míos

Existen cartas de padres célebres dirigidas a sus hijos que son todo ternura; algunas de ellas ofrecen una visión tan diferente de la figura oficial que cuesta creer en su existencia si no fuera porque se conservan y pueden ser consultadas.

Felipe II, el biznieto de los Reyes Católicos que gobernó un imperio siempre soleado, envió al famoso Fernando Álvarez de Toledo, tercer duque de Alba, a pelear por el trono de Portugal que por derecho materno podría corresponderle ya que Sebastián I había muerto en 1580 sin descendencia. Entre rey y duque no había buena relación porque el monarca había obligado a su servidor a volver desde Flandes donde sus Tercios habían sido más que crueles; no obstante, el honor es el honor y el duque luchó hasta conseguir la victoria portuguesa que el rey supo recompensar justamente. 

Las circunstancias públicas que sobrevinieron con posterioridad son de sobra conocidas pero lo son menos las personales. El rey había partido en marzo hacia Guadalupe (Cáceres) con toda la familia: su última esposa, Ana de Austria, recién parida, y todos sus hijos. Allí permanecían a la espera de acontecimientos cuando a finales de septiembre enfermaron de catarro, afección que provocó el fallecimiento de la reina en el mes de octubre. El soberano decidió entonces que sus hijos retornaran a Madrid para preservarlos de otras enfermedades y partió hacia Lisboa en diciembre acompañado exclusivamente de sus servidores.

Se inició en ese momento una correspondencia puntual —que salía casi sin excepción los lunes— entre el monarca y sus descendientes, especialmente con la bella Isabel Clara Eugenia. Las cartas fueron escritas a mano por el propio rey que relataba en primer lugar los sucedidos políticos de manera breve y concisa para mostrarse seguidamente como el padre tierno y preocupado que debía de ser y que no apreciaron la mayoría de sus cronistas: los sucesivos embajadores de la República de Venecia lo describían como un ser frío e insensible, más bien endeble y poco aficionado a la guerra; lo contrario de su augusto progenitor, Carlos V.

El padre, en sus cartas, les hablaba con mucho afecto de su entorno, de Magdalena —una bufona sin pelos en la lengua y ánimo mutable que se permitía reñirle— y de la nostalgia que sentía de los ruiseñores del Pardo o de Aranjuez al escuchar el canto de los de Thomar. Se preocupaba de las fiebres y calenturas de la pequeña Catalina y deseaba que la sangre que le salía por la nariz a Isabel Clara Eugenia fuera presagio «de la que no debía expulsar por otras vías» y augurio de una buena nueva que tanto esperaban y por la que él mismo había peregrinado a la casa de San Antonio de Padua en Lisboa.

Su primogénito don Diego, de salud muy enfermiza, sufrió de tercianas (paludismo) por lo que el rey sugirió en una de sus misivas que trasladasen a su prole al monasterio de las Descalzas Reales al lado del Manzanares para aprovecharse de las buenas verduras que cultivaban en verano; en la misma se lamentaba de que el embajador de Francia se hubiera atrevido a recomendarle que no tuviera a sus hijos tan encerrados a lo que, por supuesto, él se negaba.

No solo se ocupaba de la salud de sus retoños. En una carta fechada en agosto de 1581 el rey se quejaba de la suya propia pues se había comido un melón que le haría andar unos días «algo desconcertado» aunque cuando les escribe ya se encontraba repuesto; en otras se mostraba muy contento porque asistieran a fiestas religiosas o daba la enhorabuena a Catalina por haber cumplido quince años aun cuando «no fuera mujer del todo». Le disgustaba que los hermanos no estuvieran siempre juntos o no se vieran con mucha frecuencia.

La costumbre de enviar cartas privadas fue recogida por su preferida, Isabel Clara Eugenia, que mantendría una intensa correspondencia con su hermanastro Felipe III —«abrígate mucho para recibir en esas estancias tan frías»— y hasta con su abuela, Catalina de Medicis, a la que no llegó a conocer en persona y a la que trataba sin embargo con deliciosa devoción.

Las cartas, que se guardan en diferentes archivos y se pueden consultar en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, nos permiten atisbar la cara B de un personaje público bien diferente de la que retratan los libros de historia. 

El más grande defensor de la cristiandad, vencedor en Lepanto, emperador de medio mundo, tiritando de nervios por la salud de sus hijos.

¿Más que fraterna amistad?

En 2018 el Museo del Prado compró a los herederos de José María Cervelló una carta que Goya dirigió a su amigo Martín Zapater, una de las ciento cuarenta y siete que el pintor le escribió entre 1775 y 1779 antes de su traslado a Madrid. El eco de tal compra se ha debido a la sugerencia de una relación entre ellos más allá de la fraterna amistad, apoyada en los dibujos intercalados entre líneas. Se desmerece la importancia que estas cartas pudieran tener para el conocimiento del carácter y los intereses del aragonés cuando se olvida que era dibujante y que se le daban muy bien los trazos.

Martín Zapater fue un ilustrado, rico por su casa, solterón empedernido al que Goya retrató en dos ocasiones; había nacido en Zaragoza un año después que su amigo (1747) y se conocían desde la infancia.

La correspondencia que mantuvieron contiene lo que todas las cartas de camaradería: intimidades, quejas, comentarios, cotilleos y aspiraciones. Lo que parece sorprender es que un pintor tan relevante fuera un ser humano que confiaba sus cuitas a su colega: normal, para eso están, para compartir aficiones como la caza, la música y la lotería, o el deseo de tener mucho dinero para no tener que pintar por obligación, para contarse —¿exagerando?— los comportamientos pícaros con las mujeres mientras su mujer le cuidaba la casa y le paría a sus hijos. La relación epistolar terminó poco antes de la muerte de Martín Zapater en 1803.

Un genio que era un hombre, al fin y al cabo. 

De hombre a hombre

Mucho más cercano en el tiempo, Ronald Reagan, presidente de los Estados Unidos entre 1981 y 1989, escribió una carta a su hijo Michael, en 1971, unos días antes de que este contrajera matrimonio. El propio Michael la haría pública en su libro In The Words of Ronald Reagan (2004) y Sahun Usher, un británico aficionado al género epistolar, la recoge en su libro Cartas memorables, publicado por la editorial Salamandra.

La titula Con cariño, papá y guarda la estructura y la forma debidas: lugar, fecha, destinatario y un corpus que no tiene desperdicio. El presidente, cuyos talentos y capacidades para el gobierno fueron motivo de tantas chanzas, desvela aquí una inteligencia emocional inusitada fruto quizá de sus propias experiencias y digna de figurar en todos los manuales de educación sobre relaciones de pareja: «habrás oído todas las bromas que hacen circular los casados infelices… por si nadie lo ha insinuado, hay otro punto de vista».

Así inicia un escrito que continúa poniendo en duda las falsas creencias sobre lo que es la masculinidad y lo fácil que resulta «mirar hacia otro lado para comprobar si aún tienes lo necesario para dar la talla… cualquier hombre puede dar con una idiota que comulgue con el engaño pero… sí hace falta ser muy hombre para conservar el atractivo y ser amado por una mujer que te ha oído roncar, te ha visto sin afeitar, te ha cuidado cuando estabas enfermo y te ha lavado la ropa interior sucia… No hay mayor dicha para un hombre que aproximarse a una puerta al final de la jornada a sabiendas de que al otro lado alguien espera oír sus pasos».

Y en la posdata, a modo de colofón, le recuerda que nunca tendrá problemas si dice te quiero al menos una vez al día.

El gobernante conservador, de sempiterna sonrisa y aparente frivolidad, era capaz de un amor maduro, considerado y humilde. Un ser positivo que conocía la fuerza de la palabra en los afectos.

Contar, moralizar, dar consejos, ordenar, comunicarse, mostrar ira, tristeza, ansiedad, ternura, preocupaciones y risas, decir tequieros: esa era y sigue siendo la esencia de las conversaciones entre ausentes.

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7 Comentarios

  1. Felipe II reclamó el trono de Portugal porque podía. El condicional y la cursiva sobran. Estaba legitimado y tenía la maza más grande que los demás pretendientes. Y si hubiera sido un poco más imaginativo se hubiera llevado la capital a Lisboa y a lo mejor la historia de este país hubiera sido de otra manera. Al menos la corte hubiera estado más ventilada. Los aires del mar es lo que tienen.

    • Laura Mínguez

      Gracias por el comentario. El artículo no va tanto del aspecto histórico como de la correspondencia que mantuvo, en especial con sus hijos. Un abrazo.

  2. E.Roberto

    Qué buena lectura, señor! Conocer la intimidad cotidiana de aquellos personajes que a menudo no supimos apreciar por
    diversos motivos me causan un placer enorme. Por culpa de esta pandemia todavía no sé si las bibliotecas de la zona poseen
    algún libro con el carteo entre Cicerón y su amigo Pomponio Attico. De casualidad supe que llevaban un «registro» con
    todas las palabras griegas que el latín desconocía con las debidas y apasionadas discusiones entre ambos para aceptarlas
    o no. Leerlas debe ser único. Continuando con la intimimidad de las cartas escritas a mano, todavia recuerdo no sin emoción
    una que llegó a mi buzón al poco tiempo de comenzar a habitar en mi casa. Lo publiqué en este foro tiempo atrás, pero lo
    repito ya que el tema es el apropiado. «La dirección era exacta, la de mi casa, pero el destinario otro, un desconocido,
    que los oriundos del barrio no recordaban, sólo la mitad de un encuentro incomprensible narrado dentro de un sobre celeste,
    humedecido por el tiempo que pasó dentro del buzón junto a ofertas, avisos y boletas del gas y la luz. El remitente y la
    caligrafía eran la de una mujer que me comunicaba con parsimonia prolija y letra diminuta que “él continuaba en la clínica”,
    (por lo visto alguien a quien “conocíamos” los dos), “que a pesar de todo te ama y te recuerda”,¡“que ha pasado tanto tiempo
    por la misma sangre”!; (y otra vez esa tristeza oscura por lo absurdo de ser amado sin que lo supiera), y me pedía que
    comprendiera, que hiciera un esfuerzo, y que me olvidara de aquellos viejos rencores, que le escribiera, aunque fueran
    cuatro líneas para que pueda irse un día en santa paz. Después me contaba sobre «nuestra madre» que continuaba a cocinar,
    “no ya como antes, como podrás imaginar, pero gracias a Dios no molesta y goza todavía de buena salud”. Al final un beso,
    su nombre y la fecha. Contestar no podía, devolverla al remitente menos aún porque mi curiosidad la abrió, y además me
    había encariñado con estos inesperados «parientes» que surgen del enredo abismal de infinidad de historias de odio y amor.
    La pegué en el álbum familiar de tapas gruesas, en la última página, junto al retrato de ella, que también me amó y ya no
    puede escribirme, y trato de imaginarme cómo serán sus rostros. Me faltarían las fotos». (Los puntos de admiracion son mios)
    Gracias por la amena lectura.

    • Laura Mínguez

      Muchísimas gracias por este y por otros comentarios hechos siempre desde una sensibilidad extraordinaria. A mí me parece que lo que relata sería el argumento precioso para un relato amoroso, de disputas familiares, de amores imposibles, de investigación detectivesca…se me ocurren muchas cosas, Eduardo. Y con lo fácil que resulta leer sus comentarios deduzco que no le resultaría difícil seguir el hilo. Un abrazo y muchas gracias, otra vez.

  3. Daniel García-Parra

    Magnífico artículo, Laura, tanto por su clara y concisa historia, breve, de la carta y su importancia en las relaciones públicas y privadas de sociedades precedentes, como por haber sabido resaltar el aspecto sentimental, tremendamente afectivo, que ha tenido siempre un mensaje escrito de padres, hijos, seres amados en general y en muy particular.
    Me ha dejado impresionado la carta de Reagan, que no conocía. Me ha asombrado cómo un personaje que siempre me pareció vacuo, inculto y superficial, hace una extraordinaria descripción de los «otros matrimonios», de los que no se habla porque son o han sido felices y, por tanto, no tienen historia. Y callo porque tú la has analizado de forma magistral. Juzgar desde el desconocimiento, como en mi caso, debería ser incluído entre los pecados capitales.
    Muchas gracias, profe. Siempre aprendo algo nuevo gracias a ti.

    • Laura Mínguez

      Muchas gracias, Daniel. Encontré mucha bibliografía para el artículo y me perdí leyendo esas intimidades que fueron capaces de dar la vuelta a algunas tortillas. Hay multitud de cartas que algunos investigadores se han molestado en rastrear y publicar pero la de Ronald Reagan me pareció interesantísima por lo que supone de “educación sentimental”. En unas pocas líneas establece lo que debe de ser el ejemplo de un matrimonio feliz y el valor del amor. Y también sirve para ver la otra cara del personaje, quizá para conocer a la persona aunque no comulguemos con sus ideas públicas. Un abrazo.

  4. E.Roberto

    Antes que nada, señorA, le pido disculpas por el error inicial. Me causó tanto interés su artículo que no controlé debidamente
    quién escribia. Cosas de varones, me perdone. Sí, realmente esa carta continúa a acompañarme y a sorprenderme
    cuando la recuerdo. Y trato de entender cómo un gesto (poco decoroso, lo admito) de leer en el lugar de otro y en primera
    persona haya surtido tal efecto, pero en ese momento !estaba hablando conmigo! El poder de la palabra, señora. Por supuesto
    que inicié una «investigación detectivesca» en el barrio que tuve que suspender porque, según ciertos indicios, el misterio
    solo podía ahondar aún más. Usted también tiene una especial sensibilidad, diría de sensitiva porque casualmente trato de
    introducir ese episodio dentro de un pequeño cuento de detectives, con «disputas familiares y amores imposibles» genero
    que es uno de los que más me apasionan, un pasatiempo sin mayores pretensiones. Le agradezo su comentario.

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