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Capa: de plata, sangre y carmín

Capa: de plata, sangre y carmín
Robert Capa y Gerda Taro. Foto: Cordon Press.

Sabemos que aquella calurosa mañana del 5 de septiembre de 1936 estaba con su amada Gerda Taro y un grupo de milicianos cerca de Córdoba. Que bromeó con ellos durante horas en un bar, que subieron a las trincheras excavadas cerca del pueblo de Espejo y que, cuando se puso el sol, los fotógrafos bajaron de allí con varios rollos de película expuesta. La vida en el frente impresa en haluro de plata. Una de aquellas fotos se publicó poco después en la revista francesa Vu y se reprodujo un año más tarde en Life sobre el artículo Muerte en España. Hoy es la fotografía más icónica no solo sobre la guerra civil, sino sobre la guerra en general. Hasta aquí los hechos. 

Dicen que su protagonista se llamaba Federico Borrell García, aunque hay quien lo niega, y en la instantánea viste camisa blanca impoluta, pantalones y alpargatas de segador. Solo las cartucheras de cuero le dan un ligero aire marcial. El resto es campo gratinado por el sol y el cielo que va quedando antes del crepúsculo. Si Robert Capa, de veintidós años y nacido con seis dedos en una mano, quería obtener una imagen sobre el sacrificio de un pueblo por defender su República, esa era la imagen. Como todas las grandes fotografías de la historia, posee dos ingredientes en cantidades industriales: una incuestionable carga política y una leyenda indestructible, la que dice que en realidad la muerte del miliciano solo fue una escenificación, un burdo montaje.

La acusación más sólida proviene de un periodista británico llamado O. D. Gallagher, que aseguraba que Capa le había reconocido que la secuencia del miliciano había sido un montaje. «Un oficial republicano ordenó a varios soldados que fueran con Capa a unas trincheras cercanas para escenificar unas maniobras». Sea real o figurada, la muerte del miliciano le dio a Capa fama mundial. El mejor fotógrafo de guerra, tituló la revista Picture Post

De su madre heredó el carácter voluntarioso y estoico, lo que le valió para trabajar en las peores condiciones soportando la vida patética de los soldados. De su padre, un judío atildado y alegre amante de las fiestas, el alcohol y las mujeres, nació su lado seductor, su capacidad para meterse en líos y salir airoso, su magnetismo y su carisma incuestionable. Todos le rodeaban porque a su lado había dos cosas seguras: nadie sabía cómo acabaría la noche, pero todos intuían que sería divertida. Martha Gellhorn, amante de Hemingway durante la guerra civil y más tarde su esposa, los recuerda a ambos cruzando al galope la Gran Vía bajo las bombas y el hedor de dos mulas muertas en un lado de la calle para ir a Chicote, donde las bombas quedaban muy lejos y donde nunca faltaban alcohol de primera, cartas para jugar al póquer, cigarrillos y ninguna prisa por cerrar. 

Capa recibió en aquella guerra española su primera herida, que a la larga resultó incurable: su amada Gerda, exiliada como él, autodidacta fotógrafa de talento, la gran desconocida, autora de su seudónimo y de su marca, fue a cubrir la batalla de Brunete. Con la desbandada general de las tropas republicanas, un tanque arrolló su coche y murió poco después. Tan tocado quedó después de aquello que se marchó a China a trabajar en la guerra contra los japoneses. Un trabajo imponente durante seis meses que incluye las que son, probablemente, las primeras fotos de guerra en color de la historia. Capa no dejó de conocer a mujeres y acostarse con ellas durante toda su vida, incluidas actrices de Hollywood como Ingrid Bergman, pero con ninguna quiso casarse jamás. Ese hueco siempre sería para Gerda. De su pérdida no se recuperaría nunca. 

Su mérito no solo estuvo en llegar hasta el frente de batalla y darle al clic, sino hacerlo con una cámara hasta ese momento desconocida: una Leica III. Las fotografías de la Primera Guerra Mundial fueron tomadas con grandes cámaras de placas que requerían enormes trípodes y muchos segundos de exposición. Era imposible plantearse realizar fotografías de acción. Las pequeñas Leicas, los stradivarius fotográficos que llegaron tarde a la Gran Guerra, brillaban en la guerra civil gracias a Capa y Taro. Más ligeras que unos prismáticos, precisas como un reloj suizo y rápidas como una ametralladora Thomson, cambiarían por completo la historia de la fotografía. Solo quedaba que el fotógrafo tuviera el arrojo necesario para llevarla hasta primera línea. Capa era un gran fotógrafo en la retaguardia, donde documentó el hambre, las matanzas, el miedo. Su fotografía cercana y empática emociona y conmociona. Pero en el frente era el mejor, jugaba en su terreno. 

En los días previos al desembarco de Normandía, Capa organizó una fiesta épica en Londres, incluso para los estándares de una época en la que las cosas se celebraban como si no hubiera un mañana. La operación de apendicitis de su nueva novia, Elaine Fisher, a la que todos llamaban Pinky, había ido bien. Además se había presentado en la ciudad un viejo camarada de sus farras en España: Ernest Hemingway, a quien Capa llamaba con cariño Papá. John G. Morris, el mítico editor de Life, recuerda que el alcohol se acabó sobre las cuatro de la madrugada. El doctor Gorer y Hemingway decidieron ir a por más bebida en un coche, pero llevaban ya una borrachera tan bíblica que no tardaron en estampar el vehículo contra un depósito de agua. Hemingway salió volando por el parabrisas y pasó varios días en el hospital con la cabeza vendada. Así eran las fiestas de Capa. Pocos días después consiguió un permiso para acompañar a la I División de Infantería de EE. UU. en su inminente desembarco sobre una de las playas francesas. El Everest sin oxígeno del fotoperiodismo. Nombre en clave: Omaha Beach. 

Para los que ven a Capa como un fotógrafo mediocre, solo abrillantado por la leyenda, cabe recordarles que el día D era la quinta vez que Capa visitaba un frente de batalla en tres grandes guerras distintas, que en todas ellas superó a toda su competencia y que sus mejores fotos estaban por llegar. La mística del fotógrafo suicida, que perdió a su amada y que se enfrenta a las balas sin miedo queda destruida por él mismo. En su libro Ligeramente desenfocado, Capa narra cómo viajó en aquella lancha con forma de ataúd a suelo francés, cómo llevaba los rollos de película en condones sin usar para que no se mojaran, cómo el agua estaba alfombrada de cadáveres, cómo no pudo ni ponerse de pie, ni cambiar el carrete terminado porque las manos le temblaban por el frío y el pánico, cómo ni siquiera consiguió llegar a la orilla y se volvió a subir a una lancha médica. Y a pesar de eso, expuso dos rollos de película quemados en el laboratorio de Londres de los que se salvaron once fotos granuladas y algo trepidadas, the magnificent eleven, en las que se inspiró Spielberg para rodar su Salvar al soldado Ryan. En una de ellas, el soldado Edward Reagan, de Atlanta, que ha compartido desayuno con Capa minutos antes en el barco, avanza junto a él entre obstáculos anticarro y restos de la batalla. Aquel día murieron tres mil soldados estadounidenses sobre la arena de Omaha para ayudar a liberar Europa de la bota nazi.  

Sobrevivir a aquel torbellino mereció otra fiesta, que esta vez se celebró días después en Mont-Saint-Michel, el gran castillo sobre la playa que había sobrevivido a la guerra sin un solo arañazo. Hemingway no quiso perdérselo, al igual que Ernie Pyle, el mejor corresponsal de guerra de la Segunda Guerra Mundial y el único que visitó todos los frentes de batalla. En los bares de las ciudades en guerra nunca falta el champán. Y en la Francia liberada siempre había granjeros dispuestos a compartir queso y vino con aquellos tipos con cámaras. Hoy habían sobrevivido y mañana podría ser el último. Y no necesitaban más excusas. Entró en París, la ciudad en la que había conocido a Gerda, el cuarto de estar del exilio y la bohemia, con las tropas republicanas españolas, toda una metáfora de su vida. Life puso su oficina al lado de Maxim’s y todos los corresponsales míticos de aquella guerra que había que ganar se hicieron una foto: Hemingway, Pyle, Roland Penrose, Bill Vandivert, que llegó a entrar en el búnker del Führer en Berlín con los rusos, George Rodger, en uniforme británico, cofundador de Magnum, a quien más adelante se le rendiría una división alemana completa en el Reich, William L. Shirer, Joe Liebling de The New Yorker, David Scherman y la exmodelo Lee Miller, enviada especial de Vogue que meses más tarde se lavaría el polvo del campo de Mauthausen en la bañera de Hitler. En aquellos días también comenzaron a frecuentar el círculo de Capa una mujer lesbiana llamada Marlene Dietrich y un joven francés de ojos azules montado en una bicicleta: Henry Cartier-Bresson.  

Probablemente aquel fue el momento culminante del periodismo de conflictos, la mayor colección de talento nunca vista, todos bebiendo vino francés y esperando que la guerra acabara pronto. Después de aquello, Capa saltó en paracaídas con la 101 aerotransportada y fundó Magnum con cuatrocientos dólares junto a Rodger, Seymour y Cartier-Bresson. Viajó a Rusia junto al premio nobel John Steinbeck, intentó rodar su propia historia en Hollywood y sedujo (con éxito) a las mujeres más guapas del mundo. Como su adicción al alcohol se hizo cada vez más preocupante quiso volver a la acción primero en Israel, su tercera guerra, y después en Vietnam, donde pisó una mina el día 25 de mayo de 1954. Su cuerpo quedó mutilado y murió minutos después. No soltó su cámara Contax de la mano izquierda. Cuando lo enterraron no se molestaron en quitar el embalaje de plástico de su ataúd. Llevaba escrito: «Robert Capa. Fotógrafo». 

Siguiendo un camino público que atraviesa la finca llamada Loma de las dehesillas, en la localidad cordobesa de Espejo, se llega hasta una plantación de olivos. A unos diez metros del primer árbol, si uno es observador, se puede ver el lugar donde estaban las trincheras, donde estaba arrodillado el fotógrafo, y también la colina por la que avanzó ese soldado inmortal. Como si la tierra polvorienta pudiera guardar esa fuerza telúrica de la guerra, el sitio parece vulgar pero no lo es. Aquel día solo murió un miliciano según los archivos republicanos. Se llamaba Federico Borrell García. El informe no dice cómo murió, pero la foto de Capa sí que lo dice. Si fue un montaje era un genio. Si no lo fue, también.  

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2 Comentarios

  1. ¡Magnífico artículo!
    Reconozco que tengo debilidad por Robert Capa y Gerda Taro: sus vidas trepidantes y pioneras en el fotoperiodismo de guerra; sus tristes destinos.
    Por cierto, Ligeramente desenfocado es una maravilla, te ríes y te desgarras a partes iguales.

  2. Ese no es Robert Capa, es Erno Friedmann. Robert Capa es el pseudónimo que compartían Erno y Gerda, ambos fotógrafos. De hecho hay fotografías que no se sabe quién de los dos hizo. ¡No sigáis empañando la historia!

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