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Las Dueñas de Zamora, una pornocracia en el convento

Las Dueñas de Zamora una pornocracia en el convento
DP. las dueñas de zamora

Sí, Zamora, siglo XIII. Un episodio de la ciudad que trascendió sus murallas, trascendió León y Castilla y llegó a Roma. La comidilla del XIII, un Sálvame sin ondas herzianas pero con juglares. Una historia de luchas de poder, sexo y rock & roll, o mejor dicho, luchas de poder, sexo, religión y mester de juglaría. 

Pero antes de entrar de lleno en el asunto hemos de anotar algunas cosas para entenderlo en su totalidad. Empieza a extenderse por Europa una nueva forma de entender la religión. Dominicos y franciscanos se abren paso en las ciudades con sede episcopal. Ahí empieza el primero de los problemas. En general los obispos de esas ciudades se oponen a los frailes. Ven su poder amenazado y no dudan en hacer lo posible por dejar bien marcado su territorio.

El convento dominico de Zamora nace en 1219 con la visita de Domingo de Guzmán a la ciudad. Su tía María de Guzmán le cede una casa extramuros para su fundación. Esta se realiza de acuerdo a las exigencias del obispo: los dominicos le prometen obediencia, así como no interponerse entre el obispo y los feligreses y no cobrar diezmos ni recibir dineros sin licencia episcopal. Tampoco enterrarían muertos ni predicarían salvo con permiso del obispo. Así estaban las cosas, sobre el papel al menos.

Nuestra historia comienza exactamente en 1258. El caballero Ruy Peláez y su esposa Elvira deciden poner fin a su matrimonio. Este «divorcio a la zamorana» se sustenta en motivos religiosos: tienen ambos cónyuges tantísima fe y tantas ganas de servir al Señor que lo mejor es separar sus caminos: Ruy ingresa en la Orden de Santiago, renuncia a sus derechos sobre Elvira y le da la libertad de ingresar en la misma orden o en cualquier otra. Pero Elvira no elige la Orden de Santiago, no. Su hermana, Jimena Rodríguez, acababa de recibir del papa Alejandro IV el permiso para fundar en Zamora un convento de mujeres «bajo la Orden de San Agustín según la regla dominicana».

Los planes de las dos hermanas eran otros. Tanto, que en mayo de 1259 Ruy Peláez parece arrepentirse de la separación y reclama a su mujer de nuevo. Lo hace ante el tribunal del archidiácono. Los testigos allí presentes, a excepción de dos miembros del capítulo catedralicio, son todos dominicos, la comunidad casi al completo del convento que estos poseen extramuros. El arrepentido caballero Ruy Peláez vuelve a su hogar sin esposa ya que el tribunal falla en su contra. En 1264 doña Elvira y doña Jimena solicitan al obispo don Suero y al capítulo zamorano permiso para comprar el solar «Iuxta Sanctum Fontonem» (San Frontis) para instalarse con un grupo de damas y tomar el hábito de los predicadores. El obispado colabora de mil amores, pues reciben tres mil trescientos maravedís por el terreno y el acuerdo de prestar al obispo «obediencia, sometimiento y reverencia». Es decir, que el obispo y sus sucesores serían los encargados de velar por la disciplina del nuevo convento nombrando incluso a la priora.

Días después, doña Elvira juró obediencia como primera priora del convento de Las Dueñas. Dueñas porque aun dejando la vida mundana no dejaron de tener el control sobre sus posesiones. Y más aún, en 1264 Clemente IV otorga un privilegio a los dominicos por el cual «entrega» a las monjas de la Orden al «magisterium y doctrina de los frailes». ¿Dónde queda entonces el acuerdo primigenio con el obispo? ¿Dónde la obediencia debida? La historia del convento parece transcurrir tranquilamente en los años siguientes. Al menos hasta 1270. Pero seguramente las dueñas ya sabrían con anterioridad que el papa les había otorgado los poderes a los frailes: don Suero intenta visitar el convento en 1267 y las damas le niegan la entrada. Y con este hecho comienza, digámoslo así, «el festival zamorano». Don Suero empieza con las excomuniones y lleva el asunto hasta el papa Gregorio X, quien dicta a favor de la sede episcopal. Las dueñas reciben orden de entrar en vereda y así parecen hacerlo. Pero la influencia dominica en el convento es ya imparable, mucho más de lo que podríamos imaginar nosotros y el propio obispo don Suero. 

En los años siguientes las dueñas realizaron ventas de propiedades, compras, etc., sin permiso episcopal. Eran damas avispadas, las dueñas, y resueltas. Muy resueltas. Sin embargo dentro del convento se estaba abriendo una brecha entre las partidarias de seguir bajo la tutela del obispo y las que decididamente querían «entregarse» a los frailes dominicos. Visitas episcopales hubo muchas, y en todas ellas las monjas renovaban su promesa a don Suero y se reconocían como monjas pertenecientes a «la Orden de San Agustín que visten los hábitos de la Orden de Predicadores». Don Suero volvía a su palacio episcopal y las dueñas seguían haciendo lo que les venía en gana. Y luego venía otra excomunión, otro interdicto y otra pantomima en el convento. Y así durante al menos siete años de tira y afloja.

Pero en la ciudad ya debía de comentarse la familiaridad con la que los frailes entraban al convento. Estamos ya en 1277-78 y seguramente ya se habrían comenzado a cantar coplas de todo lo que estaba sucediendo. Don Suero decide entonces visitar el convento acompañado de testigos. En esta ocasión no habría una reunión formal con la prioria y buenas palabras. Don Suero iba dispuesto a preguntar una a una por la observancia de la «regla» en el convento. Esto nos da una pista de la gravedad de la situación. Poco tiempo antes don Suero había enviado una carta a la priora, que ahora era María Martínez, prohibiendo la entrada a los frailes al convento. Cuando doña María leyó la carta a las monjas en capítulo se produjo el desastre: insultos, maltrato a la priora,  encierro de algunas monjas… Lo que venía larvándose desde 1270 aproximadamente estalló y se supo en la ciudad. La visita del obispo se hacía ineludible.

Peter Linehan encontró en el archivo zamorano estos testimonios y los publicó en Las dueñas de Zamora.

Ante las preguntas del obispo María Alfónsez nombró «a las que estaban de parte de los frailes» como aquellas que habían insultado gravemente a la priora. Se cuidó muy bien de dar nombres. Caterina de Zamora reconoció haber ido a vender trigo fuera del convento, lo que a priori no parece tan grave de no haber ido acompañada de un clérigo, un tal Pedro Pérez que a la sazón era su amante, según otras testigos. Estas relataron cómo Pedro Pérez había entrado de noche con doña Caterina al convento y les había dicho a las monjas que ellas eran dominicas y que por tanto debían coger prisionera a la priora por ser partidaria del obispo.

Dos monjas que fueron encerradas por la priora por desobediencia fueron liberadas, María de Sevilla y María de Valladolid, pero ninguna da nombres de quiénes las ayudaron. Algunas dicen «que fueron muchas las que les liberaron». Pero quizá el testimonio que nos dé la pista definitiva sobre lo que había estado ocurriendo tras los muros del convento sea el de María Martínez, la priora:

Declaró que ni la regla ni las constituciones se observan. Ni el silencio. Las monjas recibían a veces cartas y regalos de los dominicos que les llevaban mujeres o que les pasaban por agujeros del muro. Las mujeres llevaban los mensajes escritos en los dedos. La razón de que las monjas viviesen en un estado de discordia era que los frailes frecuentaban el convento y se entregaban allí a actividades disolutas con ellas (…). En cuanto a las actividades disolutas los frailes se desnudaban delante de las monjas y uno de los que estaba desnudo se puso la túnica de doña Xemena que estaba haciendo sus necesidades. El oficio divino o no se celebraba o se hacía a deshora. Y ese hermano que se puso la túnica hizo unos versos sobre Inés Domínguez. También se enfrentaron a la priora diciendo que no era priora. Le dijeron palabras desagradables, la amenazaron y la privaron del cargo de priora. Doña Perona y doña Xemena se apoderaron de los paños de los altares aunque luego los devolvieron. Pero doña Xemena se apoderó de reliquias que nunca se devolvieron (…). Caterina dejó la orden y la recogieron hombres de los hermanos predicadores que estaban allí cerca. Pedro Pérez vino a san Frontis y la llevó por las aldeas. Y vendió trigo con ella, en Montamarta (…). Perona Franca le había pegado (a la priora) y había acudido a la reja sin su permiso.

Y el relato de Xemena Pérez es todavía más preciso:

El problema en el convento tenía su origen en la presencia de los frailes allí. El hermano Munio dijo que le quitaría el hábito a doña Orobona. Las monjas y frailes habían formado parejas y tomado amantes: María Reínaldez con el hermano Bernabé, Inés Domínguez con el hermano Nicolás, Marina Domínguez de Toro con el hermano Juan de Aviancos que se desnudó en el convento en presencia de las monjas y Teresa Arnáldez con el hermano Pedro Gutiérrez (…). Inés Domínguez tenía dos amantes entre los frailes, los hermanos Nicolás y Juan de Aviancos. Y el hermano Juan se sentó en la cama de la enfermería con ella y le dijo: «Mi monjangelina, no quieras al muchacho, quiéreme a mí que soy viejo que más vale viejo bueno que muchacho malo» (…). Inés Domínguez, Elvira Pérez, doña Juana y María Reináldez abandonaban completas para irse a beber…

Estos son solamente dos ejemplos de todos los testimonios recogidos por el obispo y sus testigos. Como se puede observar el asunto había trascendido la lucha iglesia zamorana-mendicantes y había adquirido tintes de auténtica bacanal. Tanto es así que el primer expediente que abrió Gregorio X se recupera con las nuevas informaciones aportadas por don Suero. El papa, entonces Nicolás III, ordenó de nuevo investigar y el 29 de abril de 1280 las damas son requeridas por el prior de Valladolid. No se presentaron. En 1281 las damas se habían ido a Benavente, fuera del alcance de don Suero ya que la ciudad pertenecía a la diócesis de Oviedo. Mientras tanto a Roma llegaban además informaciones de que las monjas habían estado vendiendo los bienes de la comunidad. Además de fornicadoras las dueñas estaban esquilmando a la orden. Pero los asuntos de palacio van despacio y los del Vaticano aún más. Pasaron años y papas hasta llegar a Honorio IV, partidario de los mendicantes, quien en 1285 zanja el asunto teniendo en cuenta la versión de los frailes en la que las monjas quedan como «vírgenes prudentes» y los amantes como víctimas inocentes de la persecución del obispo. Don Suero no pudo llegar a Roma a dar su versión. Murió en 1286.

La historia de desenfreno de este convento zamorano no fue, sin embargo, un caso aislado. Solamente con leer los Milagros de Nuestra Señora de Gonzalo de Berceo podemos hacernos una idea de las libertades del clero en la época. 

Los «problemas» del clero con estos asuntos venían de antaño. Sixto III, papa del siglo V fue acusado por el sacerdote Bassus de haber violado a una novicia. Bassus fue convenientemente encerrado y envenenado. El papa entonces adujo que el sacerdote había enfermado gravemente y que había confesado en el lecho de muerte que había realizado una acusación falsa. Benedicto IV en el 964 deshonró a una doncella y tras cargar con buena parte de los tesoros vaticanos huyó a Constantinopla como un auténtico Dioni de la época. Cuando se quedó sin fondos volvió a Roma, pero no tardó en morir a manos de un marido celoso que le asestó cien puñaladas.

Pero el momento álgido del frenesí sexual llegaría en los siglos IX y X. Durante la llamada «pornocracia» dos mujeres, Teodora y su hija Marozia designaron y depusieron papas, amén de casarse y tener hijos con varios de ellos que también llegarían al papado: Sergio III, Juan X, Juan XI… hasta el nieto de Marozia, Juan XII, quien fue nombrado papa a los dieciséis años y que fue tan nefasto que incluso se dice que monasterios enteros rezaban cada día pidiendo su fallecimiento. El odio hacia él en la ciudad se hizo tan patente que tras llenar sus bolsillos huyó a Tívoli. En el sínodo que se convocó para investigar la cuestión se aireó una lista casi interminable de mujeres con las que el papa «había copulado», incluyendo a una antigua amante de su padre y a una sobrina. A su vuelta a Roma otro marido celoso le asestó un martillazo. Ser papa en esa época era, verdaderamente, una profesión de riesgo.

Estos eran los pastores que guardaban las ovejas. Con razón Benedicto XVI indicó que en la elección papal poco tenía que ver el Espíritu Santo. Si estos desmanes se producían entre el alto clero, qué decir del bajo. El nicolaísmo campaba a sus anchas por Europa. Lo raro era encontrar clérigos que observaran el celibato. Pero el problema no era tanto moral como pecuniario: los clérigos dejaban a sus hijos en herencia títulos y propiedades eclesiales, lo que dividía las mismas. Los intentos de frenar estas prácticas son tan numerosos como ineficaces: León IX en 1048 impone la pena de herejía a los no castos, en 1074 en el Concilio de Roma se condenan las relaciones con mujeres, en 1228 en Valladolid se imponen penas a las barraganas. En 1251 Inocencio IV revoca todas las sentencias anteriores de excomunión a los clérigos que tenían mujeres «públicamente» y decide cambiar el castigo a una multa. El problema era claro, excomulgando la Iglesia se quedaba prácticamente sin ministros. La jerarquía eclesial llegó a imponer el que se dio en llamar «diezmo lácteo»: el clérigo pagaba una tasa por el derecho a gozar de una mujer al año en la cama. Verdaderamente yo no hubiera encontrado un nombre mejor. En pleno siglo XV el papa Sixto IV decidió imponer ese diezmo a todos los clérigos sin excepción. Un «por si acaso» en toda regla. 

Respecto a los monasterios la cosa no pintaba mucho mejor. Por muchas reglas, reforma de las mismas, creación de nuevas reglas y órdenes, etc. Por ejemplo en Schotten, Austria, todavía en 1563 se encontraron nueve concubinas y ocho niños, y las monjas de Aglar convivían con diecinueve criaturas. Suponemos que todos ellos frutos del amor.

Capítulo aparte merece el llamado «clero marginal»: vagaban por las localidades frecuentando tabernas, portando armas, practicando la caza. En ocasiones era el propio clérigo el que abría una taberna o un garito de juego.

Con este panorama no es de extrañar que Gerson, sacerdote del siglo XIV y doctor en Teología y Filosofía llamado «doctor Christianissimus», escribiera esto: «¿Rompe un sacerdote el voto de castidad cuando incurre en acciones lujuriosas? —¡NO!, el voto de castidad se refiere exclusivamente a no incurrir en el matrimonio. Un sacerdote que perpetre los más graves delitos de lujuria no rompe el voto de castidad mientras permanezca soltero», y recomendaba practicar la lujuria secretamente. Ya saben, ojos que no ven…

Como les decía, el caso de las dueñas zamoranas no fue excepcional. Lo que sí lo es es que tengamos tan documentado cómo unas «señoras tan principales» se las ingeniaron para vivir la vida loca amparadas en su supuesto fervor religioso.

Después llegarían la Reforma y la Contrarreforma. El 29 de noviembre de 1560 en el Concilio de Trento se estableció el celibato sacerdotal obligatorio, pero el convento de Santa María de las Dueñas de Zamora era ya historia.

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5 Comentarios

  1. La caridad bien entendida empieza por uno mismo, y estas eran verdaderas monjitas de la caridad.. Muy interesante artículo, enhorabuena!

  2. E Fernández

    Muy interesante artículo.

    Por completar un poco la historia, según cuentan, el Hermano Munio, quien quería quitarle al hábito a Doña Orobona, era Munio (o Nuño) de Zamora, que llegó a ser Maestre de la Orden de los Predicadores y cuya destitución encargó el Papa Nicolás VI a nada menos que a Santiago de la Vorágine (el autor de la Leyenda Aurea).

    Munio, que debía ser de armas tomar y tenía el apoyo de los reyes castellanos fue nombrado posteriormente obispo de Palencia y a punto estuvo de ser arzobispo de Santiago de Compostela…

    En fin, un culebrón en toda regla…

  3. Estupendo artículo, y muy divertido si mismo tiempo, una verdadera alegría para tiempos de zozobra

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